Capítulo 15

 

 

 

El nosocomio no estaba atestado como en los días anteriores. Los pasillos reinantes de paz, dejaban libre el camino a los médicos que iban de habitación en habitación realizando sus recorridas.

El doctor cerró la puerta con sumo cuidado al entrar a la habitación de cuidados especiales. Hizo un paneo general de los pacientes que descansaban en las camas colocadas a ambos lados del pasillo por donde caminaba. Al llegar a la última cama, su semblante mostró ternura, preocupación y esa mirada que un padre tiene al ver llorar a un hijo. Vio la joven sentada en la silla, y sintió que el chico tenía la compañía que necesitaba en un momento como ese. Comprobó que todo mantenía su orden esperado y continuó.

—Esta vez la sacaste barata Martín—dijo Luciana con resignación.

Martín abrió los ojos despacio. Las luces en esos lugares siempre tenían un alto poder lumínico, quizás para que nadie se pierda ni un detalle, y no olvidaran donde estaban. Si perdías el conocimiento, y al abrir los ojos te encandilaban las luces, era un hecho que tu cuerpo descansaba en la cama de algún centro médico. Le dolían todos los músculos del cuerpo y la cara todavía hinchada por los golpes recibidos.

Si no fuera por ella, estaría solo. No tuvo el valor de preguntarle de qué manera lo encontró, porque a decir verdad, ni él sabía donde se encontraba, y apenas recordaba lo sucedido la noche anterior.

Giró su cabeza sobre la almohada con cierta dificultad, y se encontró el rostro que tanto bien le hacía ver en ese momento donde tocaba fondo, donde se sentía como un hombre sin rumbo, sin futuro.

—¿Cómo te sentís?– ella tomó su mano y acarició cada falange con movimientos dóciles.

Él sonrió avergonzado, y a la vez agradecido. Podía pasar la noche de copas y de alcoba con cualquier mujer de bajo estima que se cruzara en su camino descarrilado, pero quién ocupaba sus mejores momentos, era ella. La que lo dejaba ser, esa que escuchaba sus lamentos, cuando preso por el alcohol, dejaba su ser desnudo ya sea en el banco de una plaza, o en su habitación de condiciones inhumanas.

—Luciana, gracias por estar conmigo. Mi ángel no me abandona ni en mis peores momentos.

—Tu ángel algún día no te va a encontrar, y vas a estar solo. No espero que esta nueva caída te haga recapacitar, pero podrías tenerla en cuenta—ella soltó su mano evidenciando su enojo.

Martín volteó su rostro. El aparato que marcaba sus pulsaciones emitía ese pitido teatral, logrando sacarlo de concentración.

Luciana se levantó de la silla cuando entró una enfermera con el almuerzo en una bandeja que olía a nada que pudiera despertar el apetito de cualquier ser consciente de aromas y gustos, y que se animara a probar bocado.

—Mañana vuelvo, si es que hay un mañana en tus planes de vida.

La enfermera movió el brazo metálico para poder dejar la bandeja de comida, revisó los aparatos conectados al cuerpo del joven e hizo algunas anotaciones en la planilla colocada al pie de la cama.

—¿Se siente mejor?– dijo mientras escribía.

—Estuve en otras condiciones más favorables, pero sí, estoy bien.

—Si su evolución sigue buena como hasta ahora, mañana podrá volver a casa.

—Perfecto, no me gustan muchos los hospitales, y seguramente viendo mi historia clínica, habrá comprobado que vuelvo de vez en cuando. No por elección propia, el destino me empuja a volver.

—En eso tiene razón señor Vilches, una entrada más y le daremos el carnet de socio vitalicio.

La enfermera cerró la puerta y bajó las luces. Martín devoró con ansias ese plato carente de emociones culinarias. Cuando quiso leer la revista de coches que le había traído Luciana, se dejó llevar por el cansancio hasta quedar profundamente dormido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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