27

Otra pequeña habitación, esta amarilla, con las ventanas nubladas por unas cortinas de encaje.

Shirley Rosenblatt tenía mejor aspecto de lo que yo había imaginado, echada en una cama de hospital y cubierta hasta la cintura con una colcha blanca. Su pelo todavía era rubio, aunque se lo teñía más claro y ahora era un poco más largo que en la foto. Su delicada cara seguía siendo hermosa.

Una bandeja de cama de mimbre fue empujada hacia un rincón. A un lado de la cama había una silla de caña y un tocador de pino con unos frascos de perfume. Al otro, un gran acuario de agua salada con una base de madera de teca. El agua burbujeaba silenciosamente. Hermosos peces se deslizaban entre arrecifes de coral en miniatura.

Josh besó a su madre en la frente. Ella sonrió y cogió su mano. Sus dedos apenas se estiraron un poco. La colcha se deslizó cinco centímetros; llevaba un pijama de franela abotonado hasta el cuello y alado con un lazo. En la mesilla de noche tenía una colección de frascos de píldoras, una pila de revistas y un aparato con muelles para ejercitar las manos.

Josh le sujetó la mano. Ella le dirigió una sonrisa, después la dirigió también hacia mí. Dulces ojos azules. Ninguno de sus hijos los había heredado.

—Aquí está el correo. ¿Quieres que te lo abra? —le dijo Josh.

Ella meneó la cabeza y lo cogió. Puso la pila en su regazo, pero la dejó allí y continuó mirándome.

—Este es el doctor Delaware.

Me presenté:

—Alex Delaware —pero no le tendí la mano porque no quería desalojar la de él—. Gracias por recibirme, doctora Rosenblatt.

—Shirley —su voz era muy débil y hablar parecía costarle un gran esfuerzo, pero la palabra fue pronunciada claramente.

Ella parpadeó un par de veces. Su hombro derecho estaba más bajo que el izquierdo y su párpado derecho estaba un poco hinchado.

—Puedes irte, querido —dijo besando la mano de Joshua.

Él me miró a mí, después otra vez a ella.

—¿Seguro?

Asintió.

—Bien, pero volveré dentro de media hora. Le he dicho a la señora Limberton que salga a tomar el almuerzo, y no quiero dejarte sola demasiado rato.

—Estaré bien. Ella no tarda mucho en comer.

—Me aseguraré de que se queda toda la tarde hasta que yo vuelva… probablemente no antes de las siete y media. Tengo trabajo. ¿Así irá bien, o quieres comer más temprano?

—A las siete y media estará bien, cariño.

—¿Comida china?

Ella asintió y sonrió, dejando la mano de su hijo.

—Puedo traer tailandesa, si lo prefieres —añadió él—. De aquel sitio en la Cincuenta y Seis.

—Lo que quieras —decidió ella—. Mientras sea contigo —extendió las dos manos y él se inclinó para recibir un abrazo.

Después de que la estrechara, ella continuó:

—Hasta luego, querido.

—Hasta luego. Cuídate.

Una mirada final hacia mí, y luego se fue.

Ella apretó un botón y la cama se enderezó un poco. Tomó aliento y dijo:

—Soy muy afortunada. Trabajar con niños… los míos han resultado ser estupendos.

—Estoy seguro de que eso no es un accidente.

Se encogió de hombros. El hombro más alto siguió así mientras hacía el gesto.

—No lo sé… también es la suerte.

Señaló hacia la silla de caña.

Yo la acerqué a la cama y me senté.

—¿Usted también es terapeuta infantil?

Asentí.

Se pasó un largo rato tocándose el labio. Otro rato para darse golpecitos en la ceja.

—Creo que he visto su nombre en algún artículo… ¿Ansiedad?

—Hace años.

—Me alegro de conocerle —su voz se apagó. Yo me incliné más cerca.

—Parálisis —dijo ella, y trató de encogerse de hombros otra vez.

—Josh me lo contó —le comenté.

—No se lo ha contado a mucha gente. Me está protegiendo. Es muy cariñoso. Todos mis hijos lo son. Pero Josh vive en casa, nos vemos más el uno al otro… —comentó sorprendida.

—¿Dónde están los otros?

—Sarah está en Boston. Enseña pediatría en Tufts. David es biólogo en el Instituto Nacional del Cáncer, en Washington.

—Tres de tres —dije.

Ella sonrió y miró a la pecera.

—Bateamos un montón… A Harvey le gustaba el béisbol. ¿Sólo le vio usted una vez?

—Sí —le conté dónde y cuándo.

—Harvey —dijo ella, saboreando la palabra— era el hombre más encantador que jamás he conocido. Mi madre solía decir que no debes casarte por el aspecto o el dinero, que pueden desaparecer rápido, sino por la amabilidad.

—Buen consejo.

—¿Está usted casado?

—Todavía no.

—¿Tiene a alguien?

—Sí, doctora Rosenblatt. Y ella es encantadora.

—Bien —ella empezó a reír. Emitió muy poco sonido, pero su cara se animó. Arreglándoselas para levantar una mano, se tocó el pecho—. Olvide el título de doctora. Sólo soy una madre judía.

—Quizá las dos cosas no sean tan diferentes.

—No. Lo son. Los terapeutas no juzgan, ¿verdad? O al menos pretenden no hacerlo. Las madres están siempre juzgando.

Trató de coger un sobre de la pila del correo. Cogió una esquina y lo manipuló desmañadamente.

—Cuénteme —dijo ella, dejándolo— acerca de mi marido.

Yo empecé, incluyendo los otros crímenes pero sin explicar los detalles brutales. Cuando llegué a la parte acerca del «mal amor» y mi teoría de la venganza, sus ojos empezaron a parpadear rápidamente y yo temí que aquello le causara una especie de reacción emocional. Pero cuando hice una pausa, ella dijo: «Continúe»; cuando lo hice, ella pareció enderezarse, y una luz fría y analítica afiló sus azules ojos.

El terapeuta que se abría al paciente.

Yo había estado en aquella situación. Ahora estaba en el sofá, abriéndome a mí mismo a esa menuda, inválida mujer.

Cuando acabé, ella miró al tocador y dijo:

—Abra el cajón de en medio y saque el expediente.

Encontré una caja jaspeada en blanco y negro con un cierre de presión colocada encima de unos jerseys pulcramente doblados. Cuando empecé a tendérsela, ella añadió:

—Ábrala.

Me senté junto a ella y desaté la caja. Dentro había un grueso fajo de documentos. Encima de todos estaba la licencia médica de Harvey Rosenblatt.

—Adelante —urgió ella.

Empecé a hojearlos. Certificado del consejo psiquiátrico. Papeles de las prácticas como interno y residente. Un certificado del Instituto Psicoanalítico Robert Evanston Hale de Manhattan. Otro del Hospital Southwick. Una carta de hacía seis años del decano de la escuela médica de Nueva York confirmando el nombramiento de Rosenblatt como profesor clínico asociado de psiquiatría. Una licencia honorable de la Marina, donde había servido como cirujano de vuelo a bordo de un portaaviones. Un par de pólizas de seguro de vida, una extendida por la Asociación Americana de Psiquiatría. Así que él sí que había sido miembro…, la ausencia de necrológica se debía quizás a la vergüenza por el suicidio. Cuando llegué a su testamento y última voluntad, Shirley Rosenblatt apartó la vista.

Certificado de defunción. Formularios de entierro.

Con un susurro dijo:

—Debe de ser el siguiente.

El siguiente era una colección de hojas fotocopiadas grapadas entre sí. La primera hoja estaba en blanco. Escrito a mano en ella: «Investig. Infor.».

Saqué el informe de la caja. Ella se echó hacia atrás contra los almohadones, y vi que respiraba pesadamente. Cuando empecé a leer, ella cerró los ojos.

La página dos era un informe de la policía. El que escribía era un tal detective Salvatore J. Giordano, comisaría 19, Distrito municipal de Manhattan, ciudad de Nueva York.

En su opinión, y apoyado por el Informe Médico presentado a continuación, el caso 1453331, víctima mortal, Rosenblatt H. A., varón blanco, edad 59 años, expiró como consecuencia de un rápido descenso de la ventana B del diagrama, dormitorio principal, del mencionado domicilio de E., calle 65, y subsecuente contacto corporal extremo con el pavimento enfrente de la menciona dirección.

El proceso de descenso fue muy probablemente autoinducido, ya que el alcohol en la sangre de la víctima no era elevado y no hay evidencias de laboratorio de accidente provocado por drogas y ningún signo de salida forzada impuesta a la víctima por parte de otro, así como ninguna marca de resbalón en la alfombra del mencionado domicilio o marcas de defensa en el antepecho de la ventana, y, en suma, ninguna evidencia de la presencia de otro individuo en la mencionada dirección. Para posterior anotación es la presencia del Vaso A (ver diagrama) y Aparato B (ver diagrama) conformes al método operativo del «Ladrón del East Side».

Un diagrama a vista de pájaro al final de la página ilustraba la situación de ventanas, puertas y muebles en la habitación en la que Harvey Rosenblatt había pasado sus últimos momentos.

Una cama, dos mesitas de noche, dos cómodas (una marcada «baja» y otra «alta»), un aparato de televisión, algo señalado como «antigüedad» y un revistero. En una de las mesitas de noche estaba escrito «Vaso A» y «Aparato B (llavero, archivos y llaves)». Unas flechas marcaban la ventana desde la que había saltado el psiquiatra.

El siguiente párrafo identificaba el apartamento como situado en un octavo piso, con cinco habitaciones en un edificio de propiedad cooperativa. En el momento del salto de Rosenblatt, los propietarios y únicos ocupantes, el señor y la señora Malcolm J. Rulerad, él un banquero, ella una abogada, estaban fuera, en Europa, en unas vacaciones de tres semanas.

Ninguno de ellos había conocido a la víctima mortal Rosenblatt y ambos testigos declararon inequívocamente que no tenían idea de cómo pudo entrar la víctima en su mencionado domicilio. Sin embargo, el aparato de alarma recuperado del cuarto de baño de dicho domicilio indica Fractura y Entrada, y el hecho de que el portero de día, señor William P. O’Donnell, establezca que nunca vio a la víctima entrar en el vestíbulo principal del edificio, indica un ingreso clandestino de la víctima. Además, el Vaso A, subsecuentemente identificado por la señora Rulerad como procedente de su cocina, estaba lleno de un líquido oscuro, posteriormente identificado como Pepsi-Cola Diet, una bebida que solía tomar la señora Rulerad, y esto está en conformidad con el método operativo de los anteriores robos B y E en el radio de seis manzanas, previamente atribuidos al «Ladrón del East Side», en los cuales aparecían bebidas refrescantes en situación de parcialmente bebidas. Aunque la esposa de la víctima niega una historia criminal por parte de la víctima, el cual según ella dice era psiquiatra, la evidencia física indica una «vida secreta» por parte de la víctima, y un posible motivo: culpabilidad por esa mencionada vida secreta debido a que la víctima era un psiquiatra aparentemente «ciudadano de confianza» y finalmente su lucha para abordar el problema de su secreto poco respetable.

A continuación venía media página de otro texto escrito por el detective Giordano, datado una semana más tarde:

Caso 1453331, Rosenblatt, H. Requerido permiso por la esposa de la víctima para inspeccionar el domicilio de E. calle 65, debido a la búsqueda de pruebas relacionadas con la muerte de la víctima. Dicho registro se efectúa el 17/4/85 de las 3,23 pm a las 5,17 pm en compañía del detective B. Wildebrandt y el oficial J. McGovern. Los locales del hogar y la oficina de la víctima registrados en presencia de la mujer de la víctima, Shirley Rosenblatt. No fue encontrado contrabando de previos «Robos del East Side». Se requiere permiso para leer los archivos psiquiátricos de la víctima por posibles conexiones paciente/perista, rehusada por S. Rosenblatt. Se consultará con el jefe de detectives A. M. Talisiani.

La siguiente página estaba mecanografiada con una máquina diferente y firmada por el detective Lewis S. Jackson, comisaría 19. La fecha era cuatro semanas más tarde.

Conclusión del caso del detective Giordano 1453331, H. A. Rosenblatt. El detective Giordano con baja médica. La esposa de la víctima, Shirley Rosenblatt, y su hijo, Joshua Rosenblatt, solicitaron reunión para revisar el caso. Quieren un informe de «progresos». Reunido con ellos en la comisaría. Dicho a su disposición. Muy enfadados, dicen que están «decepcionados» acerca del registro domicilio. Hijo dice él es abogado, conoce «gente». Él y madre convencidos homicidio, no suicidio. Aseguran víctima no deprimido, nunca deprimido, no «criminal». Dicen: «Hubo algún tipo de montaje». Además indican víctima había hablado con mujer, antes de la muerte, acerca de «caso preocupante que podría estar relacionado con lo que ocurrió a mi padre», pero cuando preguntado por detalles, dijo no conoce porque víctima era psiquiatra y guardaba secreto por la «ética». Cuando dicho nada más puede hacerse con base en pruebas disponibles, hijo se pone más enfadado y amenaza con «ir a por usted con alguna demanda». Conversación informada al jefe de detectives A. M. Talisiani.

Las dos páginas finales consistían en una carta en papel blanco de buena calidad, fechada un mes y medio después.

COMSAC SERVICIOS DE INVESTIGACIÓN

513 Quinta Avenida

Suite 3463 Nueva York, NY 10110

30 de junio de 1985

Dra. Shirley Rosenblatt

c/o Sr. J. Rosenblatt

Schechter, Mohl y Trimmer

500 Quinta Avenida

Suite 3300

Nueva York, NY 10110

Querida Dra. Rosenblatt:

Conforme a su petición, hemos revisado los datos y materiales relevantes a la infortunada muerte de su esposo, incluyendo pero no limitándonos a la detallada inspección de todos los informes del caso, informes forenses y análisis de laboratorio. También hemos entrevistado al personal policial implicado en este caso.

La inspección personal de los locales donde la mencionada infortunada muerte tuvo lugar no fue plenamente cumplida porque los propietarios del apartamento en cuestión, el señor y la señora Malcolm H. J. Rulerad, no concedieron permiso a nuestro personal para entrar e inspeccionar. Sin embargo, creemos que hemos acumulado suficientes datos con los cuales evaluar su caso y lamentamos informarle que no vemos razón alguna para dudar de las conclusiones del departamento de policía en este asunto. Por consiguiente, en vista de los detalles específicos de este caso, no aconsejamos ninguna futura investigación sobre el caso.

Por favor, no dude en ponerse en contacto con nosotros si tiene alguna pregunta al respecto.

Respetuosamente suyos,

ROBERT D. SUGRUE

Jefe Investigador y Supervisor.

FACTURA POR SERVICIOS PRESTADOS

Veintidós (22) horas a

sesenta y cinco (65) dólares la hora: 1.430

Menos 10% de descuento profesional a

Schechter, Mohl y Trimmer, abogados: 1.287

Por favor, remita esta suma.

Lo puse en el archivo de nuevo.

Los ojos de Shirley Rosenblatt estaban abiertos de par en par y húmedos.

—La segunda muerte —dijo ella—. Como matarle de nuevo —sacudió la cabeza—. Cuatro años… pero todavía está ahí… por eso Josh está tan furioso. No hubo resolución. Ahora, viene usted…

—Yo…

—No —ella se puso un dedo sobre la boca. Lo dejó caer y sonrió—. Bien. La verdad resurge.

Una sonrisa más amplia, de otro tipo diferente.

—Harvey como ladrón —continuó—. Casi es divertido. Y no estoy intentando autoengañarme. Viví con él treinta y un años.

Sonaba firme, pero buscaba mi confirmación, de cualquier manera.

Yo asentí.

—Así que, ¿cómo entró él en aquel apartamento? Eso es lo que ellos siguen preguntándome, y no sé qué decirles.

—Fue atraído allí —sugerí—. Probablemente bajo el disfraz de la llamada de un paciente. Alguien a quien él pensaba que podía ayudar.

—Harvey —dijo ella suavemente. Cerró los ojos. Los abrió—. La policía sigue diciendo que fue un suicidio. Una y otra vez… Porque Harvey era psiquiatra, uno de ellos (el jefe de detectives, Talisiani) me dijo que todo el mundo sabía que los psiquiatras tienen una alta tasa de suicidios. Y luego me dijo que debía considerarme feliz de que no siguieran investigando más. Que si lo hacían, todo saldría a la luz.

—En vista de los específicos detalles del caso —comenté.

—El detective privado, ¿verdad? Comsac. Al menos la policía fue mucho más… directa. Talisiani me dijo que si hacíamos olas el nombre de Harvey se vería arrastrado por el barro. La familia entera se vería permanentemente cubierta de barro. Parecía «ofendido» de que nosotros no quisiéramos cerrar el caso. Como si fuésemos criminales. Todo el mundo nos hizo sentir de esa manera… y ahora viene usted y nos dice que teníamos razón. —Ella hizo un esfuerzo y juntó las palmas de las manos—. Gracias.

Se desplomó hacia atrás en la almohada y respiró con fuerza entre sus resecos labios. Las lágrimas le llenaron los ojos, rebosaron, y comenzaron a resbalar por sus mejillas. Yo se las sequé con un pañuelo de papel. La parte de abajo de su cuerpo todavía no se había movido.

—Estoy muy triste —susurró ella—. Pensar otra vez en todo aquello… representármelo. Pero me alegro de que haya venido usted. Usted nos ha… dado la razón a nosotros. Lo único que siento es que tenga usted que soportar todo este dolor. ¿Piensa realmente que todo esto tiene que ver con Andres?

—Así es.

—Harvey nunca me contó nada.

—El caso preocupante del que Josh habló al detective Jackson… —intervine.

—Unas pocas semanas antes… —dos hondos suspiros—. Estábamos almorzando, Harvey y yo. Tomábamos el almuerzo juntos casi cada día. Él estaba preocupado. Raramente se le veía preocupado… un hombre tan equilibrado… dijo que era por un caso. Un paciente con el que acababa de hablar, y le había desilusionado mucho.

Se volvió hacia mí y su cara temblaba.

—¿Desilusionado acerca de Andres? —dije yo.

—No mencionó el nombre de Andres… no me dio más detalles.

—¿Nada en absoluto?

—Harvey y yo nunca hablábamos de nuestros casos. Establecimos esa norma al principio de nuestro matrimonio… dos terapeutas… es fácil caer. Te dices a ti mismo que es correcto… que sólo se trata de una consulta profesional. Y dejas escapar más detalles de los que serían necesarios. Luego se te escapa algún nombre… y luego acabas hablando de tus pacientes con tus amigos terapeutas en las fiestas —ella meneó la cabeza—. Es mejor tener unas normas.

—Pero Harvey debió de haberle dicho algo para hacerle sospechar de alguna conexión con su muerte.

—No —dijo ella tristemente—. Realmente no sospechábamos… sólo estábamos… buscando. Buscando cualquier cosa fuera de lo corriente. Para que la policía pudiera ver que Harvey no… todo el asunto era tan… psicótico. Harvey en el apartamento de unos extraños.

Recordar aquella vergüenza puso rubor en su cara.

—Los propietarios del apartamento… los Rulerad. ¿Harvey no los conocía? —pregunté.

—Eran gente despreciable. Fría. Llamé a la mujer y le supliqué que dejara entrar al detective privado. Incluso me disculpé… no sé por qué. Ella me dijo que yo tenía suerte de que no me pusiera una demanda por daños y perjuicios por la irrupción de Harvey y la perturbación que les causó.

Cerró los ojos un largo rato y no se movió. Me pregunté si se había quedado dormida. Entonces dijo:

—Harvey estaba tan afectado… por su paciente. Eso es lo que me hizo sospechar. Los casos nunca le afectaban. Estar desilusionado… ¿Andrés? Eso no tiene sentido.

—De Bosch fue su profesor, ¿no es verdad? Si Harvey se enteró de algo terrible acerca de él, eso podía haberle desilusionado.

Lento, triste asentimiento.

—¿Cómo era de estrecha su relación? —pregunté.

—Profesor y estudiante muy unidos. Harvey admiraba a Andres, aunque pensaba que era un poco… autoritario.

—¿Autoritario de qué forma?

—Dogmático… cuando estaba convencido de que tenía razón. Harvey lo encontraba irónico, ya que Andres había luchado tan duro contra los nazis… escribió tan apasionadamente a favor de la democracia… aunque su estilo personal podía ser tan…

—¿Dictatorial?

—A veces. Pero aun así Harvey le admiraba. Por lo que era, por lo que había hecho. Salvar a todos aquellos niños franceses del gobierno de Vichy, su trabajo en la educación infantil. Y era un buen maestro. Una vez yo asistí a un seminario. Andres con toda su comitiva… como un señor feudal. Podía hablar durante horas y mantener tu interés… hacía muchas bromas. Lo ligaba todo entre sí con ingenio. A veces traía niños de las salas. Les daba un regalo…, ellos se confiaban a él.

—¿Y Katarina de Bosch? —dije yo—. Harvey me dijo que ella también asistía.

—Sí lo hacía… era sólo una niña… una adolescente, pero hablaba como si fuera un igual. Y ahora está… y esas otras personas… ¡cómo ha podido pasar!

—A veces el autoritarismo puede ir demasiado lejos —dije yo.

Sus mejillas temblaron. Entonces su boca se torció en una pequeña, turbada sonrisa.

—Sí, supongo que nada es lo que parece, ¿no? Los pacientes me han estado diciendo esto durante treinta años y yo asentía y les decía: sí, lo sé… pero realmente no lo sabía…

—¿Revisó alguna vez los expedientes de Harvey? ¿Para tratar de averiguar cuál fue el paciente que le preocupaba?

Una larga mirada. Un asentimiento culpable.

—Él tenía cintas —dijo—. No le gustaba escribir (tenía artritis), así que grababa cintas. No le dejé a la policía que las oyera… protegía a los pacientes. Pero después, empecé a oírlas yo… me di a mí misma una excusa. Por su propio bien… yo era responsable de ellos, hasta que encontraran a otro terapeuta permanente. Tenía que llamarles, notificárselo… así que tenía que conocerles —bajó los ojos—. Débil excusa… yo las escuché, de todos modos. Meses de sesiones, la voz de Harvey… a veces no podía soportarlo. Pero allí no había nada que le pudiera haber desilusionado. Todos sus pacientes eran como viejos amigos. No había cogido ninguno nuevo desde hacía dos años.

—¿Ninguno en absoluto?

Ella meneó la cabeza.

—Harvey era un analista pasado de moda. El sofá, libre asociación, tratamiento largo, trabajo intensivo. Las mismas quince personas, tres o cinco veces a la semana.

—Incluso un viejo paciente podía haberle dicho algo que le desilusionase.

—No —dijo ella—, no había nada de eso en ninguna de las sesiones. Y ninguno de sus viejos pacientes le perjudicó. Todos ellos le querían.

—¿Qué hizo usted con las cintas?

Antes de contestar, ella añadió:

—Fue muy amable al aceptarlos. Él ayudó a aquellas personas. Todos estaban abrumados.

—¿Tomó usted a alguno de ellos como paciente?

—No… no estaba en forma para trabajar. No durante mucho tiempo. Incluso mis propios pacientes… —intentó otro encogimiento de hombros—. Las cosas se me derrumbaron durante un tiempo… tanta gente decepcionada. De ahí por qué no seguí investigando su muerte. Por mis hijos y por sus pacientes… su extensa familia. Por mí. No hubiera podido arrastrarlos a todos por el barro. ¿Lo entiende?

—Por supuesto.

Le volví a preguntar qué había hecho con las cintas.

—Las destruí —respondió ella, como si oyera la pregunta por primera vez—. Golpeé las cintas con un martillo… una por una… qué destrozo… lo tiré todo —sonrió—. ¿Catarsis?

—¿Asistió Harvey a alguna convención justo antes de su muerte? ¿Alguna reunión psiquiátrica o seminarios sobre bienestar infantil? —le pregunté.

—No. ¿Por qué?

—Porque las reuniones profesionales pudieron provocar al asesino. Dos de los otros terapeutas fueron asesinados en convenciones. Y el simposio de De Bosch donde conocí a Harvey pudo haber sido el primer detonante de los asesinatos.

—No —replicó ella—. No, no asistió a ninguno. Había jurado renunciar a las convenciones. A las academias. Dejó su cargo en la Universidad para poder concentrarse en sus pacientes y su familia y mantenerse en forma…, su padre había muerto joven de un ataque al corazón. Harvey había alcanzado la misma edad y se enfrentó a su propia mortalidad. Estaba empezando a desarrollar su proyecto. Eliminar la grasa de su dieta y de su vida… esto es una cita. Dijo que quería seguir conmigo y los chicos durante mucho, mucho tiempo.

Haciendo una mueca, levantó la mano, con esfuerzo, y la dejó caer sobre la mía. Su palma era suave y fría. Sus ojos se dirigieron hacia el acuario y se detuvieron allí.

—¿Hay algo más que pueda decirme? Cualquier cosa…

—No… Lo siento, desearía que hubiera algo —dijo, después de pensarlo.

—Gracias por recibirme —le dije. Su mano pesaba una tonelada.

—Por favor, téngame informada —pidió, manteniéndola en el mismo sitio—. Cualquier cosa que averigüe.

—Lo haré.

—¿Cuánto tiempo se quedará en Nueva York?

—Creo que trataré de volver a Los Ángeles esta misma noche.

—Si necesita un sitio donde quedarse, quédese aquí… si no le importa dormir en un sofá-cama.

—Es muy amable, pero necesito volver enseguida.

—¿Su encantadora chica?

—Y mi hogar —aunque yo no sabía qué era lo que eso significaba.

Haciendo una mueca, ella ejerció una apenas perceptible presión sobre mi mano. Me consolaba.

Oímos la puerta cerrarse, después unos pasos. Josh llegó con Leo, el gato. Miró nuestras manos y sus cejas se inclinaron.

—¿Estás bien? —preguntó a su madre.

—Claro, cariño. El doctor Delaware ha sido de mucha ayuda. Suerte que lo trajiste.

—¿Ayudar, en qué?

—Nos ha confirmado… lo de papá.

—Estupendo —dijo Josh, dejando al gato—. Pero tú no has descansado lo suficiente.

El labio inferior de ella cayó.

—Ya ha sido bastante esfuerzo, mamá —insistió él—. Por favor. Tienes que descansar.

—Estoy bien, cariño, de verdad.

Sentí un pequeño tirón sobre mi mano, no más que la crispación de un músculo. Levantando su mano y colocándola sobre la sábana me puse de pie.

Josh dio la vuelta al otro lado de la cama y empezó a estirar las sábanas.

—Tienes que descansar de verdad, mamá. El doctor dijo que el descanso es lo más importante.

—Lo sé… Lo siento… Lo haré, Josh.

—Bien.

Ella hizo un sonido de tragar. Las lágrimas se agolparon en los suaves ojos azules.

—Oh, mamá —exclamó él, con una voz que sonaba como la de un niño de diez años.

—Estoy bien, cariño.

—No, no, he sido un imbécil, lo siento, ha sido un día muy duro.

—Cuéntamelo, cariño.

—Créeme, no te gustará oírlo.

—Sí, sí que me gustará. Cuéntame.

Se sentó a su lado. Yo me deslicé hacia la puerta y salí del apartamento.