Capítulo 66

 

 

 

Como acto reflejo, se quitó el reloj pulsera, jugueteó con él entre sus manos, y lo dejó sobre una pila de papeles. Mañana a esa misma hora, estaría poniendo punto final a uno de los proyectos que más a gusto lo hicieron sentir en los últimos años. Ser artífice de semejante acto cultural, lo satisfacía al máximo. Los demás miembros de su familia estaban relajados distribuidos en los ambientes de la casa. Cacel, leía una revista de decoración sentada en la alfombra de la sala frente al hogar que Juan Andrés se había encargado de mantener encendido. Victoria estaba en su habitación, seguramente hablando con ese muchacho del que todos en la casa hablaban, y que Andrés todavía no conocía. Según le prometió su hija, “el desconocido” asistiría al acto de presentación de los autores de la Fundación. Andrés sentía una pequeña ansiedad por saber quién ocupaba tantas horas del día en la mente de su pequeña. Juan Andrés y Luciana, preparaban una cena especial en la cocina.

Andrés observaba por la ventana del estudio que daba al parque. La noche fría, presentó una luna inmensa en el firmamento, que con su pálida luz adornaba cada rincón. Se sintió maravillado con la escena y de pronto, borrando todo vestigio de esa mano invisible que impedía que saliera afuera, tuvo ganas de adentrarse en la noche. Se abrigó, se puso una gorra de lana para cubrir su cabellera y lentamente bajó las escaleras utilizando un camino diferente al habitual para no cruzarse con nadie de su familia. Quería estar solo.

Cuando respiró hondo y el aire frio le llenó los pulmones, advirtió una extraña sensación que lo transportó años atrás donde era un joven con los bolsillos llenos de sueños. Por ese entonces fumaba para aplacar su ansiedad y su decepción, que para su dolor, se presentaba a menudo. Salió al pequeño parque de la casa donde vivía, a fumar un cigarro dejando libre su imaginación y pensando la mejor manera de salir de las preocupaciones mundanas que lo acechaban con rigor. La cabeza le daba miles de vueltas, lo llevaba a sitios donde jamás había estado, y al cerrar los ojos, se veía en ese lugar por el cual estaba peleando con una constancia digna de un luchador de intensas e interminables batallas. Siempre se consideró un luchador; junto a Cacel, hacían una pareja que peleaba a capa y espada por esos sueños que después de tanto tiempo alcanzaron.

Caminó con serenidad por los espacios del parque. Se detuvo al pie del estanque y quedó observando el agua en su perpetua quietud. El vello en la nuca se le erizó y eso significaba una cosa: lo estaban observando. Su familia le daba rienda suelta a sus movimientos, pero hasta una cierta medida. Se sentía como un niño al que su madre no lo dejaba un instante sin saber dónde estaba y qué hacía. Eso fue lo último que advirtió: la sensación de ser otra vez un niño con peligro de lastimarse sin tener plena consciencia de sus acciones.

Cuando abrió los ojos, estaba empapado en lágrimas, sentado contra un árbol que cubría su porte, y de espalda a la casa. No quiso girar para no sumar vergüenza a su acto involuntario. Se imaginaba a Cacel, reunida con sus hijos junto a la ventana, observando a su padre caer en el nuevo infortunio. Antes de girar, luego de reunir el valor suficiente para hacerlo, la luz sobre el césped le cambio el rostro. Su celular estaba abierto, con una comunicación todavía en curso. Tomó el aparato con la mano temblorosa, y sin hacer el mínimo ruido, cortó la llamada. Seguramente Cacel, al perderlo de vista en el parque, lo llamó para cerciorarse de su intacta existencia. ¿Lo habían llamado? ¿Habría llamado él? ¿A quien? Cuando navegó en el menú del teléfono comprobó, para su sorpresa, que sin saber cómo, ni porqué, la llamada saliente desde su número fue dirigida al teléfono particular de Mark Denisfer.

Se levantó pesadamente, se sacudió los restos de césped y tierra de su pantalón, y regresó hacia la casa con la mente aturdida de pensamientos. Desde abajo, notó la sombra en su estudio. Las sospechas que algún miembro de su familia fue testigo de su ausencia temporal, quedaron demostradas.

Dentro de la casa, Cacel se secó una minúscula lágrima, antes de bajar al comedor donde el resto de la familia esperaba por ella y su  marido. Bajó las escaleras con aire disimulado. Pensó en la llamada que acababa de hacer, después de ver que su marido, inconscientemente, pedía a gritos desesperados una ayuda que sólo ella podía darle. Pilar no cuestionó para nada la medida que había tomado la esposa de su paciente más notable. Cacel no se arrepintió de su decisión; si la única capaz de salvarlo de propio accionar era ella, lo haría sin vacilar. Y si el único camino viable, significaba tomar medidas drásticas para aliviar su mente perturbada, el primer paso ya había sido dado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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