26

Me adelanté más de una hora a la llamada despertadora. Después de ducharme, afeitarme y vestirme, abrí las cortinas y me encontré con la vista de un edificio de ladrillo rojo al otro lado de la calle. Hombres con camisas blancas y corbatas quedaban enmarcados en sus ventanas, sentados ante unos escritorios, hablando por teléfono y apuñalando el aire con bolígrafos. Por debajo de ellos, las calles estaban atascadas con coches aparcados en doble fila. Las bocinas mugían. Alguien estaba usando un martillo neumático, incluso a pesar de la ventana sellada, podía oler la ciudad.

Llamé a Robin cuando eran un poco más de las nueve, hora de Los Ángeles. Nos dijimos el uno al otro que estábamos bien y charlamos un rato antes de que se pusiera Milo.

—Háblame de ese viaje costa a costa —dijo—. ¿Expedición o huida?

—Un poco de las dos, creo. Gracias por cuidar de la dama y el vagabundo.

—Es un placer. Tengo un poco más de información sobre el señor Gritz. Le he seguido la pista hasta una pequeña ciudad de Georgia y acabo de hablar con el jefe de policía. Parece que Lyle era un chico extraño. Actuaba de una forma tonta, andaba cómicamente, farfullaba mucho, no tenía amigos. Estaba más tiempo fuera de la escuela que dentro, nunca aprendió a leer bien o a hablar claramente. Su vida familiar era predeciblemente mala, también. No había padre a la vista, y él y su madre vivían en un remolque en las afueras de la ciudad. Empezó a beber, se metió en problemas. Robos en tiendas, hurtos, vandalismo. Una vez se metió en una pelea con alguien más grande y fuerte que él y resultó perdedor. El jefe dijo que lo encerraba por algún tiempo, pero él no parecía preocuparse, la cárcel era tan buena como su casa, o mejor. Solía sentarse en su celda y mecerse y hablarse a sí mismo, como si estuviera encerrado en su propio mundo.

—Parecen más los signos tempranos de una esquizofrenia que los de un psicópata en desarrollo —dije yo—. El comienzo durante la adolescencia cuadra también con el patrón esquizofrénico. Lo que no cuadra es la cantidad de cosas calculadas con las que estamos tratando. ¿Suena eso como un chico que puede asistir a una conferencia médica? ¿Retrasar la gratificación tanto tiempo para tramar asesínalos con años de anticipación?

—Realmente no. Pero quizá cambió al crecer, se volvió más sutil.

—El señor Seda —dije yo.

—Quizás es un buen farsante. Quizá lo fue siempre. Simulando estar loco, incluso entonces…, los psicópatas lo hacen siempre, ¿no?

—Sí, lo hacen —asentí—. Pero ese jefe de policía, ¿parece alguien que pudiera ser engañado fácilmente?

—No. Dijo que el chico estaba loco pero tenía algo a su favor. Talento musical. Aprendió solo a tocar la guitarra, la mandolina, el banjo y un montón de instrumentos más.

—El nuevo Elvis.

—Sí. Y durante un tiempo la gente pensó que lealmente iba a hacer algo positivo. Entonces un día abandonó la ciudad y nadie volvió nunca a oír hablar de él.

—¿Cuánto hace de eso?

—En el año setenta.

—O sea que tenía sólo doce años. ¿Alguna idea de por qué se fue?

—El jefe acababa de arrestarlo por borrachera y desórdenes otra vez, le echó la usual reprimenda, después añadió unos pocos dólares para que se comprara ropa nueva y se cortara el pelo. Igual pensó que si el chico tenía mejor aspecto se portaría mejor. Lyle salió de la comisaría de policía y se dirigió hacia la estación de ferrocarril. El jefe averiguó después que había usado su dinero para comprar un billete sólo de ida a Atlanta.

—Doce años —dije yo—. Pudo haber seguido viajando y acabar en Santa Bárbara, ser recogido en De Bosch como un caso de caridad… a De Bosch le gustaba mostrar una imagen humanitaria, públicamente.

—Ojalá pudiéramos conseguir los archivos de la escuela. Nadie parece tener ninguno. Ni la ciudad, ni el condado.

—¿Y las autoridades federales? Si De Bosch solicitó fondos del gobierno para los casos de caridad, debe haber algún tipo de documentación.

—No sabemos cuánto tiempo guardan esas agencias sus archivos, pero lo comprobaré. Hasta ahora no he obtenido ningún resultado con ese bastardo. Aparece por primera vez en California en un arresto hace nueve años. No hay registros del NCIC antes de eso, así que hay una década entre su partida de Georgia y los principios de su vida criminal en la costa oeste. Si fue detenido por pequeñas fechorías en otras ciudades pequeñas, puede muy bien no haber sido registrado en el ordenador nacional. Pero aun así, sería de esperar que apareciera algo. Es una manzana podrida, ¿dónde demonios estuvo todo ese tiempo?

—¿Y en una institución mental? —pregunté—. Con doce años, ir por ahí por su cuenta. Dios sabe lo que pudo haberle pasado en la calle. Pudo haber sufrido un fallo mental y ser encerrado. O, si estaba en la escuela al mismo tiempo que Delmar Parker, quizá vio la muerte de Delmar y eso rompió su estabilidad.

—Es mucho suponer que Delmar y él se conocieran.

—Lo es, pero hay algunos factores que pueden apuntar en esa dirección: él y Delmar eran aproximadamente de la misma edad, los dos chicos del sur, muy lejos de casa. Quizá Gritz finalmente hizo un amigo. Quizás incluso tuvo algo que ver en el robo del camión. Si fue así y escapó de la muerte pero vio morir a Delmar, eso pudo haberle hecho perder pie, psicológicamente hablando.

—¿Así que ahora echa las culpas a la escuela, a De Bosch y a todos los que están asociados con él? Claro, ¿por qué no? Lo único que desearía es que pudiéramos llevar esto más allá de la teoría. Colocar a Gritz en Santa Bárbara, para no mencionar la escuela, lo de conocer al chico Parker, etcétera, etcétera.

—¿Tuviste suerte en encontrar a la madre de Parker?

—Ya no vive en Nueva Orleans, y no he sido capaz de encontrar a otros parientes. ¿Y dónde encaja eso de Seda-Merino? ¿Por qué se pondría un seudónimo latino un chico del sur?

—Merino es un tipo de lana —dije yo—. O una oveja… ¿el rebaño que sigue al pastor… y se descarría?

—Beee —bromeó él—. ¿Cuándo vas a ver al chico de Rosenblatt?

—Dentro de un par de horas.

—Buena suerte. Y no te preocupes, aquí todo está perfecto. La señorita Castagna da un bonito toque al lugar, quizá nos la quedemos.

—No, no lo creo.

—Claro —dijo él, riendo entre dientes—. ¿Por qué no? El toque femenino y todo eso. Demonios, podemos quedarnos a la bestia y todo. Poner una valla de pinchos alrededor del césped. Una gran familia feliz.

Nueva York se recortaba como un aguafuerte, toda esquinas y ventanas, las siluetas de los tejados que se desvanecían a lo lejos y estrechas franjas de cielo azul.

Fui andando hasta el bufete de abogados dirigiéndome hacia el sur por la Quinta Avenida, barrido por la marea del centro de la ciudad y obteniendo algún consuelo por la forzada intimidad.

Los escaparates de las tiendas brillaban como diamantes. La gente que llevaba cara de prisa se precipitaba hacia la siguiente obligación. Los trileros gritaban invitaciones, hacían ganancias fáciles, después se desvanecían entre la multitud. Los vendedores callejeros pregonaban juguetes estúpidos, relojes baratos, mapas turísticos y libros de bolsillo sin tapas. Los vagabundos estaban instalados en los portales, apoyados contra los edificios. Llevaban letreros mal escritos y vasos de papel, con las manos extendidas hacia fuera, los ojos ávidos de expectación como sanguijuelas. Tantos como en Los Ángeles, pero parecían compartir, participar del ritmo de la ciudad.

El número quinientos de la Quinta Avenida era una torre de piedra caliza de doscientos metros de alto; su vestíbulo parecía un anfiteatro de mármol y granito. Llegué con una hora de adelanto y volví a salir otra vez, preguntándome qué hacer con el tiempo. Compré un perrito caliente en un carrito ambulante y me lo comí observando a la multitud. Entonces descubrí la dependencia principal de la biblioteca pública, justo al otro lado de la calle Cuarenta y Dos, y subí las anchas escaleras de piedra.

Después de un rato de preguntar y vagar, localicé la hemeroteca. La hora pasó rápida mientras comprobaba los periódicos de Nueva York de cuatro años de antigüedad buscando la necrológica de Harvey Rosenblatt. Nada.

Pensé en el carácter amable y abierto del psiquiatra. La manera cariñosa en que había hablado de su mujer y sus hijos.

Un chico adolescente al que le gustaban los perritos calientes. El gusto del mío permanecía todavía en mis labios, ácido y caliente.

Mis pensamientos se deslizaron a un muchacho de doce años que dejaba su ciudad con un billete sólo de ida a Atlanta.

La vida había atacado cobardemente a ambos, pero Josh Rosenblatt estaba mucho mejor armado para la emboscada. Fui a ver lo bien que había sobrevivido.

El decorador de Schechter, Mohl y Trimmer había apostado por la tradición: paneles de roble grabado con pliegues afilados, como planchados, capas de gruesas molduras, voluptuoso trabajo de yeso, alfombras de lana sobre un suelo de parqué de espiga. El mostrador de la recepcionista era una enorme antigüedad de nogal. La recepcionista era puramente contemporánea: de poco más de veinte años, rubia platino, cara de Vogue, figura esbelta, cabello atado tan tirante que le arrugaba la frente, los pechos tan puntiagudos que hacían peligroso un abrazo.

Comprobó una agenda y dijo:

—Siéntese; el señor Rosenblatt le atenderá en seguida.

Esperé más de veinte minutos hasta que la puerta de las oficinas interiores se abrió y un joven alto, de aspecto atractivo, salió a la recepción.

Sabía que tenía veintisiete años, pero parecía como un estudiante de universidad. Su cara era larga y grave bajo un cabello oscuro y ondulado, nariz estrecha y llena, la barbilla fuerte y con un hoyuelo. Llevaba una chaqueta de rayas finas color antracita, camisa blanca, con tirantes, y corbata roja y perla. El pañuelo de bolsillo también era gris perla, con cuatro puntas, mocasines negros adornados con borlas, una aguja de oro de Phi Beta Kappa en la solapa. Ojos de un castaño intenso y bronceado de golf. Si la abogacía empezaba a aburrirle, siempre podía posar para el catálogo de Brooks Brothers.

—Doctor Delaware, Josh Rosenblatt.

No sonreía. Extendió un brazo. Un fuerte apretón de manos. No demasiado cordial.

Le seguí a través de mil metros cuadrados de secretarias, departamentos de archivo y ordenadores hasta una amplia pared llena de puertas. La suya estaba justo a la izquierda de todo. Su nombre en una placa de latón sobre roble pulido.

Su oficina no era mucho más grande que mi cubículo del hotel, pero una de las paredes era de cristal y ofrecía una vista de nido de águila de la ciudad. En la pared había dos títulos de Columbia, su certificado de Phi Beta Kappa, un bastón de lacrosse montado diagonalmente. Una bolsa de deporte en un rincón. Había documentos apilados por todas partes, incluida una de las sillas de respaldo recto encaradas a la mesa. Me senté en la silla vacía. Él se quitó la chaqueta y la tiró sobre el escritorio. Hombros muy anchos, pecho poderoso, manos enormes.

Se sentó en medio del desorden, revolviendo papeles mientras me estudiaba.

—¿Qué tipo de asuntos lleva usted? —le dije.

—Negocios.

—¿Litiga en los tribunales?

—Sólo cuando tengo que coger un taxi… no, soy uno de los chicos entre bastidores. Una motita en la solapa.

Tamborileó en el escritorio con la mano unas cuantas veces. Siguió mirándome. Puso sus manos planas sobre la mesa. Evidentemente nervioso.

—La misma cara que en su foto —dijo—. Esperaba a alguien mayor. Más cerca de… la edad de mi padre.

—Agradezco las molestias que se toma. Habiendo sido asesinado una persona a la que quería…

—No fue asesinado —dijo él, casi ladrando—. No oficialmente, quiero decir. Oficialmente se suicidó, aunque el rabino lo inscribió como accidente para que pudiera ser enterrado con sus padres.

—¿Suicidio?

—Usted conoció a mi padre… ¿le parecía una persona infeliz?

—Todo lo contrario.

—Sí, maldita sea, todo lo contrario —su cara enrojeció—. Él amaba la vida… realmente sabía cómo pasarlo bien. Solíamos decir bromeando que en realidad nunca había crecido. Eso es lo que hacía que fuera un buen psiquiatra. Era como un niño feliz, otros psiquiatras solían tomarle el pelo por eso. Harvey Rosenblatt, el único psiquiatra en sus cabales de Nueva York.

Se levantó y me miró.

—Nunca estuvo deprimido…, la persona menos triste que he conocido nunca. Y fue un gran padre. Nunca jugaba a psiquiatra con nosotros en casa. Sólo era papá. Jugaba a la pelota conmigo aunque no era demasiado bueno. No sabía ni cambiar una bombilla, pero no importaba lo que estuviera haciendo, lo dejaba a un lado para escucharte. Y nosotros lo sabíamos… los tres. Veíamos cómo eran los otros padres y lo valorábamos. Nunca creímos que se matara, pero ellos siguieron insistiendo, la maldita policía. «Las pruebas son claras». Una y otra vez, como un disco rayado.

Maldijo y dio una palmada en el escritorio.

—Son unos burócratas como todo el mundo en esta ciudad. Fueron del punto A al punto B, encontraron C y dijeron: buenas noches, es hora de marcar en el reloj y de irse a casa. Así que contratamos a un investigador privado (alguien que había trabajado para mi empresa) y todo lo que hizo fue ir por el mismo camino que la policía había cubierto, decir las mismas malditas cosas. Así que imagino que debería sentirme feliz de que usted esté aquí, diciéndome que ellos no tenían ni idea.

—¿Cómo dijeron que había pasado? —pregunté—. ¿Un accidente de coche o algún tipo de caída?

Echó la cabeza hacia atrás como si intentara evitar un puñetazo. Me miró. Empezó a aflojarse la corbata, después se lo pensó mejor y la apretó contra su garganta, más tirante aún. Cogiendo su chaqueta, se la pasó por encima del hombro.

—Salgamos de aquí.

—¿Está usted en forma? —dijo, mirándome de arriba abajo.

—Normal.

—¿Puede con veinte manzanas?

Meneé la cabeza afirmativamente.

Él se abrió paso entre la multitud, dirigiéndose hacia la parte norte de la ciudad. Yo corrí para poder seguirle, viéndole maniobrar por la acera como un piloto de carreras, desviándose hacia los espacios abiertos, andando por la calzada cuando era el camino más rápido. Balanceaba los brazos y miraba hacia delante, con los ojos afilados, vigilante, autodefensivo. Empecé a ver mucha gente con el mismo aspecto. Miles de personas enfrentándose a las penalidades urbanas.

Esperaba que se parase en la calle Sesenta y Cinco, pero continuó hasta la Sesenta y Siete. Volviéndose hacia el este, me guio dos manzanas más y se detuvo frente a un edificio de ladrillo rojo, de ocho pisos de alto, liso y plano, situado entre dos edificios ornamentados de piedra gris. En el piso bajo había consultorios médicos. La casa de la derecha albergaba un restaurante francés con una marquesina larga y negra con letras doradas hasta el nivel de la calle. Un par de limusinas estaban aparcadas en la calzada.

Señaló hacia arriba.

—Ahí es donde ocurrió. Un apartamento en el piso de arriba, y sí, dijeron que había saltado.

—¿Qué apartamento era ese?

Continuó mirando hacia arriba. Después abajo, al pavimento. Directamente frente a nosotros, la ventana de un dermatólogo estaba flanqueada por una jardinera de geranios. Josh pareció estudiar las flores.

Cuando se volvió hacia mí me sorprendí, el dolor había inmovilizado su cara.

—El piso de mi madre —dijo.

Shirley y Harvey Rosenblatt habían trabajado en el mismo sitio donde vivían, en una estrecha casa con una cancela. Tres pisos, más geranios, un arce con una protección de hierro en torno al tronco que sobrevivía en el pavimento.

Josh sacó las llaves y con una de ellas abrió la cancela. El techo del vestíbulo estaba artesonado con nogal, el suelo cubierto de pequeñas baldosas hexagonales blancas y negras, rematado por dobles puertas de cristal y un ascensor de latón. Las paredes estaban recién pintadas de color beige. Había una palmera en un macetero en un rincón. Otro estaba ocupado por una silla Luis XIV.

Los buzones de latón estaban sujetos en la pared norte. El número uno decía ROSENBLATT. Josh lo abrió y sacó un montón de sobres antes de abrir las puertas de cristal. Detrás había un pequeño vestíbulo, artesonado de color oscuro y sombrío. Olía a sopa y a limpiador en polvo. Dos puertas más de nogal, una sin marcas, con una mezuzah[8] clavada en la jamba, la otra con una placa de latón que decía SHIRLEY M. ROSENBLATT, PH. D, P. C. Justo encima, era visible el débil contorno de otro rótulo que había estado pegado allí.

Josh abrió la puerta sin marcas y me hizo pasar. Yo entré en un estrecho vestíbulo con grabados de Daumier enmarcados. A mi derecha había un perchero de madera curvada, del que colgaba un solo impermeable.

Un gato atigrado gris apareció de la nada y se dirigió hacia nosotros por el suelo de parqué.

Josh pasó delante de mí y le saludó:

—Hola, Leo.

El gato se detuvo, arqueó el rabo, lo relajó y caminó hacia él. Él dejó caer la mano. La lengua del gato se movió rápida. Cuando me vio, sus ojos amarillos se estrecharon como una rendija. Josh añadió:

—Está bien, Leo. Creo. —Levantó al gato, lo sujetó contra su pecho y me dijo—: Por ahí.

El vestíbulo daba a una pequeña sala de espera. A la derecha había un comedor amueblado con falso Chippendale, a la izquierda una cocina diminuta, blanca e inmaculada. Aunque las persianas estaban levantadas en todas las ventanas, la vista era de otra casa a dos metros de distancia, dejando todo el apartamento a oscuras como una caverna. Muebles sencillos, no demasiados. Algunos cuadros, nada llamativo ni caro. Todo perfectamente colocado en su lugar. Ya sabía contra qué se había rebelado Josh.

Más allá de la salita de espera había otra zona, un poco más grande, más informal. Una televisión, sillas cómodas, una espineta, tres paredes de estanterías llenas de libros encuadernados y fotos familiares. La cuarta estaba dividida por una puerta arqueada que abrió Josh.

—¿Hola? —anunció Josh, metiendo la cabeza dentro. El gato se agitó y él lo dejó en el suelo. Me estudió y finalmente desapareció detrás de un sofá.

El sonido de otra puerta al abrirse. Josh retrocedió cuando salió una mujer negra con uniforme blanco de enfermera. De unos cuarenta años, tenía la cara redonda, una figura robusta pero bien proporcionada y unos ojos brillantes.

—Hola, señor Rosenblatt —acento antillano.

—Selena —dijo él, dándole la mano—. ¿Cómo está ella?

—Todo perfecto. Ha tomado un desayuno generoso y ha echado una buena siesta. Robbie estuvo aquí a las diez, e hicieron casi una hora entera de ejercicios.

—Muy bien. ¿Está levantada ahora?

—Sí —la enfermera se dirigió hacia mí—. Ha estado esperándole.

—Es el doctor Delaware.

—Hola, doctor. Soy Selena Limberton.

—Hola —nos dimos la mano.

—¿Se ha tomado ya el descanso para almorzar? —Preguntó Josh.

—No —respondió la enfermera.

—Ahora podría ser un buen momento.

Hablaron un poco más, sobre medicinas y ejercicios, y yo estudié los retratos familiares, sobre todo uno que mostraba a Harvey Rosenblatt con traje oscuro de tres piezas, rebosando de alegría en medio de su prole. Josh tenía unos dieciocho años, llevaba el pelo largo y liso, un tupido bigote y gafas con montura negra. Junto a él, una hermosa chica de cara alargada y graciosa y pómulos salientes, quizá dos o tres años mayor. Los mismos ojos oscuros que su hermano. El mayor era un joven de veintitantos años que se parecía a Josh, pero con un ancho y pesado cuello y facciones más vulgares, cabello rizado y una barba entera que imitaba la de su padre.

Shirley Rosenblatt era menuda, hermosa y de ojos azules, su rubio cabello cortado muy corto, la sonrisa abierta pero frágil, incluso con buena salud. Sus hombros no eran mucho más anchos que los de un niño. Costaba imaginársela dando a luz a aquel robusto trío.

La señora Limberton dijo:

—Está bien, entonces, volveré dentro de una hora. ¿Dónde está Leo? —dijo la enfermera.

Josh miró a su alrededor.

—Creo que se esconde detrás del sofá —intervine.

La enfermera fue allí, se inclinó y sacó al gato. Su cuerpo era flexible. Frotando la nariz contra él, le dijo:

—Te voy a traer un poco de pollo si te portas bien —el gato parpadeó. Ella lo dejó en el sofá y el gato se enroscó, con los ojos abiertos y vigilantes.

—¿Ha dado de comer ya a los peces? —preguntó Josh.

—Sí. Me he encargado de todo. Ahora no se preocupe por los detalles, ella se pondrá bien. Me alegro de conocerle, doctor. Hasta luego.

La puerta se cerró. Josh frunció el entrecejo.

—¿Que no me preocupe? —comentó—. Fui a la escuela para aprender cómo preocuparme.