Capítulo 31

 

 

 

Martín se movió en la cama. Luciana lo observaba con ternura como cada vez que lo veía dormir. Eran amigos íntimos, pero jamás habían compartido una noche romántica. Intimaban en otros sentidos. Cada uno, desnudaba su alma frente al otro. Se conocían como si se hubieran poseído mutuamente. Las vidas que vivieron, fueron tormentosas, traumáticas; cada uno había sufrido en carne propia el abandono, la tristeza del desamparo familiar, y por sobre todas las cosas, no tuvieron la oportunidad de hallar una guía que aplacara el difícil arte de vivir. Desde el día en que se conocieron en aquella plaza, algo afloró entre ellos. Estaban tan enamorados, que el miedo de lastimar al otro, no permitía que el otro se diera por aludido.

El departamento no era el mismo. Ahora daba gusto sentarse en los sillones nuevos y estar dentro de los ambientes arreglados. La cocina brillaba. Las sillas nuevas estaban colocadas junto a una ventana para que Martín pudiera ver un poco del paisaje exterior sin remordimientos. Desde esa tarde de compras, y luego del episodio donde Martín se quebró en sus brazos, había pasado una semana completa. Luciana lo acompañó en todo momento. Le preparaba la comida con las recomendaciones del medico que lo atendió. Seguía al pie de la letra la administración de medicamentos. Lo mimaba, lo protegía, lo hacia sentir importante, amado, querido. Trataba de quitarle el peso del pasado de sus espaldas para que el futuro que espiaba desde la esquina, lo encuentre con fuerzas y con el ánimo de saber que nada pudo derrotarlo. Jamás hubiera pensado que ese ser humano tan frágil como de fuertes sentimientos, fuera el hijo del famoso y reconocido autor literario. Juan Andrés Suanish, que ya le había revelado el nombre que le daba vergüenza portar, le contó detalladamente los instantes más difíciles que le tocaron vivir de niño y adolescente. Luciana no podía creer que ese ser carismático y con tan buenas credenciales, fuera capaz de actuar así con su propio hijo. Supo desde siempre los problemas a los que Juan Andrés tuvo que enfrentarse; pero que el provocador de esa reprimenda por un poco de afecto, fuera el famoso escritor, no entraba en su cabeza.

El joven no sentía ánimos de salir a la calle. Pensaba y pensaba, cómo era posible que tanto odio aflorado en su pecho, lo tuviera postrado en una cama. Se sentía bien en parte, tener de compañía a la mujer que amaba desde el silencio, lo confortaba en cierta medida. Luciana, por su parte, seguía llevando la vida de antes del episodio, pero a la hora de volver “a casa”, siempre regresaba junto a Juan Andrés.

—Creo que no vale la pena dejar todo atrás. No es bueno olvidar del todo los momentos desafortunados; pero tampoco es aconsejable llevarlos a cuesta todo el tiempo. Nos formamos de muchas cosas buenas y también de cosas no tan agradables. Eres esto que veo ahora. Esta persona que sufre y se lamenta por un padre que prefirió su carrera al amor de un hijo.

Juan Andrés meditó un momento las palabras de Luciana mirando hacia afuera acostado en la cama.

—Ya entiendo adonde quieres llegar. Yo agradezco todo esto que haces por mí. Si no fuera por ti, no se donde estaría ahora.

—Si yo no estuviera aquí, no es exactamente lo que esta pasando. No quiero que dibujes bosquejos de tu vida con cosas que no pasan. Es como si armaras una obra de teatro que nunca va a salir a escena. ¿No te parece un poco inútil?

—Claro que sí. Desde chico aprendí a manejarme solo en la vida. Mis errores y mis aciertos, son consecuencia de la falta de experiencia y del aprendizaje tardío. Algún día voy a recordar todo esto y sabré  que fue parte de mi vida.

—Bueno, ahí estamos avanzando un poco. Por lo menos sos consciente que todo lo que pasa, nos pasa por algo. Quizás nos ponen a prueba de lo que somos capaces de hacer para salir adelante.

Luciana se acercó y lo besó en la mejilla.

—Voy a preparar algo para almorzar. Lo único que falta es que te debilites por no comer. Te sugiero que te levantes, te des una ducha, te afeites y empecemos de nuevo. ¿Estas de acuerdo? Y no me hagas enojar; nunca me viste enojada.

Juan Andrés sonrió y asintió con la cabeza. Ya era hora de ponerse de pie nuevamente y enfrentar su destino para poder vivir la vida. Antes de salir, Luciana se dio vuelta.

—Hay algo que no te dije. “Juan Andrés”… suena más interesante. Disculpen, vengo a ver al señor Juan Andrés…– pronunció en tono de broma.

Él contestó a la broma, tirándole un par de medias que golpearon contra la puerta.

Luciana terminó de acomodar cada cubierto en la mesa y esperó que Juan Andrés saliera del baño. Una vez que estuvo todo en su sitio, colocó un disco compacto de música instrumental para almorzar. En el departamento no había televisión; ambos compartían la idea que el dialogo es fundamental en la relación entre semejantes, y el aparato encendido, muchas veces limitaba la posibilidad de comunicarse.

Juan Andrés la sorprendió por detrás dándole un tierno beso en la mejilla. Le llamó la atención las dulces melodías que salían de los parlantes y quiso saber de qué se trataba. En una repisa donde estaba el equipo de música junto a una pila de otros discos compactos encontró la respuesta

—¡Excelente elección mi amor! —dijo él mientras movía sus manos  imitando a un director de orquesta.

Se detuvo a observar las fotografías que juntos colocaron sobre el mueble cuando ordenaron todo el departamento. Pero una en particular acaparó toda su atención. En la instantánea, Juan Andrés y su hermana Victoria hacían muecas graciosas detrás de un gran copo de azúcar. Recordaba aquella tarde como una de las más especiales. No pudo evitar sonreír al traer aquellos instantes a la realidad. Y comprendió que durante los últimos encuentros que mantuvieron, él se mostró tosco e inmerso en una depresión imposible de ocultar. Deseaba que Victoria lo pudiera ver en ese momento. En parte para agradecerle todo el amor que siempre le brindó y por haberle prestado el hombro para llorar. Tuvo el impulso de llamarla por teléfono y saludarla, saber cómo estaba y decirle lo mucho que la añoraba. Al ver a Luciana sentada a la mesa esperando, una idea comenzó a flotar en su cabeza. Era hora que Victoria sepa que su hermano ya no era el de antes, y que todo se lo debía a una sola persona.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El escritor de la tragedia
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