Capítulo 7
El pequeño departamento olía a sexo, cervezas, y a todo el hedor que un metabolismo pidiendo a gritos una tregua, pudiera emanar. Las sabanas rotas, el colchón en el suelo, su mobiliario pecaminoso, mostraban lo peor de un ser humano, que evidentemente carecía del mínimo amor hacia su persona.
Se levantó como pudo, sufriendo los vestigios de una noche de lujuria y alcohol. Venía acostumbrándose a la rutina desastrosa de un joven que no medía las consecuencias de sus actos. La mujer ocasional de la noche anterior ya se había ido, y al comprobar el contenido de su billetera después de buscarla en el fondo de una pila de trastos, notó que no se había retirado con las manos vacías. Se cambió en un santiamén con lo que pudo reunir de la montaña de ropa sucia. Otra vez llegaría tarde a su trabajo. No se acordaba de la cantidad de veces que su jefe le había hecho notar la falta de responsabilidad a la hora de cumplir con sus horarios.
La boca le sabía a tabaco. La luz del sol le lastimaba los ojos rojos de pecado. Caminó rápidamente las dos cuadras que lo separaban del lavadero de ropa en el que trabajaba desde hacía dos semanas. El lugar rebalsaba de clientas llenas de bolsas con sus porquerías sucias, disfrutando de la sutil posición social de pagar a alguien que se encargara de esa labor pesada en sus rutinas de alto perfil.
Dejó su mochila en la parte trasera del local, y con serenidad se puso su uniforme. Cuando se disponía a recibir una tanda de prendas a manos de una señora entrada en años molesta por la demora, su jefe salió desde atrás de la tienda invitándolo, de una manera muy poco amable, a reunirse con él en su oficina. Era una persona de unos cincuenta años por demás de reservada. Quedaba más que claro que no conocía a nadie de sus empleados, ni ponía la mínima voluntad en intentarlo; ni siquiera sabía su verdadero apellido, ése que le hubiera abierto las puertas de lugares más amenos para trabajar.
—Señor Vilches, no lo vi entrar hoy cuando abrimos la tienda. Eso sucedió hace apenas dos horas—su jefe miró la hora en su reloj pulsera.
Martín lo observó con odio. Desde el primer momento que lo vio en la entrevista, supo que no se llevarían bien; a decir verdad, a no ser con su madre y su hermana, no se llevaba bien con nadie. Todo el odio y el dolor que sentía, lo canalizaba de la peor manera que un ser humano tuviera a su alcance.
El joven trato de justificar su llegada tarde.
—Lo que paso, es que no encontraba la llave de mi casa. Intenté llamar, pero mi madre…
—La verdad, para ser sincero, estoy cansado de su actitud. No tiene porqué quedarse hasta el final del mes —dijo entregándole un sobre cerrado—. Acá esta la paga completa, puede llevarse el uniforme si así lo desea.
Martín se levantó, le arrebató el sobre de la mano con un movimiento brusco, y salió de la oficina dando un portazo que estremeció a todas las clientas y a sus propios compañeros.
Era el tercer trabajo que perdía en los dos últimos meses. No era que necesitara trabajar, podía volver a su casa, reconciliarse con su padre y tendría asegurado un buen pasar. Pero su dignidad era más fuerte que la pena que le daba llevar esa vida desastrosa.
Muchas veces, un llamado telefónico a su madre, le daba la posibilidad de acceder a una suma de dinero equivalente a todo un año de trabajo en lugares como el lavadero.
Le molestaba la incomodidad de llamar por dinero, no porque se la negaran, sino porque soportar los sermones que su madre le daba, muchas veces con fundamentos válidos, le hacían creer que algún día perdería la fortaleza de vivir sin el apaño de sus padres.
Caminaba bajo el sol de la mañana. Otra mañana sin nada que hacer. Sintió el dinero quemándole en su bolsillo, y observando el bar de la esquina de su casa, no dudó dónde depositar su mes incompleto de trabajo.