Capítulo 30

El cañón de la pistola de Denton parecía más grande y profundo que la deuda nacional. Los ojos grises de Denton brillaban al mirarme, y la decisión de apretar el gatillo los atravesó como un rayo. Antes de que lo hiciera, le miré fijamente, me incliné hacia él con un repentino grito de dolor en las sienes y lo encerré en una lectura de almas.

Como siempre, fue una sensación precipitada, un movimiento hacia delante y luego hacia abajo, como si se me tragase un remolino. Metí la sensación en la cabeza de Denton, y una breve sombra de duda cruzó mi mente.

Quizá habría sido mejor dejar que me disparara que entrar en el alma de Denton.

No puedo describir muy bien lo que encontré. Intenta imaginar un lugar, una estructura hermosamente ordenada, como el Partenón o Monticello. Imagina que todo está equilibrado, que todo está proporcionado, que todo es suave y seguro. Ponle cielos azules, prados verdes, nubes blancas, flores, y niños corriendo y jugando.

Ahora, añade doscientos años de desgaste natural. Quítale el brillo a los bordes de la foto. Redondea un poco las esquinas. Imagina manchas de agua y lugares erosionados por el viento. Pinta los cielos de marrón y ponles niebla con humo. Mata los prados y sustitúyelos por hierbajos altos y feos. Corta las flores y, en su lugar, deja solo rosales secos, esqueléticos. Convierte a los niños en adultos alcohólicos de rostros demacrados por la desesperación y el odio, y colorados por la bebida; y a las niñas en rameras cansadas, hastiadas, de rasgos duros, ojos fríos y calculadores. Dale a ese bello lugar un aura de cólera y abandono salvaje, donde los transeúntes miren las sombras como gatos salvajes, dispuestos a abalanzarse sobre ellas.

Y luego, después de todo eso, después de que todas las dificultades del mundo que habita un poli estén justamente representadas, cubre todo con un lodo espeso y pegajoso que huela como los pantanos y demás lugares que atraen a las moscas pardas. Dale una mano de pintura que resalte la mugre, el deterioro, la desesperación que lo rodea, que lleve ese doloroso deterioro a su máxima expresión. El lodo hace las cosas más fuertes, más amargas, más putrefactas, más pestilentes.

Ese era Denton por dentro. Un buen hombre, hastiado por los años y envenenado por el poder que le estaba controlando, un buen hombre que había sido enterrado, y del que solo quedaba la mugre y la putrefacción. Hasta que la existencia del hombre que había sido solo era un recuerdo amargo que hacía que el tipo que ahora era pareciera aún más perdido.

Entendía el dolor y la rabia de Denton, y entendía que el poder oscuro que había tomado le hubiera llevado hasta el límite. Había una imagen suya arrodillado a los pies de alguien mientras le daban un cinturón de piel de lobo, y luego desapareció. Conocer al hombre que había sido una vez me hizo entender a la bestia en que se había convertido, toda la violencia, el hambre y el ansia.

Las lágrimas me rodaron por las mejillas, y me estremecí violentamente. Podía compadecerme de Denton y de los otros, pero ahora, más que nunca, me asustaban lo indecible. La lectura de almas me había regalado unos cuantos segundos, pero ¿bastarían para evitar que Denton me volara la tapa de los sesos?

Denton me miró fijamente cuando la lectura de almas terminó. No estaba reaccionando bien a lo que había visto dentro de mí. Estaba pálido y le temblaba la mano. El cañón de la pistola oscilaba de un lado para otro. Levantó la otra mano para limpiarse unas gotas de sudor frío de la cara.

—No —dijo Denton, y vi el blanco de sus ojos alrededor de su iris gris—. No, mago. —Levantó la pistola—. No creo en el Infierno. No te lo permitiré. —Entonces gritó a todo pulmón—: ¡No te lo permitiré!

Me puse tenso, preparándome para un fútil intento de apartarme del camino de una bala veloz.

—Sí —dijo una voz tranquila—. Lo harás.

Un punto rojo brillante apareció justo en medio del pecho de Denton, alegre como una luz de Navidad. Giré la cabeza y vi a Marcone andando a través del césped con su arma apuntando firmemente a Denton, y Hendricks a su lado. Los lacayos de Denton miraban a Marcone con ojos brillantes. Murphy estaba estirada en el césped con los pies hacia mí y la cabeza a un lado. No podía ver en qué estado se encontraba, y el miedo y la frustración se apoderaron de mí.

—Marcone —dijo Denton. Se puso derecho y entrecerró los ojos—. Escoria traicionera.

Marcone chasqueó la lengua.

—Nuestro trato era que me lo traería vivo. No que lo ejecutaría. Además, quizá debería repensarse la decisión de usar sus propias armas. Deje que MacFinn le mate cuando llegue.

—Si llega —gruñó Denton.

—Mis observadores —dijo Marcone— me dicen que los animales que envié con ellos se han vuelto locos de miedo hace un par de minutos, a cinco kilómetros al oeste. Creo que no tardará mucho en llegar, señor Denton. —Sonrió abiertamente, pero sus ojos verdes del color del dinero se endurecieron—. Ahora, ¿podemos dejar de pelearnos y concluir este asunto?

Marcone bajó el rifle y apagó la mira láser.

Denton me miró a mí y luego a Marcone, y vi la oscuridad detrás de sus ojos, lista para salir.

—Marcone —dije—. Dispárele. Ahora.

—Creo que ya hemos tenido bastante con sus intentos de «divide y vencerás», señor Dresden —dijo Marcone con voz aburrida—. Acepte su derrota con elegancia.

Denton esbozó una sonrisa lenta mientras seguía apuntándome a la cabeza. Levanté la voz un par de notas de alarma.

—Lo digo en serio, John. De verdad. Lo único que quieren es matarle.

—Qué consuelo más vulgar —respondió Marcone—. Agente Denton, tenemos que ocuparnos de un par de detalles. Baje la pistola y ocupémonos de ellos.

—No creo —dijo Denton. Y apuntó con la pistola a Hendricks y empezó a apretar el gatillo. La pistola rugió tantas veces, tan rápido, que no sé cuantos disparos hizo.

Hendricks se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas, por la fuerza de las balas que le golpeaban. No tuvo tiempo de retorcerse, y mucho menos de gritar, y cayó como si fuera un árbol talado. Lo sentí en la tierra cuando su enorme cuerpo golpeó el suelo.

Marcone comenzó a levantar su pistola, pero Wilson y Harris se abalanzaron sobre su espalda y lo tiraron al suelo, golpeándole con los puños. Marcone se revolvió como una anguila y logró escabullirse, pero Denton le cortó el paso y le clavó la pistola en la cara.

—Ya basta —dijo con voz ronca—. Cogedlos a todos y llevadlos al foso. MacFinn llegará en cualquier momento.

Aproveché la oportunidad para intentar escabullirme sin que me vieran, pero un par de piernas desnudas, musculosas y femeninas se interpusieron en mi camino. Las recorrí con la mirada, pasando por la falda hasta llegar a un magnífico torso de pechos desnudos rodeado de un cinturón de piel de lobo, y luego a una cara dominada por unos ojos que se habían vuelto espeluznantes, por la falta de cualquier atisbo de sensibilidad. Benn me sonrió, me puso un pie en el hombro herido, y con un giro sádico de su tobillo y un empujón de su pierna musculosa me envió una punzada de dolor agudo que me recorrió todo el cuerpo, haciendo que me desplomara en el suelo.

Recuerdo que me arrastraron por el terreno. Entramos en el círculo de árboles de hoja perenne, y recuerdo que pensé que cualquier sonido procedente de aquel círculo de pinos quedaría amortiguado por sus ramas y sus agujas, y más aún por los árboles que rodeaban la propiedad, así como por el alto muro de piedra. Los disparos, por ejemplo, seguramente ni siquiera se oirían fuera de la propiedad. Fue el pensamiento más lúcido que tuve mientras mi hombro explotaba.

Lo siguiente que recuerdo es que alguien me empujó bruscamente hacia delante. Caí de bruces en la gravedad desapasionada, y cuando por fin pude aspirar, toqué agua. Solo tenía unos quince o veinte centímetros de profundidad, y el fondo estaba cubierto de barro suave. Primero me sentí un poco mal por estropear mi abrigo de cuero, pero luego me hundí en el agua. Mis manos se deslizaron por el barro y se quedaron allí clavadas. El agua fría borboteaba alrededor de mi cara, y durante un momento sentí una sensación agradable en el hombro herido.

Alguien me agarró por el cuello, me sacó del agua y me sentó. Las manos me sujetaron para que no me cayera, y me quedé allí sentado con la cabeza dándome vueltas hasta que pude alzar la vista para ver quién era.

Murphy puso una rodilla en el agua y me echó para atrás el pelo húmedo.

—Dresden —dijo—. ¿Estás bien?

Miré a mi alrededor. Estaba en el fondo de un foso enorme, un cuadrado de unos seis metros de profundidad y el doble de ancho. El agua embarrada, quizá por la lluvia, cubría el fondo del foso, y la luna teñía su superficie de color marrón plateado. Directamente encima del centro del foso, a unos doce metros por encima de mí, había un cuadrado de tablones de madera de unos dos metros por dos. Era la plataforma de un cazador, suspendida por unas cuerdas que salían del círculo de árboles de hoja perenne que rodeaban el foso. Vi las copas de los árboles contra la luna y las nubes.

—Dresden —repitió Murphy—. ¿Estás bien?

—Estoy vivo —respondí. La miré durante un segundo y luego dije—: Creí que te habían matado.

Sus ojos azules brillaron un instante. Tenía el pelo alborotado, y sus vaqueros y la camisa de franela estaban arrugados y empapados de agua embarrada. Temblaba de frío.

—Yo también lo creí. Pero pararon en cuanto Denton te cogió, y me tiraron aquí. No entiendo por qué no lo hicieron ellos mismos, en lugar de dejárselo a MacFinn.

Hice una mueca.

—Intentan que el Consejo Blanco no les siga la pista —dije—. Denton quiere que MacFinn cargue con todas las muertes. Creo que se ha vuelto loco.

—Siempre acabo en los lugares más bonitos cuando voy contigo, Dresden.

—Estabas atada —dije—. ¿Cómo te has soltado?

—Tuvo ayuda —dijo alguien arrastrando las palabras—. Para lo que le va a servir.

Me giré y vi a una desnuda y sucia Tera West sentada, con la espalda apoyada contra otro muro de barro. Había cinco formas empapadas e inmóviles a su alrededor, los Alfas transformados en lobos. Tera tenía las cabezas en su regazo, fuera del agua. Tenía un aspecto desaliñado y angustiado, y los acariciaba con delicadeza. Sus ojos ámbar estaban apagados.

—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué nos han metido aquí? ¿Marcone tiene un foso en su jardín?

—Estaba planeando encerrar a MacFinn aquí hasta la mañana —respondió Tera—. Cuando fuera vulnerable.

—Un momento —dijo Murphy pensativa—. ¿Estás diciendo que Denton fue responsable de las muertes? ¿De todas?

—De una manera u otra, sí.

Puse a Murphy al tanto sobre Denton. La forma en que había conseguido los cinturones para él y su gente, cómo había perdido el control del poder que le habían dado, y la trampa que había tendido a los Lobos Callejeros y luego a MacFinn.

Murphy empezó a soltar tacos.

—Esa era la pieza que me faltaba. Maldita sea. No me extraña que Denton tuviera tanto interés en mantenerte apartado del caso, y por qué quería encontrarte a toda costa después de la escena en casa de MacFinn. Por eso también llegaba tan rápido a todas partes; ya sabía que alguien había muerto.

Oímos gritos arriba, y vimos a Marcone balanceándose en el borde del foso. Le habían colgado de una cuerda. Tenía los ojos cerrados. Vi que lo levantaban en una serie de tirones cortos hasta que su cabeza inclinada chocó contra el extremo de la plataforma de cazador, y entonces lo dejaron allí.

—¿Qué diablos…? —exclamó Murphy con voz suave.

—El cebo —respondí. Cerré los ojos durante un momento—. Denton lo ha colgado como cebo para MacFinn. El loup-garou llega, salta para coger a Marcone, luego Denton corta la cuerda y MacFinn cae aquí.

—Con nosotros —dijo Murphy en voz baja. Se estremeció con más fuerza—. Van a soltar a esa cosa en el foso con nosotros. ¡Oh, Dios, Harry!

—Denton o uno de los suyos deben de haber hecho unas cuantas balas de plata —dije—. Dejan que MacFinn nos mate brutalmente y luego le disparan desde arriba. —Miré de reojo el borde del foso—. Un plan bastante bueno.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Murphy. Se abrazó con fuerza.

Sacudí la cabeza.

—No lo sé.

—Nada —dijo Tera en voz baja. Murphy y yo nos giramos para mirarla. Uno de los Alfas se movía, Billy, quizá, y se tambaleó y cayó cuando intentó sentarse. Pero al menos podía mantener la cabeza fuera del agua—. Nada —repitió—. Nos han derrotado.

Cerré los ojos e intenté ordenar mis ideas, apartar el dolor y el cansancio y preparar algún plan. Murphy se sentó a mi lado, temblando. Su brazo me apretaba las costillas. Me abrí el abrigo, un gesto de cortesía más que nada, porque también estaba empapado, y le puse el borde por encima de los hombros. Se puso rígida y me lanzó una mirada de indignación, pero al cabo de un segundo se apretó contra el abrigo todo lo que pudo.

Al cabo de un momento, habló. Hablaba en voz baja, insegura, muy diferente a su habitual tono cortante.

—He estado pensando, Dresden. He decidido que probablemente no estés implicado en los asesinatos.

Sonreí un poco.

—Es muy amable de tu parte, Murph. ¿Lo que Denton ha hecho no te demuestra que no estoy implicado?

Esbozó una media sonrisa y sacudió la cabeza.

—No, Harry. Solo significa que quiere matarnos. No significa que confíe en todo lo que dices.

—Quiere verme muerto, Murph. Eso debería significar algo en mi favor ¿no?

—Pues no —respondió, y miró de reojo hacia arriba—. Por lo que veo, Denton quiere ver a todo el mundo muerto. Y tú aún podrías estar mintiéndome.

—No te miento, Murph —dije con voz suave—. Te lo juro.

—No puedo confiar en tu palabra, Harry —susurró—. Han muerto demasiadas personas. Mis hombres. Mi gente. Civiles a los que se supone que debo proteger. La única manera de estar segura es cogeros a todos y solucionar las cosas contigo cuando estés entre rejas.

—No —dije—. Hay cosas en este asunto que no puedes probar, Murph, que no se sostendrían en un tribunal. Vamos. Nos conocemos desde hace años. Deberías poder confiar en mí, ¿no?

—Debería —acordó Murphy—. Pero después de lo que he visto, de toda la sangre y la muerte… —Sacudió la cabeza—. No, Harry. Ya no puedo confiar en nadie. —Esbozó una media sonrisa y dijo—: Aún me gustas, Dresden, pero no puedo confiar en ti.

Intenté sonreír, pero estaba totalmente confuso. Dolor, sobre todo. Dolor físico, y un dolor en el corazón más profundo, tanto por Murphy como por nuestra amistad. Estaba muy sola. Quería ir a rescatarla, de algún modo, para que su dolor desapareciera.

Me habría escupido en la cara si lo hubiera intentado. Murphy no era la clase de persona que quería ser rescatada de nada. Que hubiese aceptado el consuelo de mi abrigo empapado me había sorprendido.

Volví a examinar el foso con atención. Los otros Alfas estaban recuperándose, lo bastante como para sentarse, pero por lo visto no lo suficiente como para moverse. Tera seguía sentada con la espalda apoyada contra el muro, derrotada y agotada. Marcone colgaba de la plataforma encima de mí, no se movía, aunque creí oír un quejido en un momento dado. Sentí una punzada de simpatía por él. Tal vez era un cabrón desalmado, pero nadie se merecía colgar como cebo de una cuerda.

Los Alfas, Tera, Marcone, Murphy. Todos estaban allí por mi culpa. Era culpa mía que estuviéramos allí, que estuviésemos a punto de morir. Carmichael, el pobre imbécil, estaba muerto, también por mi culpa. Y otros polis también. Y Hendricks.

Tenía que hacer algo al respecto.

—Necesito salir de aquí —le dije a Murphy—. Sácame y quizá pueda hacer algo.

Murphy se giró hacia mí.

—¿Quieres decir…? —agitó los dedos del brazo que no tenía roto en un gesto vagamente místico.

Asentí. Aun me quedaba un as en la manga.

—Algo así.

—De acuerdo. ¿Cómo te sacamos de aquí?

—¿Vas a confiar en mí, Murphy?

Apretó la mandíbula.

—Parece que no tengo elección ¿verdad?

Sonreí y me levanté, chapoteando.

—Quizá podríamos cavar un poco en la pared. Hacer agujeros para escalar.

—Probablemente te matarán en cuanto llegues arriba —dijo Murphy.

—No —respondí—. No creo que quieran quedarse por aquí a esperar a MacFinn. Están sedientos de sangre, pero no son estúpidos.

—Entonces —dijo Murphy— lo único que tenemos que hacer es sacarte del foso, y luego te enfrentarás tú solo a cuatro agentes-hombres lobo del FBI armados y los derrotarás a tiempo de enfrentarte al loup-garou al que no pudimos detener antes con todos tus artilugios mágicos y un edificio lleno de agentes de policía.

—Eso es —respondí.

Murphy me miró y se encogió de hombros y soltó una carcajada corta y desafiante. También se levantó, se apartó el pelo de los ojos con un movimiento de cabeza y dijo:

—Supongo que podría ser peor.

Oí un sonido suave arriba y detrás de mí. Murphy se quedó helada, miró hacia arriba y abrió los ojos como platos.

Yo giré la cabeza muy lentamente.

El loup-garou estaba agachado en el borde del foso, enorme, musculoso y mortífero. Tenía las fauces abiertas, llenas de espuma, y enseñaba las filas de colmillos asesinos. Sus ojos brillaban con llamas escarlatas a la luz de la luna, y estaban posados en la figura colgante de Caballero Johnny Marcone. Me estremecí, y el movimiento hizo un pequeño ruido en el agua. La bestia bajó la cabeza y, cuando me vio, entrecerró los ojos y soltó un gruñido áspero y bajo. Sus garras cavaron la tierra al borde del foso, arrancándola como si fuera arena. Se acordaba de mí.

El corazón comenzó a latirme en el pecho a un ritmo staccato. El mismo miedo agudo, primitivo que había sentido antes, el miedo a que se abalanzase sobre mí y sencillamente me comiese, regresó con toda su fuerza y, durante un momento, borró todas las ideas y los planes.

—¿Por qué has tenido que decir eso? —le pregunté a Murphy con un hilito de voz—. ¿Contenta? Es peor.