14

Él gateó a través de la valla y desapareció. Yo merodeé por allí hasta que sus pisadas se apagaron, y luego volví hacia el coche. El aire había refrescado (los cambios repentinos se estaban convirtiendo en norma ese otoño) y un suave viento del este barría suavemente algunos residuos de la acera.

Puse gasolina en la estación de servicio de Olympic y usé un teléfono público para conseguir el número de la oficina de Servicios Sociales más cercana. Después de haberme tenido en espera varias veces y transferido de burócrata a burócrata, conseguí llegar a una supervisora y contarle lo del niño que vivía debajo de la autopista.

—¿Estaban maltratando al niño, señor?

—No.

—¿Parecía sufrir malnutrición?

—Realmente no, pero…

—¿Había magulladuras o cicatrices en lugares visibles en el cuerpo del niño, u otras señales de abuso?

—Nada —dije—. La madre cuidaba del niño, pero están viviendo en unas condiciones repugnantes allí. Y el chico que parecía ser el padre del niño tiene una tos que parece tuberculosa…

—¿Tosía el niño?

—Todavía no.

—Para una investigación de tuberculosis, tendría que avisar al departamento de salud pública. Pregunte por un oficial de notificación de enfermedades.

—¿Ustedes no pueden hacer nada?

—No parece que haya nada que podamos hacer, señor.

—¿Qué tal llevar al niño a algún albergue?

—Tendrían que pedirlo, señor.

—¿El niño?

—Sus tutores legales. Nosotros no vamos por ahí recogiendo a la gente.

Clic.

El pitido de la línea telefónica era tan estridente como la autopista. Me sentía trastornado. ¿Cómo sobrellevarían eso los psicóticos declarados?

Quería llamar a Robin. Entonces me di cuenta de que no había memorizado mi nuevo número de teléfono, y que ni siquiera sabía el nombre del propietario de la casa. Llamé a Milo. Estaba en su oficina y me dio los siete dígitos; entonces dijo:

—Antes de que cuelgues, he conseguido el expediente de Myra Paprock. No era una terapeuta. Era una agente de la propiedad inmobiliaria, muerta en acto de servicio. Enseñaba una casa y alguien le apuñaló, la robó, la violó y escribió «mal amor» en la pared con su pintalabios.

—Oh, Dios mío.

—Sí. En las fotos, el pintalabios parece sangre.

—Agente de la propiedad inmobiliaria —dije—. A veces es una segunda carrera. Quizás ella había trabajado antes como terapeuta.

—Si lo hizo, no figura en el expediente, y los chicos de Van Nuys parecen haber hecho un buen trabajo. Además Shipler (la víctima de la paliza) no era tampoco psiquiatra, así que aquí no veo ninguna conexión mental evidente.

—¿Qué hacía él?

—Conserje. Guardián de noche en el Jefferson High. Todavía no he conseguido su expediente, pero un empleado de los archivos Centrales me ha dado lo más básico.

—¿También murió en el trabajo?

—No, en la comodidad de su propio hogar.

—¿Dónde vivía?

—En Budlong Avenue… al sur de Los Ángeles.

—¿Negro?

—Sí.

—¿Qué le ocurrió?

—Golpeado hasta machacarlo, y dejaron la casa patas arriba.

—¿Robo?

—Dudosamente. Su equipo de música, el televisor y algunas joyas quedaron allí.

—¿Entonces, qué? ¿Alguien que buscaba algo?

—O alguien que estaba realmente furioso. Quiero leer todo el expediente… voy a hacer una llamada.

—Agente de la propiedad inmobiliaria y conserje —dije—. No tiene ningún sentido. ¿Ninguna conexión entre ellos?

—Aparte de lo de «mal amor» escrito en la pared, no parece haber ninguna. Ningún nexo. Ella tenía treinta y cinco años, él sesenta y uno. A él lo mataron temprano por la mañana (justo después de acabar su turno de trabajo) y a ella a mediodía. Ella fue apuñalada, él aporreado. Incluso hubo diferencias en lo que usó el asesino para escribir «mal amor». En el caso de Shipler lo hicieron con mermelada de su propio frigorífico.

—En ambos casos el asesino fue oportunista… usó algo de la víctima.

—Las armas también —dijo—. A ella la mataron con un cuchillo de cocina de la casa que estaba enseñando. A Shipler con un atizador de la chimenea que fue identificado como suyo. ¿Qué te parece?

—No lo sé, quizás eso indique algún tipo de poder… de dominación sobre las víctimas… volver a las víctimas contra sí mismas. Como usar la rama de mi árbol para matar al koi. ¿Hubo algún tipo de ataduras o alusiones sadomasoquistas en alguno de los crímenes?

—El sujetador de Paprock estaba enrollado en torno a su cuello, pero el forense dijo que esto lo hicieron cuando ya estaba muerta. Por lo que yo sé, parece que no hubo connotaciones sexuales en el caso de Shipler.

—Sin embargo —dije—, el mensaje era importante. Debe significar algo para el asesino.

—Seguro que sí —asintió él, sin entusiasmo.

—¿Vivía solo Shipler?

—Sí, estaba divorciado.

—¿Y Paprock?

—Tampoco aquí hay coincidencias. Casada y con dos hijos.

—Si no cogieron nada de la casa de Shipler —pregunté—, ¿cuál se consideró que fue el motivo?

—Asunto de bandas… Había mucha actividad en el barrio de Shipler, incluso por aquella época. Ahora, mucha más. Como tú dijiste antes, una casa revuelta puede significar alguien que busca algo. La Central pensó que podían ser drogas. Imaginó que Shipler estaba involucrado de alguna forma y que «mal amor» era algún tipo de consigna de banda de la que no habían oído hablar antes. Lo comprobaron con los detalles del registro y no habían oído hablar de ella, pero continuamente están apareciendo cosas nuevas.

—¿Resultó estar involucrado Shipler en asuntos de bandas o drogas?

—Parece que no tenía antecedentes, pero muchos de esos hijos de puta se cuelan entre las rendijas. Como no hubo robo, Southwest creyó que fueron unos principiantes que se asustaron y se fueron antes de poder llevarse nada. Lo cual es coherente con los aspirantes a miembros de una banda… nuevos reclutas en una aventura virgen.

—¿Una historia de iniciación?

—Sí, los inician jóvenes. Pistolas automáticas en pañales. Hablando de ellos, he cogido a mis pequeños bastardos del robo de Palms… trece y quince. No hay duda de que se les asignará algún tipo de terapia. ¿Quieres una recomendación?

—No, gracias.

—Cínico.

—¿Había alguna actividad de bandas donde mataron a Paprock?

—Poca, de forma más bien marginal. La mayoría es de clase trabajadora, sin embargo… al extremo norte de Van Nuys, nadie lo asoció a las bandas en este caso, pero quizá si Van Nuys hubiera hablado con Southwest, lo hubieran descubierto. Ninguno de ellos sabe del caso del otro… todavía no.

—¿Vas a decírselo? —pregunté.

—Primero voy a leer cuidadosamente el expediente de Shipler, a ver qué puedo sacar de él. Entonces, sí, tendré que decírselo, el viejo rollo de relacionar las cosas, bla, bla, bla. Los dos casos están realmente fríos… sería interesante ver qué tipo de respuestas obtengo. Esperemos que todo el asunto no se vaya deteriorando en informes sin fin. Aunque si «mal amor» aparece en algún lugar del archivo Stoumen, tendremos bla bla interestatal.

—¿Has tenido alguna noticia de Seattle ya?

—Poca cosa. Están enviando datos… probablemente tardarán una semana o así. Los dos detectives de allí se han retirado y no están disponibles. Probable traducción: están quemados y se han ido de pesca. Si aparece algo llamativo en el expediente, yo me enteraré de cualquier manera.

—¿Y los archivos del FBI sobre otros asesinatos de «mal amor»?

—Todavía no. Los mecanismos de «ellos» funcionan muy despacio.

—Un agente de la propiedad inmobiliaria, un conserje, y «mal amor» —dije—. Todavía creo que tiene algo que ver con aquella conferencia. O con el propio De Bosch… Paprock y Shipler pudieron ser pacientes suyos.

—¿Y por qué hubiera querido matarles alguien?

—Quizá sea otro paciente, enloquecido por algo.

—¿Entonces qué es lo que te relaciona?

—No lo sé… No tiene sentido, maldita sea.

—¿Sabes algo de Jeffers?

—Nadie en el centro recuerda que Hewitt tuviera amigos. Pero ella me ha enviado al abogado de Hewitt y él me ha dado un nombre y una posible dirección —le describí mi encuentro con la gente bajo la autopista.

—Gritz —dijo él—. Como el maíz.

—Con una zeta. Podría ser un nombre o un apellido, o simplemente un apodo.

—Lo averiguaré.

—El chico con el que he hablado me ha dicho que se había ido hacía una semana. También me ha dicho que Gritz estuvo hablando y cantando acerca de hacerse rico.

—¿Cantando?

—Eso es lo que ha dicho.

—Oh, esos románticos vagabundos, rasgueando las guitarras alrededor del fuego de campamento.

—Quizá Gritz tenía algún tipo de trabajo en perspectiva, o quizá se lo inventó. El chico podría muy bien haber estado tomándome el pelo. De todos modos, me ha dicho que preguntaría por ahí, y que volviera más tarde.

—Hacerse rico —dijo—. Todo el mundo habla y canta acerca de ello. Ese lugar, Calcuta, puede ser la hez del mundo, pero sigue siendo Los Ángeles.

—Es verdad —asentí—. Pero sería interesante saber si Gritz realmente esperaba que le pagasen por algo… como matar a mi koi, y otras cosas feas.

—¿Un asesino a sueldo para un pez? ¿Y quién iba a contratarle?

—El malo anónimo… ya lo sé, es una idea ridícula.

—Llegados a este punto nada es ridículo, Alex, pero si alguien fuera a contratar a un merodeador nocturno, ¿elegiría a un vagabundo chiflado?

—Es verdad… Quizá Gritz fue contratado sólo para gritar en la cinta… para imitar a Hewitt, porque sabía cómo sonaban los gritos.

—¿Imitarle? —dijo—. Esas dos grabaciones de voz me sonaban idénticas, Alex. Aunque nunca podremos verificarlo. Hablé con el tipo del registro de voces en la oficina del sheriff y los gritos no tienen ninguna utilidad legalmente. Para realizar una asociación que pueda ser usada ante un tribunal, se necesitan dos muestras como mínimo de veinte palabras cada una, y con las mismas frases exactamente. Incluso así, se sigue impugnando mucho.

—¿Y la comparación no es admisible?

—Comparar gritos sigue siendo un trabajo incierto. Son las palabras las únicas que tienen características especiales. Le pedí al sheriff que lo escuchara de todas formas. Dijo que está sobrecargado de trabajo, pero que intentaría hacer algo… ¿Por qué querría alguien imitar a Hewitt?

—No lo sé… No puedo ayudar en eso, pero creo que la cinta es parte de un ritual. Algo ceremonial que tiene significado solamente para el asesino.

—¿Y el niño de la cinta?

—Puede ser un niño sin hogar… alguien de la Pequeña Calcuta o de algún lugar por el estilo. Si vive ahí, se explica la calidad robótica de la voz…, desesperación. Tenías que haber visto aquello, Milo. Los dientes del chico estaban podridos, tenía una tos tuberculosa. La chica estaba desnuda, envuelta en una sábana, tratando de alimentar al pequeño. Si le hubiera ofrecido el dinero suficiente, probablemente hubiera podido «comprar» el niño.

—Lo he visto —dijo dulcemente.

—Ya lo sé. Yo también. Está en todas partes. Pero hacía tiempo que no quería fijarme.

—¿Qué vas a hacer, solucionar los problemas de los demás? Ya tienes muchos tú mismo, por ahora. ¿Has averiguado los nombres de la gente de la autopista?

—De la chica, no. Él se llamaba a sí mismo Terminator Tres.

—¿No había nadie más allí con ellos y el niño? —rio Milo.

—Nadie que yo pudiera ver, y he pasado todo el rato enseñando billetes de diez dólares.

—Muy listo, Alex.

—Vigilaba a mi espalda.

—Oh, sí.

—El chico ha dicho que aquel lugar se llena por la noche. Puedo volver después de oscurecer y ver si alguien más conoce a Gritz.

—Realmente estás decidido a que te corten el cuello, ¿verdad?

—Si viniera conmigo un policía machote estaría a salvo, ¿no?

—No cuentes con ello… Bueno, de acuerdo, probablemente es una pérdida de tiempo, pero esas cosas me hacen sentir realmente como en casa.

Robin estaba todavía trabajando en el garaje, encorvada sobre su sierra, manejando brillantes cosas afiladas que parecían instrumentos dentales. Llevaba el cabello atado y sus gafas protectoras estaban colocadas sobre sus rizos. Debajo del mono, llevaba la camiseta empapada de sudor. Me dijo:

—Hola, muñeco —y sus manos siguieron moviéndose.

El perro estaba a sus pies, se levantó y me lamió la mano mientras yo miraba por encima del hombro de Robin.

Un pequeño rectángulo de nácar estaba sujeto en una acolchada sección de la sierra. Los bordes estaban biselados y las esquinas incrustadas con pedacitos de marfil y de hilo de oro. Ella había dibujado minúsculas formas de voluta en la concha, había calado algunas de ellas y estaba en el proceso de cortar otra.

—Qué bonito —dije—. ¿Es una incrustación para los trastes?

—Ajá. Gracias —sopló el polvo y limpió el borde de un agujero con una uña.

—¿Haces también un mástil de media caña?

Ella rio y se inclinó más. Las herramientas tintinearon cuando extrajo una partícula de concha.

—Es un poco barroco para mi gusto, pero es para un corredor de bolsa que quiere una pieza de exhibición solamente para colgarla en la pared.

Trabajó un poco más, finalmente dejó a un lado las herramientas, se secó la frente y meneó rápidamente los dedos.

—Suficiente para un día, tengo calambres.

—¿Va todo bien? —le acaricié el cuello.

—Agradable y tranquilo. ¿Y tú?

—No del todo mal.

La besé.

El viento se hizo más fuerte y más seco, ondulando los cipreses y arrojando una fría corriente a través del abierto garaje. Robin soltó el trozo de nácar y se lo metió en el bolsillo. Tenía carne de gallina en los brazos. La rodeé con el mío y ambos nos dirigimos hacia la casa. Cuando llegamos a la puerta, el viento azotaba los árboles y agitaba el polvo, haciendo que el bulldog parpadeara y husmeara.

—¿Santa Ana? —dijo ella.

—Demasiado frío. Probablemente el extremo final de algún viento ártico.

—Brr —dijo ella, abriendo la puerta—. ¿Te has dejado la chaqueta en el coche?

Sacudí la cabeza. Entramos.

—Llevabas chaqueta, ¿verdad? —dijo ella, frotándose las manos—. La de tweed marrón holgada.

Ojo de artista.

—Sí.

—¿La has perdido?

—No exactamente.

—¿No exactamente?

—Se la di a alguien.

Robin se rio.

—¿Qué?

—No importa. Estaba gastada.

—¿A quién se la diste?

Le conté lo de la Pequeña Calcuta. Ella escuchaba con las manos en las caderas, moviendo la cabeza, y entró en la cocina para lavarse las manos. Cuando volvió, todavía movía la cabeza de un lado a otro.

—Lo sé, lo sé —acepté—. Fue un reflejo de «buen corazón»[6] pero realmente ellos eran dignos de compasión… era una prenda vieja y barata, de todas formas.

—La llevabas la primera vez que salimos juntos. Nunca me gustó.

—¿No?

—No. Demasiado de profesor de filosofía.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Robin se encogió de hombros.

—Tampoco era tan importante.

—Ronco, poco gusto en la elección de ropa para caballeros. ¿Qué más no te gusta que no me hayas dicho?

—Nada. Ahora que te has desembarazado de la chaqueta, eres perfecto.

Me revolvió el pelo, se dirigió a las puertas francesas y miró hacia las montañas. Estaban brillantes, desnudas a trozos, donde el follaje estaba cepillado hacia atrás como cabello secado con aire. El agua de la piscina estaba agitada, la superficie sucia de hojas y porquerías.

Robin se soltó el pelo. Yo me quedé rezagado, mirándola.

Perfecta estatua femenina, firme como una roca contra la tormenta.

Se desabrochó un tirante del peto, luego el otro, dejando que la floja tela cayera a sus pies, y se quedó allí de pie en camiseta y braguitas.

Volviéndose a medias, con las manos en las caderas, me miró.

—¿Y qué tal si me das algo a mí, muchacho? —dijo, con su voz a lo Mae West.

El peno gruñó. Robin saltó.

—¡Tú, quieto! Estás echando a pique mi oportunidad.

—Ahora sí que parece un verdadero hogar —dijo ella, arrebujándose bajo las sábanas—. Aunque prefiero nuestro pequeño nido de amor, aun siendo tan humilde. ¿Qué has averiguado hoy?

Mi segundo resumen del día. Lo hice rápidamente, añadiendo lo que Milo me había dicho acerca de los crímenes y omitiendo los detalles patológicos. Aun expurgado, era malo, y ella se quedó silenciosa.

Yo le acaricié la espalda, dejando que mi mano se entretuviera en los abultamientos y los hoyuelos. Su cuerpo se relajó, pero sólo un momento.

—¿Estás seguro de que nunca has oído hablar de esas otras dos personas? —dijo, inmovilizando mi mano.

—Seguro. Y tampoco parece haber ninguna conexión entre ambas. La mujer era una agente de la propiedad inmobiliaria blanca, el hombre un conserje negro. Él tenía veintiséis años más que ella, vivían en los extremos opuestos de la ciudad, fueron asesinados de formas diferentes. Nada en común excepto el «mal amor». Quizá fueran pacientes de De Bosch.

—¿No podían ser antiguos pacientes tuyos?

—De ninguna manera —negué—. He revisado todos y cada uno de los expedientes de mis casos. Para ser honesto, no veo demasiado factible la teoría del paciente, eso es todo. Si alguien tiene un problema con De Bosch, ¿por qué meterse con la gente que él ha tratado?

—¿Y si fuera un grupo de terapia, Alex? Las cosas pueden complicarse en los grupos, ¿no? Gente que se echa cosas en cara unos a otros… Quizás alguien resultó humillado y nunca lo olvidó.

—Creo que es posible —dije, sentándome—. Un buen terapeuta siempre intenta mantener el control del clima emocional del grupo, pero las cosas pueden escaparse de sus manos. Y a veces no hay forma de saber si alguien se está considerando como una víctima. Una vez, en el hospital, tuve que calmar al padre de un chico con un tumor de huesos que llevó una pistola cargada a la sala. Cuando finalmente consiguió explicarse, resultó que llevaba semanas acalorándose… Pero no dio ningún aviso… hasta entonces había sido un hombre muy tratable.

—Ahí lo tienes —dijo ella—. Así que quizá fue un paciente de De Bosch, que se sentó allí, se lo tragó todo y nunca se lo dijo a nadie. Finalmente, años después, decidió desquitarse.

—Pero ¿qué tipo de terapia de grupo podría unir a un agente de la propiedad inmobiliaria del valle con un conserje negro?

—No lo sé… quizás ellos no eran los pacientes, quizá lo eran sus hijos. Un grupo de padres para niños con problemas… De Bosch era sobre todo un terapeuta infantil, ¿no?

Yo asentí, tratando de imaginármelo.

—Shipler era mucho más viejo que Paprock… Supongo que ella podría haber sido una joven madre y él un padre viejo.

Oímos arañar y aporrear la puerta. Me levanté y abrí y el perro entró. Fue directamente al lado de Robin de la cama, se levantó sobre sus patas posteriores, puso las anteriores en el colchón y empezó a resoplar. Ella lo levantó y él la recompensó con alegres lametazos.

—Tranquilízate —dijo ella—. Oh… oh… mira, se está excitando.

—Incluso sin testículos. ¿Has visto el efecto que causas en el sexo masculino?

—Por supuesto que sí… —ella hizo aletear sus pestañas hacia mí, se volvió hacia el perro y finalmente consiguió que se estuviera quieto masajeando los pliegues de carne alrededor de sus mejillas. Él se sumergió en el sueño con una facilidad que le envidié. Pero cuando me incliné para besarla, el perro abrió los ojos, husmeó y se metió entre los dos, enrollándose encima de las sábanas y lamiéndose las patas.

—Quizá Milo consiga los historiales clínicos de Paprock y Shipler, para ver si el nombre de De Bosch o del Centro Correctivo aparece en ellos. A veces la gente oculta el tratamiento psiquiátrico, pero dado el coste, lo más probable es que haya algún dato del seguro. Se lo preguntaré cuando lo vea esta noche.

—¿Qué pasa esta noche? —preguntó Robin.

—Habíamos planeado volver a la autopista, tratar de hablar con más vagabundos para conocer un poco mejor al personaje ese de Gritz.

—¿Es seguro volver allí?

—Milo vendrá conmigo. Si será o no productivo, eso está por ver.

—De acuerdo —dijo ella preocupada—. Si quieres ser productivo, ¿por qué no te paras en el mercado y le compras un poco de comida a esa gente?

—Buena idea. Tienes muchas hoy, ¿verdad?

—Motivación —dijo ella. Se puso seria, se incorporó y cogió mi cara entre sus dos manos—. Quiero que esto acabe de una vez. Por favor, cuídate.

—Prometido —nos las arreglamos para mantener un abrazo apretado a pesar del perro.

Me dormí, oliendo a perfume y a comida para perro. Cuando me desperté tenía acidez de estómago y los pies hinchados. Aspirando y soltando aire, me senté y me froté los ojos.

—¿Qué pasa? —murmuró Robin, dándome la espalda.

—Sólo pensaba.

—¿En qué? —se dio la vuelta y me dio la cara.

—Alguien en un grupo de terapia, sintiéndose herido y guardándolo todo dentro todos estos años.

Ella tocó mi cara.

—¿Qué demonios tengo que ver yo con todo eso? —dije—. ¿Soy solamente un nombre en un maldito folleto, o herí a alguien sin saberlo siquiera?