13
Conduje hacia el este, hacia el paso elevado que me había descrito Coburg. La autopista formaba un techo de cemento sobre un sucio terreno vallado, una arqueada bóveda de gracia sorprendente sostenida por columnas que podrían haber desafiado a Sansón. La sombra que proyectaba era fría y gris. Incluso con las ventanillas cerradas podía oír el rugido de los coches invisibles.
El solar estaba vacío y la tierra parecía recién removida. No había tiendas ni camas portátiles, ningún signo de vida.
Conduje por aquella calle, frente a unas instalaciones de almacenes del tamaño de una base militar, y paré el Seville.
La Pequeña Calcuta. La tierra removida sugería una fiesta de excavadoras. Quizá la ciudad había sido finalmente desmontada.
Me alejé lentamente, pasado Exposition Boulevard. El extremo occidental de la calle tenía edificios de apartamentos alineados, la autopista oculta por taludes cubiertos de hiedra. Unos pocos solares vacíos se entreveían detrás de la habitual tela metálica. Un par de carritos de la compra volcados hicieron que me detuviera y atisbara en las sombras. Nada.
Pasé algunos bloques más, hasta que la autopista giró fuera de la vista. Entonces di la vuelta.
Mientras me acercaba de nuevo a Exposition, vi de reojo algo brillante y grande… una montaña de metal blanco, una especie de fábrica. Botes gigantes, giros duodenales de tubería, escaleras de cinco pisos, válvulas que sugerían una presión monstruosa.
Corriendo paralelo a los aparatos había un tramo ennegrecido de raíles de ferrocarril. Bordeando los raíles, se extendía una superficie plana de arena.
Veinte años en Los Ángeles, y nunca antes había visto aquello.
La ciudad invisible.
Me dirigí hacia los raíles, acercándome lo suficiente para leer un pequeño cartel rojo y azul en una de las torres gigantes. AVALON GRAVA Y ASFALTO.
Mientras me preparaba para dar la vuelta de nuevo, vi otro solar vallado oblicuo a la fábrica… más oscuro, casi ennegrecido por la autopista, bloqueado de la vista de la calle por arbustos verde gris. La tela metálica estaba oscurecida por secciones de arqueada madera contrachapada llena de pintadas, la madera casi destruida por los jeroglíficos de la rabia.
Tomando la curva, di la vuelta al coche y salí. El aire olía a polvo y a leche agria. La fábrica estaba tan quieta como un mural.
El único vehículo a la vista era un chasis carbonizado de algo con dos puertas, con un techo aplastado. Mi Seville era viejo y necesitaba pintura, pero allí parecía una carroza real.
Crucé la calle vacía hacia la valla de contrachapado y miré a través de una sección libre de la tela metálica. Unas formas se dibujaron en la oscuridad, materializándose a través de los rombos de metal como hologramas.
Una silla volcada derramando sus entrañas de estopa y muelles.
Una bobina de alambre, vacía y rota por la mitad.
Envoltorios de comida.
Algo verde y hecho trizas que podía haber sido alguna vez un saco de dormir. Y siempre el rugido por encima de las cabezas, tan constante como la respiración.
Entonces, movimientos… algo en el suelo que se desplazaba, que giraba sobre sí mismo. Pero estaba profundamente sumergido en las sombras y no podía decir si era humano, o incluso si era real.
Miré a un lado y otro de la valla, buscando una entrada al solar, tuve que andar bastante hasta que la encontré: una abertura cuadrada cortada en la tela metálica, sujeta en su sitio con alambre oxidado.
Soltar los alambres me costó un tiempo y me hice daño en los dedos. Finalmente, aparté el trozo, me agaché y pasé a través de él, atando otra vez un alambre desde el otro lado. Andando a través de la blanda tierra, con los agujeros de la nariz llenos de olor a excrementos, esquivaba bloques de cemento, contenedores de comida desechable, montones de cosas que no merecían una inspección posterior. Ni botellas ni latas, probablemente porque son reciclables y recuperables. Hay que ser ecológicos: viva el poder verde.
Pero no había nada verde allí. Sólo negro, gris, marrón. Perfecto camuflaje para un mundo furtivo.
Un olor repugnante se sobreponía al hedor de excrementos. Oyendo el zumbido de las moscas, vi el cadáver de un gato, muerto hacía tan poco que los gusanos todavía no habían tomado posesión de él, y se mantenían a prudente distancia. Más allá de una vieja manta, montones de periódicos tan empapados que parecían como masa de pan impresa… ninguna persona a la vista, ningún movimiento. ¿De dónde había llegado aquella agitación?
Llegué al lugar donde pensaba que había rodado aquella cosa, hacia la parte de atrás del terreno cubierto, a unos pocos metros del ángulo interior de una pared de cemento cortada en chaflán.
De pie otra vez, fijé la vista. Esperé. Me hormigueaban los ojos.
Lo vi otra vez.
Movimiento. Cabello. Manos. Alguien que yacía enrollado en una sábana… en varias sábanas, un envoltorio como una momia de raídas ropas de cama. Debajo, espasmódicos movimientos.
¿Haciendo el amor? No. No había espacio para dos personas en aquel envoltorio.
Anduve hacia allí lentamente, asegurándome de que me aproximaba de frente, porque no quería sobresaltarles.
Mis pies golpearon algo pesado. El impacto fue inaudible por encima del rugido, pero la figura en las sábanas se incorporó.
Una joven latina de piel oscura, con los hombros desnudos. Suaves hombros, con un gran cráter de una vacuna en un brazo.
Ella me miró, apretando las sábanas contra su pecho, con el largo cabello revuelto y pringoso.
Tenía la boca abierta, la cara redonda y plana, aterrorizada y confundida.
Y humillada.
La sábana cayó un poco y vi que estaba desnuda. Algo oscuro y urgente resollaba en su pecho… una pequeña cabeza.
Un niño. El resto de su cuerpo oculto por el sucio algodón.
Yo retrocedí, sonreí, levanté mi mano como saludo.
La cara de la joven madre estaba electrizada de miedo.
El niño seguía mamando y ella puso una mano sobre su pequeño cráneo.
Cerca de sus pies había una pequeña caja de cartón. Me acerqué y miré dentro. Pañales desechables, nuevos y usados. Más moscas. Una lata de leche condensada y un abridor oxidado. Una bolsa casi vacía de patatas fritas, un par de sandalias de goma y un chupete.
La mujer intentó alimentar a su hijo mientras rodaba alejándose de mí, desenredándose más de las sábanas y exponiendo un muslo moteado.
Mientras empezaba a girarme, la mirada en sus ojos cambió del miedo al reconocimiento y entonces a otro tipo de miedo.
Yo me volví de repente y me encontré cara a cara con un hombre.
Un chico, más bien, de unos diecisiete o dieciocho años. También latino, bajito y endeble, con un bigote de pelusa y una barbilla tan débil que parecía formar parte de su delgado cuello. Tenía los ojos inclinados hacia abajo y enfebrecidos. Mantenía la boca abierta; le faltaban muchos dientes. Llevaba una desgarrada camisa de franela a cuadros, unos pantalones de punto reforzado dados de sí y unas zapatillas de deporte desabrochadas. Tenía los tobillos negros de mugre.
Le temblaban las manos que rodeaban una barra de hierro.
Yo retrocedí. Él dudó, y luego vino hacia mí.
Un agudo sonido perforó el fuerte estrépito de la autopista.
La mujer gritaba.
Sobresaltado, el chico la miró y yo me acerqué a él y le quité la barra. La inercia le hizo caer hacia atrás en el suelo tan fácilmente que yo me sentí como un abusón.
Se quedó allí, mirándome, tapándose la cara con una mano, preparado para recibir los golpes.
La mujer se había levantado, tropezando con las sábanas, desnuda, dejando al niño que chillaba en el suelo. Su vientre era colgante y lleno de estrías, sus pechos fláccidos como los de una vieja, aunque no podía tener mucho más de veinte años.
Tiré la barra tan lejos como pude y levanté las dos manos en lo que yo esperaba que fuese un gesto de paz.
Los dos me miraron. Ahora me sentía como un mal padre.
El niño tenía la boca abierta con rabia, daba puñetazos al aire y pataleaba. Lo señalé.
La mujer se apresuró a recogerlo. Dándose cuenta de que estaba desnuda, se agachó y bajó la cabeza.
Las manos del chico sin mentón todavía temblaban. Intenté sonreír otra vez y sus ojos languidecieron, empujados hacia abajo por la desesperación.
Saqué mi cartera, cogí un billete de diez dólares, fui hacia la mujer y se lo tendí.
Ella no se movió.
Puse el billete en la caja de cartón. Volví hacia el chico, cogí otro billete de diez y se lo mostré.
La misma duda que había mostrado antes de dirigirse hacia mí con la barra. Entonces dio un paso, mordiéndose los labios y tambaleándose como un artista de la cuerda floja, y me arrebató el dinero.
Saqué otro billete, me dirigí hacia el lugar por donde había entrado a través de la valla. Iba mirando a mi espalda mientras trotaba a través del estiércol.
Después de unos pasos, el chico empezó a seguirme. Yo aceleré el paso y él trató de alcanzarme, pero no pudo. Andar era un esfuerzo para él. Tenía la boca abierta y sus miembros parecían de goma. Me pregunté cuándo sería la última vez que había comido.
Me dirigí hacia la puertecita, desaté el alambre y salí hacia la acera. El muchacho me siguió unos momentos después, frotándose los ojos.
La luz me hirió las pupilas. Él parecía estar agónico.
Finalmente, dejó de frotarse. Yo le pregunté:
—¿Habla inglés?
—Soy de Tucson, tío —dijo, con un inglés sin ningún acento.
Tenía los puños apretados, pero su temblor y la pequeñez de sus huesos hacían ridícula su postura de luchador. Empezó a toser, una tos seca y asmática. Trataba de sacar una flema y no podía.
—No quería asustarte —dije.
Él miraba el dinero. Extendí el brazo y él agarró el billete y se lo guardó bajo el cinturón. Los pantalones eran demasiado grandes para él y se los sujetaba con un cinturón de plástico rojo. Una de sus zapatillas estaba parcheada con cinta adhesiva. Mientras su mano trasteaba con el billete, vi que le faltaba el meñique de la mano izquierda.
—Dame más —dijo.
No contesté.
—Dame más. Pero ella no te va a joder, de eso nada.
—No quiero que lo haga.
Él se echó atrás. Pensó durante un momento.
—Ni yo tampoco.
—Eso tampoco me interesa.
Frunció el ceño, se puso un dedo en la boca y se frotó las encías.
Di una rápida mirada alrededor, no vi a nadie y saqué un cuarto billete de diez.
—¿Eh? —dijo él, sacando de un tirón la mano libre y dando un zarpazo para cogerlo.
Quitándolo de su alcance, pregunté:
—¿Es esto la Pequeña Calcuta?
—¿Eh?
—Este sitio. ¿Es la Pequeña Calcuta?
—A lo mejor.
—¿A lo mejor?
—Sí —tosió un poco más y, se golpeó el pecho.
—¿Cuánta gente vive aquí?
—No sé.
—¿Hay más gente allí? ¿Alguien a quien no haya visto?
Pensó la respuesta. Meneó la cabeza.
—¿Hay alguien más en alguna parte?
—A veces.
—¿Y ahora, dónde están?
—Por ahí —miró el dinero, apretó la lengua contra la mejilla y se acercó más.
—Si quieres que ella te joda, son veinte dólares. Me metí el billete en el bolsillo.
—¡Hey! —dijo, como si yo hubiera hecho trampas en un juego.
—No quiero joder con nadie —dije—. Sólo quiero información. Contesta mis preguntas y te pagaré, ¿de acuerdo?
—¿Por qué, tío?
—Porque soy un chico curioso.
—¿Poli?
—No.
Se encogió los hombros y se frotó las encías un poco más. Cuando apartó la mano, sus dedos estaban ensangrentados.
—¿Es tuyo el niño? —dije.
—¿Es eso lo que quieres saber?
—¿Es tuyo o no?
—No lo sé.
—Necesita que lo vea un médico.
—No sé.
—¿Ella es tu mujer?
Sonrió.
—A veces.
—¿Cómo te llamas?
—Terminator Tres —me miró ferozmente. Desafiándome a burlarme de él.
—De acuerdo —dije—. ¿Hay más gente allí dentro?
—Ya te lo he dicho, tío. Ahora no, sólo por la noche.
—¿Vuelven por la noche?
—Ajá.
—¿Cada noche?
Me miró como si fuera idiota. Movió la cabeza lentamente.
—Algunas noches… cambian de sitio, no sé.
—¿Van de un sitio a otro?
—Sí.
La ciudad de las tiendas como concepto. Algún periodista de la nueva ola hubiera disfrutado con aquello.
—¿Qué hay de un tipo llamado Gritz?
—¿Eh?
—Gritz —empecé a darle la descripción que me había dado Coburg, y para mi sorpresa, él asintió.
—¿Le conoces?
—Le he visto.
—¿Vive aquí?
La mano volvió a la boca. Se la manoseó nerviosamente, retorció, se sacó un diente e hizo una mueca. La raíz estaba negra de podredumbre. Escupió sangre en el suelo y se secó la boca con la manga.
—¿Suele estar por aquí Gritz?
Él no me oyó, estaba mirando el diente, fascinado. Le repetí la pregunta. Continuó mirándolo, finalmente se guardó el diente en el bolsillo.
—Ya no —dijo.
—¿Cuándo le viste por última vez?
—No sé.
—¿Días? ¿Semanas?
—No sé.
Se acercó y tocó la manga de mi chaqueta. Un tweed de Harris de hacía quince años. Bastante usada. Los puños estaban empezando a pelarse.
Yo retrocedí.
—¿Lana? —dijo él.
—Sí.
Se lamió los labios.
—¿Qué sabes de Gritz?
—Nada.
—¿Pero seguro que le conoces?
—Le he visto por ahí.
—¿Cuándo fue la última vez que le viste por ahí?
Cerró los ojos. Los abrió.
—Una semana.
—¿Una semana seguro, o una semana quizás?
—Creo… no lo sé, tío.
—¿Alguna idea de dónde está ahora?
—Haciéndose rico.
—¿Haciéndose rico?
—Sí, eso es lo que dijo… estaba bebiendo y de fiesta, ya sabes. Y cantando… a veces le gustaba cantar… y estaba cantando hey, tío, voy a hacerme rico pronto. Me compraré un coche y un yate… toda esa mierda.
—¿Dijo cómo iba a hacerse rico?
—No —un vislumbre de amenaza afiló sus ojos. La fatiga lo borró. Se abatió.
—¿No dijo cómo? —repetí.
—No, tío. Estaba ahí de fiesta y cantando… estaba loco. Eso es.
—¿Gritz es su nombre o su apellido?
—No lo sé, tío —tosió, se golpeó el pecho, resolló con dificultad—. Mierda.
—Si te digo que vayas a ver a un médico, tú me vas a hacer caso, ¿verdad?
—¿Me lo vas a pagar tú? —preguntó con una mueca desdentada.
—¿Y si tienes alguna enfermedad que le puedas pegar a ella… o al niño?
—Dame más dinero —tendió una mano otra vez.
—El niño tiene que ir al médico.
—Dame más dinero.
—¿Con quién solía ir Gritz?
—Con nadie.
—¿Nadie en absoluto?
—No sé, tío. Dame más dinero.
—¿Conoces a un tipo llamado Hewitt?
—¿Eh?
—¿Un tipo llamado Dorsey Hewitt? ¿Viste alguna vez a Gritz con él?
Le describí a Hewitt. El chico me miró fijamente… de una forma no mucho más inexpresiva que su aspecto habitual, pero sí lo bastante como para hacerme ver que su ignorancia era real.
—Hewitt —repetí.
—No conozco a ese fulano.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—Cien años —risa flemosa.
—Hewitt mató a una mujer. Salió en la tele.
—No estoy abonado.
—Una asistente social llamada Rebecca Basille… en el Centro de Salud Mental Westside.
—Sí, oí algo.
—¿Qué?
Mueca.
—Música. En mi cabeza —se golpeó un oído y sonrió—. Es como rock y soul, tío. De puta madre. Yo suspiré involuntariamente.
Él se despejó, cebándose en mi frustración como un buitre en la carroña.
—Dame dinero, tío —tos—. Dámelo.
—¿Hay algo más que quieras decirme?
—Sí.
Golpeaba con un pie. Esperando a su hombre.
—¿Qué? —dije.
—El niño es mío —sonrisa. Los dientes que le quedaban estaban teñidos de rosa debido a la sangre.
—Felicidades.
—¿Me das un cigarrillo?
—No fumo.
—Entonces dame dinero. Yo iré a «veriguar» por ahí para ti, tío. Vuelve y yo te diré todo lo que «verigüe».
Conté lo que tenía en la cartera.
Dos billetes de veinte y tres de uno. Se lo di todo. Y también la chaqueta.