Capítulo 54

 

 

 

 Victoria estaba flotando en las nubes por dos razones. El almuerzo con Ángelo fue lo más romántico que alguna vez vivió, y eso le sirvió para comprobar que su instinto de mujer era de fiar. Había tenido el presentimiento extraño, cuando lo conoció en el vuelo a Buenos Aires, que con esa bella persona pasaría gran parte de su vida; por otra parte, estaba literalmente en las nubes ya que estaban a mitad de camino aéreo para llegar al Valle.

Miraba a través de la ventanilla, pensativa, soñadora. Las yemas de sus finos dedos, acariciaban una medalla de San Cataldo que Ángelo le obsequió antes de dar el hermoso discurso donde declaró las intenciones de ocupar su corazón. Su hermosura física y espiritual siempre le facilitaron las cosas a la hora de moverse por el mundo y relacionarse con sus pares. Muchos amigos, reclamaban su presencia y sus consejos tan a medida, cada vez que se encontraba en algún lugar del mundo donde cosechaba fieles amistades. Su corazón no había sido explorado por nadie, y sentía que Ángelo, podría ser el indicado para adentrarse a la aventura. Le pareció sincero, transparente y muy buen mozo. Al comienzo del almuerzo, el silencio premonitorio de los enamorados a punto de declararse amor eterno, se presentó ante ellos, sumiéndolos en la dulce espera de esas palabras que aguardaban expectante salir de sus bocas y sus miradas.

Su madre y su hermano, prácticamente habían aprobado la presencia de Ángelo en su vida. Andrés, todavía no había tenido la oportunidad de conocerlo en persona. Juntos, habían programado una cena donde lo presentaría como a un amigo, aunque nadie creería el título. Victoria pocas veces invitaba a personas del sexo opuesto a su casa, mucho menos a cenar.       Ángelo aun se encontraba en Buenos Aires. No deseaba alejarse mucho tiempo, y ella también lo deseaba de esa manera. Tramitaba la adquisición de una finca cercana a la casa de los Suanish en El Valle, y eso la hacía sentir feliz. Podría compartir toda una vida con él, pero un verano completo era un buen punto de partida. Disfrutaba el viaje, el asiento reclinado, la revista que leía, respirar, la unión de su familia; disfrutaba todo lo que hacía, la sensación en su estomago era especial y agradable.

Giró su cabeza, donde tres butacas más atrás, observó sonriente a padre e hijo charlando animadamente. Juan Andrés y su padre, se ponían al día de todo lo vivido en ese lapso de ausencias mutuas. A su lado, su madre descansaba. Para ella la estancia en Buenos Aires era inolvidable, ya sea por la muestra de diseño, por el rencuentro, por su acercamiento con Ángelo. Admiraba la fortaleza de ambos. Un padre que admitía los errores cometidos, que tenía plena consciencia que la vuelta del tiempo perdido era imposible, pero que estaba dispuesto a pedir perdón y a reivindicar sus faltas. Y por otro lado, un hombre que sufrió en carne propia el desarraigo, la falta de su familia, y que tuvo que aprender a nadar en la incertidumbre de no saber qué camino tomar. Por el parlante, el capitán anunció la inminente llegada. Sólo quedaba subirse al coche que los llevaría a casa, y una vez allí, vivir el preciado momento que tenía entre sus manos.

En la misma aeronave, pero mucho más atrás que ella y toda su familia sentada en las cómodas butacas de la primera clase, alguien pedía por favor que volvieran a llenarle el vaso con vino. Cuando los nervios invadían cada centímetro de su cuerpo, se le secaba la garganta y le imposibilitaba balbucear palabra alguna. El escritor enamorado del parentesco de Victoria, abrazaba su manuscrito como si fueran los mismísimos textos del Mar Muerto. No tuvo la oportunidad de alojarse en un hotel decente, no pudo asistir a la muestra de diseño, y las restricciones económicas de su limitadísimo bolsillo, no le permitieron frecuentar los lugares exclusivos donde se trasladaba la familia Suanish. Lo que no olvidaba, por más que intentara pensar en otra cosa, fue el beso apasionado que se dieron Victoria y ese extraño en el restaurante del puerto. Traer esos instantes al presente le dieron nauseas, y con toda la vergüenza del mundo descargó su ira en la bolsa plástica que colgaba en el asiento. Ese beso le borró una parte optimista que lo empujaba a seguir con su plan. No permitiría que su sueño le fuera arrebatado. Lucharía contra cualquier cosa que se ponga en su camino, aunque eso significara sacar a la luz lo peor que guardaba en su tormentoso interior.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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