3

Una vez fuera de la clínica, conduje acariciando al perro y pensando en la voz infantil de la cinta. No tenía hambre pero calculé que necesitaba almorzar algo. Vi un puesto de hamburguesas un poco más allá en Sepulveda, así que compre una hamburguesa de un cuarto de kilo para llevar. El aroma mantuvo al perro despierto y haciéndosele la boca agua todo el camino hacia casa, y un par de veces trató de meter la nariz en la bolsa. De vuelta en la cocina, me convenció de compartir con él una tercera parte de la hamburguesa. Entonces se llevó su botín a un rincón, se sentó, masticó ruidosamente y enseguida se volvió a dormir, con la barbilla en el suelo.

Llamé a mi servicio de llamadas y supe que Milo me había telefoneado. Esta vez contestó él mismo en Robos-Homicidios.

—Sturgis, dígame.

—¿Qué tal va eso, Joe Friday?

—Los chorros de sangre de costumbre. ¿Y tú?

Le conté que había recibido la cinta.

—Probablemente es sólo una broma, pero imagínate, coger a un niño para hacer eso.

Esperaba que él le quitara importancia, pero dijo:

—¿Mal amor? Eso es muy extraño.

—¿Qué pasa?

—Esas mismas palabras exactamente aparecieron en un caso hace un par de meses. ¿Recuerdas a aquella asistente social que fue asesinada en un centro de salud mental: Rebecca Basille?

—Salió en las noticias —dije, recordando los titulares y comentarios, la sonriente fotografía de una hermosa y joven mujer de pelo oscuro sanguinariamente asesinada en un habitación de terapia insonorizada—. Nunca me dijiste que era un caso tuyo.

—No fue realmente un caso de nadie, porque no hubo investigación propiamente dicha. El psicópata que la apuñaló murió tratando de tomar otro rehén del centro de rehabilitación.

—Ya me acuerdo.

—Me encantó rellenar todo el papeleo.

—¿Y cómo apareció lo de «mal amor»?

—El psicópata lo gritó cuando huía, después de matar a Becky. La directora de la clínica estaba de pie en el vestíbulo, y le oyó antes de escaparse y esconderse en su oficina. Supongo que era palabrería esquizoide.

—Debe ser algo de la jerga psicológica que escuchó en alguna parte del sistema de salud mental. Porque creo que lo he oído también, pero no puedo recordar dónde.

—Probablemente sea eso —dijo él—. Un niño, ¿no?

—Un niño canturreando con una extraña voz plana. Puede estar relacionado con el caso en el que estoy trabajando, Milo. ¿Recuerdas aquel expediente que me diste… la mujer asesinada por su marido?

—¿El motorista?

—Está encerrado desde hace seis meses. Hace dos meses pidió que le visitaran sus dos hijas… hacia la misma época del asesinato de Basille, fíjate en eso. Si el grito del asesino de Becky, «mal amor», apareció en los periódicos, me imagino que él pudo enterarse y guardarlo para uso futuro.

—Intimidación al psiquiatra… ¿te recuerda quizá lo que les puede pasar a los terapeutas que no se comportan bien?

—Exactamente. No hay nada delictivo en ello, ¿verdad? Sólo es mandar una cinta.

—No es por desmerecerle, pero ¿cómo se imagina él que vas a relacionar las cosas?

—No lo sé. A menos que esto sea sólo un aperitivo y haya más.

—¿Cuál es el nombre de ese loco?

—Donald Dell Wallace.

Él lo repitió y dijo:

—Nunca he leído ese expediente. Refréscame la memoria.

—Solía vagar por ahí con una banda de motoristas llamados los Iron Priests… una banda de poca monta de Tujunga. Entre dos sentencias de prisión, trabajaba como mecánico de motos. También vendía speed, como negocio extra. Creo que es miembro de la Hermandad Aria.

—Bueno, esa es una referencia de carácter. Déjame ver lo que encuentro.

—¿Crees que hay algo que deba preocuparme?

—Realmente no… aunque deberías pensar en cerrar bien tus puertas.

—Ya lo hago.

—Felicidades. ¿Estarás en casa esta noche?

—Sí.

—¿Cómo está Robin?

—Bien. Está en Oakland, dando un seminario… laúdes medievales.

—Buena chica, trabajando con objetos inanimados. Está bien, iré a verte, a rescatarte de tu soledad de ermitaño. Si quieres que tome las huellas digitales de la cinta, las comprobaremos con las de Wallace. Si es él, informaremos a sus carceleros, al menos le haremos saber que tú no vas a salir del caso.

—Está bien…, gracias.

—Sí… no la toques más, el plástico duro es una buena superficie para la conservación de huellas… Mal amor. Suena como algo sacado de una película. Ciencia ficción, películas de casquería, algo así.

—No he podido encontrar esas palabras en ninguno de mis libros de psicología, o sea que quizá sea eso. Quizá también el asesino de Becky las sacó de ahí, todos somos hijos de las pantallas de cine… La cinta venía remitida desde la Central de Correos, no desde Folsom. Eso significa que si Wallace se encuentra detrás de todo esto, alguien le está ayudando.

—Puedo verificar al resto de su banda, también. Al menos a los que tienen antecedentes. No pierdas más el sueño con esto. Trataré de pasar a verte sobre las ocho. Mientras, de vuelta a la carnicería.

—Sangre a chorros, ¿eh?

—Enormes chorros. Cada mañana me despierto, ruego al Señor y le agradezco por toda la iniquidad… ¿qué te parece, perverso, eh?

—Eh —dije—, a ti te gusta tu trabajo.

—Sí —respondió—. Sí, me gusta. La degradación nunca fue tan condenadamente gloriosa.

—¿Te tratan bien en el departamento?

—No nos dejemos llevar por la fantasía. El departamento me tolera, porque pensaban que me habían herido profundamente con su insignificante suspensión de sueldo, pensaban que finalmente iba a darme por vencido y coger la incapacidad como cualquier otro embaucador. El alto mando no ha tenido en cuenta el hecho de que una noche de pluriempleo compensa la diferencia en salario neto. Ni tampoco el hecho de que yo soy un bastardo recalcitrante.

—¿No son muy considerados, verdad?

—Por eso son funcionarios.

Después de colgar, llamé a la casa de Evelyn Rodríguez en Sunland. Cuando sonó el teléfono, me imaginé al hombre que había apuñalado a su hija jugando con una cinta reproductora en su celda.

Nadie respondió. Colgué el teléfono.

Pensé en Rebecca Basille, acuchillada hasta la muerte en una habitación insonorizada. Su crimen realmente me había afectado… como a muchos terapeutas. Pero yo lo había apartado de mi mente hasta que Milo me lo había recordado.

Golpeé con los puños en el mostrador. El perro levantó la vista desde su bol vacío y me miró. Me había olvidado de que estaba allí.

«Lo que les ocurre a los terapeutas que no se portan bien…» ¿Y qué pasaba si Wallace no tenía nada que ver con la cinta? Alguna otra persona de mi pasado.

Fui hacia la biblioteca y el perro me siguió. El archivo estaba lleno de cajas con expedientes de pacientes antiguos, puestos por orden alfabético pero no en orden estrictamente cronológico, porque algunos pacientes habían sido tratados en diferentes períodos de tiempo.

Puse la radio como música de fondo y empecé por la A, buscando niños a los que hubiera identificado con tendencias psicopáticas o antisociales y casos que no hubieran resultado bien. Incluso a los morosos de largo plazo que había enviado al cobro.

Llegué hasta la mitad. Una amarga lección histórica sin resultados tangibles: no apareció nada. Al final de la tarde, me dolían los ojos y estaba exhausto.

Dejé de leer, notando que los gruñidos habían sobrepasado en volumen a la música. Extendiendo el brazo, di masaje al musculoso cuello del bulldog. Él se estremeció pero se quedó despierto. Unas cuantas notas estaban desplegadas en el escritorio. Incluso aunque encontrara algo sugestivo, no podría discutirlo con Milo debido a la confidencialidad de los pacientes.

Volví a la cocina, preparé comida para perro con carne picada y agua, miré a mi compañero sorber, eructar, después dar vueltas y husmear. Dejé abierta la puerta de servicio y él saltó escaleras abajo.

Mientras estaba fuera, llamé al hotel de Robin en Oakland, pero ella no estaba aún.

El perro volvió. Ambos fuimos al salón y vimos las noticias de la noche. Los acontecimientos del día eran cualquier cosa menos alegres, pero a él no parecía importarle.

El timbre de la puerta sonó a las ocho y cuarto. El perro no ladró, pero sus orejas se pusieron tiesas, embistió hacia delante y me arrastró hacia la puerta, quedándose a mis talones mientras yo echaba una ojeada a través de la mirilla.

La cara de Milo era un borrón de gran angular, grande y picada de viruelas, con su palidez que se hacía amarillenta por la deficiente luz de la puerta de entrada.

—Policía. Abra o disparo.

Mostró sus dientes en una mueca de Halloween. Abrí la puerta y él entró, con un maletín negro. Iba vestido para trabajar: americana azul de arpillera, pantalones grises, camisa blanca apretada sobre el vientre, corbata de cuadros azules y grises anudada flojamente, botas de ante que necesitaban suelas nuevas.

Se había cortado el pelo recientemente, como siempre: esquilado corto por los lados y por detrás, largo e hirsuto por arriba, con las patillas por debajo de los lóbulos de las orejas. Los patanes de pueblo tenían ese aspecto en los años cincuenta. Los modernos de Melrose Avenue lo llevaban así hoy en día. Yo dudaba que Milo fuera consciente de este hecho. El tupé negro que sombreaba su frente mostraba algunos mechones grises. Sus ojos verdes eran claros. Había recuperado algunos de los kilos que perdió, pero parecía pesar al menos cien kilos con su metro noventa de altura.

Miró al perro y dijo:

—¿Qué es eso?

—Vamos, papá, me ha seguido hasta casa. ¿Puedo quedármelo?

El perro levantó la vista hacia él y bostezó.

—Sí, yo también estoy aburrido —le dijo Milo—. ¿Qué demonios es eso, Alex?

—Un bulldog francés —dije—. Raro y costoso, de acuerdo con el veterinario. Y este es un ejemplar condenadamente bueno.

—Un ejemplar —movió la cabeza—. ¿Es civilizado?

—Comparado con los que tú acostumbras a tratar, mucho.

Él frunció el entrecejo, dio unas palmaditas al perro cautelosamente, recibió un lametazo.

—Encantador —dijo, secándose la mano en los pantalones. Entonces me miró—. ¿Por qué, Marlin Perkins?

—En serio… ha aparecido esta mañana. Estoy tratando de localizar al propietario, he puesto un anuncio en el periódico. El veterinario dijo que estaba muy bien cuidado. Es cuestión de tiempo que alguien lo reclame.

—Por un momento pensaba que esa historia de la cinta te había afectado y que habías salido a comprar una protección para ti.

—¿Esto? —reí, recordando el regocijo del doctor Uno—. No lo creo.

—Eh —dijo—, a veces las cosas malas vienen en paquetes pequeños… por lo que sé, está entrenado para ir a buscar los testículos.

El perro se sentó sobre las patas traseras y tocó los pantalones de Milo con las delanteras.

—Abajo, Rover —dijo él.

—¿Qué pasa, no te gustan los animales?

—Fritos, sí. ¿Le has puesto nombre ya?

Moví la cabeza negativamente.

—Entonces tendrá que ser Rover —se quitó la chaqueta y la arrojó en una silla—. Esto es todo lo que he sacado de Wallace. Mantiene un discreto anonimato en la cárcel y tiene alguna relación con la Hermandad Aria, pero no es miembro pleno. En cuanto a las cosas que guarda en el sótano, no lo sé todavía. Y ahora, ¿dónde está la supuesta cinta?

—En el supuesto reproductor —fue hasta allí y puso en marcha el equipo. El perro se quedó conmigo.

Yo le dije:

—Sabes de dónde viene la carne picada, ¿verdad?

Él enderezó la cabeza y me lamió la mano.

Entonces los gritos volvieron y los cabellos de su nuca se erizaron.

Oírlo por tercera vez fue peor.

La cara de Milo mostró aversión, pero después de que acabara el sonido, no dijo nada. Cogiendo su maletín del suelo, lo apagó, sacó la cinta y la cogió insertando un lápiz en uno de los agujeros del carrete.

—Superficie negra —murmuró—. Viejos polvos blancos.

Colocando el caset encima de la cubierta de plástico de mi tocadiscos, cogió un pequeño cepillo y un frasco del maletín. Untando el cepillo en el frasco, empolvó el caset con un polvo pálido, como cenizas, mirándome de soslayo mientras trabajaba.

—Bueno, parece como si tuviéramos algunas bonitas crestas y leves remolinos —dijo—. Pero pueden ser todos tuyos. Tus huellas están archivadas en el tribunal médico, verdad, por lo tanto, ¿puedo comprobarlas?

—Me las tomaron cuando me saqué la licencia.

—Lo que significa una o dos semanas a través de diversos conductos para poder husmear libremente desde Sacramento… los temas no criminales no están todavía en el PRINTRAK. ¿Te han arrestado recientemente por algo?

—Nada que yo recuerde.

—Muy mal. Bueno, vamos a obtener tus huellas ahora mismo.

Tomó una almohadilla entintada y un impreso para huellas digitales del maletín. El perro miraba mientras él me entintaba los dedos y los hacía rodar sobre el formulario. El caset estaba cerca de mi mano y miré las huellas blancas concéntricas de su superficie.

—Deja ese meñique suelto —dijo Milo—. ¿Te sientes ahora como un malvado criminal?

—No diré ni una palabra sin mi abogado, cerdo.

Milo rio entre dientes y me pasó un pañuelo. Mientras me limpiaba los dedos, él cogió una pequeña cámara del maletín y fotografió las huellas de la cinta. Dio la vuelta a la cinta con el lápiz, extendió el polvo y encontró más huellas en el otro lado, y tomó también fotos de ellas, murmurando:

—También hay que hacerlo bien.

Entonces metió la cinta en una pequeña caja forrada de algodón, selló el contenedor y lo puso en el maletín.

—¿Qué piensas? —dije yo.

Él miró la huella de mi dedo en el impreso, después la cinta, y movió la cabeza.

—A mí siempre me parecen todas iguales. Dejemos que lo comprueben en el laboratorio.

—Quería decir la cinta. ¿Te suena a alguna película que conozcas?

Se pasó la mano por la cara, como si se la estuviese lavando sin agua.

—No, realmente no.

—A mí tampoco. ¿A que la voz del niño parece como si hubiera sido sometido a un lavado de cerebro?

—Más bien parece un cerebro «muerto» —dijo—. Sí, es bastante desagradable. Pero eso no la convierte en algo real. En lo que a mí concierne, todavía está archivado en la B de «Broma pesada».

—¿Alguien que le pide a un niño que canturree como broma?

—Vivimos en una época extraña, Alex —asintió.

—Pero ¿y si fuera real? ¿Y si estuviéramos tratando con un sádico que ha raptado y torturado a un niño, y que me lo está contando para intensificar la diversión?

—El que gritaba era el que parecía estar siendo torturado, Alex. Y ese era un adulto. Alguien está haciendo experimentos con tu cabeza.

—Si no es Wallace —dije—, quizá se trate de algún psicópata que me ha tomado como auditorio porque yo trato niños y a veces mi nombre sale en los periódicos. Alguien que leyó que el asesino de Becky gritó «mal amor», y tuvo una idea. Y quizás yo no sea el único terapeuta con el que ha conectado.

—Podría ser. ¿Cuándo fue la última vez que apareciste en los periódicos?

El verano pasado… cuando el caso Jones salió a juicio.

—Todo es posible —dijo él.

—O quizá sea algo más directo, Milo. Un antiguo paciente, diciéndome que le había fallado. He empezado a buscar en mis archivos, he llegado hasta la mitad y no he podido encontrar nada. Pero ¿quién sabe? Mis pacientes son todos niños. En la mayoría de los casos, no tengo ni idea del tipo de adultos en que se convertirán.

—Si encuentras algo extraño, ¿me dirás sus nombres?

—No puedo —dije—. Si no se trata de un peligro efectivo, no puedo justificar romper la confidencialidad.

Él frunció el entrecejo. El perro le miraba fijamente.

—¿Qué miras? —le preguntó.

Meneos de rabo.

Milo empezó a sonreír, luchó contra ello, recogió su maletín y puso una pesada mano en mi hombro.

—Escucha, Alex, yo seguiría sin perder el sueño por esto. Deja que lleve esto al laboratorio ahora mismo en lugar de mañana, a ver si puedo encontrar a alguien del turno de noche para acelerarlo un poco. Haré también una copia y empezaré un expediente… uno privado, sólo para mí. En caso de dudas, hay que ser un maldito burócrata.

Después de que Milo se marchara, traté de leer una revista de psicología, pero no podía concentrarme en ella. Miré las noticias, hice cincuenta flexiones, y di otro vistazo a mis notas. Las repasé todas. Nombres de niños, recordaba vagamente las patologías. Ninguna alusión al «mal amor». Ninguno a quien pudiera imaginar intentando asustarme.

A las diez llamó Robin.

—Hola, cariño.

—Hola —saludé—. Pareces contenta.

—Estoy contenta, pero te echo de menos. Quizá vuelva pronto a casa.

—Sería estupendo. Dime cuándo y estaré en el aeropuerto.

—¿Va todo bien?

—Perfecto. Tenemos una visita.

Describí la llegada del perro.

—Oh —dijo ella—, suena adorable. Definitivamente, ahora sí que quiero volver pronto a casa.

—Ronca y babea.

—Qué mono. Sabes, deberíamos tener un perro nosotros también. Somos educadores, ¿verdad? Y tú tenías uno cuando eras pequeño. ¿No lo echas de menos?

—Mi padre tenía un perro —dije—. Un perro de raza cruzado al que no le gustaban los niños. Se murió cuando yo tenía cinco años y nunca tuvimos ningún otro, pero claro, sí que me gustan los perros… ¿qué tal uno grande y protector?

—Siempre y cuando sea también cálido y peludo.

—¿Qué raza te gusta?

—No lo sé… Algo sólido y responsable. Déjame pensarlo y cuando vuelva podemos ir a comprarlo.

—Eso suena bien, guau guau.

—También podemos hacer otras cositas —dijo ella.

—Eso suena todavía mejor.

Justo antes de medianoche, yo preparé una cama para el perro con un par de toallas, situada en el suelo del porche de atrás, y apagué la luz. El perro la miró y trotó al frigorífico.

—Ni hablar —reñí—. Es hora de dormir.

Se volvió hacia mí y se sentó. Yo fui hacia el dormitorio. Él me siguió de cerca. Sintiéndome como Simon Legree, cerré la puerta a sus ojos suplicantes.

Tan pronto como me metí entre las sábanas, empecé a oír rascar, después respirar pesadamente. Entonces algo que sonaba como un viejo que se asfixiaba.

Salté de la cama y abrí la puerta. El perro corrió rápidamente entre mis pies y se arrojó sobre la cama.

—Olvídalo —dije, y lo puse en la alfombra.

Él hizo el ruido de asfixia otra vez, me miró y trató de trepar.

Lo volví a poner en el suelo.

Un par de intentos más y él se rindió, volviéndome la espalda y quedándose acurrucado contra el volante de la colcha.

Parecía un compromiso razonable.

Pero cuando me desperté a mitad de la noche, pensando en gritos de dolor y cánticos robóticos, él estaba pegado a mí, con los suaves ojos llenos de compasión. Lo dejé allí. Un momento después, estaba roncando y eso me ayudó a volver a dormir.