Capítulo 48

 

 

Como era habitual en el último mes, las lluvias intensas nacidas de un cielo caprichoso, se precipitaban tomando desprevenidos a quienes transitaban las calles de la ciudad.

Los dos apuraron el paso para resguardarse de la furia de la tormenta. 

—¿Qué pasó?—preguntó Luciana cuando Juan Andrés se paró en la esquina de la cuadra donde se llevaba adelante la muestra.

Juan Andrés puso cara de indiferencia y continúo corriendo tomando a su chica de la mano.

—Nada. Me pareció ver a alguien—contestó él.

Mostraron las tarjetas que su madre les había enviado por correo e ingresaron sin dificultades. Luciana estaba en su mundo. Trataba de acaparar todo lo que sus ojos permitían entre las variedades de obras a su disposición visual. Una mujer encargada del servicio de atención, les acercó dos copas mientras caminaban entre los concurrentes hacia el espacio reservado para Cacel.

Victoria los vio a metros del stand, Juan Andrés le hizo una seña para que no anunciara su llegada. Quería sorprender a su madre. Su hermana aceptó ser cómplice y disimuló. A lo lejos, mientras actuaba una coartada para Juan Andrés, vio cómo se acercaba la persona que deseaba ver esa noche. Su compañero de vuelo, se aproximaba hacia donde estaba.

Juan Andrés y Luciana se quedaron de pie frente a Cacel que ese momento acomodaba unas cosas dándoles la espalda. Al voltear, y al ver a su hijo, sonrió emocionada.

—¡Juan, mi amor! ¿Cómo estas hijo?–pronunció abrazándolo con efusión.

Él, lejos de sentir vergüenza por ese acto de amor puro, la abrazó con más fuerza. Estando lejos de donde vivían sus padres, la relación se restringía a llamadas telefónicas que no complementaban los gestos, ni emociones de un encuentro en persona. Un intercambio de afecto que limitaba las muestras de sentimiento mutuo. Juan Andrés le presentó a su novia con una síntesis de cómo se conocieron, la nueva faceta de su vida bajo un mismo techo, la visita confusa a Victoria. Cacel simpatizó inmediatamente con Luciana. Charlaron de arte, de combinaciones, de tendencias. Los tres intercambiaron opiniones sobre la muestra, sobre el viaje, y de su deseo por recomponer la relación con su padre. Cuando buscaron a Victoria, la observaron hablando animadamente con un apuesto joven vestido de traje, que Juan Andrés y Luciana conocieron inmediatamente.

—¿Ese no es…?—preguntó Juan Andrés, sin acordarse muy bien de donde lo conocía.

—¡Si, es el guía del museo del Castillo!—apuntó Luciana.

—¿Y qué hace acá?—bromeó.

Luciana lo golpeó con suavidad. Cacel observaba a su hija hablando con el joven con cierto orgullo. De vez en cuando, ella olvidaba por completo que su pequeña ya era una mujer con todas las letras.

Al notar las miradas taladrándole la nuca, Victoria se giró y vio a parte de su familia en una obra de teatro donde ella y Ángelo eran la principal atracción. Tomó al joven del brazo y lo llevó junto a ellos.

—Quiero presentarles a Ángelo. Viajamos juntos en el vuelo desde Brest—empezó Victoria.

Ángelo saludó a cada uno con un beso en la mejilla. La noche siguió su rumbo en un cálido ambiente. La familia Suanish gozaba de una relajante dosis de buenas costumbres. Pero un engranaje de ese mecanismo no permitía un funcionamiento sereno y armonioso. Juan Andrés dudó desde un principio si era su padre al que le pareció ver bajo la intensa lluvia antes de subirse a un taxi. Cacel se sentía incomoda ante la falta evidente de su marido. No quería preocupar a sus hijos, pero algo no andaba bien. Juan Andrés percibió esa actitud de su madre y se acercó para entretenerla y desterrarla de esa intranquilidad. Ella notó las intenciones y prefirió no dejarse convencer de algo que sabía no era cierto.

—Juan, ahora no es el momento. Hay algo que tienes que saber, y discúlpame si te parezco impertinente–dijo Cacel mirando fijo a su hijo.

—¿Están bien con Andrés?—fue lo primero que se le ocurrió.

Cacel reflexionó para no lastimar a su hijo con sus palabras.

—Nosotros estamos bien como pareja. El que no esta bien es él.

Juan Andrés quedó en silencio al no poder hablarle de igual a igual a su madre. Eran muchos los años que habían pasado desde la última vez que le dirigió la palabra a su padre, y no se sentía capacitado para aconsejarla con algo tan delicado con la salud, ni mucho menos si se trataba del estado de su progenitor.

—Quédate tranquila que todo se va a solucionar—pronunció con cierto dolor. – ¿Sabes dónde puede estar ahora? Todavía no lo vi.

Cacel buscó a la distancia sin poder encontrarlo, y sin esperar hacerlo.

—No. Sólo espero que este bien– dijo Cacel antes de abrazarlo nuevamente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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