Capítulo 70

 

 

 

Eduardo Cramer jugaba con los controles de la consola. Una a una, según su accionar, iban cambiando las imágenes de los veinte monitores de alta definición, dispuestos en torno a una serie de instrumentos sofisticados que controlaban los dispositivos colocados en cada rincón de “La Gran Sala”. Una Central móvil con un sistema independiente ultraliviano que comprendía cámaras de alta resolución, micrófonos de sensibilidad, y otros curiosos artilugios de seguridad. En ese diminuto espacio donde montaron la improvisada sala de monitores, se entremezclaban los aromas de los cigarros y de la fragancia del intenso perfume de Cramer. Si fuera por él, seguramente estaría reunido con su grupo de póker, en torno a una mesa con un paño verde llena de vasos de whiskey y de ceniceros rebalsados de colillas de habanos cubanos. Sólo deseaba que las cuatro horas que le aseguraron que duraría la velada, pasaran rápidamente. Fastidioso, pero con la única satisfacción que al terminar la noche ganaría el triple de lo que ganaba en un mes entero.

Cuando recibió la llamada en su oficina ubicada en la última planta del edificio que “Cramer Security” poseía en el centro de la capital, se sorprendió por las demandas de su contratante. Al momento que Andrés Suanish pidió su exclusiva presencia en la sala de monitores, se negó rotundamente. En un acto de perseverancia, el autor le hizo una oferta por cuatro horas de trabajo que Cramer no supo rechazar; se hubiera negado hasta ver a qué cifra llegaba Suanish, pero decidió no correr el riesgo. Aunque su “Cramer Security” ya no necesitaba de las bondades económicas ni publicitarias de nadie, Eduardo Cramer, el CEO de una de las empresas de seguridad más confiables y recomendadas en las altas esferas de  lo mejor de la sociedad a la que pertenecía, estaba teniendo demasiados gastos con sus excéntricas pretensiones. Una persona con los contactos y las influencias de Andrés Suanish, indudablemente colaborarían en solventar esos gastos excesivos. 

Miró su reloj pulsera y comprobó que solamente habían transcurrido treinta minutos. Encendió otro cigarro y se sirvió dos medidas del importado, porque él también tuvo exigencias a la hora de su contratación. Mientras lanzaba el humo hacia arriba, observó por enésima vez, las imágenes que aparecían en los monitores con el mismo aire desganado. Era una persona acostumbrada a no estar encerrado mucho tiempo, y mucho menos si era contra su propia voluntad. Se paró a estirar las piernas; estar en una misma posición durante un lapso prolongado, le entumecía los músculos. Iba a decirle a su ayudante que ocupara su lugar mientras él saliera a tomar un poco de aire fresco, cuando sonó su teléfono móvil con una exquisita melodía.

Habló menos de un minuto y su semblante cambio por completo. Se acomodó el saco, y roció su cuello con la misma fragancia que inundaba la sala.

—Toma la posta David. Salgo unos minutos. Tengo a una bella mujer esperando afuera. Salvado por la campana. No soportaría estar encerrado ni un minuto más. Cualquier cosa rara, me llamas. Y espero que no me llames por algo que no pueda solucionarse. No creo que en esta mierda pase algo que valga la pena.

El joven de unos treinta años, tomó su lugar y fue yendo de una pantalla otra con la mirada.

—No creo que sea necesario señor. Todo se ve muy tranquilo —objetó el joven con aires de grandeza.

Cramer salió de la habitación, dejando a David sintiéndose el tipo más importante sobre la faz de la tierra. Esta acción, seguramente lo llevaría a ocupar alguna oficina del último piso del edificio Cramer donde estaba el directorio. Sonrió mirando el rostro de preocupación que mostró Andrés Suanish. El escritor miraba de un lado a otro. La multitud había estallado en un aplauso generalizado que lo aturdía. Suanish amagaba a salir corriendo hacia la zona trasera del escenario. ¿Qué estará pasando? ¿Sería parte del acto esa muestra de terror en los ojos del galardonado escritor? Miles de preguntas daban vueltas en su cabeza, deseando saber qué hacer antes de llamar inútilmente a Cramer. Aumentó la imagen hasta detenerse en el rostro de Suanish, cuando sintió la puerta de la sala de monitoreo que se abría lentamente. “Gracias a Dios”, pensó. Cramer se haría cargo de la situación y lo dejaría libre de culpas si algo salía mal.

—Señor Cramer, creo que algo raro esta pasando—comenzó a decir.

Al girar la silla ante la falta de respuesta, vio al extraño que le apuntaba con un arma. Antes que pudiera tomar el teléfono para pedir ayuda, antes de poder siquiera moverse, el hombre que lo mantenía preso de su control, le apuntó a la cabeza, y luego de oír un desconocido zumbido, cayó de espaldas sobre el tablero de controles.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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