15

Oí el motor de sonido achacoso desde dentro de la casa. El Fiat de Milo, reducido a un encogido juguete en el monitor.

Salí. El viento había cesado. El coche expelió un penacho de humo, luego se agitó violentamente. Parecía que no iba a sobrevivir a aquella tarde.

—Pensé que pegaría adonde vamos —dijo él, saliendo del coche. Llevaba una gran bolsa blanca de plástico y vestía ropa de trabajo. La bolsa olía a ajo y a carne.

—¿Más comida? —exclamé.

—Bocadillos… italianos. Considérame tu chico de los recados oficial.

Robin estaba atrás, en el garaje, trabajando bajo un embudo de fluorescencia. El perro también estaba allí y corrió hacia nosotros, dirigiéndose directamente a la bolsa.

Milo la levantó fuera de su alcance.

—Siéntate. Quieto… o mejor todavía, vete de aquí.

El perro gruñó una vez, nos volvió la espalda y se dejó caer sobre sus cuartos traseros.

Milo dijo:

—Bueno, una de tres, no está mal —saludó a Robin con la mano. Ella levantó una mano y dejó sus herramientas.

—Robin parece sentirse como en casa —dijo—. ¿Y tú, Nick Danger?

—Estoy bien. ¿Averiguaste algo de Gritz en los archivos?

Antes de que pudiera responder, Robin se acercó.

—Nos ha traído la cena —dije.

—Es un sol —le besó la mejilla—. ¿Tenéis hambre ya?

—No, realmente no —negó él, tocándose la barriga y mirando al suelo—. Tomé un pequeño aperitivo mientras esperaba.

—Bien hecho —aprobó ella—. Estás creciendo.

—Creciendo en el sentido equivocado.

—Estás estupendo, Milo. Tienes mucha presencia —ella le palmeó el hombro. Por la manera en que sus dedos se encorvaban, supe que estaba impaciente por volver a su sierra. Yo también estaba impaciente, pensando en la gente de la autopista. El perro continuaba enfurruñado—. ¿Y tú, cariño? —me dijo ella. El perro se acercó pensando (o pretendiendo) que aquello iba dirigido a él.

—Puedo esperar.

—Yo también. Así que lo guardamos en el frigorífico y cuando volváis lo devoraremos.

—Eso suena bien —Milo le dio la bolsa. El perro trató de lamerla y ella dijo—: Tranquilo, tengo una galleta para ti.

Por encima del tejado, el cielo estaba negro y vacío. Las luces de las casas al otro lado del cañón parecían de otro continente.

—¿Estaréis bien? —pregunté a Robin.

—Sí. Vete ya —me dio un rápido beso y un pequeño empujón.

Milo y yo nos dirigimos al Fiat. El perro nos miró mientras salíamos.

El sonido de la puerta metálica al cerrarse hizo que me sintiera un poco menos culpable por dejarla allí sola.

Milo fue costeando hacia Benedict primero y luego hacia el interior, sacando toda la velocidad que podía del pequeño coche. Cambiaba de marcha rudamente, con sus grandes manos que cubrían casi por completo la parte superior del volante. Mientras nos dirigíamos hacia el sur, dije:

—¿Hay algo sobre Gritz?

—Una posible mención… gracias a Dios, es un nombre bastante inusual. Lyle Edward, varón blanco de treinta y cuatro años, altura un metro setenta, peso sesenta kilos, he olvidado el color de los ojos.

—Coburg dijo que era más bajo que Hewitt.

Él asintió.

—Un montón de borracheras y desórdenes registrados de antes, cuando todavía tratábamos con esas cosas, posesión de narcóticos, un par de golpes en alguna tienda, nada grave.

—¿Cuándo vino a Los Ángeles?

—Su primera detención fue hace catorce años. El ordenador le da como de dirección desconocida, sin oficial de libertad condicional tampoco. Obtuvo la libertad condicional para alguna de sus travesuras, pasó una temporada en la cárcel por otras, y pagó completamente sus deudas.

—¿Alguna mención a enfermedad mental?

—No la habría a menos que él hubiera sido clasificado como perturbado mental y delincuente sexual o cometido algún otro tipo de delito violento de tipo psicótico.

—Llamaré a Jean Jeffers el lunes, a ver si puedo averiguar si fue tratado alguna vez en el centro.

—Mientras tanto, podemos hablar con los de debajo de la rampa, por si acaso. Todo lo que tenemos es un nombre, hasta ahora.

—Robin ha sugerido que podíamos llevarles comida. Aumenta la afinidad.

Milo se encogió de hombros.

—Por qué no. Hay un supermercado en Olympic.

Condujo un rato más. Frunció el entrecejo y se frotó la cara con una mano.

—¿Algo te preocupa? —pregunté yo.

—No… Lo habitual. La justicia ha sido burlada otra vez… mis delincuentes juveniles. La señora anciana ha muerto esta tarde.

—Lo siento. ¿Eso lo convierte en asesinato?

Apretó el pie del acelerador.

—Eso lo convierte en una mierda. Ella tenía las arterias muy obstruidas y un gran tumor en el colon. La autopsia ha dicho que sólo era cuestión de tiempo. Eso, su edad, y el hecho de que los chicos realmente nunca llegaron a tocarla significa que la oficina del fiscal del distrito no quiere ni molestarse en probar que fue una muerte no natural. Una vez la hospitalizaron, nunca estuvo lo suficientemente bien ni siquiera para hacer una declaración en el lecho de muerte, y sin su testimonio, no hay mucho que hacer contra los pequeños bastardos, ni siquiera por robo. Así que probablemente obtendrán una severa reprimenda y andando. ¿Quieres apostar a que antes de que empiecen a afeitarse morirá alguien más?

Fue hacia Sunset y se unió al rápido tráfico que fluía hacia el oeste desde Beverly Hills. Entre los tanques teutónicos y los modelos deportivos, el Fiat parecía un error. Un Mercedes nos cortó y Milo maldijo fieramente.

Yo dije:

—Puedes ponerle una multa.

—No me tientes.

Un par de kilómetros más tarde, dije:

—A Robin se le ha ocurrido un posible nexo entre Paprock y Shipler. Los dos pudieron estar en terapia de grupo con De Bosch. Tratamiento para ellos mismos, o algún tipo de grupo de padres para hablar de niños con problemas. El asesino podría haber estado también en el grupo, ser tratado con dureza (o pensar que lo había sido) y conservar un rencor por ello.

—Terapia de grupo…

—Algún tipo de problema común… ¿qué más podría atraer a dos personas de procedencia tan diferente hacia De Bosch?

—Interesante… pero si había un grupo de padres, De Bosch no lo dirigía. Él murió en el año ochenta, y los hijos de Paprock tienen ahora seis y siete años. Así que no habían nacido cuando él estaba en ejercicio. De hecho, cuando Myra murió, eran sólo bebés. ¿Qué tipo de problemas podían tener?

—Quizá era un programa de educación infantil. O algún tipo de grupo de soporte para las enfermedades crónicas. ¿Y estás seguro de que Paprock sólo se había casado una vez?

—En efecto de acuerdo con su expediente, así fue.

—De acuerdo —asentí—. Pues quizá fue Katarina la terapeuta. O alguien más de su escuela…, quizás el asesino crea en una culpa colectiva. O podía haber sido un grupo de tratamiento adulto. Los terapeutas infantiles no siempre se limitan a tratar a niños.

—Bien. Pero volvemos a la vieja cuestión de siempre: ¿qué te relaciona a ti?

—Tiene que ser la conferencia. El asesino sufre una grave paranoia… su rabia está fuera de control. Para él, cualquiera asociado con los De Bosch es culpable, y ¿por dónde empezar mejor que por un grupo de terapeutas que rinden público homenaje al viejo? Quizás el atropello de Stoumen no fuera un accidente.

—¿Qué? ¿Una liga del asesinato de masas? ¿El asesino que persigue a los pacientes y los terapeutas?

—No lo sé… Sólo estaba haciendo suposiciones.

Él notó la frustración en mi voz.

—Está bien, continúa intentándolo. Eso 110 le cuesta ni un centavo a los contribuyentes. Por lo que he visto hasta ahora, estamos tratando con algo tan absurdo que nunca tendrá sentido.

El coche siguió circulando un rato. Entonces él dijo:

—La clínica de De Bosch era privada, cara. ¿Cómo podía un conserje como Shipler sufragar un tratamiento allí?

—A veces las clínicas privadas tratan algunos casos gratuitos. O quizá Shipler tenía un buen seguro de enfermedad a través del sistema escolar. ¿Y Paprock? ¿Tenía dinero?

—No mucho, por lo que parece. El marido trabajaba como vendedor de coches.

—¿Puedes obtener sus datos del seguro?

—Si tenían alguno, y si no han sido destruidos.

Pensé en dos niñas en edad escolar sin madre y dije:

—¿Qué edad exactamente tenían los niños de Paprock cuando ella murió?

—No lo recuerdo exactamente… eran pequeños.

—¿Quién los ha criado?

—Supongo que el marido.

—¿Él todavía vive en la ciudad?

—Eso tampoco lo sé.

—Si todavía está, quizá quiera hablarnos de ella, decirnos si alguna vez había sido paciente de alguna terapia en la clínica de De Bosch.

Milo señaló con un dedo al asiento de atrás.

—El expediente está ahí. Mira la dirección.

Yo me incliné hacia el oscuro asiento y vi un archivador.

—Justo encima de todo —dijo él—. La carpeta marrón.

No podía distinguir los colores en la oscuridad, pero lo abrí, busqué tanteando y saqué una carpeta. La abrí y bizqueé.

—Hay una linterna en la guantera.

Traté de abrir el compartimento, pero estaba cerrado. Milo se inclinó hacia delante y lo golpeó con el puño. La puerta se abrió y unos papeles cayeron al suelo. Yo los metí dentro otra vez y finalmente encontré la linterna. Su débil rayo de luz cayó en una página con fotos del crimen grapadas a la derecha. Mucho rosa y rojo. Escrito en una pared: un primer plano de «mal amor» en grandes letras mayúsculas rojas, que hacían juego con la sangre del suelo… unas claras letras… una cosa sangrienta debajo.

Volví la página. El nombre del viudo de Myra Paprock estaba hacia la mitad de los datos.

—Ralph Martin Paprock —dije—. Valley Vista Cadillac. El domicilio está en North Hollywood.

—Averiguaré a través del DMV si todavía está ahí.

Yo dije:

—Tengo que ponerme en contacto con los demás asistentes a la conferencia para advertirles.

—Claro, pero no puedes decirles quién y por qué, ¿y qué te queda entonces? «¿Querido señor (o señora), debo informarle de que usted puede ser aporreado, apuñalado o atropellado por un psicópata no identificado enloquecido por la venganza?»

—Quizás alguno de ellos pueda decirme quién y por qué. Y yo sé que a mí me hubiera gustado que me advirtieran. El problema es encontrarlos. Ninguno de ellos trabaja o vive donde lo hacía en el tiempo de la conferencia. Y la mujer que yo pensé que podía ser la esposa de Rosenblatt no me ha devuelto ninguna de mis llamadas.

Otro rato de silencio.

—Te estás preguntando —dijo— si ellos también han recibido visitas.

—Eso me ha pasado por la cabeza. Katarina no aparece en el directorio del APA desde hace cinco años. Es posible que haya dejado de pagar su cuota, pero no parece propio de ella simplemente abandonar la psicología y cerrar la escuela. Era ambiciosa, muy obsesionada con la idea de continuar el trabajo de su padre.

—Bueno —dijo él—, sería fácil comprobar datos de los impuestos y registros de la Seguridad Social de todos ellos, averiguar quién respira todavía y quién ya no.

Llegamos a Hilgard y giramos a la izquierda, pasando el campus de la universidad donde yo había estado saltando las vallas académicas durante tantos años.

—Tanta gente se ha ido —dije yo—. Ahora, las niñas Wallace. Es como si todo el mundo hiciera las maletas y huyera.

—Hey —dijo él—, quizás ellos saben algo que nosotros ignoramos.

El centro comercial de Olympic y Westwood estaba a oscuras excepto por la descarada luz blanca del supermercado. La tienda estaba tranquila, con un paquistaní con turbante que bebía un refresco detrás del mostrador.

Nos abastecimos con pan de oferta, sopa de lata, fiambres, cereales y leche. El paquistaní nos miró con disgusto mientras contaba el total. Llevaba una camisa con el nombre de la empresa del centro comercial estampado repetidamente en color verde césped. El rótulo del nombre que llevaba prendido al pecho estaba en blanco.

Milo sacó la cartera. Yo saqué la mía antes y le alargué el dinero al dependiente. Él seguía pareciendo disgustado.

—¿Qué pasa? —dijo Milo—. ¿Demasiado colesterol en nuestra dieta?

El empleado frunció los labios y miró a la cámara de vídeo que estaba colocada sobre la puerta. El ojo de cíclope de la máquina barría la tienda lentamente. La pantalla de debajo estaba llena de imágenes de un gris lechoso.

Seguimos su mirada al mostrador de los lácteos. Un hombre desgreñado estaba de pie allí enfrente, sin moverse, mirando los cartones de leche y crema. Yo no le había visto mientras comprábamos y me preguntaba de dónde había salido.

Milo lo miró durante un largo momento, luego se volvió al empleado.

—Sí, el trabajo de la policía es difícil —dijo en voz alta—. Tenemos que tomar todas esas calorías para poder coger a los chicos malos.

Rio más alto todavía. Parecía casi un loco.

El hombre en el mostrador de los lácteos se crispó y se volvió a medias. Nos miró durante un segundo, después volvió a estudiar los lácteos.

Era flaco y peludo, llevaba una chaqueta del ejército manchada de negro, unos vaqueros y unas sandalias playeras. Le temblaban las manos y uno de sus ojos nublado tenía que estar ciego.

Otro miembro de la extendida familia de Dorsey Hewitt.

Se dio una palmada en la parte de atrás del cuello con una mano, se volvió otra vez, tratando de buscar la mirada de Milo.

Milo lo saludó.

—Buenas, amigo.

El hombre no se movió ni un milímetro. Entonces enterró las manos en los bolsillos y salió de la tienda, con las sandalias chancleteando en el suelo de vinilo.

El empleado miró cómo se iba. La caja registradora tenía una terminal de ordenador y extendía un recibo. El empleado cortó la tira y echó el papel en una de la media docena de bolsas que habíamos llenado.

—¿Podemos coger una caja para llevar todo esto? —dijo Milo.

—No, señor —dijo el dependiente.

—¿Y en la parte de atrás?

Encogimiento de hombros.

Nos llevamos la comida. El hombre flaco estaba en el extremo más alejado del terreno, dando patadas al asfalto y caminando de tienda en tienda, mirando al negro cristal.

—Hey —lo llamó Milo. No hubo respuesta. Lo repitió, sacó un paquete de cereales de una de las bolsas y lo agitó por encima de su cabeza.

El hombre se enderezó, miró hacia nosotros, pero no se acercó. Milo caminó hasta llegar a veinte metros de él y le tiró los cereales.

El hombre abrió los brazos, falló la recogida, cavó de rodillas y lo recogió del suelo. Milo estaba ya volviendo hacia el coche y no vio la mirada en la cara del hombre. Confusión, recelo, luego un chispazo de gratitud que se extinguió en seguida.

Se fue cojeando en la oscuridad, rompiendo con los dedos el envoltorio de plástico y derramando cereales en el pavimento.

Milo dijo:

—Vámonos de aquí.

Nos metimos en el Fiat y fuimos hacia la parte trasera del centro comercial, donde estaban colocados tres contenedores metálicos de basura. Algunos cartones vacíos estaban apilados desordenadamente contra los contenedores, la mayoría de ellos rotos e inutilizables. Finalmente encontramos un par que parecían relativamente limpios, pusimos las bolsas en su interior y almacenamos la comida en la parte trasera del coche, junto al expediente del asesinato de Myra Paprock.

Una astilla de luna era apenas visible detrás de un velo de nubes, y el cielo parecía sucio. La autopista era un borrón coronado con luz y ruido. Después de rodear Exposition, la Pequeña Calcuta continuaba eludiéndonos… la oscuridad y la barrera de madera de contrachapado ocultaban completamente el terreno. Pero el lugar de la acera donde yo había hablado con Terminator Tres estaba justo debajo de la luz de una enfermiza farola y pude indicárselo a Milo.

Salimos y encontramos unos huecos en la madera. A través de ellos, se estremecían unas lenguas azules… delgadas, gaseosas llamas de alcohol.

Sterno[7] —dije yo.

Milo dijo:

—Gourmets frugales.

Le conduje al lugar de la valla donde yo había soltado la puerta provisional unas pocas horas antes. Habían añadido más alambres desde entonces, oxidados y toscos, ligados demasiado apretadamente para desatarlos a mano.

Milo sacó una navaja suiza del bolsillo de su pantalón y extrajo una pequeña herramienta como unos alicates. Retorció y cortó los alambres hasta que consiguió dejar libre la puerta.

Volvimos al coche, sacamos las cajas de comestibles y volvimos a entrar. Las luces azules empezaban a extinguirse, como si con nosotros hubiese llegado un fuerte viento.

Milo buscó de nuevo en sus pantalones y sacó la linterna que yo había usado en el coche. Yo había vuelto a dejarla en la guantera y no le había visto guardársela en el bolsillo.

Removió en una de las bolsas de comestibles y la iluminó. Unas rodajas de salami envueltas en plástico.

Lo sostuvo en alto y gritó:

—¡Comida!

Apenas audible por encima del ruido de la autopista. Los faros continuaron encendidos.

Dirigiendo el rayo de la linterna más directamente hacia el salami, agitó el embutido de un lado a otro. El envoltorio y la mano que lo sujetaban parecían suspendidos en el aire, un efecto especial.

Como no ocurrió nada durante algunos segundos más, colocó el embutido en el suelo, asegurándose de mantener la linterna enfocada sobre él, después sacó más comestibles de la bolsa y los repartió por el suelo. Luego se apartó y se dirigió hacia la puerta, y así creó un serpenteante sendero de comida que conducía a la acera.

—Malditos Hansel y Gretel —murmuró enojado, luego volvió hacia atrás.

Yo le seguí. Estaba de pie contra el Fiat, había vaciado una de las bolsas y la había estrujado, y se la pasaba de una mano a otra.

Mientras estábamos allí de pie y esperábamos, los coches pasaban como una exhalación por encima de nuestras cabezas y el cemento zumbaba. Milo encendió un cigarro largo y formó aros de humo.

Unos minutos después, apagó el cigarro y lo estrujó entre los dedos. Volviendo hacia él la puerta en la valla, metió dentro la cabeza, se quedó inmóvil un segundo, después me hizo señas de que le siguiera dentro.

Nos detuvimos a unos pocos metros de la puerta y él dirigió la linterna hacia el interior, inundando de luz un movimiento a unos cinco metros más allá.

Frenético, agitado, un revoltijo de brazos.

Eché un vistazo y descubrí unas formas humanas. De rodillas, recogían cosas y las acaparaban, tal como había hecho el hombre del supermercado.

En unos segundos se habían ido y la comida había desaparecido. Milo puso las manos huecas alrededor de la boca y gritó por encima de la autopista:

—Hay mucho más, amigos.

Nada.

Apagó la luz y nos retiramos al otro lado de la verja de nuevo.

Parecía como un juego… un juego fútil. Pero él parecía tranquilo, cómodo.

Empezó a vaciar otra bolsa y colocó la comida en el espacio iluminado de la acera, fuera del alcance de la puerta. Entonces volvió al coche, se sentó en la cubierta de atrás haciendo que rechinaran los muelles, y volvió a encender su cigarro.

Poner el cebo y atrapar… disfrutar de la caza.

Pasó más tiempo. Los ojos de Milo siguieron mirando hacia la verja, luego se apartaron. Su expresión no cambió, el cigarro se inclinó mientras él lo mordía.

Entonces se fijó nuevamente en la verja.

Una mano grande y oscura se estiraba para alcanzar una rebanada de pan blanco.

Milo fue hacia allí y dio una patada al paquete para alejarlo y la mano se retiró.

—Lo siento —dijo Milo—. Hay que ganarse el pan.

Sacó su insignia y la metió en la puerta.

—Sólo hablar, eso es todo —dijo.

Nada.

Suspirando, recogió el pan y lo metió a través de la puerta. Cogió una lata de sopa, la meneó rápidamente.

—Toma una comida equilibrada, tío.

Un momento después, un par de zapatillas de deporte desabrochadas aparecieron en la abertura. Por encima de ella, los raídos bordes de unos pantalones a cuadros de sucio aspecto y el borde roto de una manta del ejército.

La cabeza encima de la ropa seguía sin verse, tapada por la oscuridad.

Milo sujetó la lata de sopa entre el pulgar y el índice. Sopa Gourmet de Nueva Orleans.

—Hay muchas más de donde viene esta —dijo—. Sólo por contestar a unas pocas preguntas, sin líos.

Una pierna a cuadros se metió a través de la abertura. Una zapatilla se apoyó en el suelo, luego la otra.

Un hombre apareció en la luz de la calle, encogido.

Llevaba la manta envuelta en torno al cuerpo hasta las rodillas, cubriéndole la cabeza como la capucha de un monje y ocultando la mayor parte de su cara.

La piel que asomaba era negra y granujienta. El hombre dio un paso desmañado, como si probase la solidez de la acera, y la manta resbaló un poco. Su cráneo era grande y medio calvo, sobre una larga y huesuda cara que parecía hundida. La barba era un crespo sarpullido gris, su piel agrietada y terrosa. Cincuenta años, sesenta, tal vez setenta. Una nariz chafada tan plana como si casi se fundiera con sus aplastadas mejillas, desparramada como alquitrán fundido. Los ojos se desviaban, le lloraban y no paraban de moverse.

Llevaba el pan blanco en la mano y miraba la sopa.

Milo trató de dársela.

El hombre dudó, movió las mandíbulas. Los ojos estaban más tranquilos ahora.

—¿No te parece un buen regalo? —dijo Milo.

El hombre tragó saliva, evidentemente nervioso. Enrollándose la manta en torno al cuerpo, apretó el pan tan fuerte que la rebanada se convirtió en un ocho.

Yo me acerqué a él y dije:

—Sólo queremos hablar, nada más.

Él me miró a los ojos. Los suyos estaban amarillos y llenos de venillas azules, pero algo brillaba en ellos… quizás inteligencia, quizá sólo sospecha. Olía a vómitos, a alcohol y pastillas de menta, y sus labios estaban tan flojos como los de un mastín. Me costó mantener mi terreno.

Milo vino por detrás de mí y cubrió parte del hedor con humo de cigarro. Puso la sopa contra el pecho del hombre. El hombre la miró y finalmente la cogió, pero continuó mirándome a mí.

—Tú no eres un poli —su voz era sorprendentemente clara—. Seguro que tú no eres un poli.

—Es verdad —dije—. Pero él sí.

El hombre miró a Milo y sonrió. Frotando la parte de la manta que cubría su abdomen, metió las dos manos bajo ella, ocultando el pan y la sopa.

—Unas pocas preguntas, amigo —dijo Milo—. Cosas sencillas.

—Nada en esta vida es sencillo —dijo el hombre.

Milo señaló con el pulgar a las bolsas de la acera.

—Un filósofo. Ahí hay bastante para alimentarte a ti y a tus amigos… podéis montar una bonita fiesta.

El hombre meneó la cabeza.

—Puede estar envenenado.

—¿Por qué demonios iba a estar envenenado?

Sonrisa.

—¿Por qué no? El mundo es un veneno. Hace tiempo alguien le dio un regalo a alguien y estaba lleno de veneno y alguien murió.

—¿Dónde ocurrió eso?

—En Marte.

—En serio.

—En Venus.

—Está bien —dijo Milo, expulsando el humo—. Haz lo que quieras, iremos a otro sitio a hacer nuestras preguntas.

El hombre se lamió los labios.

—Podéis iros. Tengo el virus, ya no me importa nada.

—El virus, ¿eh? —dijo Milo.

—Si no me crees, puedes darme un beso.

El hombre chasqueó la lengua. La manta resbaló de sus hombros. Debajo, llevaba una sucia camiseta con las imágenes de Bush y Quayle. Su cuello y sus hombros estaban demacrados.

—Paso —dijo Milo.

El hombre rio.

—Apostaba a que lo harías… ¿y ahora qué? ¿Me lo vas a sacar a la fuerza?

—¿Sacar a la fuerza el qué?

—Lo que quieres. Tú tienes el poder.

—No —dijo Milo—. Este es el nuevo Departamento de Policía de Los Ángeles. Somos chicos sensibles de la nueva ola.

El hombre rio. Su respiración era caliente y vomitiva.

—Y una mierda. Siempre seréis unos salvajes… tenéis que serlo para mantener el orden.

Milo dijo:

—Que tengas un día feliz —y empezó a irse.

—¿Qué es lo que queréis saber, de todos modos?

—Algo acerca de un ciudadano llamado Lyle Edward Gritz —dijo Milo—. ¿Le conoces?

—Como a un hermano.

—¿Tanto?

—Ajá —dijo el hombre—. Desgraciadamente, en esta época, con las familias tan deterioradas y tal, eso significa que no muy bien.

Milo miró por encima de la valla.

—¿Está ahí?

—No.

—¿Le has visto hace poco?

—No.

—Pero solía estar por aquí.

—De vez en cuando.

—¿Cuándo fue la última vez?

El hombre ignoró la pregunta y empezó a mirarme otra vez.

—¿Qué eres tú? —dijo—. ¿Una especie de periodista haciendo un reportaje?

—Es un médico —dijo Milo.

—¿Ah, sí? —sonrisa—. ¿Has traído penicilina? Las cosas se infectan mucho aquí. Amoxicilina, eritromicina, tetraciclina… ¿nada que pueda cargarse a esas pequeñas bacterias comenegros?

Le dije:

—Soy psicólogo.

—Oooh —dijo el hombre, como si estuviera herido. Cerró los ojos y meneó la cabeza. Cuando los abrió, estaban secos y centrados—. Entonces no vales una mierda para mí… y perdón por mi lenguaje.

—Gritz —dijo Milo—. ¿Puedes decirme algo acerca de él?

El hombre pareció pensativo.

—Basura blanca, borracho, bajo coeficiente intelectual. Pero fuerte y sano. No tenía ninguna excusa para acabar aquí. No es que yo la tenga… Probablemente pensarás que yo era un empleado de cuello blanco que ha tenido éxito en la vida, ¿verdad? Porque soy negro y sé hablar bien.

Sonrisa.

Le devolví la sonrisa.

—Error —dijo—. Yo recogía la basura. Profesionalmente. En la ciudad de Compton. Buena paga, llevas guantes, está bien, tremendos beneficios. Mi error fue dejarlo y emprender un negocio propio. Suelos de linóleo. Lo hacía bien. Tenía seis personas trabajando para mí. Salió bien hasta que los negocios fueron mal y dejé que la droga me consolara.

Sacó un brazo de debajo de la manta. Lo levantó y dejó que la manga cayera hacia atrás en un huesudo antebrazo. La parte baja del miembro estaba llena de cicatrices y abscesos, algunos encallecidos y apelotonados, en carne viva en algunos sitios.

—Esto es reciente —dijo, mirando una costra cerca de la muñeca—. Ha sido justo antes de la puesta de sol. Yo renuncio a mis derechos, ¿por qué no me lleváis, me dais una litera para esta noche?

—No es mi estilo —dijo Milo.

—¿No es tu estilo? —el hombre rio—. ¿Qué eres tú, una especie de progresista?

Milo le miró y continuó fumando.

El hombre volvió a esconder el brazo.

—Bueno, al menos tráeme a un médico de verdad, para que pueda conseguir un poco de metadona.

—¿Y el condado?

—El condado me ha dejado plantado. Ni siquiera puedo conseguir antibióticos del condado.

—Bueno —dijo Milo—, te puedo llevar a una sala de emergencias de un hospital, si quieres.

El hombre rio otra vez, despectivamente.

—¿Para qué? ¿Para pasarme toda la noche esperando entre disparos y ataques de corazón? No tengo ningún diagnóstico activo… sólo el virus, ningún síntoma todavía. Así que todo lo que harán es dejarme esperar. La cárcel es mejor… te procesan más rápido.

—Toma —dijo Milo, buscando la cartera en su bolsillo. Sacó algunos billetes y se los tendió al hombre—. Busca una habitación y quédate con el cambio.

El hombre sonrió cálida, abiertamente, y guardó el dinero bajo su manta.

—Esto es realmente amable, Señor Policía. Ha hecho que esta sea la noche de suerte de este pobre individuo desgraciado y sin hogar.

Milo dijo:

—¿Gritz también tomaba drogas?

—Sólo alcohol. Como dije, basura blanca. Él y sus canciones campestres.

—¿Le gustaba cantar?

—Continuamente, esos gorgoritos de basura blanca. Quería ser Elvis.

—¿Tenía talento?

El hombre se encogió de hombros.

—¿Se puso alguna vez violento con alguien?

—No que yo viese.

—¿Qué más puedes decirnos de él?

—No mucho. Va a lo suyo… todos lo hacemos. Esto es la Pequeña Calcuta, no una comunidad hippy.

—¿Solía ir con alguien?

—No que yo viese.

—¿Y Dorsey Hewitt?

Los labios del hombre se fruncieron.

—Hewitt… Hewitt… ¿El que mató a aquella asistente social?

—¿Le conocías?

—No, lo leí en el periódico… cuando ese loco hizo aquello, yo estaba preocupado. Una posible reacción. Los ciudadanos podían venir aquí y tomarla con todos nosotros, pobres desgraciados.

—¿Nunca conociste a Hewitt?

—No.

—¿No sabías si él y Gritz eran amigos?

—¿Cómo podía saberlo si no le conocía?

—Alguien nos dijo que Gritz hablaba de que iba a hacerse rico.

—Claro, siempre lo decía, el muy loco. Iba a grabar un disco. Iba a ser el nuevo Elvis. Se tragaba una botella entera y ya era el número uno de la lista.

El hombre se volvió hacia mí.

—¿Cuál crees que es mi diagnóstico?

—No te conozco lo suficientemente bien —dije.

—Ellos (los médicos del condado) decían que yo tenía un desarreglo emocional, graves alteraciones de conducta. Entonces me negaron la metadona.

Castañeteó los dientes y esperó mi comentario. Como no dije nada, continuó:

—Se suponía que yo estaba usando esas porquerías para automedicarme… para ser mi propio psiquiatra —rio—. Estupideces. Lo usaba para ser feliz.

Milo dijo:

—Volvamos al asunto: ¿qué más sabes acerca de Gritz?

—Es todo —sonrisa—. ¿Puedo quedarme el dinero?

—¿Todavía está por aquí Terminator Tres? —pregunté.

—¿Quién?

—Un chico de Arizona. Le falta un meñique, mala tos. Tenía una novia y un niño.

—Ah, sí, Wayne. ¿Ahora se hace llamar así? —Risas—. No, se largaron esta tarde. Como ya dije, la gente viene y se va… y hablando de eso…

Se encapuchó con la manta y, mirándonos todavía, empezó a dirigirse hacia la valla.

—¿Qué pasa con tu habitación para esta noche? —dijo Milo.

El hombre se detuvo y se volvió a mirarnos.

—No, dormiré fuera esta noche. Aire fresco.

—Mueca.

Milo se rio un poco con él, entonces miró las bolsas de comida.

—¿Y qué pasa con todo esto?

El hombre examinó los comestibles.

—Sí, tomaré un poco de Gatorade. La Pepsi también.

Cogió las bebidas y las guardó bajo la manta.

—¿Eso es todo? —dijo Milo.

—Estoy a dieta —dijo el hombre—. Si queréis, podéis llevar lo que queda ahí dentro. Seguro que alguien os lo quitará de las manos.

El hombre encapuchado nos guio en la oscuridad, caminando de forma inestable pero sin vacilar, como un ciego que tiene mucha práctica.

Milo y yo tropezábamos y luchábamos por mantener el equilibrio, llevando las cajas sólo con la débil guía de la linterna.

Mientras avanzábamos, sentía la presencia humana… el calor del miedo. Luego el dulce olor a petróleo del Sterno.

Orina. Mierda. Tabaco. Moho.

El amoníaco del semen fresco.

El hombre encapuchado se detuvo y señaló al suelo.

Dejamos las cajas y se encendió una llama azul. Luego otra.

La pared de cemento entró dentro del campo de visión, frente a camas portátiles, pilas de periódicos, cuerpos y caras iluminados de azul por las llamas.

—Es hora de cenar, niños —gritó el hombre, por encima del mido de la autopista. Luego se fue.

Más luces.

Diez o más personas aparecieron, sin cara, sin sexo, amontonadas como las víctimas de un huracán.

Milo cogió algo de la caja y lo mantuvo en alto. Una mano se extendió y lo cogió. Más gente se reunió a nuestro alrededor, teñidos de azul, alcoholizados, con la boca abierta de expectación.

Milo se inclinó hacia delante, moviendo la boca alrededor de su cigarro. Lo que dijo hizo que algunas personas salieran disparadas. Otros se quedaron a escuchar, y pocos contestaron.

Distribuyó más comida. Yo me reuní con él, sintiendo manos que se rozaban contra las mías. Finalmente nuestras cajas se vaciaron y nos quedamos allí de pie, solos.

Milo dirigió la linterna alrededor por el terreno, revelando pilas de ropas, cobertizos, gente comiendo.

El hombre negro encapuchado, sentado con la espalda recta contra el muro de la autopista, con las piernas extendidas. Un brazo desnudo estirado sobre un delgado muslo, atado con una tira elástica.

Una hermosa sonrisa en su cara, una aguja enterrada honda en su carne.

Milo apartó la cabeza a un lado y bajó el foco.

—Vamos —dijo, lo suficientemente fuerte para que lo oyera yo.

Se dirigió hacia el oeste en vez de volver hacia Beverly Hills, diciendo:

—Bueno, ha sido una enorme maldita nulidad.

—¿Nadie tenía nada que decir?

—El consenso, por lo que parece, es que Lyle Gritz no ha aparecido desde hace una semana o dos y no es gran cosa, porque él va y viene. Estuvo allí, largó un poco acerca de hacerse rico antes de desaparecer, pero todos le habían oído decir eso antes.

—El nuevo Elvis.

Él asintió.

—Fantasías musicales, no peces muertos. Les presioné para que me dieran detalles y uno de ellos dijo que le había visto subir en un coche hacía una semana o así… al otro lado de la calle, donde el patio de cemento. Pero esa misma persona parecía bastante confusa y no tenía absolutamente ninguna pista acerca del modelo, color o cualquier otro detalle que lo distinguiera. Y no estoy seguro de que no dijera eso sólo porque yo le estaba presionando. Veré si el nombre de Gritz aparece en alguno de los archivos de arrestos recientes. Tú puedes preguntarle a Jeffers si le tuvo alguna vez de paciente en el centro. Si lo fue, quizá puedas conseguir que ella te indique en qué dirección puede haber ido él. Pero incluso aunque le encontremos, no estoy convencido de que eso signifique absolutamente nada. Ahora, ¿estás preparado para una pequeña parada de descanso? Todavía huelo ese agujero del infierno.

Condujo hasta una coctelería en Wilshire, en la parte destartalada de Santa Monica. Un letrero de neón sobre una puerta acolchada. Yo nunca había estado allí antes, pero la forma en que él aparcó me dijo que conocía bien el sitio.

Dentro, el lugar no era mucho más luminoso que el paso elevado. Nos lavamos las manos en el lavabo de caballeros y nos sentamos en unos taburetes en la barra. La decoración era vinilo rojo y nicotina. Los bebedores del local parecían ser mayores y apáticos. Algunos parecían mortalmente dormidos. La máquina de discos ayudaba a las cosas con su Vie Damone a bajo volumen.

Milo cogió un puñado de cacahuetes y se los zampó. Pidió un Chi vas doble y no hizo ningún comentario cuando yo pedí una Coca-Cola.

—¿Dónde está el teléfono? —pregunté.

Señaló a un rincón.

Llamé a Robin.

—¿Qué tal va todo?

—No va mal —dijo ella—. El otro hombre de mi vida y yo estamos abrazados mirando una serie de televisión.

—¿Divertida?

—Yo no lo creo así, y él no se ríe… sólo babea. ¿Algún progreso?

—Realmente no, pero repartimos montones de comida.

—Bien —dijo ella—, las buenas acciones no hacen daño. ¿Vuelves a casa?

—Milo quería parar a tomar algo. Depende de su estado de ánimo, quizá tenga que llevarlo yo a casa. Cena sin nosotros.

—De acuerdo…, Dejaré una luz encendida en la ventana y un hueso en tu plato.