Capítulo 19
Se sintió aliviado. Después de dos semanas de extrema inspiración, su novela llegaba a su fin. Determinado por ese punto final que tan expectante aguardaba para culminar un arduo trabajo, venciendo sus propios fantasmas, y entregando lo mejor de sí mismo. Realizó las correcciones que creyó necesarias sin que hubiera segmentos largos que sufrieran tales modificaciones. La obra le gustaba tal como estaba, salvo por errores gramaticales groseros, que indicaban que el autor gozaba de una excitación poco común al momento de la escritura como para pasar por alto esos detalles.
Se detuvo frente al ordenador. Sólo le faltaba el capitulo final; ése que terminaría por atar los cabos sueltos de su historia. Le gustaba escribir así. Quería que cada lector, al llegar a las últimas páginas, tuviera que poner en orden la historia que él diagramaba tan metódicamente para confundir; pero que al leer el último tramo, todo giraba para que el relato estuviera en orden. De eso se trataba, de darle orden a las páginas para llevar al lector a una isla desierta, y que luego se enterara que no estaba solo, que otros llegarían también, guiados por un escritor que sabía, o mejor dicho, que tenía las herramientas para manipular su imaginación.
Un escritor como él, podía lograr hacerte llorar y reír al mismo tiempo; te sumergía en una noche de terror y de dolor sin hacerte mover de la silla en la que estabas sentado.
Tenía la manía de manipular sentimientos, al punto de llevar a sus seguidores a espiar varias veces por la ventana en pleno día de sol, para comprobar que realmente estaban solo. Eso significaba para él escribir. Desde el primer momento en que tomó una pluma y un papel, trató de llevar a quienes leyeran sus letras, a lugares o momentos inducidos por sus textos. Creía que un buen escritor, no era aquel que producía textos con frecuencia a antojo de los mercados; un buen escritor, era quien lograba en cada uno de sus trabajos, por pocos que fueran, meter a un lector en una historia como si se tratara de un personaje más.
Cacel estaba en su estudio de arte preparando una obra de montaje para un coleccionista de Kandinsky. A veces le pedían cosas extravagantes; ella como buena profesional con una gran potencialidad creativa, lograba reproducir los caprichos de cada uno de sus clientes al pie de la letra.
Victoria escuchaba música en su cuarto. Y aunque el estudio estuviese acustizado para evitar cualquier distracción, había abierto las ventanas para oír los testigos sonoros que indicaban que la casa tenía vida. Disfrutaba la visita de su pequeña. Le agradaba la idea de no sentirse desierto en esos momentos tan importantes, como lo eran estar a unos minutos u horas, de poner punto final a un trabajo tan esperado por él, por su familia, por sus lectores, y más aún por su editor.
Seguía tecleando en el ordenador portátil cada letra que conformaba cada palabra, que a su vez iban dándole forma a cada frase de ese último capítulo tan deseado.
Al finalizar el día, se encontró caminando de un lado al otro mirando la pantalla. Su escritorio estaba lleno de cosas que revelaban su estadía completa en el estudio sin salir: los restos del desayuno, los tres diarios que leía religiosamente cada mañana, el almuerzo que Victoria le había preparado y la merienda de la tarde. Estaba exhausto, cansado, los ojos le pesaban. Su día había comenzado cuando el sol todavía no daba presente, y aun así, se sentía feliz. La historia, que por regalo le llegó una tarde enmascarada en un extraño diario, daba sus primeros frutos. En una hora llegaría Mark Denisfer para leer el primer borrador, en lo que sería el último paso para darle luz verde al proyecto.