28
Reservé un asiento en el siguiente vuelo de vuelta a Los Ángeles, metí la ropa en mi bolsa y dejé un mensaje en el contestador de Milo y Rick indicándoles mi hora de llegada. Salí del Middleton y cogí un taxi hacia el aeropuerto Kennedy.
Un incendio en Queens Boulevard retrasó las cosas y me costó una hora y tres cuartos llegar hasta el aeropuerto. Cuando llegué al mostrador, supe que mi vuelo había sido retrasado treinta y cinco minutos. Había televisores de pago unidos a algunos de los asientos, y los viajeros miraban sus pantallas como si de ellas surgiera la verdad.
Encontré un bar en una terminal que parecía medio decente y devoré un correoso bocadillo de carne y un agua con gas mientras escuchaba disimuladamente a un grupo de vendedores. Sus verdades eran simples: la economía te chupaba y las mujeres no sabían qué demonios querían.
Volví al área de salidas, encontre un televisor libre y lo alimenté con monedas. Una emisora local estaba transmitiendo las noticias y aquello parecía estupendo.
Baches en el Bronx. Información sobre condones en las escuelas públicas. El alcalde que luchaba contra el concejo municipal mientras la ciudad acumulaba una deuda aplastante. Eso me hizo sentir como en casa.
Algunas historias locales más, y luego la presentadora dijo:
—En el plano nacional, las estadísticas del gobierno muestran un declive en el consumo y un subcomité del senado está investigando los cargos de venta de influencias de otro de los hijos del presidente. Y en California, funcionarios de la prisión de Folsom informan que un encierro de los presos en sus celdas aparentemente ha tenido éxito en prevenir disturbios tras lo que se ha calificado como un doble crimen por motivos raciales en esas instalaciones de máxima seguridad. Esta mañana temprano dos reclusos, ambos se cree que asociados a una banda de supremacía blanca, fueron apuñalados hasta morir por reclusos desconocidos que se sospecha pertenecen a Nuestra Raza, una banda mexicana. Los muertos, identificados como Rennard Russell Haupt y Donald Dell Wallace, estaban cumpliendo sentencias por asesinato. Continúa la investigación de la prisión sobre los crímenes…
Nuestra Raza. NR para siempre. Los tatuajes en las manos de Roddy Rodríguez…
Pensé en el local de albañilería de Rodríguez, cerrado, vacío y asegurado con candado. El vuelo de los inquilinos de la casa de McVine bien preparado con anticipación.
Evelyn me había estado entreteniendo en su patio trasero, mientras los compatriotas de su marido afilaban sus cuchillos.
Una cita para el miércoles, después se va hacia la casa con su marido y la cambia al jueves.
Veinticuatro horas más para huir.
Ahora el fracaso de Hurley Keffler en mi casa tenía sentido, igual que la molesta insistencia de Sherman Bucklear. Los rumores de la prisión probablemente habían informado a los Iron Priests de lo que se estaba tramando. Localizar a Rodríguez pudo haber atajado el golpe, o si los hechos habían sido cometidos ya, dar un pago instantáneo a los Priests en la misma moneda.
Pagar con la misma moneda.
El mismo viejo y estúpido ciclo de violencia.
Herramientas de robo y un rápido empujón por una ventana de un octavo piso.
Un cadáver en el suelo de un garaje, un bebé que nunca nacería.
Dos niñas pequeñas en fuga.
¿Estaban Chondra y Tiffani en alguna ciudad de la frontera mexicana, recibiendo clases de «1º de Fugitivo» con más celo del que habían puesto en enseñarles a leer o escribir?
O quizás Evelyn las había llevado a algún lugar donde ellas pudieran integrarse. Superficialmente al menos. Pero, habiendo mamado la violencia, siempre serían diferentes. Incapaces de entender por qué, años después tendrían predilección por los hombres crueles y violentos.
Salió un ruido estático de los altavoces… una voz apenas comprensible anunciando algo acerca de embarcar. Me levanté y me puse en la fila. Diez mil kilómetros en menos de veinticuatro horas. Me dolían la cabeza y las piernas. Me preguntaba si Shirley Rosenblatt sería capaz de caminar otra vez.
Pronto estaría a tres husos horarios lejos de sus problemas y mucho más cerca de los míos propios.
El vuelo llegó justo antes de medianoche. La terminal estaba desierta y Robin esperaba fuera de las puertas automáticas.
—Pareces exhausto —dijo ella, mientras caminábamos hacia su furgoneta.
—Otras veces me he sentido más animado.
—Bueno, hay algunas noticias que puede que te animen. Milo ha llamado justo antes de que yo saliera a recogerte. Algo acerca de la cinta. Yo estaba ya fuera, en la puerta, y él tenía prisa también, pero dice que ha averiguado algo importante.
—El sheriff que estaba trabajando en ello debe de haber sacado algo. ¿Dónde está Milo ahora?
—Fuera, con una misión. Ha dicho que estaría en casa cuando nosotros llegásemos.
—¿En qué casa?
La pregunta la abatió.
—Oh… en casa de Milo. Él y Rick nos han cuidado muy bien. Y el hogar está allí donde está tu corazón, ¿verdad?
Yo me quedé dormido en el coche. Llegamos a casa de Milo a la una menos veinte de la madrugada. Él nos estaba esperando en el salón, vestido con un polo gris y unos vaqueros. Tenía una taza de café frente a él, junto a un reproductor de cintas portátil. El perro roncaba a sus pies, pero se despertó cuando llegamos, soltó unos pocos lametazos y volvió a caer dormido.
—Bienvenidos a casa, chico y chica.
Dejé mi bolsa en el suelo.
—¿Has oído lo de Donald Dell?
Milo asintió.
—¿Qué? —dijo Robin.
Se lo conté.
Ella exclamó:
—Oh…
Milo dijo, pensativo:
—Nuestra Raza. Puede ser el suegro.
—Eso es lo que yo pensaba. Probablemente esa es la razón por la que Evelyn pospuso su cita conmigo. Rodríguez le dijo que tenían que irse el miércoles. Y el motivo por el que Hurley Keffler me atacó… ¿dónde está él?
—Todavía en el calabozo. Encontré unas cuantas multas de tráfico e hice que uno de los carceleros perdiera sus papeles… sólo unos pocos días más, pero cada poco ayuda.
Robin dijo:
—Esto no acaba nunca.
—Ahora sí —dije yo—. No hay motivo para que los Priests nos molesten.
—Es verdad —replicó Milo, con demasiada rapidez—. Ellos y los chicos de Nuestra Raza se concentrarán ahora en otras personas. Ese es su juego principal: mi turno de morir, ahora el tuyo.
—Encantadores —dijo Robin.
—Hice que algunos chicos de Foothill les hicieran una rápida visita después del chasco de Keffler —dijo él—, pero voy a ver si arreglo otra visita. No te preocupes por ellos, Rob. Realmente. Son el último de nuestros problemas.
—¿Y en cambio?
Milo miró al reproductor de cintas.
Nos sentamos. Apretó un botón.
Se oyó la voz infantil.
Mal amor, mal amor.
No me des mal amor.
Yo le miré. Él levantó un dedo.
Mal amor, mal amor.
No me des mal amor…
Los mismos tonos planos, pero esta vez la voz había cambiado; era la de un hombre.
Normal, de tono medio, voz masculina. Nada especial en el acento o el timbre.
La voz infantil transformada… ¿algún tipo de manipulación electrónica?
Había algo familiar en la voz… pero no podía identificarlo.
¿Alguien que había conocido hacía mucho tiempo? ¿En 1979?
La habitación estaba en silencio, excepto por la respiración del perro.
Milo apagó el reproductor y me miró.
—¿Te suena algo?
Yo dije:
—Hay algo, pero no sé lo que es.
—La voz del niño era falsificada. Lo que acabas de oír podría ser el auténtico chico malo. No te suena, ¿eh?
—Déjame oírla otra vez.
Rebobinado. En marcha.
—Otra vez —pedí.
Esta vez, escuché con los ojos cerrados, apretándolos tan fuerte que los párpados parecían soldados.
Escuchaba a alguien que me odiaba.
No apareció nada.
Robin y Milo estudiaron mi cara como si fuera algo maravilloso. La cabeza me dolía terriblemente.
—No —dije—. No puedo situarlo exactamente… ni siquiera puedo estar seguro de haberlo oído en realidad.
Robin tocó mi hombro. La cara de Milo no tenía expresión, pero sus ojos mostraban decepción.
Yo miré al reproductor y moví la cabeza.
Milo lo rebobinó de nuevo.
Esta vez la voz parecía incluso más distante… como si mi memoria fuera alejándose de mí, volando en espiral. Como si hubiera perdido mi oportunidad.
—Maldita sea —dije. Los ojos del perro se abrieron, salió trotando hacia mí y frotó la nariz contra mi mano. Yo le acaricié la cabeza. Miré a Milo—. Una vez más.
Robin interrumpió:
—Estás muy cansado. ¿Por qué no lo intentamos otra vez mañana por la mañana?
—Sólo una vez más —pedí.
Rebobinado. Otra vez.
La voz.
Completamente extraña ahora. Burlándose de mí.
Enterré la cara en mis manos. Las manos de Robin en mi cuello eran un consuelo vago… apreciaba la sensación, pero no podía relajarme.
—¿Qué quieres decir con eso de que podría ser el chico malo? —le pregunté a Milo.
—Es una suposición científica del sheriff. Él moduló esto a partir de la voz del niño, usando una secuencia preestablecida.
—¿Cómo puede estar seguro de que la voz del niño fue alterada, para empezar?
—Porque sus máquinas se lo dijeron. Obtuvo esto por accidente (trabajando con los gritos), los cuales, a propósito, hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sean de Hewitt. Entonces fue a por el cántico infantil y algo le extrañó de él… la uniformidad dela voz.
—La calidad de robot —dije yo.
—Sí. Pero él no lo interpreta como un lavado de cerebro o cualquier otra cosa psicológica. Es un tipo tecnológico, así que analizó las ondas de sonido y vio algo improbable en la amplitud de ciclo…, los cambios de tono en cada onda de sonido. Las voces humanas reales vibran un poco y vacilan. Esta no lo hacía, así que supo que la cinta había sido alterada con medios electrónicos, probablemente usando un dispositivo decalador. Es un artilugio que toma una muestra de sonido y le cambia la frecuencia. Ajustándolo más alto, hubieran obtenido Alvin y los Chipmunks; más bajo, y era James Earl Jones.
—Un chico malo de alta tecnología —dije yo.
—En realidad, no. Los aparatos necesarios son muy baratos. La gente los pone en los micrófonos… las mujeres que viven solas y quieren sonar como Joe Testosterona. También se usan para grabar música…, crear armonías automáticas. Un cantante establece una pista vocal, luego crea una armonía y la mezcla, y tenemos unos Everly Brothers instantáneos.
—Claro —dijo Robin—. Los decaladores se usan mucho. Los he visto conectados con amplificadores para que los guitarristas puedan hacer múltiples pistas.
—Lyle Gritz —dije yo—. El nuevo Elvis… ¿Cómo supo el sheriff a qué frecuencia bajar?
—Supuso que estaba tratando con un chico que usaba un decalador relativamente barato, porque hoy en día los mejores aparatos pueden ser programados para incluir la oscilación. Los baratos usualmente vienen con dos, quizá tres posiciones estándar: alta para niños, baja para adultos, a veces hay un tono intermedio para mujeres adultas. Computando la diferencia de tono, fue hacia atrás y bajó el tono. Pero si nuestro hombre es una especie de loco de la acústica con equipo moderno, puede haber hecho otras cosas para alterar su voz, y lo que has oído es posible que tampoco se aproxime a su voz real.
—Incluso puede que no sea su voz la que ha alterado. Puede haber modificado la de otra persona.
—Eso también. Pero tú crees que la has oído antes.
—Esa fue mi primera impresión. Pero no lo sé. Ya no confío en mi propio juicio.
—Bueno —dijo él—, al menos sabemos que no hay ningún niño implicado.
—Gracias a Dios. Está bien, déjame la cinta. Trabajaré con ella mañana, a ver si aparece algo.
—Si los gritos son de Hewitt, ¿qué significa eso del «noventa y nueve por ciento»?
—Significa que el sheriff subirá al estrado y testificará que es altamente probable según lo mejor de sus conocimientos profesionales. El único problema es que primero necesitamos llevar a alguien a juicio.
—Así que yo tenía razón, no es ningún tipo sin hogar. Se necesita un lugar donde guardar todo ese equipo.
Milo se encogió de hombros.
—Quizá ha encontrado un escondrijo secreto en alguna parte y allí está escondiendo todo esto. Hablé de Gritz con detectives de otras subestaciones. Si el tipo está todavía escondido, lo engancharemos.
—Sí lo está —dije yo—. No ha completado sus deberes.
Le dije a Milo lo que había sabido en Nueva York.
—¿Seudorobo? Suena a trampa —replicó Milo.
—Los policías de Nueva York no lo creen así. Coincide con varios allanamientos previos en la vecindad: cerraduras abiertas con palanqueta, gente de vacaciones, un vaso de refresco en la mesilla de noche. Un refresco cogido en la cocina de la víctima. ¿Te suena familiar?
—¿Aparecieron algunos de los otros robos en los periódicos?
—No lo sé.
—Si lo hicieron, todo lo que tenemos probablemente es un imitador. Si no lo hicieron, quizá nuestro asesino tiene también un negocio suplementario de robo. ¿Por qué no le echas un vistazo a los periódicos de hace cuatro años y lo buscas? Yo llamaré a Nueva York para ver si el nombre de Gritz o los de Seda o Merino aparecen en sus cuadernos por la época en que cayó Rosenblatt.
—Él fue muy cuidadoso en mantenerse limpio hasta entonces.
—No tiene que ser un delito mayor, Alex. El «hijo de Sam»[9] fue detenido por una multa de aparcamiento. Muchos casos se resuelven así, por cosas estúpidas.
—Está bien —asentí yo—. Iré a la biblioteca cuando abran.
Milo cogió su taza y bebió.
—¿Cuál fue el supuesto motivo que tuvo Rosenblatt para saltar?
—Culpa. Enfrentarse con su secreta identidad criminal.
Él frunció el entrecejo.
—¿Qué, está allí, a punto de robar las joyas, y de repente le da un acceso de culpa? Me suena a disparate.
—La familia también lo pensó, pero la policía de Nueva York parecía convencida. Le dijeron a la viuda que si presionaba, el nombre de todos ellos sería arrastrado por el barro. Un investigador privado que ella contrató le dijo lo mismo, con más tacto.
Le di su nombre y él lo anotó.
Mirando su café, dijo:
—¿Quieres un poco? Todavía queda.
—No, gracias.
—Otra caída… justo como las otras dos —comentó Robin.
—Delmar Parker se cayó desde la montaña —dije yo—. Eso tiene que ser la conexión. El asesino se quedó gravemente traumatizado y está tratando de desquitarse. Tenemos que conseguir averiguar algo más del accidente.
Milo dijo:
—No he tenido suerte todavía en localizar a la madre de Delmar. Y ninguno de los periódicos de Santa Bárbara dio noticia del accidente.
—Aparte de todos esos alumnos de la Escuela Correctiva —dije—, alguien tiene que saberlo.
—Todavía no hay archivos, de todas formas. Sally y la banda levantaron hasta los tablones del suelo de Katarina. Y aún no hemos encontrado ningún registro de que De Bosch pidiera subvenciones del gobierno —aclaró Milo.
Por encima del borde de su taza, su cara aparecía pesada y fatigada; exhausta. Se pasó la mano por la frente.
—Me preocupa —dijo él—. Rosenblatt (un psiquiatra experto) encontrándose con alguien en un extraño apartamento como aquel.
—Tenía experiencia, pero era de buen corazón. El asesino pudo haberle atraído allí con un grito de auxilio.
—Ese no es exactamente el procedimiento operativo normal de un psiquiatra, ¿no? ¿Era Rosenblatt un tipo vanguardista, de esos que creen en el tratamiento a domicilio?
—Su mujer dice que era un analista ortodoxo.
—Esos chicos «nunca» salen de su despacho, ¿verdad? Necesitan los sofás y los blocs de notas.
—Es verdad, pero ella dijo también que él había estado muy preocupado por algo que había ocurrido en una sesión recientemente. Desilusionado. Es una apuesta razonable que tenga algo que ver con De Bosch. Algo que le conmoviera lo suficiente como para encontrarse con el asesino fuera de su despacho. Pudo haber creído que iba a casa del asesino… El asesino le pudo haber dado un motivo racional para encontrarse allí. Como una incapacidad que le mantuviera confinado en casa…, quizás incluso postrado en cama. La ventana desde la que cayó Rosenblatt estaba en un dormitorio.
—Un falso inválido —dijo Milo, asintiendo—. Entonces Rosenblatt va hacia la ventana y el chico malo le empuja… muy frío. ¿Y la esposa no tiene ni idea de qué es lo que le desilusionó tanto como para asistir a una llamada a domicilio?
—Trató de averiguarlo. Violó sus propias normas y escuchó sus cintas de terapia. Pero no había nada fuera de lo corriente en ellas.
—¿Esa cosa que le desilusionó ocurrió decididamente durante una sesión?
—Eso es lo que él le dijo.
—Así que quizá la sesión en la que él murió no fuera la primera con el asesino. Y si es así, ¿por qué no estaba la primera sesión grabada en las cintas?
—Quizá Rosenblatt no se llevó la grabadora. O el paciente le pidió que no la grabara. Rosenblatt hubiera aceptado. Quizá la sesión fue grabada y la cinta fue destruida.
—El dormitorio de un extraño… hay casi un regusto sexual en ello, ¿no lo crees?
—El ritual —asentí.
—¿A quién pertenecía la casa?
—A una pareja llamada Rulerad. Ellos dijeron que nunca habían oído hablar de Harvey Rosenblatt. Shirley dijo que fueron bastante hostiles con ella. Rehusaron el acceso al detective privado y la amenazaron con pedir daños y perjuicios.
—No se les puede culpar, ¿verdad? Volver a casa y encontrar que alguien se metió en ella y la usó para un salto del ángel. ¿Era Rosenblatt del tipo de dejarse persuadir fácilmente por una historia triste?
—Sí lo era. Probablemente él recibió el mismo tipo de llamada que Bert Harrison y respondió a ella. Y murió por ello.
—¿Y por qué el asesino mantuvo su cita con Rosenblatt pero no con Harrison? ¿Por qué, ahora que estoy pensando en ello, dejaron a Harrison completamente al margen de esto? Él trabajaba para De Bosch, también habló en la maldita conferencia. Así que ¿cómo es que todo el mundo en ese barco está ahogado o hundiéndose y él en cambio está en la costa bebiendo piñas coladas? —apuntó Milo.
—No lo sé.
—Quiero decir que es raro, ¿no crees, Alex? Esa ruptura en el modelo…, quizá deberíamos averiguar algo más acerca de Harrison.
—Quizá —dije, sintiéndome enfermo—. Sería curioso. Allí estaba yo, sentado a la mesa con él… tratando de protegerle… él trató a Mitchell Lerner. Sabía dónde vivía Katarina… difícil de creer. Parecía un tipo encantador.
—¿Alguna idea de adónde ha ido?
Meneé la cabeza.
—Pero no es precisamente discreto con todas esas ropas color púrpura.
—¿Ropas púrpura? —dijo Robin.
—Dijo que era el único color que podía ver.
—Otro tipo raro —dijo Milo—. ¿Qué pasa en tu profesión?
—Pregúntale al asesino —le contesté—. Tiene marcadas opiniones al respecto.