Capítulo 32

 

 

 

La llave se había trabado. Cuando fue a visitar a sus padres, la cerradura ya funcionaba mal, y no tuvo tiempo para cambiarla. Pocas veces se olvidaba el teléfono, siempre lo llevaba entre sus pertenencias. Si sus padres llamaban y no contestaba, podría llegar a armarse un importante revuelo. Tener a un hijo, y más si es mujer, viviendo tan lejos de casa generaba ciertas preocupaciones por parte de padres tan sobre protectores como los suyos. Y no era para menos. Cuando su hermano desechó toda reconciliación con su padre, él desvió toda su atención hacia ella. Sabía, y reconocía que el error jamás se podría enmendar. Por eso trató de reparar sus fallas como padre, depositando todo su amor en la única que lo respetaba como tal.

Cuando abrió la puerta y entró en su departamento a tropezones, el teléfono había dejado de sonar. En la desesperación por ver quien llamaba con tanta insistencia, golpeó el mueble y estrelló el aparato haciéndolo añicos contra el suelo. En la pantalla del pequeño aparato apenas se veía que el número era desconocido, por lo que la importancia del llamado disminuyó totalmente. Hacía varios meses que daba vueltas en su cabeza la idea de cambiar el aparato. El accidente le vino como anillo al dedo.

Mañana tenía un examen importantísimo. Pasada la mitad de la carrera; ésta le llevaba más tiempo de estudio por la complejidad de los temas que se trataban. Aunque le hacían estudiar cosas que jamás aplicaría cuando se recibiera, ella prefería tener buenas calificaciones. No quería defraudarse, ni fallarle a sus padres. A pesar que el dinero que su familia aportaba mensualmente para sus estudios, no significaba un problema económico de importancia, el orgullo de sentirse útil era por demás fuerte. Desde adolescente trató de destacarse en todo lo que realizaba. No era una competencia con sus amigas, familiares, ni las rivales ocasionales que se le cruzaron. Era su misión, y como tal, debía cumplirla por ella misma.

Las palabras que su hermano le pronunció el día que decidió tomar su camino y dejar de depender de la familia, le llegaron muy profundo. Así como Juan Andrés carecía de una figura paterna en la cual escudarse, Victoria también sufrió en parte esa falta. Su hermano era quien la protegía, quien la acompañaba. Los años que se llevaban inculcaron entre ellos un vínculo especial donde cado uno velaba a su manera por el otro. Victoria tenía 14 años cuando Juan Andrés partió. Un momento en la vida de un ser humano donde las decisiones siempre parecen equivocadas y sin fundamentos a falta de una experiencia de vida; y era allí donde más necesitó a su padre y a su hermano. Y como luchadora innata trató de enfrentar ese episodio triste, con agallas y con responsabilidad. Cuando su padre tomó consciencia del grave error cometido con su hijo mayor, Victoria ya había crecido lo suficiente para reprochar ese comportamiento.

Cada vez que un examen se presentaba, por insignificante e inútil pareciera, ella daba lo mejor de sí misma para demostrar sus conocimientos y su compromiso por la carrera. A simple vista parecía una mujer sensible y sin secretos. Revelaba en sus ojos una transparencia de cómo estaba compuesta su alma. Era hermosa e inteligente. Sentía demasiado amor aprisionado contra esa falta de oportunidad por encontrar a un hombre que mereciera su entrega de amor. Hubo muchos intentos por conquistarla, más ella fiel a sus convicciones, no se dejó seducir por personas hechas de promesas que sabían nunca iban a cumplir. Amigos le sobraban. Una persona con tal simpatía y bondad, no podía estar sola. Las personas que se acercaban veían en su ser una fuente de alegría y compañía.

El departamento que su padre le alquilaba por mes estaba ubicado a tres cuadras de la Escuela de Arte a la que asistía. Sola, entre las paredes que conformaban su espacio, podía disfrutar de su independencia con seguridad, y con la tranquilidad de sentirse libre. Preparó una ensalada de hojas verdes antes de repasar los temas del examen. Acostada en su cama, leía atentamente cada fecha, cada lugar donde la Historia del Arte dio sus primeros pasos. Los ojos le pesaban. Hacía un esfuerzo enorme por mantenerlos abiertos. Mientras luchaba contra esa falta de sueño que lentamente la vencía, los ruidos se fueron aislando, los colores se volvieron difusos y sin sentido. Dejó caer el libro al suelo y se durmió profundamente.

Los golpes desesperados en la puerta de entrada la exaltaron. Se levantó de la cama confundida, ya que el descanso a mitad de la tarde no formaba parte de sus planes. Caminó pesadamente hasta la puerta y al abrirla, encontró el ramo de flores que desde las ultimas semanas le dejaban con la misma nota.

 

“Sé que vas ser mía. Tu admirador secreto”

 

Victoria maldijo por lo bajo. No le molestaba el gesto del romántico impaciente. Le fastidiaba que la hayan despertado de esa manera. Como un acto reflejo, sintió el aroma de las flores y renovó las de la semana anterior en el florero de porcelana. No se molestaba en tratar de descubrir quién escatimaba en el gasto semanal de dinero para el regalo, ni en el tiempo que llevarlas hasta la puerta de su departamento significaba. Al principio se había ilusionado con el afectuoso gesto; al pasar las semanas, le daba pena alguien tan tímido que no era capaz de darse a conocer. La ternura pasó a un segundo plano ante las pesadas insistencias. Sus amigas, al contrario, la empujaban a que tome medidas para dar con el muchacho que quería ocupar su corazón, pero que no tenía las agallas de decírselo en la cara. No le gustaba ese tipo de juegos, al menos en esa medida exagerada. Volvió a la cama ya despabilada y continuó leyendo sus apuntes.

A tres cuadras de ahí, un joven con la sonrisa en el rostro, se agasajaba por volver a actuar sin ser visto por la hermosa Victoria. No era que le interesara la chica por más perfecta que pareciera, ella tenía algo que le importaba más que nada en el mundo: un famoso padre escritor que, según él, podría llevarlo a la cima cuando leyera la novela que había terminado de escribir hacía apenas dos meses. Nunca bajaría los brazos. Tenía un plan que al final lo dejaría en el pedestal glorioso de ser reconocido como el mejor. Cada persona es capaz de cualquier cosa por lograr llegar a la meta victorioso, aunque a muchos les cueste entender lo que “cualquier cosa” significa. El plan, por complejo que parecía, lo hizo viajar hasta Budapest donde el escritor terminaba de presentar su excelente novela luego de estar más de cuatro años fuera del circuito.

Aferró con ambas manos la bolsa de papel madera donde guardaba celosamente su manuscrito del que nunca se desprendía, y caminó entre la gente como un ser invisible.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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