20
El lunes por la mañana a las nueve, salí para Ojai, por la 405 hacia la 101 y pasando por los campos de fresas de Camarillo en menos de una hora. Los trabajadores inmigrados se agachaban sobre las cortas y chatas hileras verdes. La cosecha se convirtió en coles, y el aire se volvió más amargo. Enormes carteles publicitarios promovían la construcción de viviendas y los préstamos asequibles.
Nada más pasar Ventura County Fairgrounds, giré hacia la 33 norte, pasando por una refinería de petróleo que parecía un depósito de chatarra gigante. Otros cuantos kilómetros de aparcamientos de remolques y cobertizos de segadoras mecánicas de alquiler y las cosas empezaron a volverse más bonitas: dos carriles sombreados con eucaliptus, montañas oscuras al noroeste, los picos de color pálido que reflejaban el sol.
La ciudad de Ojai estaba a un cuarto de hora más de viaje, anunciada por un carril de bicicletas y caballos, naranjos y señales que dirigían a los motoristas al Ojai Palm Spa, el Instituto Teosófico Humano y Mannalade Hot Springs. Hacia el sur estaban los limpios y verdes taludes de un club de campo. Los coches eran bonitos y la gente también lo era.
El propio Ojai era tranquilo y lento, con un solo semáforo. La calle principal era Ojai Avenue, con el tipo de arquitectura de poca altura neoespañola que suele significar que hay estrictas leyes de edificación en la zona. Aparcamiento sin restricciones, mucho sitio. Bronceados y sonrisas, fibras naturales y buena posición.
A la izquierda de la avenida, un edificio con columnas y tejado de tejas estaba lleno de escaparates de tiendas. Arte nativo americano y antigüedades, trapitos, cosméticos naturales, un salón de té. Al otro lado de la calle había un antiguo cine, recién restaurado. Aquella noche ponían Leningrad cowboys.
Yo llevaba mi guía Thomas del Ventura County en el asiento del pasajero, pero no la necesité. La señal estaba un par de intersecciones más allá, y para coger la 800 norte había que girar a la izquierda.
Grandes árboles y pequeñas casas, terrenos residenciales alternando con olivares. Una acequia de desagüe pavimentada con piedras irregulares corría a lo largo del lado izquierdo de la calle, con puentes de medio metro de ancho a intervalos de unos pocos metros. La dirección de Wilbert Harrison estaba cerca del final, una de las últimas casas antes del campo abierto.
Era una casita de campo de madera con el tejado pintado de un extraño rojo púrpura y casi oculto tras indóciles marañas de agaves. El color púrpura era muy vivo y brillaba entre las aserradas hojas de los agaves como una herida. En lo alto de un empinado camino de tierra había una camioneta Chevrolet aparcada en un garaje individual. Cuatro escalones de piedra conducían al porche frontal. La puerta mosquitera estaba cerrada, pero la de madera de detrás estaba abierta de par en par.
Llamé en el marco mientras miraba hacia el pequeño y oscuro recibidor, con el suelo de planchas de madera y lleno de viejos muebles, chales, cojines amontonados y un piano de pared. Un mirador estaba adornado con una fila de botellas polvorientas.
Salía música de cámara de otra habitación.
Llamé más fuerte.
—Un minuto —la música cesó y apareció un hombre que salía de una puerta a la derecha.
Bajo. Igual de regordete que en su antigua foto y con el pelo blanco. Llevaba un chándal de fibra del mismo color púrpura que la casa. Algunos de los muebles estaban tapizados también de ese color.
Abrió la mosquitera y me dirigió una mirada curiosa pero amistosa. Tenía los ojos grises, pero adquirían tonos púrpura por los bordes. Había suavidad en su cara, pero no debilidad.
—¿Doctor Harrison?
—Sí, yo soy Bert Harrison —su voz era de un claro tono de barítono. El chándal estaba abrochado con una cremallera por delante y tenía anchas solapas colgantes. De manga corta, dejaba ver unos blancos y pecosos brazos. La cara también era pecosa, y noté tintes de un rubio rojizo en su cabello blanco. Llevaba un anillo en el meñique con una piedra color violeta, y una corbata de tirillas de cuero sujeta por una gran piedra púrpura informe. En los pies llevaba sandalias, sin calcetines.
—Mi nombre es Alex Delaware. Soy psicólogo clínico en Los Ángeles y me gustaría hablar con usted acerca de Andres de Bosch y su «mal amor».
Los ojos no cambiaron de forma ni de expresión, pero se enfocaron mejor.
Dijo:
—Yo le conozco. Nos hemos visto en algún sitio.
—En mil novecientos setenta y nueve —dije—. Hubo una conferencia en el Centro Médico Pediátrico Western sobre el trabajo de De Bosch. Usted leyó una ponencia y yo era codirector, pero realmente nunca llegamos a conocernos.
—Sí —dijo, sonriendo—. Usted asistió como representante del hospital, pero su corazón no estaba allí.
—¿Se acuerda de eso?
—Claramente. Toda la conferencia tenía ese aroma… una ambivalencia general. Usted era muy joven… llevaba barba entonces, ¿verdad?
—Sí —dije yo, asombrado.
—Los principios de la vejez —dijo él, sonriendo todavía—. Los recuerdos distantes se vuelven más claros, pero no puedo recordar dónde he puesto mis llaves.
—Todavía estoy impresionado, doctor.
—Recuerdo vivamente su barba, quizá porque a mí me cuesta que me crezca. Y su voz. Llena de tensión. Como ahora. Bueno, vamos, arreglemos esto. ¿Café o té?
Había una pequeña cocina más allá del salón y una puerta que conducía a un dormitorio individual. Por lo poco que pude ver del dormitorio, era de color púrpura y lleno de libros.
La mesa de la cocina era de abedul, no mucho más de un metro de largo. Los mostradores eran de cerámica blanca antigua dispuesta con remates de color rojo púrpura.
Preparó un café instantáneo para los dos y nos sentamos. Las proporciones de la mesa nos obligaron a permanecer muy juntos, con los codos casi tocándose.
—En respuesta a su pregunta no formulada —dijo, blanqueando su café con mucha crema y añadiendo tres cucharadas de azúcar—, el púrpura es el único color que distingo. Una rara condición genética. Todo lo demás en mi mundo es gris, así que hago lo que puedo para volverlo más brillante.
—Me parece bien —dije.
—Ahora que eso está solucionado, dígame qué es lo que le preocupa acerca de Andres y su «mal amor»… ese era el título de la conferencia, ¿verdad?
—Sí. Usted no parece sorprendido de que haya sacado el tema.
—Oh, sí lo estoy. Pero me gustan las sorpresas… cualquier cosa que rompa la rutina diaria tiene la capacidad de refrescar nuestras vidas.
—Esta puede no ser una sorpresa agradable, doctor Harrison. Usted puede estar en peligro.
Su expresión no cambió.
—¿Cómo es eso?
Le conté lo de la cinta del «mal amor», mi teoría de la venganza, los posibles lazos entre Dorsey Hewitt y Lyle Gritz.
—¿Y piensa usted que alguno de esos hombres pudo haber sido un antiguo paciente de Andres?
—Es posible. Hewitt tenía treinta y tres años cuando murió, y Gritz es un año mayor, así que cualquiera de los dos pudo haber sido paciente suyo de niño. Hewitt mató a una psicoterapeuta, quizá bajo la influencia de Gritz, y Gritz está todavía por ahí, posiblemente tratando aún de igualar los resultados.
—¿Qué es lo que estaría tratando de vengar?
—Algún tipo de mal trato… por el propio De Bosch o un discípulo. Algo que ocurriera en la escuela.
No hubo respuesta.
Continué:
—Real o imaginario. Hewitt era un paranoico esquizofrénico. No conozco el diagnóstico de Gritz, pero también puede sufrir delirios. Ambos pueden haber influido cada uno en la patología del otro.
—¿Psicosis simbiótica?
—O al menos delirios compartidos… jugando cada uno con la paranoia del otro.
Harrison parpadeó.
—Cintas, llamadas… no, no he tenido ninguna experiencia de este tipo. ¿Y el nombre de esa persona que se rio tontamente al teléfono era Seda?
Asentí.
—Hum… ¿Y qué papel piensa usted que jugó la conferencia?
—Pudo haber desatado algo… realmente no lo sé, pero es mi único nexo con De Bosch. Me siento obligado a decírselo porque usted era uno de los oradores… El doctor Stoumen… le mataron el año pasado, y no he podido localizar…
—¿Grant? —dijo él, inclinándose tanto hacia delante que pude oler la menta en su aliento—. Oí que murió en un accidente de coche.
—Fue un atropello. Mientras asistía a una conferencia. Iba andando por una curva y fue atropellado por un coche que luego huyó. El caso nunca se resolvió, doctor Harrison. La policía lo atribuyó a la avanzada edad del doctor Stoumen… mala vista, mal oído…
—Una conferencia —dijo él—. Pobre Grant… era un hombre encantador.
—¿Trabajó alguna vez en la escuela?
—Hizo consultas ocasionales. Venía durante los veranos una o dos semanas, combinando las vacaciones con los negocios. Un atropello… —meneó la cabeza.
—Y tal como le estaba diciendo, no puedo localizar a ninguno de los otros conferenciantes o codirectores.
—Me ha localizado a mí.
—Es usted el único, doctor Harrison.
—Bert, por favor. Sólo una curiosidad, ¿cómo me encontró?
—En el directorio de Especialistas Médicos.
—Oh. Supongo que olvidé cancelarlo —parecía turbado.
—No quiero imponerme a su intimidad, pero…
—No, no, está bien. Usted está aquí por mi bien… y, para decirle la verdad, yo agradezco las visitas. Después de treinta años de práctica, es agradable hablar con la gente más que escuchar.
—¿Sabe usted dónde están los demás? Katarina de Bosch, Mitchell Lerner, Harvey Rosenblatt.
—Katarina está arriba en la costa, en Santa Bárbara.
—¿Todavía está allí?
—No he oído que se mudara.
—¿Tiene su dirección?
—Y su número de teléfono. Aquí está, déjeme llamar a mí.
Tomó un teléfono portátil de color escarlata del mostrador y lo puso en la mesa. Mientras marcaba yo copié el número de teléfono. Después cogió el auricular y lo sostuvo junto a su oreja durante un momento, antes de volver a colgarlo.
—No contesta —dijo.
—¿Cuándo la vio usted por última vez?
Él pensó.
—Supongo que hace un año más o menos. Por casualidad. Yo estaba en una librería de Santa Bárbara y me tropecé con ella, que estaba curioseando libros.
—¿Psicología?
Harrison sonrió.
—No, ficción, realmente. Ella estaba en la sección de ciencia ficción. ¿Quiere su dirección?
—Por favor.
La escribió y me la tendió. Shoreline Drive.
—Al lado del océano —dijo—, justo por encima del puerto deportivo.
Yo recordé la diapositiva que había mostrado Katarina. Cielo azul detrás de una silla de ruedas. El océano.
—¿Vivió allí con su padre? —dije.
—Desde que los dos vinieron a California.
—Estaba muy ligada a él, ¿verdad?
—Ella le idolatraba —él continuaba pareciendo preocupado.
—¿Se casó ella alguna vez?
Meneó la cabeza negativamente.
—¿Cuándo cerró la escuela? —pregunté.
—Poco después de morir Andres… en el ochenta y uno, creo.
—¿Katarina no quiso mantenerla en funcionamiento?
Harrison colocó sus manos alrededor de su taza de café. Tenía los pulgares en forma de martillo y sus otros dedos eran cortos.
—Eso tiene que preguntárselo a ella.
—¿Hace algún trabajo psicológico ahora?
—No que yo sepa.
—¿Jubilación temprana?
Harrison se encogió de hombros y bebió. Dejó la taza y tocó la piedra de su corbata de tiras. Algo le molestaba.
Yo continué:
—Sólo la vi dos veces, pero no me pareció una persona que pudiera tener hobbies, Bert.
Sonrió.
—Usted chocó con la fuerza de su personalidad.
—Ella fue la razón de que yo estuviera en la conferencia contra mi voluntad. Tocó algunas teclas con el jefe de personal.
—Esa era Katarina —dijo—. La vida como un objetivo práctico: busca un blanco, apunta y dispara. Ella me presionó también a mí para que hablara.
—¿Usted era reacio?
—Sí, pero volvamos a Grant durante un momento. Un atropello no es realmente lo mismo que un crimen premeditado.
—Quizá me equivoque, pero todavía no puedo encontrar a nadie que estuviera en aquel estrado.
Agarró la taza con las dos manos.
—Puedo decirle algo acerca de Mitch… Mitchell Lerner. Murió. También como resultado de un accidente. De viaje. En México… Acapulco. Cayó de un acantilado.
—¿Cuándo?
—Hace dos años.
Un año antes de Stoumen, un año después de Rodney Shipler. Los huecos se estaban llenando…
—… el tiempo —continuaba diciendo—. No tuve motivos para pensar que fuera otra cosa que un accidente. Especialmente, en vista de que había sido una caída.
—¿Y eso por qué?
Harrison movió sus mandíbulas y puso las manos planas sobre la mesa. Su boca se movió un par de veces. Ansiedad y algo más… dentadura postiza.
—Mitchell tenía ocasionalmente problemas de equilibrio —dijo.
—¿Alcohol?
Él me miró.
—Sé lo de su suspensión —dije.
—Lo siento, no puedo contarle nada más de él.
—Eso significa que fue paciente suyo… su biografía mencionaba sus especialidades. Terapeutas recusados.
Un silencio que sirvió como afirmación. Entonces dijo:
—Trataba de volver al trabajo. El viaje a México era parte de ello. Iba allí a una conferencia.
Se puso un dedo en la boca y se tocó la dentadura.
—Bueno —dijo, sonriendo—, yo ya no asisto a conferencias, así que quizás esté a salvo.
—¿El nombre de Myra Paprock le dice algo?
Sacudió negativamente la cabeza.
—¿Quién es?
—Una mujer que fue asesinada hace cinco años. Las palabras «mal amor» estaban garabateadas en la escena del crimen con su pintalabios. Y la policía encontró otro asesinato en el que también se escribió la frase. Un hombre llamado Rodney Shipler, golpeado hasta morir hace tres años.
—No —dijo él—, tampoco a él le conozco. ¿Eran terapeutas?
—No.
—¿Entonces que podían tener que ver con la conferencia?
—Nada que yo sepa, pero quizá tenían algo que ver con De Bosch. Myra Paprock trabajaba como agente de la propiedad inmobiliaria cuando murió, pero antes había sido maestra en Goleta. Quizás ella también hubiera dado clases en la Escuela Correctiva… Eso fue antes de casarse, así que su apellido pudo haber sido otro diferente a Paprock.
—Myra —dijo él, botándose el labio—. Había una Myra que enseñaba allí cuando yo pasaba consulta. Una mujer joven, recién acabados los estudios… rubia, guapa… un poco… —cerró los ojos—. Myra… Myra… cuál era su nombre… Myra Evans, creo. Sí, estoy bastante seguro de que era eso. Myra Evans. Y ahora dice usted que fue asesinada…
—¿Qué más estaba a punto de decir sobre ella, Bert?
—¿Perdón?
—Ha dicho que era rubia, guapa, y algo más.
—Nada, realmente —dijo—. Sólo que la recordaba un poco severa. Nada patológico… el dogmatismo de la juventud.
—¿Era dura con los niños?
—¿Abusos? Nunca lo vi. No era ese tipo de sitio… La fuerza de la personalidad de Andres era suficiente para mantener un cierto nivel de… orden.
—¿Cuáles eran los métodos de Myra para mantener el orden?
—Muchas normas. Una de esas personas que siguen las normas al pie de la letra. No había matices de gris.
—¿Era así también el doctor Stoumen?
—Grant era… ortodoxo. Le gustaba poner sus normas. Pero era una persona extremadamente amable, un poco tímida incluso.
—¿Y Lerner?
—Nada rígido en absoluto. La falta de disciplina era precisamente su problema.
—¿Harvey Rosenblatt?
—No le conozco en absoluto. Nunca le había visto antes de la conferencia.
—¿Así que nunca vio a Myra Evans ser demasiado severa con un niño?
—No… apenas la recuerdo… son sólo impresiones, quizá sean imperfectas.
—Lo dudo.
Harrison movió la mandíbula a uno y otro lado.
—Todos esos crímenes. Usted realmente piensa… —sacudiendo la cabeza.
—¿Es muy importante el concepto de «mal amor» en la filosofía de De Bosch? —le pregunté.
—Yo diría que es central —dijo—. Andres estaba muy preocupado por la justicia… él veía como objetivo primordial lograr la coherencia en nuestro mundo. Veía muchos síntomas como intentos de cumplirlo.
—La búsqueda del orden.
Asentimiento.
—Y el buen amor.
—¿Cuándo se desilusionó de él?
Harrison pareció apenado.
Yo sostuve la mirada y dije:
—Dijo que Katarina le había presionado para que hablara en el simposio. ¿Por qué habría tenido que ser presionado un buen alumno?
Él se levantó de su silla, me volvió la espalda y dejó sus palmas en el mostrador.
Un hombrecillo con ropas ridículas, tratando de poner algo de color en su mundo.
—Realmente no estaba tan unido a él —dijo—. Después de empezar mis estudios de antropología, no volví mucho por allí —dio un par de pasos, secó el mostrador con una mano rechoncha.
—¿Su propia búsqueda de la coherencia?
Se puso rígido pero no se volvió.
—Racismo —dijo—. Oí a Andres hacer ciertos comentarios.
—¿Acerca de qué?
—De los negros y los mexicanos.
—¿Había niños negros y mexicanos en la escuela?
—Sí, pero él no se metía con ellos. Eran los trabajadores… contratados. Había un terreno detrás de la escuela. Andres contrataba gente en State Street para quitar las malas hierbas cada mes o así.
—¿Qué es lo que le oyó decir acerca de ellos?
—La basura de costumbre… que eran perezosos, estúpidos. Genéticamente inferiores. Decía que los negros eran sólo un peldaño superiores a los monos, y que los mexicanos no eran mucho mejores.
—¿Lo decía en su cara?
Duda.
—No. A Katarina. Yo lo oí por casualidad.
—¿Ella estaba en desacuerdo con él? —pregunté.
Él se volvió.
—Ella nunca estaba en desacuerdo con él.
—¿Cómo fue que escuchó su conversación?
—No estaba espiando —dijo—. Eso casi habría sido mejor. Yo irrumpí a mitad de la conversación y Andres no se preocupó de interrumpirla. Eso realmente me afectó (el hecho de que él pensara que yo podría reírme de aquello). Y no fue sólo una vez… le oí decir esas cosas varias veces. Casi provocándome. Yo no respondía. Él era mi profesor y yo me hubiera convertido en un gusano.
Volvió a su silla, hundiéndose un poco.
—¿Respondía Katarina de alguna manera a sus comentarios?
—Ella reía… Yo estaba disgustado. El Señor sabe que yo no soy un dechado de perfecciones, yo también tengo mis propias culpas, cuando he simulado escuchar a los pacientes mientras tenía la mente en otra parte. O cuando pretendía cuidar de ellos. Me he casado cinco veces, nunca más de veintiséis meses. Cuando finalmente tuve la suficiente perspicacia para darme cuenta de que debía dejar de amargarle la vida a las mujeres, opté por la vida solitaria. Derramé un montón de sangre por el camino, así que no podía ponerme a mí mismo en ningún pedestal moral. Pero yo siempre me he enorgullecido de mi tolerancia… Estoy seguro de que en parte es por una cuestión personal. Yo nací con muchas anomalías. Otras cosas además de la falta de visión en color.
Miró a otro lado, como si considerase sus alternativas. Levantó sus cortos dedos y los agitó. Señalando su boca, dijo:
—Soy completamente desdentado. Nacido sin dientes adultos. Mi pie derecho tiene tres pulgares, el izquierdo es deforme. No puedo engendrar hijos y uno de mis riñones se atrofió cuando tenía tres años. La mayoría de mi niñez la pasé en la cama debido a graves erupciones de piel y a un agujero en el septum ventricular del corazón. Así que creo que soy bastante sensible a la discriminación. Pero no dije nada, simplemente dejé la escuela.
Yo asentí.
—¿Se manifestó la intolerancia de De Bosch de otros modos?
—No, eso es lo raro. En la base del día a día, era extremadamente liberal. Públicamente, era liberal… tomaba pacientes de minorías, la mayoría de ellos eran casos de caridad, y parecía tratarlos tan bien como a los otros. Y en sus escritos, era brillantemente tolerante. ¿Ha leído alguna vez su ensayo sobre los nazis?
—No.
—Brillante —repitió—. Lo escribió cuando luchaba con la Resistencia francesa. Tomando las propias seudoteorías de superioridad racial de aquellos bastardos y arrojándoselas a la cara con sabiduría y firmeza. Esa fue una de las cosas que me atrajo hacia él cuando yo era residente. La combinación de conciencia social y psicoanálisis. Demasiados analistas viven en su propio mundo de cuatro metros cuadrados… la oficina como universo, gente rica en el sofá, veranos en Viena. Yo quería algo más.
—¿Por eso estudió antropología?
—Quería aprender cosas de otras culturas. Y Andres me apoyó en aquello. Me dijo que eso me convertiría en un terapeuta mejor. Era un gran mentor, Alex. Por eso fue tan abrumador oírle hablar despectivamente de esos peones… como si uno viera a su padre bajo una luz desagradable. Yo me tragué aquello en silencio varias veces. Finalmente, me despedí y dejé la ciudad.
—¿Se fue a Beverly Hills?
—Hice un año de investigación en Chile, después me di por vencido y volví a mi propio mundo de cuatro metros cuadrados.
—¿Le dijo por qué se iba?
—No, sólo que no era feliz, pero él lo comprendió —sacudió la cabeza—. Era un hombre intimidatorio. Y yo era un cobarde.
—Tenía que tener una personalidad muy fuerte para dominar a Katarina.
—Oh, sí, y ya lo creo que la dominaba… después de volver de Chile, me llamó sólo una vez. Tuvimos una conversación muy fría, y eso fue todo.
—Pero Katarina le quería en la conferencia de todos modos.
—Ella me quería porque yo era parte de su pasado… los años gloriosos. Por entonces él era ya un vegetal y ella estaba «resucitándolo». Me trajo fotos suyas en su silla de ruedas. «Le abandonaste una vez, Bert. No lo hagas de nuevo». La culpa es un gran motivador.
Desvió la mirada. Movió las mandíbulas.
—No veo ningún vínculo que sea obvio —dije—, pero Rodney Shipler, el hombre que fue golpeado hasta morir, era negro. Cuando murió era conserje de una escuela en Los Ángeles. ¿Le recuerda de alguna forma?
—No, ese nombre no me es familiar —me miró de nuevo. Inquieto… ¿culpable?
—¿Qué ocurre, Bert?
—¿Qué?
—Tiene algo en la cabeza —sonreí—. Su cara está llena de tensión.
Harrison sonrió y suspiró.
—Sí, me ha venido algo a la cabeza. Su señor Seda. Probablemente sea irrelevante.
—¿Algo acerca de Lerner?
—No, no, esto es algo que ocurrió después de la conferencia del «mal amor»… poco después, un par de días, creo —cerró los ojos y se frotó la frente, como si así consiguiera atraer los recuerdos.
—Sí, fue dos o tres días después —dijo, moviendo otra vez la mandíbula—. Recibí una llamada en mi despacho. A deshora. Estaba saliendo ya y recogí la llamada antes de que pudiera cogerla el servicio de llamadas. Había un hombre al otro extremo de la línea, muy agitado, muy furioso. Un hombre joven… o al menos sonaba joven. Dijo que había estado escuchando mi ponencia en la conferencia y quería que le diera una cita. Quería iniciar un psicoanálisis de larga duración conmigo. Pero la forma en que lo dijo (hostil, casi sarcástica) me hizo levantar la guardia, y le pregunté qué tipo de problemas estaba experimentando. Dijo que tenía muchos… demasiados para contarlos por teléfono y que mi charla se los había recordado. Le pregunté cómo, pero no quiso decírmelo. Su voz estaba saturada de tensión… de sufrimiento real. Quería saber si yo iba a ayudarle. Yo dije que por supuesto, que me quedaría hasta tarde y le recibiría enseguida.
—¿Lo consideró una crisis?
—Al menos, una situación límite… había mucho dolor en su voz. Un ego en alto riesgo. Y —sonrió— yo no tenía compromisos urgentes aparte de cenar con una de mis esposas… la tercera, creo. Ya ve por qué era yo tan mal candidato matrimonial… De todos modos, para mi sorpresa, él dijo que no, que entonces no era un buen momento para él, pero que podía venir al día siguiente por la tarde. Reservado, de repente. Como si yo hubiera entrado demasiado fuerte para él. Me sentí un poco decepcionado, pero ya conoce a los pacientes… la resistencia, la ambivalencia.
Asentí.
Harrison continuó:
—Así que concertamos una cita para la tarde siguiente. Pero él no apareció. El número de teléfono que me había dado estaba desconectado y él no aparecía en ninguno de los listines telefónicos locales. Me pareció extraño, pero después de todo, lo extraño es nuestro trabajo, ¿verdad? Pensé en ello durante un tiempo, luego lo olvidé. Hasta hoy. Su presencia en la conferencia… y esa rabia —encogimiento de hombros—. No lo sé.
—¿Se llamaba Seda?
—Esa es la parte sobre la que dudo, Alex. Nunca se convirtió en paciente mío formalmente, pero en algún sentido sí que lo fue. Porque me llamó pidiendo ayuda y le aconsejé por teléfono… o al menos lo intenté.
—No hubo tratamiento formal, Bert. No veo ningún problema, legalmente.
—No se trata de eso. Moralmente, es un problema… los problemas morales trascienden la ley —se dio una palmada en la muñeca y sonrió—. Vaya, eso suena muy santurrón.
—Sí que hay un problema moral —dije—. Pero sopéselo contra las alternativas. Dos crímenes cometidos. Tres, si se incluye a Grant Stoumen. Quizá cuatro, si alguien empujó a Mitchell Lerner por aquel acantilado. Myra Paprock fue violada, también. Descuartizada. Ella dejó dos hijos pequeños. Acabo de conocer a su marido. Todavía no se ha consolado.
—Es usted muy bueno culpabilizándose, joven.
—Todo funciona, Bert. ¿Qué tal como actitud moral?
Él sonrió.
—No hay duda de que es usted un terapeuta experimentado… No, su nombre no era Seda. Era otro tipo de tela. Eso es lo que me hizo pensar en ello. Merino —lo deletreó.
—¿Y el nombre?
—No me dio ninguno. Se llamó a sí mismo «señor». Señor Merino. Sonaba pretencioso para alguien tan joven. Una inseguridad terrible.
—¿Puede determinar con precisión su edad?
—Veinte… veintipocos, aseguraría yo. Tenía la impetuosidad de un hombre joven. Poco control de sus impulsos, para llamar así y tener esas exigencias. Pero estaba muy angustiado, y la angustia causa regresión, así que quizá fuera más viejo.
—¿Cuándo se fundó la Escuela Correctiva?
—En mil novecientos sesenta y dos.
—Así que si tenía veintitantos años en el setenta y nueve, bien pudo haber sido un paciente. O uno de los peones… Merino es un nombre español.
—O alguien sin ninguna conexión con la escuela en absoluto —dijo él—. ¿Y si hubiera sido simplemente alguien con problemas profundamente arraigados que asistió a la conferencia y reaccionó a ella por un motivo u otro?
—Podría ser —dije yo, calculando en silencio: Dorsey Hewitt podía haber tenido alrededor de dieciocho años en 1979. Lyle Gritz, un año más.
—Está bien —dije—, gracias por contármelo. Yo no revelaré esta información a menos que sea esencial. ¿Hay alguna otra cosa que recuerde que pueda ayudar?
—No, no lo creo. Gracias a usted. Por advertirme.
Miró a su alrededor en su pequeña casa con añoranza. Conocía la sensación.
—¿Tiene algún sitio adónde ir? —le pregunté.
Asintió.
—Siempre hay algún lugar. Nuevas aventuras.
Me acompañó hasta el coche. El calor había aumentado un poco y el aire estaba lleno de abejas.
—¿Va a Santa Bárbara ahora? —dijo.
—Sí.
—Dele a Katarina recuerdos míos cuando la vea. La forma más fácil de ir es por la autopista 150. Tómela justo al salir de la ciudad y sígala siempre. No hay más de media hora de camino.
—Gracias.
Nos estrechamos las manos.
—Una última cosa, Bert.
—¿Sí?
—Los problemas de Mitchell Lerner. ¿Podrían haber sido el resultado de su trabajo en la escuela, de alguna forma… o fue él quien causó problemas allí?
—No lo sé —dijo él—. Nunca hablamos de la escuela. Era una persona muy cerrada… altamente defensiva.
—¿Así que se lo preguntó?
—Le pregunté acerca de todos los elementos de su pasado. Rehusó hablar de cualquier cosa excepto de la bebida. E incluso en eso, sólo en términos de desembarazarse de un mal hábito. En su trabajo, él desdeñaba el conductismo, pero cuando tuvo que hacerse su propia terapia, quiso ser recondicionado. De noche. Algo rápido y discreto… hipnosis, cualquier cosa.
—Usted es un analista. ¿Por qué acudió a usted?
—La seguridad de lo familiar —sonrió—. Y yo era conocido por ser bastante pragmático, a veces.
—Si era tan resistente, ¿por qué se preocupó por empezar una terapia?
—Como condición para su período de prueba. El comité ético del trabajo social lo solicitó, porque aquello había afectado a su trabajo… descuidó citas, dejó de remitir formularios del seguro para que sus pacientes pudieran cobrar. Me temo que actuó de la misma forma como paciente. No aparecía, muy poco fiable.
—¿Durante cuánto tiempo le trató?
—Obviamente, no el suficiente.