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Llegó en un envoltorio marrón.
Sobre acolchado, franqueo de libro, tamaño de libro. Pensé que era un texto académico que no recordaba haber pedido.
Llegó con el correo, junto con las facturas del lunes y anuncios de seminarios académicos en Hawai y Saint Croix. Volví a la biblioteca y traté de pensar lo que iba a hacer al cabo de diez minutos cuando Tiffani y Chondra Wallace aparecieran para su segunda sesión.
Un año antes, su madre había sido asesinada por su padre en un cerro del Ángeles Crest Forest. Él lo llamó un crimen pasional, y quizá tuviera razón, en el peor sentido de la palabra. Supe por los documentos judiciales que la ausencia de pasión no era precisamente el problema de Ruthanne y Donald Dell Wallace. Ella nunca había sido una mujer de carácter fuerte, y a pesar de la fealdad de su divorcio, había seguido albergando «sentimientos amorosos» por Donald Dell. Por lo tanto, a nadie le sorprendió que él la convenciera, con dulces palabras, para dar una vuelta en coche, una noche, con la promesa de una cena de langosta y marihuana de la buena.
Poco después de aparcar en una sombreada loma que dominaba el bosque, ambos se «colocaron», hicieron el amor, hablaron, discutieron, lucharon, se enfurecieron y finalmente se agredieron el uno al otro. Entonces Donald Dell sacó su cuchillo de caza ante la mujer que todavía llevaba su nombre, la apuñaló treinta y tres veces y sacó su cuerpo a patadas de la camioneta, dejando olvidado un clip indio de plata lleno de dinero y su tarjeta de socio del club motociclista de los Iron Priests.
Un pacto de la defensa para la conclusión del sumario le hizo aterrizar en la prisión de Folsom con una condena de asesinato en segundo grado. Allí él pudo dedicarse a pasar el rato en el patio con sus compañeros de litera de la Hermandad Aria, seguir un curso de mecánica para automóviles que podía haber enseñado él mismo, acumular puntos de buena conducta en la capilla y levantar pesas hasta que sus pectorales amenazaron con estallar.
A los cuatro meses de su sentencia, estaba en disposición de ver a sus hijas.
La ley decía que había que tener en consideración sus derechos paternales.
Un juez de familia de la Audiencia de Los Ángeles llamado Stephen Huff (uno de los mejores) me pidió que hiciera una evaluación. Nos encontramos en su despacho una mañana de septiembre y él me dio detalles mientras bebía ginger-ale y se acariciaba su calva cabeza. La habitación estaba forrada con unos hermosos tableros de roble antiguo y amueblada con muebles rústicos. Había fotos de sus hijos por todas partes.
—¿Cuándo tiene él intención de verlas, Steve?
—En la prisión, dos veces por mes.
—Es un viaje en avión.
—Los amigos contribuirán con una parte en el pasaje.
—¿Qué clase de amigos?
—Unos idiotas llamados Fundación para la Defensa de Donald Dell Wallace.
—¿Compañeros motoristas?
—Brum, brum.
—Lo que significa que probablemente sea dinero de anfetaminas.
Su sonrisa era cansada y de mala gana.
—No es asunto nuestro, Alex.
—¿Qué será lo próximo, Steve? ¿Una pensión por invalidez, porque él está en tensión debido a que es un padre solo?
—Me huele que sí. ¿Pero por qué te preocupas? Habla con las pobres niñas un par de veces, escribe un informe diciendo que las visitas son perjudiciales para su psiquis, y enterraremos todo el asunto.
—¿Por cuánto tiempo?
Él dejó su ginger-ale y miró cómo el cristal formaba círculos húmedos en la capeta de su escritorio.
—Puedo paralizar esto durante al menos un año.
—¿Y después qué?
—Si pone otra demanda, las niñas deberán ser evaluadas de nuevo y volveremos a pararlo. El tiempo corre a favor de ellas, ¿no es cierto? Se harán mayores y esperemos que más fuertes.
—Dentro de un año tendrán diez y once años, Steve.
Él se quitó unas hilachas de la corbata.
—¿Qué quieres que te diga, Alex? Tampoco quiero ver confundidas a esas niñas. Te estoy pidiendo que hagas un informe porque tú eres realista… para ser un loquero.
—¿Eso significa que alguna otra persona puede recomendar las visitas?
—Es posible. Deberías ver las opiniones que tienen algunos de tus colegas. El otro día, uno dijo que el hecho de que una madre estuviera gravemente deprimida era bueno para su hija… le enseñaba el valor de las emociones verdaderas.
—Está bien —dije—. Pero quiero hacer un informe real, no simplemente poner un sello. Algo que pueda tener utilidad para ellas en el futuro.
—¿Terapia? ¿Por qué no? Claro que sí, haz lo que quieras. Ahora eres el loquero oficial. Mándame tu factura directamente a mí y yo haré que te paguen en quince días laborables.
—¿Quién pagará, nuestros amigos de las cazadoras de cuero?
—No te preocupes, me aseguraré de que te paguen.
—Mientras no intenten entregarme el cheque en persona…
—Yo no me preocuparía por eso, Alex. Esos tipos huyen asustados de la inteligencia.
Las niñas llegaron puntuales, tal como lo habían hecho la última semana, enlazadas, como maletas, a los brazos de su abuela.
—Bueno, aquí están —anunció Evelyn Rodríguez. Ella se quedó en la entrada y las empujó hacia adelante.
—Buenas —dije—. Hola, chicas.
Tiffani sonrió. Su hermana mayor miraba hacia otra parte.
—¿Habéis tenido un buen viaje?
Evelyn se encogió de hombros, arrugó los labios y los volvió a estirar. Manteniendo las niñas sujetas, retrocedió y se alejó. Las chicas se dejaron empujar, pero de mala gana, como quien protesta de forma no violenta. Evelyn notó el peso y las dejó ir. Cruzó sus brazos por encima del pecho, tosió y miró hacia otro lado.
Rodríguez era su cuarto marido. Era una mujer anglosajona, gruesa, culigorda, mayor, rondando los sesenta años, con hoyuelos en los codos y nudillos, piel manchada de nicotina y unos labios tan delgados como una incisión quirúrgica. Raramente hablaba, y a mí me parecía bastante evidente que ese era un rasgo de carácter que precedía al asesinato de su hija. Esa mañana llevaba una blusa informe, sin mangas, de un estampado floral evanescente malva y verde azulado que me recordaba a una caja decorativa de pañuelos de papel. Caía suelta sobre unos vaqueros elásticos negros ribeteados de rojo. Sus zapatillas de tenis azules estaban moteadas con manchas de lejía. El pelo era corto y ondulado, teñido de color maíz sobre unas raíces oscuras. Tenía los lóbulos de las orejas agujereados, pero no llevaba ningún tipo de joyas. Detrás de unas gafas bifocales, sus ojos continuaban rechazando a los míos.
Ella dio unas palmaditas en la cabeza de Chondra, y la niña apretó su cara contra aquel grueso y suave brazo. Tiffani había atravesado el salón y se quedó mirando un cuadro en la pared, golpeando nerviosamente con un pie en el suelo.
Evelyn Rodríguez dijo:
—Bueno, voy a esperar fuera en el coche.
—Si hace demasiado calor, vuelva a entrar.
—El calor no me molesta —levantó el antebrazo y echó una mirada a su diminuto reloj de pulsera—. ¿Cuánto tardará esta vez?
—Déjenos una hora, más o menos.
—La última vez fueron sólo veinte minutos.
—Me gustaría tener un poco más de tiempo hoy.
Ella frunció el entrecejo.
—Muy bien… ¿puedo fumar ahí fuera?
—¿Fuera de la casa? Claro que sí.
Ella murmuró algo.
—¿Hay algo más que quiera decirme? —pregunté.
—¿Yo? —ella se golpeó el pecho con un dedo y sonrió—. No. Sed buenas, niñas.
Echó a andar hacia la terraza y cerró la puerta. Tiffani siguió examinando el cuadro. Chondra tocó el picaporte y se lamió los labios. Llevaba una camiseta blanca de Snoopy, pantalones cortos rojos y sandalias sin calcetines. Una golosina envuelta en papel sobresalía de un bolsillo de sus pantalones. Sus brazos y piernas eran pálidos y regordetes, la cara ancha y la nariz respingona, coronada por un cabello rubio blanco atado en unas coletas muy largas y tirantes. El cabello brillaba, casi metálico, inadecuado para aquella cara sin atractivo. La pubertad la convertiría en una muchacha hermosa. Me preguntaba qué más le depararía.
La niña mordisqueaba su labio inferior. No notó mi sonrisa o no se la creyó.
—¿Cómo estás, Chondra?
Ella se alzó de hombros otra vez, mantuvo sus hombros alzados y miró al suelo. Diez meses mayor que su hermana, era unos centímetros más baja y parecía menos madura. Durante la primera sesión no había dicho ni una palabra, se limitó a sentarse con las manos en el regazo mientras Tiffani hablaba.
—¿Has hecho algo divertido esta semana?
Meneó negativamente la cabeza. Apoyé una mano en su hombro y ella se puso rígida hasta que la quité. La reacción me hizo pensar en algún tipo de abuso. ¿Cuántas capas de su familia sería yo capaz de pelar?
El expediente en mi mesita de noche fue mi investigación preliminar. Lectura para antes de dormir sólo apta para estómagos fuertes.
Jerga legal, prosa policial, fotos atroces.
Transcripciones perfectamente mecanografiadas con márgenes impecables.
Ruthanne Wallace reducida a una tarde de forense.
«Profundidad de las heridas, fisuras en los huesos…»
La foto criminal de Donald Dell, de mirada furibunda, con barba cerrada, sudoroso.
«Y entonces ella se metió conmigo… ella sabía que yo no soportaba que se metiera conmigo, pero no podía pararla, de ninguna manera. Y entonces yo… sabe… me perdí. No tenía que haber pasado. ¿Qué más puedo decir?»
Pregunté:
—¿Te gusta dibujar, Chondra?
—A veces.
—Bueno, a lo mejor encontramos algo que te guste en la sala de juegos.
Ella se encogió de hombros y miró a la alfombra.
Tiffani estaba tocando el marco del cuadro. Un dibujo de boxeo de George Bellows. Yo lo había comprado impulsivamente, en compañía de una mujer a la que no seguí viendo durante mucho tiempo.
—¿Te gusta el dibujo? —le pregunté.
Ella se volvió y asintió, toda pómulos, nariz y mentón. Su boca era muy estrecha y apiñada con unos grandes y mal alineados dientes que la obligaban a mantenerla abierta y que la hacían parecer perpetuamente desconcertada. Su cabello era de color agua sucia, corto, con el flequillo cortado de través. Una mancha de algún tipo de comida moteaba su labio superior. Sus uñas estaban sucias, sus ojos eran de un marrón vulgar. Entonces sonrió y el aspecto de confusión desapareció. En ese momento podía haber posado como modelo, vendiendo algo.
—Sí, es guapo.
—¿Qué es lo que más te gusta del cuadro?
—La lucha.
—¿La lucha?
—Sí —dijo ella, dando un puñetazo al aire—. Acción. Como la WWA.
—¿WWA? —dije—. ¿La World Wrestling American?
Ella imitó con un gesto un gancho de abajo arriba.
—Pum, pum —entonces miró a su hermana ceñudamente, como esperando su ayuda.
Chondra no se movió.
—Pum, pum —dijo Tiffani, avanzando hacia ella—. Bienvenidos a la lucha de la WWA, soy Crusher Creeper y este es el Red Viper en el combate del siglo. ¡Ding! —hizo el gesto de tocar la campana.
Rio nerviosamente. Chondra se mordió el labio y trató de sonreír.
—¡Aaag! —dijo Tiffani, acercándose más. Empujó la cuerda imaginaria otra vez—. Ding. Pum, pum —lanzando un gancho con una mano, se tambaleó andando hacia adelante con la inestabilidad del monstruo de Frankenstein—. ¡Muere, Viper! ¡Aaag!
Agarró a Chondra y empezó a hacerle cosquillas en los brazos. La niña mayor se rio nerviosamente y le hizo cosquillas también, de forma desmañada. Tiffani se soltó y empezó a dar vueltas dando puñetazos al aire. Chondra empezó a morderse el labio otra vez.
Yo dije:
—Vamos, chicas —y las llevé a la biblioteca. Chondra se sentó inmediatamente en la mesa de juegos. Tiffani fue andando, boxeando con su sombra alrededor de la habitación como un juguete en un carril, mientras murmuraba y daba golpes cortos.
Chondra la miró, entonces tomó una hoja de papel de la pila y cogió un lápiz. Yo esperaba que dibujara algo, pero ella dejó el lápiz y miró a su hermana.
—¿Veis la lucha por televisión, muchachas? —inquirí.
—Roddy lo hace —dijo Tiffani, sin perder paso.
—¿Roddy es el marido de vuestra abuela?
Inclinación de cabeza. Puñetazo.
—No es nuestro abuelo. Es mexicano.
—¿Le gusta la lucha?
—Ajá. Pum, pum.
Me volví hacia Chondra. Ella no se había movido.
—¿Tú también ves la lucha en televisión?
Ella movió la cabeza.
—A ella le gusta Surfriders —dijo Tiffani—. A mí también, a veces. Y Millionaire’s Row.
Chondra se mordió el labio.
—Millionaire’s Row —dije yo—. ¿Es esa en la que unos ricos tienen toda clase de problemas?
—Se mueren —dijo Tiffani—. A veces. Es real, de verdad —bajó los brazos y dejó de dar vueltas. Viniendo hacia nosotros, dijo—: Ellos se mueren porque el dinero y los bienes materiales son la raíz del pecado y cuando tú yaces con Satán, tu descanso nunca es pacífico.
—¿La gente rica de Millionaire’s Row yace con Satán?
—A veces —ella volvió a su circuito, golpeando a enemigos invisibles.
—¿Qué tal la escuela? —le pregunté a Chondra.
Ella movió la cabeza y miró hacia otra parte.
—Todavía no hemos empezado —dijo Tiffani.
—¿Y cuándo iréis?
—La abuela dijo que no teníamos que ir.
—¿Echáis de menos a vuestros amigos?
Una duda.
—Quizás.
—¿Puedo hablarle a la abuela de esto?
Ella miró a Chondra. La niña mayor estaba pelando el envoltorio de papel de un lápiz de cera.
Tiffani asintió. Y luego, dirigiéndose a su hermana:
—No hagas eso. Son de él.
—Es igual —repliqué yo.
—No se deben romper las cosas de los demás.
—Es verdad —dije—. Pero algunas cosas son para gastarlas. Como los lápices de cera. Y estos lápices están aquí para vosotras.
—¿Quién los compró? —preguntó Tiffani.
—Yo.
—Destruir el trabajo de Satán —dijo Tiffani, extendiendo los brazos y haciéndolos girar en amplios círculos.
Yo le pregunté:
—¿Oíste eso en la iglesia?
La pequeña no pareció oírme. Dio un puñetazo en el aire.
—Él yació con Satán.
—¿Quién?
—Wallace.
La boca de Chondra se abrió.
—Cállate —dijo, muy bajito.
Tiffani se acercó y dejó caer su brazo sobre el hombro de su hermana.
—No importa. Ya no será nuestro papá nunca más, ¿no te acuerdas? Satán le convirtió en un mal espíritu y él quedó completamente envuelto en sus pecados. Como un gran burrito.
Chondra la rechazó.
—Vamos —dijo Tiffani, acariciando la espalda de su hermana—. No te preocupes.
—¿Envuelto? —dije yo.
—Como uno de esos —me explicó Tiffani—. El Señor cuenta todas tus buenas acciones y tus pecados y los envuelve. Entonces, cuando mueres, Él puede verlo todo y sabe si vas al cielo o al infierno. Y él irá al infierno. Cuando llegue allí, los ángeles mirarán su equipaje y sabrán todo lo que ha hecho. Y entonces él se quemará en el infierno.
Ella se alzó de hombros.
—Es la verdad.
Los ojos de Chondra se inundaron de lágrimas. Trató de quitar el brazo de Tiffani de su hombro, pero la niña más pequeña la sujetó rápidamente.
—Es así —dijo Tiffani—. Tienes que decir la verdad.
—Basta —dijo Chondra.
—Es así —insistió Tiffani—. Díselo a él —miró hacia mí—. Entonces escribirá un buen libro para el juez y él nunca saldrá.
Chondra me miró.
Yo dije:
—Realmente, lo que yo escriba no cambiará el tiempo que él pase en prisión.
—Quizá —insistió Tiffani—. Si tu libro dice al juez lo malo que es, entonces quizá podría encerrarlo más tiempo.
—¿Fue malo con vosotras alguna vez?
No hubo respuesta.
Chondra movió la cabeza.
Tiffani dijo:
—Nos pegó.
—¿Mucho?
—A veces.
—¿Con la mano o con otras cosas?
—Con la mano.
—¿Nunca usó un palo, un cinturón o alguna otra cosa?
Otra sacudida de cabeza de Chondra. Tiffani era más lenta, reluctante.
—No mucho, pero a veces sí —dije yo.
—Cuando éramos malas.
—¿Malas?
—Armábamos follón… nos acercábamos a su moto… le pegaba más a mamá. ¿Verdad? —pinchaba a Chondra—. Sí que lo hacía.
Chondra hizo un pequeño movimiento, agarró el lápiz y empezó a pelarlo otra vez. Tiffani la miró pero no la detuvo.
—Y por eso le dejamos —decía ella—. Le pegaba todo el tiempo. Y entonces vino detrás de nosotras con lujuria y pecado en su corazón y la mató… ¡dile eso al juez, tú eres rico, él te escuchará!
Chondra empezó a llorar. Tiffani le dio unas palmadas y dijo:
—Está bien, teníamos que hacerlo.
Cogí una caja de pañuelos de papel. Tiffani la tomó de mis manos y secó los ojos de su hermana. Chondra apretó el lápiz contra sus labios.
—No te lo comas —dijo Tiffani—. Es veneno.
Chondra dejó que el lápiz cayera de su mano y fuera a parar al suelo. Tiffani lo recuperó y lo colocó pulcramente en la caja.
Chondra se chupaba los labios. Tenía los ojos cerrados y su pequeña mano tenía el puño crispado.
—Realmente —dije—, no son venenosos, sólo es cera coloreada. Pero probablemente no tendrá un gusto muy bueno.
Chondra abrió los ojos. Yo sonreí y ella trató de sonreír también, y consiguió solamente levantar un poco una comisura de su boca.
Tiffani dijo:
—Bueno, no es comida.
—No, no lo es.
Ella dio unos pasos más. Boxeó y rezongó.
Yo dije:
—Dejadme volver sobre lo que os dije la semana pasada. Estáis aquí porque vuestro padre quiere que le visitéis en la cárcel. Mi trabajo es averiguar qué os parece eso, para decírselo al juez.
—¿Y por qué no nos lo pregunta a nosotras el juez?
—Lo hará. Hablará con vosotras, pero primero quiere que yo…
—¿Por qué?
—Porque es mi trabajo… hablar con los niños sobre sus sentimientos. Averiguar lo que ellos realmente…
—Nosotras no queremos verle —dijo Tiffani—. Es un «insumento» de Satán.
—Un…
—¡Un «insumento»! Ha yacido con Satán y se ha convertido en un espíritu pecador. Cuando muera, arderá en el infierno, eso seguro.
Las manos de Chondra fueron hacia su cara.
—¡Basta! —dijo Tiffani. Ella corrió hacia su hermana, pero antes de que llegase, Chondra se puso de pie y dejó escapar un solo y profundo sollozo. Entonces corrió hacia la puerta, la abrió con tanta fuerza que casi perdió el equilibrio.
Lo recuperó, y después salió.
Tiffani la vio salir, con aspecto pequeño y desamparado.
—Hay que decir la verdad —dijo.
Yo repliqué:
—Siempre. Pero a veces es duro.
Tiffani asintió. Sus ojos estaban húmedos.
La niña anduvo un poco más.
Yo dije:
—Tu hermana es mayor, pero parece como si tú cuidaras de ella.
Ella se detuvo, se encaró conmigo, sostuvo una desafiante mirada, pero pareció aliviada.
—La cuidas muy bien —dije.
Se alzó de hombros.
—Eso debe de ser pesado, algunas veces.
Sus ojos parpadearon. Se puso las manos en las caderas y sacó fuera el mentón.
—Está bien —dijo.
Sonreí.
—Es mi hermana. —Se quedó de pie allí, dándose puñetazos en las piernas.
Yo le palmeé la espalda.
Ella aspiró aire por la nariz y después caminó hacia fuera.
—Hay que decir la verdad —dijo.
—Sí, tú lo haces.
Puñetazo, gancho.
—Pum, pum… Me voy a casa.
Chondra estaba ya con Evelyn, compartiendo el asiento delantero del Chevrolet color ciruela de treinta años de antigüedad. El coche tenía una capota deslucida y una antena rota. La pintura era casera, no era ningún color que hubiera concebido la fábrica. Un extremo del parachoques trasero del coche estaba roto y casi rozaba el suelo.
Fui hasta la ventanilla del conductor mientras Tiffani bajaba los escalones desde el descansillo. Evelyn Rodríguez no miró hacia arriba. Un cigarrillo colgaba de sus labios. Tenía un cartón de Winston en el salpicadero. La mitad del parabrisas del conductor estaba bañado en una sucia niebla. Sus dedos se atareaban tejiendo un cordón de llavero. El resto de su cuerpo permanecía quieto.
Chondra estaba apretada contra la puerta del pasajero, con las piernas dobladas debajo de ella, en el regazo.
Tiffani llegó, abriéndose paso hacia el lado del pasajero mientras mantenía los ojos clavados en mí. Abrió la puerta de atrás y se metió dentro. Evelyn finalmente apartó los ojos de su trabajo, pero sus dedos siguieron moviéndose. El cordón era marrón y blanco, con un punió de diamante que me recordaba a la piel de la serpiente de cascabel.
—Bueno, ha sido rápido —dijo—. Cierra la puerta, no gastes batería.
Tiffani entró velozmente y cerró la puerta.
Yo dije:
—Las niñas no han empezado a ir al colegio todavía.
Evelyn Rodríguez miró a Tiffani durante un momento, después se volvió hacia mí.
—Es verdad.
—¿Necesita ayuda?
—¿Ayuda?
—Para llevarlas otra vez. ¿Hay algún problema con eso?
—No, hemos estado ocupados… Les hago leer en casa. Están bien.
—¿Planea enviarlas pronto?
—Seguro, cuando las cosas se tranquilicen… bueno, ¿y qué más? ¿Tenemos que volver otra vez?
—Intentémoslo mañana otra vez. ¿A la misma hora le va bien?
—Ni hablar —dijo—. De hecho, no me va bien. Tengo cosas que hacer.
—¿Y cuál sería un buen momento para usted, entonces?
Ella chupó el cigarrillo, se ajustó las gafas, y colocó el cordón en el asiento. Sus delgados labios se retorcieron, buscando una expresión.
—No hay buenos momentos. Los buenos momentos se acabaron ya.
Puso en marcha el coche. Sus labios temblaban y el cigarrillo dio una sacudida. Lo tiró y giró el volante abruptamente sin cambiar de marcha para acelerar. El coche era lento de conducir y chilló como protesta. Los neumáticos delanteros giraron hacia afuera y rascaron el asfalto.
—Me gustaría verlas otra vez pronto —dije.
—¿Para qué?
Antes de que pudiera contestar, Tiffani se echó a lo largo del asiento posterior, boca abajo, y empezó a golpear la puerta con los dos pies.
—¡Deja de hacer eso! —dijo la señora Rodríguez, sin mirar hacia atrás—. ¿Para qué? —repitió—. ¿Para que pueda decirnos qué hacer y cómo hacerlo, como de costumbre?
—No, yo…
—El problema es que las cosas están patas arriba. Absurdo. Los que deberían estar muertos no lo están, y los que lo están, no deberían estarlo. Por mucho que hablemos, nada cambiará eso, así que, ¿cuál es la diferencia? Todo al revés, por completo, y ahora tengo que hacer de mamá otra vez.
—Él puede escribir un libro —dijo Tiffani—. Para que…
Evelyn la cortó con una mirada.
—No te preocupes por esas cosas. Tenemos que volver a casa… si queda tiempo todavía, te compraré un helado.
La mujer empujó violentamente hacia abajo el cambio de marchas. El Chevrolet rugió y se movió a sacudidas, después salió, con el parachoques trasero golpeando rápidamente en la carretera.
Me quedé allí de pie un rato, tragándome el humo del tubo de escape, y luego volví a entrar en casa, me dirigí a la biblioteca, y apunté:
«Fuerte resistencia a la evaluación por parte de la abuela. T. abiertamente furiosa, hostil al padre, habla en términos de pecado, retribución. C. todavía no comunicativa. Seguirá».
Muy sesudo.
Fui hacia el dormitorio y cogí el expediente policial de Ruthanne Wallace.
Grueso como un listín telefónico.
—Transcripciones del juicio —había dicho Milo, sopesándolo mientras me lo entregaba—. Seguro que no hay ningún descubrimiento de algún tipo brillante. Un estúpido crimen básico.
Lo había sacado de los archivos cerrados de la División Foothill, satisfaciendo mi petición sin preguntas. Ahora yo pasaba las páginas, sin saber por qué lo había pedido. Cerré el expediente, lo llevé a la biblioteca y lo metí en un cajón del escritorio.
Eran las diez de la mañana y ya estaba cansado.
Fui a la cocina, preparé la cafetera y empecé a abrir el correo, deseché la propaganda, firmé cheques, archivé algunos papeles y después volví al sobre marrón que yo había creído que era un libro.
Abrí el sobre acolchado y metí la mano dentro, esperando el bulto de una tapa dura. Pero mis dedos no tocaron nada y metí la mano más hondo, y finalmente llegué a algo duro y liso. Plástico. Estrechamente encajado en una esquina.
Sacudí el sobre. Una cinta de audio cayó y golpeó en la mesa.
Negra, sin etiqueta ni marca alguna en ninguno de sus lados.
Examiné el sobre. Mi nombre y dirección habían sido mecanografiados en una etiqueta adhesiva blanca. Sin código postal ni dirección de remitente tampoco. El matasellos era de cuatro días atrás, de la Central de Correos.
Curioso, llevé la cinta al salón, la metí en el reproductor y me hundí en el viejo sofá de piel.
Clic. Un rato de ruido estático de fondo empezó a hacerme pensar que aquello era una especie de broma pesada.
Entonces un súbito ruido acabó con esa teoría y me encogió el pecho.
Una voz humana. Gritando. Aullando.
Masculina. Ronca. Baja. Húmeda… como si hiciera gárgaras con dolor.
Dolor insoportable. Una terrible incoherencia que se repetía una y otra vez mientras yo estaba allí sentado, demasiado sorprendido para moverme.
Un desgarrador aullido entremezclado con jadeos de animal atrapado.
Respiraciones pesadas.
Después más gritos… bajos. Estampidos que no tenían forma ni significado… como la banda sonora de una película desde el horrible corazón de una pesadilla.
Yo me imaginé una cámara de tortura, alaridos, bocas negras, cuerpos convulsos.
El aullido taladró mi cabeza. Yo me esforcé en descifrar palabras en medio del torrente, pero sólo oía el dolor.
Más fuerte.
Me levanté de un salto para bajar el volumen del aparato. Encontré que ya estaba bajo.
Empecé a bajarlo más, pero antes de que pudiera hacerlo, los gritos cesaron.
Más ruidos estáticos.
Y entonces una nueva voz.
Suave. Estridente. Nasal.
Una voz infantil:
Mal amor. Mal amor.
No me des mal amor.
El timbre era infantil… pero sin la cadencia infantil.
Antinaturalmente plano… como el de un robot.
Mal amor. Mal amor.
No me des mal amor.
Se repetía. Tres veces. Cuatro.
Un cántico druídico y lastimero… y extrañamente metálico.
Casi como una plegaria.
Mal amor. Mal amor.
No. Demasiado hueco para ser una oración… demasiado incrédulo.
Pagano.
Una plegaria por los muertos.
De entre los muertos.