22
Corrí por el camino abajo, me arrojé dentro del coche y aceleré hacia el puerto. Había allí un teléfono público junto a los amarres de los barcos, cerca de unos cubos de basura. El hedor fue bienvenido.
Intenté llamar a Robin de nuevo. No contestaba todavía.
Un detective en el departamento de Robos y Homicidios del Oeste de Los Ángeles dijo:
—No está.
—Es una emergencia.
—Lo siento, no sé dónde está.
—Quizás ha salido con su coche —dije—. ¿Puede intentar avisarle por radio?
Su voz se endureció.
—¿Quién es?
—Ayudante jefe Murchison —dije sin pensarlo, maravillándome por la facilidad de la mentira.
Un segundo de silencio. Algo que podía haber sido un ruido de tragar saliva.
—Un momento, señor.
Treinta segundos después:
—Sturgis.
—Soy yo, Milo…
Pausa.
—Alex —dije.
—¿Te has hecho pasar por Murchison?
—Katarina está muerta. Acabo de encontrar su cuerpo —le di los detalles, describiéndole la escena del crimen en un rápido aluvión de palabras. La tarjeta con el mensaje «mal amor».
—Las mismas letras que el envoltorio en el que venía la cinta.
—DS —dijo él.
—Es en Beverly Hills. Quizás eligió usarlo para su mensaje por esa razón.
—DS… seguro como el infierno que no se trata de la Defensa Social…
—¿Puedes ir a ver a Robin? Sé que el lugar es seguro, pero el asesino está acelerando, y la idea de que ella esté sola allí… He intentado llamarla dos veces, pero no contesta.
—Probablemente habrá salido a comprar algo, pero iré a mirar.
—Gracias. ¿Qué hago ahora? Ni siquiera he llamado todavía a la policía local.
—¿Dónde estás?
—En una cabina, a pocos minutos de la casa.
—De acuerdo, voy hacia allí. Mantente alejado de la escena del crimen y espera. Voy a llamar a la policía de Santa Bárbara, diciéndoles que eres de fiar, y después iré yo mismo en persona… ¿qué hora es…? Las tres y media… Estaré allí a las seis, como muy tarde.
Esperé cerca del acantilado, tan lejos del garaje como pude. Miraba el océano, inhalaba el aire salobre y trataba de encontrar un sentido a las cosas.
Dos jóvenes uniformados aparecieron los primeros. Uno se quedó con el cuerpo y el otro me tomó una primera declaración (nombre, tipo, número de serie, lugar y hora), escuchando cortésmente y con un poco de suspicacia.
Veinte minutos después llegaron un par de detectives. Uno era una mujer llamada Sally Grayson, alta, esbelta, atractiva, de unos cuarenta años. Sus ojos eran ligeramente oblicuos, de un color castaño uniforme. Se movían lentamente pero con frecuencia. Registraba las cosas. Se reservaba los juicios.
Su compañero era un hombretón pesado llamado Steen, con un bigote oscuro tupido y no demasiado pelo en la cabeza. Fue derecho hacia el garaje y me dejó con Grayson. De alguna forma habíamos acabado detrás, cerca del borde del acantilado. Le dije a su grabadora todo lo que sabía, y ella me escuchó sin interrumpirme. Entonces apuntó hacia el agua y dijo:
—Hay una foca chapoteando por ahí.
Seguí su brazo y descubrí una pequeña mancha negra, a diez brazadas de donde rompían las olas, cortando una línea perpendicular a través de las escolleras.
—O un león marino —dijo ella—. Son los que tienen orejas, ¿verdad?
Yo me encogí de hombros.
—Volvamos sobre el tema otra vez, doctor.
Cuando acabé, ella dijo:
—¿Así que usted estaba buscando a la doctora De Bosch para advertirla acerca de su loco vengador?
—Eso, y quería averiguar si podía decirme por qué está tan empeñado en la venganza.
—¿Y usted cree que eso tiene algo que ver con esa escuela?
—Ella y su padre la dirigían. Es la única idea que se me ha ocurrido.
—¿Cuál era el nombre exacto de la escuela? —dijo ella.
—Instituto y Escuela Correctiva De Bosch. Cerró en el ochenta y uno.
—Y usted creyó que ella sabría lo que pasaba porque era la hija del director.
Asentí y miré hacia la parte de atrás de la casa.
—Puede haber registros ahí dentro. Notas de las terapias, algo acerca de un incidente que pudo traumatizar a uno de sus estudiantes lo bastante para hacerle estallar años después.
—¿Qué tipo de estudiantes iban a esa escuela?
—Perturbados emocionales. El señor Bancroft, el propietario de la escuela al otro lado de la calle, los describe como antisociales… pirómanos, pendencieros y otros delincuentes.
—Conozco al señor Bancroft. ¿Cuándo cree usted que pudo haber ocurrido ese episodio dramático? —preguntó sonriendo.
—Algún tiempo antes de mil novecientos setenta y nueve.
—¿A causa de la conferencia?
—Eso es.
Ella pensó durante un momento.
—¿Y durante cuánto tiempo funcionó la escuela?
—Del sesenta y dos al ochenta y uno.
—Bueno, eso se puede comprobar —dijo ella, más a sí misma que a mí—. Quizá si hubo un trauma quedará algún registro de ello. Suponiendo que ocurriera algo.
—¿Qué quiere decir?
—Usted acaba de decirme que piensa que ese tipo está loco, doctor… ese supuesto vengador —ella mantuvo sus ojos clavados en los míos y le dio vueltas a uno de sus pendientes—. Así que quizá se lo inventó todo.
—Quizá, pero ser un psicótico no significa ser totalmente delirante… la mayoría de los psicóticos tienen períodos de lucidez. Y los psicóticos se pueden traumatizar también. Además, quizá él ni siquiera sea un psicótico. Puede ser sólo extremadamente perturbado.
Ella volvió a sonreír.
—Parece usted un testigo experto. Cauto.
—He actuado ante los tribunales.
—Lo sé… el detective Sturgis me lo dijo. Y hablé de usted con el juez Stephen Huff, también, para ir sobre seguro.
—¿Conoce a Steve?
—Le conozco bien. Yo traté con juveniles en Los Ángeles. Steve llevaba ese tipo de cosas también entonces. Conozco a Milo también. Tiene buenos compañeros, doctor.
Ella miró hacia la casa.
—Esa víctima de Los Ángeles… la señora Paprock. ¿Cree usted que ella enseñaba en la escuela?
—Sí. Bajo el nombre de Evans. Myra Evans. Su trabajo durante el día era en la escuela pública de Goleta. También tiene que estar registrado eso. Y la víctima masculina, Rodney Shipler, trabajaba como conserje de una escuela en Los Ángeles, así que pudo haber tenido un trabajo similar aquí.
—Shipler —dijo ella, mirando todavía hacia la casa—. ¿Dónde practica usted en Los Ángeles?
—En el Westside.
—¿Consulta infantil?
—Ahora más que nada trabajo forense. Evaluaciones de custodia, casos de lesiones.
—Custodia… eso puede tener sentido —ella volvió a darse vueltas al pendiente—. Bueno, iremos y daremos un vistazo a la casa tan pronto como el equipo técnico y el forense vengan y den su visto bueno.
La detective miró hacia el océano un poco más, bajó los ojos hacia la mesa de madera roja, y se quedó mirando la taza de café.
—Tomaba el desayuno —dijo—. Los posos todavía no se habían solidificado, así que mi suposición es que es de esta misma mañana.
Yo asentí.
—Por eso pensé que ella estaba en casa. Pero si hubiera estado comiendo aquí fuera y la hubiera sorprendido, ¿no estaría abierta la casa? Mire lo cerrada que parece. ¿Y por qué nadie la oyó gritar?
Levantando un dedo, ella se colgó el bolso al hombro y se dirigió al garaje. Ella y Steen salieron unos minutos después. Él llevaba un metro de metal y una cámara, la escuchaba y asentía.
Ella sacó algo del bolso. Guantes de cirujano. Después de sacudirlos, se los puso y trató de abrir la puerta de atrás. Se abrió. Metió la cabeza dentro un momento, luego la sacó otra vez.
Otra conferencia con Steen.
De vuelta hacia mí.
—¿Qué hay ahí? —inquirí.
—Desorden total —dijo, arrugando la nariz.
—¿Otro cuerpo?
—No que yo pudiera ver… Mire, doctor, nos va a costar mucho rato examinar las cosas ahí dentro. ¿Por qué no intenta relajarse hasta que llegue el detective Sturgis? Siento que no se pueda sentar en esas sillas, pero si no le importa hacerlo en la hierba, coja sitio a ese lado —indicando el extremo sur del patio—. Ya lo he registrado buscando huellas y no hay nada… ah, vaya, ahí hay otro león marino. Es muy bonito todo esto, ¿verdad?
Milo llegó a las cinco y cuarenta y ocho. Yo me había sentado en un rincón del patio, y él vino derecho hacia mí después de hablar con Grayson.
—Robin estaba fuera todavía cuando yo he pasado —me dijo—. Su camión y su bolso no estaban, ni tampoco el perro, y había dejado escrita una nota en el bloc del frigorífico acerca de una ensalada, así que probablemente ha ido a comprar. No vi nada fuera de lo corriente. No te preocupes.
—Quizá ella debería quedarse contigo.
—¿Por qué?
—No se está muy seguro conmigo.
Milo me miró.
—De acuerdo, seguro, si eso ayuda a tu tranquilidad mental. Pero nosotros te mantendremos a salvo.
Puso una mano en mi hombro durante un momento, después entró en el garaje y se quedó allí durante veinte minutos más o menos. El forense había llegado y se había ido y también el cuerpo, y los técnicos estaban trabajando todavía, empolvando y husmeando y sacando moldes. Les miré hasta que Milo salió.
—Vámonos —dijo.
—¿Adónde?
—Fuera de aquí.
—¿Ya no me necesitarán más?
—¿Le dijiste a Sally todo lo que sabes?
—Sí.
—Entonces, vámonos.
Salimos, pasando junto al garaje. Steen estaba de rodillas junto a un dibujo del cuerpo hecho con tiza, hablando a una grabadora. Sally Grayson estaba de pie junto a él y escribía en un bloc. Ella me vio y me saludó, después volvió a su trabajo.
—Encantadora dama —dije, mientras nos alejábamos.
—Era una de las mejores investigadoras del Central Juvey, estaba casada con un oficial jefe… un auténtico gilipollas, o sea, un borracho. Los rumores decían que la maltrataba a ella y a los niños.
—¿Malos tratos físicos?
Milo se encogió de hombros.
—Nunca vi moretones, pero él tenía muy mal carácter. Finalmente se divorciaron, y un par de meses más tarde fue a verla a su casa, armó un alboroto y acabó pegándose un tiro en el pie y perdiendo un pulgar —sonrió—. Gran hazaña. Después de todo eso, Sally se trasladó aquí y el gilipollas se retiró inhabilitado y se largó a Idaho.
—En el pie —dije yo—. No era exactamente un tirador de primera.
Él sonrió otra vez.
—Realmente, era un tirador excelente, una vez fue instructor de tiro. La gente encontraba difícil de creer que se lo hubiera hecho a sí mismo, pero ya sabes cómo es el abuso crónico del alcohol. La pérdida de control muscular. No tengo que decírtelo.
Llegamos a la calle. Los coches de policía de Santa Bárbara estaban aparcados en el bordillo, emparedando el Seville. Los vecinos se agolpaban contra la cinta que marcaba la escena del crimen, y se acercaba un camión de la televisión. Busqué en vano el Fiat de Milo o un coche sin marcas.
—¿Dónde está tu coche?
—Allí, en Los Ángeles. Vine en helicóptero.
—¿Adónde?
—Al aeropuerto.
—¿Cómo has llegado aquí desde allí?
—Me han traído los uniformados de Santa Bárbara.
—Qué estatus —dije yo—. Guau.
—Sí —dijo él—. Sally vivía en Mar Vista. Yo fui el detective encargado del caso del pulgar de su exmarido.
—Oh.
—Sí. Oh. Ahora llévame tú. Salgamos de aquí antes de que las sanguijuelas de la prensa empiecen a chupar.
Bajé por Cabrillo. Milo dijo:
—¿Estás demasiado hecho polvo o asqueado para comer?
—No he comido nada desde el desayuno. Quizá pueda tragar algo, o al menos te veré comer.
—Voyeur… eso suena bien, vamos —señaló un pequeño restaurante de pescado encajado cerca de uno de los moteles de la playa. Dentro había un puñado de mesas con manteles de hule y ceniceros de concha, suelos con serrín, paredes cubiertas con redes, un bar y un mostrador de autoservicio. El plato especial del día era salmón con patatas fritas. Milo y yo lo pedimos, y nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Tratábamos de mirar entre el tráfico hacia el agua. Una joven camarera nos preguntó si queríamos algo para beber, nos trajo dos cervezas y nos dejó solos.
Yo llamé a Robin otra vez desde un teléfono que había detrás, junto a una máquina de tabaco. Todavía no estaba. Cuando volví a la mesa, Milo estaba secándose la espuma del labio superior.
—Katarina estaba embarazada —dijo él—. El forense encontró el feto colgando fuera de ella.
—Dios mío —exclamé yo, recordando el desorden y el abultado abdomen—. ¿De cuánto estaba?
—Entre cinco y seis meses. El forense puede asegurar que era un niño.
Traté de contener mi repulsión.
—Harrison dijo que nunca se había casado y que vivía sola. ¿Quién pudo haber sido el padre?
—Probablemente algún estudiante de medicina miembro del Club Mensa para superdotados. DS significa Depósito Seminal.
—¿Un banco de esperma?
—Este en particular pretende seleccionar sus donantes por ambas características: cerebro y músculo.
—Niños de diseño… —dije yo—. Sí, puedo imaginarme a Katarina haciendo algo así. La inseminación artificial podía otorgarle el control total sobre la educación del niño, ningún enredo emocional… A los cinco meses ella probablemente ya había alardeado de ello. De ahí por qué el asesino se encarnizó con su vientre… concentró su ira allí. Aniquilar la dinastía de De Bosch.
Milo frunció el entrecejo.
—Quizá la tarjeta del banco de esperma fue elegida para el mensaje por esa misma razón. La forma en que estaba clavada debajo del arma homicida era deliberada… una preparación del escenario. Todo esto es un gran ritual para él —continué.
La camarera nos trajo la comida. Una mirada a nuestras caras borró la sonrisa de la suya.
Seguí hablando:
—Él está tratando de destruir todo lo relacionado con De Bosch. Y una vez más, ha usado un arma que encontró a mano. Volver a la víctima contra sí misma… insultos y daños. Trata de devolver lo que piensa que le hicieron a él. Pero debió de haber llevado alguna otra arma con él, para intimidarla.
—Pudieron ser los puños todo lo que necesitó para eso. Tenía muchos golpes en torno a los ojos.
—¿La golpeó lo suficiente para que se desmayara?
—Difícil de decir sin una autopsia, pero Sally dijo que el forense no lo creía.
—Si ella estaba consciente, ¿por qué nadie la oyó gritar?
—A veces la gente no grita —dijo él—. Muchas veces, se quedan helados y no pueden emitir ni un sonido. O los golpes pudieron haberla aturdido. Incluso aunque gritara, eso quizá no ayudó. Los vecinos de ambos lados están fuera, y el océano bloquea mucho el sonido, de entrada.
—¿Y sus otros vecinos? ¿Nadie vio a alguien entrar en la casa?
—No se ha presentado nadie hasta ahora. Sally y Steen han ido a hacer una investigación exhaustiva puerta a puerta.
—Sally dijo que la casa estaba desordenada. ¿Eso qué significa? ¿Que no era buena ama de casa, o un registro?
—Un registro. Había muebles volcados, tapicerías rasgadas.
—Ira —dije yo—. O quizás estaba buscando los antiguos registros de la escuela. Algo que pudiera incriminarle.
—¿Desembarazarse de las pruebas? Ha estado matando a gente durante años, ¿por qué empezar a cubrirse ahora?
—Quizá se esté poniendo más nervioso.
—Mi experiencia es justamente la contraria —dijo él—. Los asesinos le cogen gusto a esto, lo disfrutan más y más y se vuelven descuidados.
—Espero que se volviera descuidado y que encontréis algo allí.
—Nos costará un par de días hacer un trabajo detallado.
—Desde el exterior, el lugar parecía sellado. Si yo no hubiera visto los platos del desayuno, podía haber pensado que Katarina estaba fuera de la ciudad. El asesino debió de cerrar las cortinas después de matarla y después registró en paz.
—Como tú dices, es un ritual, algo que hace con mucho cuidado.
—Así que no estamos tratando con un psicótico desquiciado. Todo lo que ha ocurrido está demasiado calculado para un esquizofrénico: viajar para asistir a convenciones, simular accidentes. Ensartar mi pez. Grabar a Hewitt gritando. Merodear en torno a su presa, posponiendo la gratificación durante años. Esto es crueldad calculada, Milo. Algún tipo de psicópata. Las notas de Becky indican que debemos examinar a Gritz cuidadosamente. Si él es Seda-Merino, su aspecto de vagabundo-de-la-calle puede ser un disfraz. El disfraz perfecto, si lo piensas bien, Milo. Los vagabundos están por todas partes, son parte de la escenografía. Para la mayoría de nosotros, todos se parecen. Recuerdo haber visto a un tipo en la oficina de Coburg. Se parecía tanto a Hewitt que me asustó. Todo lo que Bancroft recordaba realmente de su intruso, además de la edad, era que iba sucio y despeinado.
Milo pensó:
—¿Cuántos años hace que apareció ese tipo, según Bancroft?
—Unos diez años. El hombre tenía unos veinte, así que ahora debe tener unos treinta, lo que encaja con Gritz. El señor Merino de Bert Harrison también encaja en esa edad. Ambos, Merino y el vagabundo de Bancroft, estaban agitados. Merino habló de que la conferencia le había hecho tomar conciencia de sus problemas. Unos pocos años después, el vagabundo vuelve a su vieja escuela, organiza una escena, trata de desenterrar su pasado. Podría ser el mismo tipo, podrían ser muchos exalumnos de la Escuela Correctiva que andan sueltos por ahí, tratando de reconstruir sus vidas. Cualquiera que sea el caso, algo ocurrió allí, Milo. Bancroft llamó a los estudiantes de la escuela depravados y pirómanos. Negó que hubiera tenido graves problemas que no pudiera manejar, pero pudo haber mentido.
—Bueno —dijo él—, los registros locales se pueden comprobar, y Sally hablará con Bancroft otra vez, para ver si puede obtener más detalles.
—Que tenga buena suerte. No soporta a la clase media ni lo más mínimo.
Él sonrió y levantó su vaso.
—Eso está bien. Sally no soporta lo más mínimo a los gilipollas.
Bebió un poco de cerveza pero no tocó la comida. Miró la mía. Parecía bien preparada, pero tenía todo el atractivo de las hilachas fritas.
Continué exponiendo los hechos:
—Myra Paprock enseñó aquí en la escuela a finales de los sesenta hasta mediados de los setenta, así que probablemente ese es el margen de tiempo que debemos comprobar. Lyle Gritz podía haber tenido entonces alrededor de diez u once años. Harrison recuerda a Myra como joven y muy dogmática. Así que ella quizá se pasara un poco con la disciplina. Algo que un niño pudiera percibir como mal amor. Shipler pudo haber trabajado allí también, como conserje. Quizá se vio involucrado de alguna manera en lo que ocurrió, cualquier cosa que fuese. Y la mayoría de los conferenciantes eran del personal de la escuela, también. Tengo las fechas exactas en mis notas, en casa. Acabemos aquí, volvamos a Los Ángeles y lo comprobaremos.
—Compruébalo tú —me dijo Milo—. Yo me quedaré aquí un día o dos, trabajando con Sally y Bill Steen. Deja los mensajes en la oficina de ella —me dio una tarjeta de visita.
Yo le dije:
—El asesino está acelerando la marcha. Un año entre víctima y víctima, ahora sólo unos pocos meses entre Stoumen y Katarina.
—A menos que haya otras víctimas de las que no sabemos nada.
—Es verdad. Todavía no he podido localizar a Harvey Rosenblatt, y su mujer no me ha devuelto la llamada. Quizás ella es una viuda que no quiere hablar de este asunto. Pero voy a seguir intentándolo. Si Rosenblatt está vivo, yo tengo que advertirle… tengo que advertir a Harrison también. Le llamaré ahora mismo y le contaré lo de Katarina.
Volví a la cabina y marqué el número de Ojai mientras leía el letrero de aviso de la máquina de tabaco. Ni respuesta, ni contestador. Lo esperaba porque el instinto de autoconservación de Harrison era muy agudo. El hombrecillo hubiera sido un blanco fácil, escarlata.
Cuando volví a la mesa, Milo todavía no había comido.
—Se ha ido —dije—. Quizá ya esté en lugar seguro. Dijo que tenía un sitio adónde ir.
—Le pediré a un policía de Ojai que se pase por allí. ¿Y Becky Basille? ¿Cómo la haces encajar en todo esto? ¿Hewitt gritando «mal amor», el asesino grabando a Hewitt?
—Quizás Hewitt fuera un antiguo alumno de la Escuela Correctiva, también. O quizás el asesino adoctrinó a Hewitt acerca del mal amor. Si G. es nuestro hombre, las notas de Becky implican una relación próxima de algún tipo entre él y Hewitt. Si yo tengo razón al creer que el asesino no es un psicótico, podía haber sido el más decidido de los compañeros… el dominante. Capaz de apretar las clavijas a Hewitt, alimentar su paranoia, hacer que dejase su medicación, y volverlo contra su terapeuta. Porque él odiaba a los terapeutas. Además, tenía otra razón para odiar a Becky: Hewitt estaba sintiéndose ligado a ella.
Milo empezó a cortar el salmón con su tenedor. Se detuvo y se pasó la mano por la cara.
—Todavía estoy buscando al señor Gritz. Saqué su expediente completo y son todo cosas menores.
—Dijo a los compañeros de Calcuta que iba a hacerse rico. ¿Podría haber algún tipo de motivo económico en estos asesinatos?
—Quizá sólo estaba fanfarroneando. Los psicópatas lo hacen —miró la comida y empujó su plato a un lado—. ¿A quién quiero engañar?
—El niño de la cinta —dije—. ¿Se sabe algo de que Gritz tuviera niños?
Él sacudió la cabeza.
—El cántico —insistí—. Mal amor, mal amor, no me des el mal amor. Parece como algo que podría decir un niño del que se ha abusado. Hacer que un niño lo recite puede ser parte del ritual. Revivir el pasado, usar la propia terminología de De Bosch. Sólo Dios sabe qué más habrá hecho él, tetando de sobrellevar su dolor.
Milo sacó la cartera, extrajo dinero y lo dejó en la mesa. Trató de atraer la atención de la camarera, pero estaba de espaldas a nosotros.
—Milo —dije yo—, Becky puede ser todavía un nexo. Puede haberle contado algo a alguien acerca de Hewitt y Gritz.
—¿A quién?
—Un pariente, un amigo. ¿Tenía novio?
—¿Estás diciendo que rompió la confidencialidad?
—Era una principiante, y ya sabemos que no era demasiado cuidadosa.
—No sabemos nada de ningún novio —dijo él—. Pero ¿por qué no podía habérselo dicho a Jeffers, luego ir y charlar con alguien ajeno?
—Porque decírselo a Jeffers hubiera supuesto que la quitaran del caso de Hewitt. Y ella pudo haber hablado sin ser consciente de que estaba rompiendo la confidencialidad. Dejar escapar algún nombre. Pudo haberle dicho algo a alguien que puede darnos una pista.
—El único miembro de su familia que conocí fue su madre, y la vi sólo una vez, para oír su llanto.
—Una madre puede ser una confidente.
Me miró.
—Después de la excursión con el marido de Paprock, ¿quieres que hagamos otra exhumación?
—¿Qué más tenemos?
Milo empujó de nuevo la comida a un lado de su plato.
—La madre era una persona agradable… ¿Cómo la abordarás?
—Directamente, a las claras. Hewitt tenía un amigo que puede estar implicado en otros crímenes. Alguien cuyo nombre empieza por G. ¿Le habló Becky alguna vez de él?
Atrajo la atención de la camarera y le hizo una señal. Ella sonrió y levantó un dedo, acabó de recitar las especialidades a una pareja al otro lado de la habitación.
—Vive cerca de Park LaBrea —dijo—. Cerca del museo de arte. Ramona o Rowena, algo así. Creo que está en el listín. Aunque quizá se borró después del crimen. Si lo hizo, llámame donde Sally y te conseguiré el número.
Miró nuestros platos intactos, tomó un palillo de un bote en la mesa y se hurgó los incisivos.
—Me dieron tu mensaje sobre el sheriff —dije—. ¿Cuándo piensa llevarse la cinta?
—Dentro de un día o dos, a menos que aparezca alguna emergencia. No sé qué es lo que conseguiremos, pero al menos nos sentiremos científicos.
—Hablando de ciencia —dije yo—, ¿alguna estimación de cuándo fue asesinada Katarina?
—La apuesta inicial del forense es en algún momento entre las ocho y las veinte horas antes de que tú la encontraras.
—Ocho es más probable. Los posos del café estaban todavía húmedos. Si yo hubiera llegado un poco más temprano podría haber…
—Resultado herido —se inclinó hacia adelante—. Olvida las fantasías de rescate, Alex.
Me dolía la cabeza y también los ojos. Me los froté y bebí agua.
La camarera vino y miró nuestros platos sin tocar.
—¿No estaba bien?
—No —dijo Milo—. Ha pasado algo y tenemos que irnos enseguida.
—Puedo ponérselo en una bolsa para el perro.
—No, gracias —le tendió el dinero.
Ella frunció el entrecejo.
—Está bien… le traeré su cambio, señor.
—Quédeselo.
Su sonrisa fue tan amplia como la playa.
—Gracias, señor… hoy ofrecemos un postre especial de natillas.
Milo se dio unas palmaditas en la garganta.
—Otro día quizá.
—¿Seguro, señor? Está realmente bueno —le tocó el brazo brevemente—. De verdad.
—Está bien —dijo él—. Me has convencido. Envuelve dos para llevar.
—Enseguida, señor.
Ella corrió y volvió unos segundos después con una bolsa de papel que llevaba impresa la cara de un perro de aspecto feliz y las palabras PARA MI PERRO. Milo lo cogió y abandonamos el restaurante y nos dirigimos al Seville. Cuando entré en el coche, me di cuenta de que él no estaba conmigo y me volví para verle de pie junto a un muchacho delgado de pecho desnudo, de unos dieciocho años. El chico estaba sentado en la marquesina que había frente al motel y llevaba un cartel de cartón que decía: TRABAJARÍA A CAMBIO DE COMIDA. Estaba muy bronceado, tenía las mejillas hundidas y el pelo como una sucia sombrilla.
Milo le dio la bolsa. El chico dijo algo. Milo pareció furioso, pero sacó la cartera y le tendió al chico algunos billetes.
Entonces se sentó en el asiento del pasajero y gruñó:
—Llévame al trabajo.