Capítulo 50
El cielo despejado, y los primeros rayos de sol colándose por las ventanas, dieron tregua a aquellos que la noche anterior soportaron el castigo de la naturaleza. Casi no había podido dormir nada. Las horas anteriores, por demás de difusas, no le permitieron liberar su cuerpo y su mente a ese descanso reparador que tanto necesitaba. Por más que deseaba dejar su espíritu en estado de relajación, había otra persona que la necesitaba más que ella misma.
La noche de la muestra, lejos de los problemas que surgieron, fue positiva en cuanto a lo laboral y lo artístico. Sus trabajos fueron bien vistos por los coleccionistas y por los marchantes que la dejaron con el stand vacío. Algunas pinturas, con seguridad, ya quedaban perpetuas en alguna pared de algún estudio, o de salas de estar de los adinerados que pagaron grandes sumas por ellos; otros, viajaban en la bodega de aviones comerciales o de jets privados camino a su destino final. Hasta el apuesto compañero de su hija, desembolsó una importante suma de siete dígitos por una de sus más bellas creaciones. No quiso indagar con Victoria, cómo un empleado de un museo pudo acceder a ese trabajo que varios reconocidos coleccionistas pretendían tener entre sus obras. Supuso que era pariente cercano de alguien poderoso del museo, y que ese día ofició de guía por simple favor.
El desayuno había llegado hacía unos minutos. Haciendo malabares, abrió la puerta de la habitación donde su marido se recuperaba de otras de sus crisis, llevando la bandeja, y tratando de no hacer ruido. Apoyó la bandeja en la mesa, abrió la ventana, y acomodó los diarios matutinos. El suave golpe en la puerta de entrada, casi la hizo tirar el café en la alfombra. Giró rápidamente para ver si Andrés, se había despertado por la llamada.
Al salir de la habitación, cerró nuevamente la puerta con sumo cuidado.
—Mamá, ¿Pudiste dormir algo? Aunque mirando tus ojos, diría que no —preguntó una Victoria con evidencias de haber tenido la misma suerte que su madre.
—Parece que somos dos—contestó Cacel invitándola a sentarse.
—¿Todavía duerme? ¿Pudieron hablar algo?—inquirió la joven con tono de preocupación.
Mientras se sentaron, Cacel le sirvió una taza de té.
—No quise molestarlo. Sólo me encargó los diarios locales. ¿Hablaste con Juan?
Victoria negó con la cabeza dando un sorbo a la infusión.
—Estaba muy preocupado. Están en el departamento. Vienen en unos minutos.
Cacel se quedó mirando por la ventana, hasta que la mano de su hija en su rodilla, la hizo girar. Tenia lágrimas en los ojos.
—Mamá, no te pongas mal. Todo va a salir bien.
Las dos se abrazaron. Alguien volvió a golpear la puerta.
—Deben ser Juan Andrés y Luciana—dijo Cacel cuando se levantó a abrir.
Cuando Cacel apareció nuevamente en la sala, el ramo de flores le cubría el rostro por completo.
—Lo quieren mucho– sentenció Victoria.
Su madre, buscó la nota que traían las flores. Con expresión de intriga, le entregó el ramo a su hija. Victoria lo tom, suponiendo que eran de parte de Ángelo.
—No son para él. Se ve que el joven de anoche no pierde tiempo. Aunque un poco persuasivo, es un gesto bonito—dijo Cacel.
El gesto de ternura de Victoria cambió radicalmente. Al leer el mensaje que traían las flores, no podrían ser de Ángelo. Él le demostró ser una persona respetuosa, cariñosa, y con una galanura que toda mujer quería encontrar en un hombre. La nota era más bien amenazante. Estaba atemorizada porque los mensajes le trajeron recuerdos de Brest. Una persona era capaz de mandarle esas flores manchadas de persecución, de obsesión, y de un terror camuflado en el colorido de las rosas rojas.
—Victoria, ¿Te encuentras bien? —preguntó Cacel al notar el gesto de su hija.
La joven dejó caer el ramo en el piso de madera.
—No son de Ángelo. No puedo creer que sepa donde estoy. Y lo peor de todo es que esta aquí en Buenos Aires.
—¿De quién hablas hija? ¿Quién esta en Buenos Aires?