Capítulo 81
Los sueños eran recurrentes. Se alternaban uno a uno, describiendo con precisión cada una de sus cuatro tragedias. Esa noche fue turno de la primera en la lista; la que dio origen a toda una serie de tormentos que finalizaron una vez que decidió que la mejor manera de evitarlas era permaneciendo encerrado. Conocía la cabaña porque había estado ahí. Dentro de ella, tres jóvenes universitarios se entregaban a la discusión de cuál equipo de futbol había dejado la mejor imagen en el campeonato pasado. La puerta de la construcción de madera que se abre con un fuerte golpe, y la figura amenazante que empuñaba una pistola de bajo calibre lo suficientemente eficaz para acabar con la vida de cualquier ser humano que se interpusiera en campo de fuego. Los gritos de los jóvenes pidiendo piedad que no son atendidos por ese monstruo que realiza varios disparos hacia los cuerpos indefensos. El asesino recorre el lugar y al llegar a un espejo, puede descubrir la identidad del homicida. Al reconocer su propio rostro, y sin poder lanzar un grito de terror, se despierta observando el mismo diminuto paisaje que lo acompaña desde el último mes.
Las pruebas fueron suficientes para incriminarlo en varios de los crímenes. Sigue sin perdonarse no poder controlar los impulsos del asesino que se alojaba dentro suyo. Un cuerpo y dos almas ocupando el mismo sitio. Una fuerza, que a causa del estrés de los últimos tiempos (según comentó el grupo de psiquiatras que lo atendían en prisión), fue ganando terreno en sus decisiones, sin tener influencias en el accionar del otro. Un Andrés Suanish que pretendía lo mejor para él (o para sí mismo, según el punto de vista). Un escritor que encontró en su alma gemela interna, la herramienta infalible que bregaba para entregarle fantásticas historias ficticias, que luego se encargaba de llevar a una realidad ajena e irreconocible para la verdadera víctima. Últimamente había renunciado a cualquier derecho que le permitiera deambular libre en la sociedad que ya se había encargado de juzgarlo. Por más que se trataba de un caso más, la prensa se había empecinado en sepultarlo. Sus críticos relucieron su placa de “se los habíamos advertido”, y los lectores que ya no le eran fieles, optaron por quitar de sus bibliotecas personales, cualquier vestigio de Andrés Suanish. Su familia continuaba visitándolo cada semana, tratando de convencerlo que accediera a la intervención de los mejores abogados para intentar una condena justa y que lo dejaran libre de culpa. Sufría de alucinaciones, y en secreto, mantenía conversaciones con su “otro Andrés”, tratando de encontrar esas explicaciones que nunca llegaban a sus oídos. En sus ratos libres, a pesar que gozaba de todo el tiempo libre, siguió ligado a la escritura para mantener viva esa parte de sí mismo de la que sentía orgullo. Leía mucho y comentaba con algunos de sus compañeros de piso, los títulos de antaño que marcaron un antes y un después de la literatura. Ya no sentía vergüenza de su persona y dentro de la unidad de “Homicidas con cuidados especiales” trataba de pasar desapercibido.
Por la mañana, en el patio trasero de la prisión, caminaba con las manos en los bolsillos observando el cielo con la ternura en su mirada digna de un niño. Cada tanto recordaba paseos en su parque, lamentando no haberlos disfrutado lo suficiente. Dentro del recinto, era un número como todos sus compañeros, y poco a poco, su mente fue borrando los restos que quedaba de lo que había sido alguna vez. Muchas mañanas se despertaba sin saber quién era, o qué hacía en un lugar como ese. Se levantaba con prisa y releía las páginas escritas la noche anterior que resumían su situación y su persona. Después de unos minutos sentado en la cama, los recuerdos se acomodaban y todo volvía a la normalidad; su normalidad. El vacío dentro de su alma paso a ser tan corriente, que se acostumbró a vivir sin aspiraciones, ni esperanzas. Creía que muchos de sus compañeros, se sentirían de igual forma. De nada servía mantener esperanzas cuando la muerte se avecina en persona, incluso cada vez que cerraba sus ojos para descansar sin lograrlo. Una parte de su alma dividida, presentía un final inmediato. A veces sonreía imaginando ese fin, liberándolo de toda culpa y responsabilidad. Cuando creyó que de alguna manera estaba siendo cómplice de ese asesino que lo atormentaba, no eran ajenas sus sospechas porque sí lo era. El ego fue más intenso que sus esfuerzos por dejar todo de lado. Pero una vez cometido el error, no tuvo oportunidad de regresar al punto inicial. Prefirió jugar el papel, que reflexionar sobre la moral de sus acciones. Tener los pies sobre el pedestal se sentía mejor que mirar a sus colegas desde abajo.
Andrés Suanish era conocido como “El Escritor de la Tragedia”, y sin dejar de lado ese mote, el destino se aferró a las circunstancias de darle el papel que mejor le quedaba en su propia historia. Los recuerdos del asesino que compartía su cuerpo, su mente, su alma y su espíritu, seguían ganando terrero en sus decisiones o pensamientos.
Reconoció su propia voz en aquel mensaje que dejó en su grabadora, cuando salió en busca de aquella sensación que dio inicio a las falsas esperanzas que se generaron a causa de su desesperación. Una vez que el coche atravesaba las puertas de su cochera, cuando iba en dirección al muelle, todo había sido diagramado por esa parte de él que no quería morir en el olvido. Esa parte desconocida, que obraba por mantener viva la dignidad que el tiempo se había encargado de borrar. ¿Cómo podía permitir que su nombre quedara enlazado al fracaso, a la desesperación, y a la resignación de no poder lograrlo? ¡No! ¡Andrés Suanish no era cualquier escritor! ¡Debería luchar hasta el final de sus días para resurgir de su decadencia!
La noche se adueñó de los últimos hilos de luz natural que ingresaban a su celda. La cena de ese día fue donado a voluntad de los comensales que ocupaban su mesa. El estomago cerrado, fue presagio de las largas horas que le quedaban por delante. Cuando intentó cerrar los ojos acostado en su cama, observando el techo de su hogar de un ambiente, el mensaje retumbó con más fuerza en sus oídos cada vez que se repetía.
“Vas a recibir cinco tragedias, cinco muertes, cinco historias. Creo que las necesitas mejor que nadie”.
Los restos de su mente, los que aun controlaba, lo llevaron de paseo por cada una de las situaciones que fueron destruyendo su capacidad de razonar y vivir su vida. La cabaña del Balatón, el Rio Santo y su Musa Inspiradora, La Noche de Estrellas, y el deceso de quién fuera su editor y compañero de lucha, fueron ocupando un número en la cuenta dramática de “sus tragedias”. Al revivir cada segundo agónico de esos dolorosos momentos, supo que la tarea no estaba terminada; los números no eran suficientes, como así su capacidad de evitar esa unidad de suma que llegara al tope impuesto por “su otra parte”.
Se sentó en una precaria silla y dejó que “su otro Andrés” fuera tomando protagonismo para quitarse de encima toda determinación que no le era propia. Lentamente fue quedando relegado de su raciocinio hasta que lo último que observó fue el guardia que se acercaba. Luego todo se tornó difuso hasta perder el conocimiento, sabiendo que estaba cerca de su quinta y última tragedia.