5
Salí a alimentar a los peces, y cuando volví estaba sonando el teléfono.
La operadora a mi servicio dijo:
—Soy Joan, doctor Delaware. ¿Está usted libre? Hay alguien en la línea que quiere algo sobre un perro, parece un niño.
—De acuerdo.
Un segundo después, una aguda y joven voz dijo:
—¿Hola?
—Hola, soy el doctor Delaware.
—Hum… soy Karen Alnord. Mi perro se ha perdido, y usted decía en el periódico que había encontrado un bulldog, ¿no?
—Sí. Es un pequeño bulldog francés.
—Oh… el mío es un boxer —desalentada.
—Lo siento. Este no es un boxer, Karen.
—Oh… Yo pensaba… ya sabe, a veces la gente cree que son bulldogs.
—Sí, se parecen —dije—. La cara plana…
—Sí.
—Pero el que yo encontré es mucho más pequeño que un boxer.
—El mío es un cachorro —dijo—. Todavía no es demasiado grande.
Le calculé una edad entre nueve y once años.
—Este ya ha crecido del todo, Karen. Lo sé porque lo llevé al veterinario.
—Oh… hum… está bien. Gracias, señor.
—¿Dónde perdiste tu perro, Karen?
—Cerca de mi casa. Tenemos una puerta en el jardín, pero alguien la dejó abierta y él se fue.
—Lo siento mucho. Espero que lo encuentres.
—Lo haré —dijo ella, con una voz vacilante—. He puesto un anuncio también, y estoy llamando a todos los anuncios que hay, aunque mi mamá dice que probablemente ninguno de ellos sea el bueno. También doy una recompensa… veinte dólares, así que si alguien lo encuentra podrá tener el dinero. Su nombre es Bo, y tiene una placa en el collar con forma de hueso que dice Bo y mi número de teléfono.
—Estaré al tanto, Karen. ¿Por dónde vives?
—En Reseda. En la calle Cohasset, entre Sherman Way y Saticoy. Tiene las orejas recortadas… Por si lo encuentra, aquí tiene mi número de teléfono.
Lo escribí, aunque Reseda estaba por encima de la colina hacia el norte, a veinticinco o treinta kilómetros de distancia.
—Buena suerte, Karen.
—Gracias, señor. Espero que su bulldog encuentre a su propietario.
Eso me recordaba que todavía no había llamado al Kennel Club. En información me dieron el número de Nueva York y otro en Carolina del Norte. Ambos contestaron con mensajes grabados y me dijeron que sus horas de oficina habían acabado.
—Mañana —le dije al bulldog.
Él había estado observándome, manteniendo esa curiosa postura con la cabeza levantada. El hecho de que probablemente alguien estuviera afligido por él me preocupaba, pero yo no sabía qué más hacer, aparte de cuidarlo bien.
Eso significaba comida, agua, cobijo. Un paseo, cuando hiciera el frío suficiente.
Un paseo significaba una correa.
Él y yo fuimos en coche a una tienda de animales en el sur de Westwood y compré una traílla, más comida de perro, galletas de diferentes sabores y un par de huesos de nailon que el vendedor me aseguró eran excelentes para masticar. Cuando volvimos, parecía que hacía una temperatura lo bastante templada para pasear si íbamos por la sombra. El perro se quedó quieto, meneando el rabo rápidamente, mientras yo le puse la correa. Ambos exploramos el valle durante media hora, rozando los matorrales, andando en dirección contraria al tráfico. Como buenos chicos.
Cuando volví, llamé a mi servicio. Joan dijo:
—Ha habido una llamada de la señora Rodríguez… no cuelgue, es su número, hay alguien que está llamando ahora mismo.
Esperé un momento y ella dijo:
—Tengo al señor Seda al aparato, dice que quiere concertar una cita.
—Gracias, póngame con él.
Clic.
—Doctor Delaware al habla.
Silencio.
—¿Hola?
Nada.
—¿Señor Seda?
Ninguna respuesta. Justo cuando estaba a punto de colgar y volver a llamar al servicio, un sonido bajo llegó a través del receptor. Murmullos… no. Risas.
Una profunda, gutural risa entrecortada.
—Jo, jo, jo.
—¿Quién es? —pregunté.
—Jo, jo jo —con maligna satisfacción.
No dije nada.
—Jo, jo, jo.
La línea se quedó muerta.
Volví a contactar con la operadora.
—Joan, la persona que acaba de llamar, ¿dejó algún mensaje además de su nombre?
—No, sólo preguntó si usted trata a adultos además de niños y yo le dije que tenía que hablarlo con usted.
—¿Y su nombre era Seda? ¿Como la tela?
—Eso es lo que entendí. ¿Por qué, doctor, pasa algo malo?
—No decía nada, sólo se reía.
—Bueno, estará loco, pero precisamente ese es su negocio, ¿no, doctor?
Evelyn Rodríguez contestó a la primera llamada. Cuando oyó mi voz, la suya se apagó.
—¿Cómo va todo? —dije.
—Bien.
—Sé que es un follón para usted, pero me gustaría ver a las niñas.
—Sí, es un follón —dijo—. Conducir tanto tiempo por ahí.
—¿Y si voy yo a su casa?
Ninguna respuesta.
—¿Señora Rodríguez?
—¿Lo haría?
—Claro que sí.
—¿Cuál es la trampa?
—No hay trampa, sólo que me gustaría llevar este asunto de la forma más fácil para usted.
—¿Por qué?
Para demostrarle a Donald Dell Wallace que yo no podía ser intimidado, pensé.
—Para ayudar a las niñas.
—Ja, já… Le están pagando por su tiempo, ¿verdad? Su… cuadrilla de salvajes.
—El juez hizo a Donald Dell responsable de los costos de la evaluación, señora Rodríguez, pero como hablamos la primera vez, eso no me obliga a mí de ninguna manera.
—Ja, já.
—¿Ha sido un problema para usted? —le dije—. ¿El hecho de que me esté pagando?
Ella no dijo nada durante un momento, y después:
—Espero que le esté cargando mucho.
—Le cobro mi tarifa habitual —dije, dándome cuenta de que sonaba como un testigo del caso Watergate.
—La tarifa incluye el tiempo de transporte y todo lo demás. Puerta a puerta, como los abogados.
—Exactamente.
—Bien —dijo, alargando la palabra—. Entonces conduzca usted en lugar de hacerlo yo… conduzca despacio. Mantenga el contador funcionando y hágale pagar una fortuna.
Una risa furiosa.
Le pregunté:
—¿Cuándo puedo ir?
—¿Qué tal ahora? Están saltando por ahí como indios salvajes, quizá usted pueda tranquilizarlas. ¿Qué tal si coge el coche y viene en este mismo momento a verlas? ¿Está preparado para eso?
—Probablemente estaré ahí en cuarenta y cinco minutos.
—Cuando quiera. Estaremos aquí. No nos iremos de vacaciones a Honolulu.
Ella colgó antes de que pudiera pedirle que me indicara el camino. Miré la dirección en mi archivo (el bloque diez mil de McVine Terrace en Sunland) y la uní a mi mapa Thomas. Dejé el perro con agua, comida y un hueso, y me fui, no del todo descontento de aumentar la factura de los Iron Priests.
La autopista 405 me depositó en un revoltijo de tráfico rumbo al norte que empezaba justamente a cuajar, de cara a las colinas tan llenas de contaminación que no eran más que unos velados bultos grises en el horizonte. Me metí en la autopista con la vieja canción de pararse y avanzar durante un rato, escuchando música y tratando de ser paciente, finalmente cogí la 118 este, después la 210, y atravesé el alto desierto nordeste de la ciudad, ganando velocidad mientras la carretera y el aire se aclaraban.
Salí en Sunland, me desvié hacia el norte otra vez y fui a parar a un paseo comercial en Foothill Boulevard que corría paralelo a las montañas: garajes de recambios de automóvil, mercados de muebles inacabados y más constructores de techos de los que yo había visto concentrados en una sola área.
Localicé McVine unos minutos después y giré a la izquierda. La calle era estrecha, con hierba que crecía hasta el bordillo en lugar de aceras, y eucaliptos y sauces plantados sin orden ni concierto. La hierba de la acera estaba seca y amarilla. Las casas detrás de ella eran pequeñas y bajas, algunas de ellas no más que caravanas sobre cimientos.
La residencia de los Rodríguez estaba en la esquina noroeste, un furgón cerrado de estuco color café con un tejado de un material negro sin canaleras y una fachada plana, sin porche, con tres ventanas con marco metálico rotas. Una de las ventanas estaba bloqueada por una celosía ladeada. Las esquinas estaban agrietadas en algunos lugares, combadas en otros, y algunas ramas muertas se enroscaban a su alrededor. Una alta pared de ladrillos rosa envolvía la parte trasera de la propiedad.
Salí y caminé por un césped punteado con remiendos semejantes a manchas de algún tipo de bajas plantas suculentas, y dividido por un gastado sendero. El Chevrolet color ciruela de Evelyn estaba aparcado a la izquierda del sendero, junto a una camioneta roja de media tonelada con dos pegatinas en el parachoques. Una cantaba las alabanzas de los Raiders, la otra me retaba a mantener a los niños alejados de las drogas. Una señal pegada en la puerta decía: ALBAÑILERÍA R Y R.
Toqué el timbre y sonó un zumbido de avispa. Una mujer abrió la puerta y me miró a través del humo ascendente de un recién encendido Virginia Slim.
Cercana a la treintena, medía un metro setenta y cinco, larguirucha, tenía el cabello de un rubio sucio recogido en una alta, veteada cola de caballo y la piel pálida. Sus oblicuos ojos oscuros y los anchos pómulos le daban un aspecto eslavo. El resto de sus rasgos eran agudos, incluso estrujados. Su forma era perfecta para la época del culto al cuerpo: fuertes brazos, grandes pechos, vientre plano, largas piernas que conducían a unas caderas curvadas sólo un poco más anchas que las de un chico. Llevaba unos vaqueros ajustados, de cintura baja, y un corpiño sin mangas color azul celeste, que dejaba el estómago descubierto, exhibiendo la señal de un ombligo del que algún tocólogo debía haber estado sumamente orgulloso. Llevaba los pies descalzos. Uno de ellos golpeaba arrítmicamente.
—¿Es usted el doctor? —dijo, con una voz ronca, hablando con el cigarrillo en los labios, de la misma manera que lo hacía Evelyn Rodríguez.
—Doctor Delaware —dije, y extendí la mano.
Ella la tomó y sonrió —diversión más que amabilidad— y me dio un fuerte apretón, después la dejó.
—Soy Bonnie. Están esperándole. Vamos.
El salón ocupaba la mitad de la anchura del furgón y olía a cigarro húmedo. Enmoquetado de áspera lana color verde oliva, y adornado con paneles de pino nudoso, estaba oscurecido por unas cortinas corridas. Un largo sofá de pana marrón se extendía a lo largo de la pared posterior. Encima de él colgaba un símbolo de un pez. A la izquierda había un mueble de televisión coronado por una especie de cable decodificador y un vídeo, y un sillón reclinable beige aterciopelado. En una mesa hexagonal un cenicero rebosaba de colillas.
La otra mitad del espacio frontal era una combinación de cocina y comedor. Entre las dos habitaciones había una puerta pintada de color ocre. Bonnie la empujó, dejando que entrara un montón de brillante luz del oeste, y me condujo a un pequeño y afelpado vestíbulo. Al final había un cuchitril con las paredes de grisáceo abedul de imitación, y al fondo unas puertas correderas de cristal que daban al patio posterior. Más sillones reclinables, otra televisión, figuritas de porcelana en la repisa, debajo de tres rifles montados.
Bonnie abrió una puerta de cristales. El patio era un pequeño plano cuadro de hierba abrasada rodeada por los altos muros rosa. Un árbol de aguacates crecía en la parte de atrás, grande y retorcido. Un poco fuera de su sombra había una piscina hinchable, oval y más azul que ningún cielo. Chondra estaba sentada dentro, chapoteando sin entusiasmo. Tiffani estaba en un rincón del patio, de espaldas a nosotros, saltando a la cuerda.
Evelyn Rodríguez estaba sentada entre ellas en una silla plegable, trabajando en su cordón tejido y fumando. Llevaba unos pantalones cortos blancos, una camiseta azul marino y unas sandalias de playa de goma. En la hierba junto a ella estaba su bolso.
Bonnie dijo:
—Hey —y las tres nos miraron.
Yo saludé. Las niñas miraron.
Evelyn dijo:
—Dale una silla.
Bonnie levantó las cejas y volvió a entrar en la casa, meneándose un poco al caminar.
Evelyn se dio sombra en la cara, miró con atención su reloj de pulsera y sonrió.
—Cuarenta y dos minutos. ¿Se ha parado a tomar un café o algo?
Yo forcé una risita.
—Claro —dijo—, realmente no importa lo que haga de verdad, siempre puede «decir» que lo ha hecho, ¿verdad? Como un abogado. Puede decir lo que le dé la gana.
Ella apagó su cigarrillo en la hierba.
Me acerqué a la piscina. Chondra me devolvió el «hola» con una pequeña, silenciosa sonrisa. Algún diente esta vez: progreso.
Tiffani dijo:
—¿Ya has escrito tu libro?
—Todavía no. Necesito más información de vosotras.
Ella asintió gravemente.
—Sé muchas verdades… no queremos verle nunca más.
Tiffani se agarró a una rama y empezó a columpiarse. Murmurando algo.
Yo dije:
—Te diviertes.
Pero ella no contestó.
Bonnie volvió con una silla plegable. Yo fui a su encuentro y se la cogí. Ella guiñó un ojo y volvió a la casa, moviendo el trasero frenéticamente. Evelyn arrugó la nariz y preguntó:
—Bueno, ¿qué hay?
Yo desplegué la silla.
—¿Qué hay de qué?
—¿Importa? ¿Lo que sucede realmente? Usted va a hacer lo que quiera, escribir lo que quiera sea como sea, ¿verdad?
Yo me senté cerca de ella, colocándome de tal manera que pudiera ver a las niñas. Chondra no se movía en la piscina, mirando el tronco del aguacate.
Evelyn lanzó una expresión de desprecio.
—¿Estáis listas para confesaros?
Chondra movió la cabeza y empezó a salpicarse otra vez, haciéndolo lentamente, como si fuera una obligación. Sus coletas blancas estaban empapadas y tenían el color del cobre viejo. Por encima de los muros rosa, el cielo era estático y azul, rematado por un banco de nubes color de hollín que ocultaba el horizonte. Alguien en la vecindad estaba haciendo una barbacoa, y una mezcla de grasa chamuscada y líquido para encender fuego extendía sus joviales toxinas a través del calor del otoño.
—No cree que vaya a ser honesto, ¿verdad? —dije—. ¿Está quemada con otros doctores, o es algo que tiene contra mí?
Evelyn se volvió hacia mí lentamente y puso el cordoncillo en su regazo.
—Creo que usted hace su trabajo y después se va a casa —dijo—. Como lodo el mundo. Pienso que usted hace lo que es mejor para usted, como todo el mundo.
—Está bien —dije—. No voy a sentarme aquí y decirle que soy una especie de santo que trabaja gratis o que realmente sé por lo que usted ha pasado, porque no es verdad… gracias a Dios. Pero creo que entiendo su ira. Si alguien le hubiera hecho algo a un hijo mío, yo sentiría deseos de matarlo, de eso no tenga ninguna duda.
Ella sacó su Winston del bolsillo y lo golpeó hasta que asomó un cigarrillo. Sacándolo y tomándolo entre dos dedos, dijo:
—¿Oh, sí, lo haría? Bueno, eso sería venganza, y la Biblia dice que la venganza es una acción negativa.
Evelyn encendió el cigarrillo con un encendedor desechable rosa, inhaló profundamente el humo y lo retuvo. Cuando lo dejó salir, los agujeros de su nariz se crisparon.
Tiffani empezó a saltar muy deprisa. Yo me pregunté si estábamos al alcance de su oído.
Evelyn sacudió la cabeza.
—Se va romper la cabeza un día de estos.
—Mucha energía —dije.
—No llegará la sangre al río.
—¿Ruthanne era como ella?
Ella fumó, asintió y empezó a llorar, dejando que sus lágrimas resbalaran por la cara y secándoselas con cortos y furiosos movimientos. Inclinó el torso hacia delante y por un momento pensé que iba a desmayarse.
—Ruthanne era exactamente así cuando era pequeña. Siempre moviéndose. Nunca creí que pudiera… ella tenía espíritu, temple, era… tenía un carácter maravilloso.
La mujer tiró de los bajos de sus pantalones y sorbió por la nariz.
—¿Quiere un poco de café?
—Claro que sí.
—Espere aquí —entró en la casa.
—Eh, chicas —las llamé.
Tiffani continuó saltando. Chondra levantó la vista. Su boca colgaba ligeramente abierta y gotitas de agua burbujeaban su frente, como sudor de tamaño enorme.
Me acerqué a ella.
—¿Nadas mucho?
Chondra hizo un gesto de asentimiento muy pequeño y chapoteó con un brazo, volviéndose y mirando al aguacate. Verdes frutos colgaban de las ramas, velados por una nube de moscas blancas. Algunos estaban ennegrecidos por alguna enfermedad.
Tiffani me hizo señales. Entonces empezó a canturrear con una voz grave:
Fui al restaurante chino
para corner una rebanada de pan, pan, pan
había un hombre allí con un gran bigote
y esto es lo que dijo, dijo, dijo
el eye el eye chicholo bello, pom-pom guapo…
Evelyn volvió con un par de tazones. Bonnie iba detrás de ella con un pequeño plato de galletas de azúcar. El aspecto de su cara decía que ella había sido creada para cosas mejores.
Yo me dirigí hacia las sillas del césped.
Bonnie dijo:
—Aquí tiene —me alargó el plato, y se fue dando unos pasitos cortos.
Evelyn me dio un tazón.
—¿Solo o con leche?
—Solo.
Nos sentamos y bebimos. Yo puse el plato de galletas en equilibrio en mi regazo.
—Tome una —dijo—, ¿o es usted uno de esos tipos de comida sana?
Tomé una galleta y le di un bocado. Con sabor a limón y ligeramente rancia.
—Yo no lo soy —dijo ella—, quizá debería comer cosas sanas, también. Siempre les di a mis niños azúcar y porquerías, todo lo que querían… quizá no debí hacerlo. Tuve un chico que se ausentó del Ejército en Alemania sin permiso hace dos años, nadie sabe dónde está, la niña no tiene ni idea de lo que quiere hacer con su vida, y Ruthie…
Evelyn movió la cabeza y miró a Tiffani.
—¡Tú, cuidado con la cabeza en esa rama!
—¿Bonnie es la niña? —dije.
Asintió.
—Tiene cerebro y físico. Como su papá…, él pudo ser una estrella de cine. Una vez estuve loca por la apariencia física (las caras bonitas), y chico, qué error más grande.
Ella sonrió ampliamente.
—Él me lo sacó todo trece meses después de casarnos. Me dejó con la niña en pañales y se fue a Luisiana a trabajar en un buque en alta mar. Le mataron poco después en una caída que ellos dijeron que lue un accidente. Nunca arregló los papeles del seguro, así que me quedé sin nada.
Sonrió más ampliamente aún.
—Tenía su genio. Todos mis hombres lo tenían. Roddy también salta, aunque cuesta un rato encenderlo. Es mexicano, pero es el mejor de todos.
Dio unos golpecitos en el bolsillo de la camiseta y cogió el paquete de cigarrillos.
—Azúcar y mal genio y palitos para el cáncer. Realmente a mí me gustan las cosas buenas de la vida, ¿eh?
Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Encendió el cigarrillo.
—Todas las cosas buenas —dijo—. Todas las malditas cosas buenas.
Mantuvo el cigarrillo en la boca, ocupó las manos apretándolas una contra otra, dejándolas sueltas, y repitió el movimiento. El cordón yacía en la hierba, olvidado.
—No almacene su culpa —dije.
Ella se arrancó violentamente el cigarrillo de la boca y me miró.
—¿Qué dice?
—No hay sitio para su culpa. Toda la culpa pertenece a Donald Dell. El ciento por ciento.
Ella empezó a decir algo, pero se calló.
Yo le dije:
—Nadie debe cargar ese peso, Evelyn. Ni Ruthanne por irse con él aquella noche, ni ciertamente usted por la manera en que la educó. La comida basura no tiene nada que ver con lo que ocurrió. Nada excepto los impulsos de Donald Dell. Esa cruz es de él, y él tiene que soportarla ahora.
Sus ojos estaban fijos en mí, pero vacilaban.
Continué:
—Es un mal chico, hace cosas malas, nadie sabe por qué. Y ahora usted tiene que ser madre otra vez, cuando no lo tenía planeado. Y va a hacerlo sin quejarse demasiado y lo va a hacer lo mejor que pueda. Nadie le va a pagar y nadie le dará ningún crédito, así que al menos dese algo a sí misma.
—Usted dice cosas agradables —dijo—. Me dice lo que yo quiero oír —precavida, pero no enfadada—. Suena como si usted tuviera su genio, también.
—Yo hablo claro. Por mi propio beneficio… Usted tiene razón en eso. Todos hacemos lo que creemos que es mejor para nosotros. Y yo lo hago para hacer dinero… Fui a la escuela mucho tiempo para aprender a hacer lo que hago. He pagado un precio alto, así que yo lo cobro también. Pero también me gusta dormir bien por la noche.
—A mí también. ¿Y entonces? —ella fumó, tosió, tiró el cigarrillo con disgusto—. Hace mucho tiempo que no duermo en paz.
—Cuesta tiempo.
—Sí… ¿Cuánto?
—No lo sé, Evelyn.
—Por lo menos es honesto —sonrisa—. Quizá.
—¿Y qué hay de las niñas? —inquirí—. ¿Qué tal duermen ellas?
—No muy bien —dijo ella—. ¿Cómo podrían? La pequeña se despierta quejándose de que tiene hambre… lo cual es una cosa ridícula, porque se pasa todo el día comiendo, aunque nadie lo diría al mirarla, ¿verdad? Yo también era así, lo crea usted o no —retorciéndose el dedo—. Se levanta dos o tres veces por la noche, pidiendo galletas, regaliz y helados.
—¿Siempre consigue esas cosas?
—Demonios, claro que no. Hay un límite. Le doy un trozo de naranja o algo…, quizá media galleta…, y la mando de vuelta a la cama. Pero eso no la detiene la siguiente vez.
—¿Y Chondra?
—Ella no se levanta, pero la oigo llorar en la cama… debajo de las mantas —miró hacia la niña mayor, que estaba sentada sin moverse en el centro de la piscina—. Es blanda. Blanda como la gelatina.
Suspiró y miró el café con desdén.
—Es instantáneo. Debería haber hecho del auténtico.
—Está bien —dije, y bebí un poco para probarlo.
—Está bien, pero no es estupendo… no se ven cosas estupendas aquí muy a menudo. Mi segundo marido (el padre de Brian), tenía una casa muy grande cerca de Fresno… uvas de mesa y alfalfa, algunos caballos de raza… Vivimos allí durante unos años… era casi estupendo, con todo aquel sitio. Entonces él volvió a beber (Brian padre) y todo se fue… por las cañerías abajo. A Ruthie le gustaba mucho aquel sitio… especialmente los caballos. También hay establos para montar a caballo por aquí, en Shadow Hills, pero son muy caros. Siempre decíamos que volveríamos allí, pero nunca lo hicimos.
El sol se escondió detrás del banco de nubes, y el patio se oscureció súbitamente.
—¿Qué nos va a hacer? —dijo ella.
—¿Hacerles?
—¿Cuál es su plan?
—Quiero ayudarlas.
—Si quiere ayudarlas, manténgalas alejadas de él, eso es todo. Es un demonio.
—Tiffani le llamaba un instrumento de Satán.
—Yo se lo dije —dijo ella desafiante—. ¿Le parece mal?
—En absoluto.
—Es mi fe… me sustenta. Y él lo es.
—¿Cómo le conoció Ruthanne?
—Ella era camarera en un lugar en Tujunga… bueno, sí, era un bar. Él y su pandilla pasaban el rato por allí. Salió con él cuatro meses antes de decírmelo. Entonces le trajo a casa y al primer vistazo que le di, dije: no, no, no… por mi experiencia, podía adivinar una manzana podrida como esa —chasqueó los dedos—. La advertí, pero no funcionó. Quizá me rendí demasiado pronto, no lo sé. Yo también tenía problemas, y Ruthie no creía que tuviera ni una sola cosa inteligente que decirle.
Encendió otro cigarrillo y dio algunas caladas rápidas, intensas.
—Ella era muy tozuda. Fue su único pecado real.
Bebí más café.
—¿Nada más que decir, doctor? ¿O le estoy aburriendo? —sacudió con un golpecito las cenizas en el polvo.
—Prefiero escuchar.
—¿Y le pagan todo ese dinero por esto? Buen fraude el que tiene usted organizado aquí.
—Es mejor el trabajo honrado —dije.
Ella sonrió. La primera sonrisa amistosa que le había visto.
—Obstinada —dijo. Fumó y suspiró y gritó—: ¡Cinco minutos más y a casa a hacer los deberes, vosotras dos!
Las niñas no le hicieron caso. Ella siguió mirándolas. Se quedó abstraída, como si hubiera olvidado que yo estaba allí. Pero entonces se volvió y me miró.
—Así que, señor Escucha-fácil, ¿qué quiere de mí y de mis niñas?
La misma pregunta que me había hecho la primera vez que me vio. Le dije:
—El tiempo suficiente para averiguar exactamente cómo les ha afectado a ellas la muerte de su madre.
—¿Cómo piensa usted que les ha afectado? Querían a su mamá. Están destrozadas.
—Tengo que especificarlo para el tribunal.
—¿Qué quiere decir?
—Tengo que hacer una lista de los síntomas para probar que están sufriendo psicológicamente.
—¿Va a decir que están locas?
—No, nada de eso. Voy a hablar simplemente de síntomas de ansiedad… como los problemas de sueño, cambios de apetito, cosas que las hacen vulnerables al hecho de verle a él. De lo contrario, van a quitárselas de encima. Algunas cosas puede decírmelas usted, pero también necesito oír cosas directamente de ellas.
—¿Y hablar de ello no las confundirá más todavía?
—No —negué—. Justamente lo contrario… es más probable que cree problemas guardarse las cosas dentro.
—De todas formas, no creo que le digan gran cosa —dijo con una mirada penetrante.
—Necesito pasar tiempo con ellas… tenemos que establecer confianza.
Ella lo pensó.
—¿Y entonces qué hacemos, simplemente sentarnos aquí charlando?
—Podemos empezar por la historia… contándome todo lo que recuerde de cómo eran de pequeñas. Cualquier cosa que piense que pueda ser importante.
—La historia, ¿eh? —ella dio una gran calada, como si estuviera intentando absorber la mayor cantidad posible de veneno del cigarrillo—. Así que ahora tenemos una historia… Sí, tengo mucho que contarle. ¿Por qué no coge un lápiz y empieza a escribir?