Capítulo 25

Tera y yo caminamos hacia la orilla del Lago Michigan. Allí, en la calle Cuarenta y nueve, ganduleaba una furgoneta grande y vieja de motor traqueteante. Los faros se encendieron cuando nos acercamos, y el conductor salió y nos abrió la puerta lateral.

—¿Harry? —exclamó—. Oh, Dios. ¿Qué te han hecho?

Vino a toda prisa y entonces sentí el cuerpo cálido de Susan contra mí, mientras deslizaba uno de mis brazos por encima de su hombro y se apretaba a mi lado. Iba vestida con unos vaqueros que resaltaban sus largas piernas, y una chaqueta rojo oscuro a juego con su piel oscura. El pelo, recogido en una cola de caballo, hacía que su cuello pareciera esbelto y vulnerable. Susan era muy cálida y suave, olía a limpio y era deliciosamente femenina, y me encontré apoyado en ella. Todos los dolores que habían desaparecido regresaron en tropel e invadieron mi conciencia, en comparación con su suave calidez y delicado apoyo. Me gustaba la manera en que Susan se sentía mejor que yo.

—Le han golpeado —explicó Tera—. Pero le han mantenido vivo, como te dije.

—Tu cara parece un saco de patatas lilas —dijo Susan estudiándome con sus ojos oscuros. Las líneas de su cara se endurecieron.

—Qué amable eres —murmuré.

Me cargaron en la furgoneta, donde Georgia, Billy y los otros Alfas estaban agachados. Dos de los jóvenes, un chico de ojos azules y llorosos, y una chica de pelo castaño parduzco, estaban tumbados y respiraban con dificultad. Les habían puesto vendas blancas y limpias en las heridas. Evidentemente, Georgia había sido el médico. Todos los Alfas iban vestidos con albornoces oscuros y lisos, en lugar de con sus trajes de cumpleaños, y sentí un extraño sentimiento de agradecimiento hacia ellos por eso. Las cosas ya eran lo bastante raras como para tener que ir metido en una furgoneta con un montón de estudiantes universitarios desnudos y un poco cretinos.

Me puse el cinturón de seguridad y noté los moratones en las manos y los antebrazos: unas manchas feas de color lila y marrón oscuro, tan esparcidas por toda mi piel que en algunos lugares no sabía dónde acababa una y empezaba la otra. Me senté y apoyé la cabeza en mi mano derecha, contra la ventana.

—¿Qué estás haciendo aquí con esta gente? —pregunté a Susan cuando se sentó en el asiento del conductor.

—Conducir —dijo—. Era la única lo suficientemente mayor para alquilar la furgoneta.

Hice una mueca.

—¡Ay!

—Y que lo digas —respondió, y puso en marcha el motor—. Después de que saltaras del coche y se me pasara el ataque al corazón, llamamos a la policía, como dijiste. Tera fue a buscarte y me dijo que la policía había llegado demasiado tarde y que los Lobos Callejeros te habían cogido. ¿Cómo se estrelló aquel camión?

—Mala suerte. Alguien hizo explotar todos los neumáticos al mismo tiempo.

Susan arqueó las cejas y arrancó la furgoneta.

—Menudos cabrones. Descansa, Harry. Estás hecho polvo. Te llevaremos a algún lugar tranquilo.

—Comida —dije—. Me estoy muriendo de hambre. Tera, ¿puedes estar atenta a la salida de la luna?

—Sí —dijo—. El cielo se está despejando. Puedo ver las estrellas.

—Fantástico —murmuré.

Y luego me dormí, ignorando los baches del camino. No me desperté hasta que el olor a grasa frita y carne chamuscada hizo que me levantara a mirar la ventana drive-thru de un restaurante de comida rápida. Susan pagó todo en metálico y pasó bolsas de papel a todo el mundo. Cogí una corona de papel dorado de una de las bolsas, la uní en un círculo y me la puse en la cabeza. Susan me miró sorprendida, luego soltó una breve carcajada.

—Soy —entoné, entrecerrando los ojos con arrogancia— el rey de las hamburguesas.

Susan volvió a reír, sacudió la cabeza y Tera me miró con expresión seria y penetrante. Me giré para comprobar el estado de los jóvenes en la parte trasera de la furgoneta, y vi que todos, incluso los que estaban heridos, estaban zampándose la comida.

Tera siguió la dirección de mi mirada y se inclinó hacia mí.

—Cachorros —dijo, como si la palabra lo explicara todo—. No están tan malheridos como piensan. Apenas les quedarán cicatrices que enseñar.

—Bueno es saberlo —respondí, y me bebí la Coca-Cola y mastiqué las patatas fritas, que estaban ardiendo—. Pero lo que realmente me interesa —dije— es saber por qué tu sangre estaba en el restaurante de Marcone la noche antes de la luna llena.

Tera cogió la hamburguesa, la sacó del bollo y comenzó a mordisquearla, cogiéndola con los dedos.

—Pregúntamelo en otro momento.

—No es por ofender —dije— pero no estoy tan seguro de que vaya a haber otro momento. Así que dímelo.

Tera mordió otro trozo de carne y luego se encogió de hombros.

—Sabía que la manada que había molestado a mi prometido rondaba por allí. Deduje el momento en que atacarían y fui para intentar detenerlos.

—¿Tú sola?

Tera se sorbió la nariz.

—La mayoría de los que se transforman en lobos no saben nada de lo que significa ser un lobo, mago. Pero estos se habían convertido en bestias. Atravesé el cristal de la ventana y luché, pero me superaban en número. Me marché antes de que me mataran.

—¿Y qué me dices de estos chavales? —pregunté, señalando con la cabeza la parte trasera de la furgoneta.

Ella les miró y, por un momento, vi calidez y orgullo en sus ojos, debilitando las remotas líneas de su cara.

—Niños. Pero con corazones fuertes. Querían aprender y yo les enseñé. Que ellos te cuenten su historia.

—Quizá más tarde —respondí, y me acabé las patatas fritas—. ¿Adónde vamos?

—A un lugar seguro, para armarnos y prepararnos.

—No —la contradije—. Para prepararme. No voy a llevarte conmigo.

—Te equivocas —dijo Tera—. Voy a ir contigo.

—No.

Me miró fijamente con sus ojos ámbar.

—Eres fuerte, mago. Pero aún no has visto a mi bestia. Los hombres a los que te enfrentarás quieren matar a mi prometido. No lo permitiré. Estaré contigo o tendrás que matarme para impedírmelo.

Esta vez fui yo quien apartó la mirada el primero. Di un sorbo a mi bebida y fruncí el ceño, mientras Tera comía otro trozo de hamburguesa plácidamente.

—¿Quién eres? —le pregunté por fin.

—Alguien que ya ha perdido a demasiados miembros de su familia —contestó. Y luego se reclinó en su asiento y dio por zanjada la conversación.

—Alguien que ya ha perdido a demasiados… —me quejé, frustrado, burlándome de ella entre dientes.

Regresé a la parte delantera de la furgoneta y me encorvé sobre la hamburguesa.

—Ponte algo de ropa, tía rara, de ojos amarillos, stripper, profesora de hombres lobo, enigmática, que-me-mira-fijamente-a-los-ojos-y-ni-siquiera-parpadea.

Hubo un silbido en el asiento de atrás, y miré enojado por encima del hombro. Tera estaba masticando su carne. Le brillaban los ojos, tenía la comisura de los labios curvada, y respiraba por la nariz en una risa casi silenciosa.

El lugar seguro al que íbamos resultó ser una gran casa cerca de Gold Coast, no lejos del minipalacio de Marcone. La casa no era grande en comparación con las otras casas del barrio, pero eso es como decir que un fardo de heno no es comida para un elefante. Susan condujo la furgoneta a través de una brecha en un seto muy alto, y por una entrada larga de cemento blanco hasta llegar a un garaje para seis plazas, cuyas puertas se abrieron majestuosamente ante nuestros ojos.

Salí de la furgoneta y me quedé mirando el Mercedes y el Suburban que estaban aparcados.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

Tera abrió la puerta lateral de la furgoneta y Georgia, Billy y el otro chaval salieron, ayudando a los dos hombres lobo heridos. Georgia se estiró, lo que hizo cosas interesantes con su albornoz oscuro, y se apartó la melena de color ámbar oscuro de su delgada cara con una mano.

—En casa de mis padres. Se han ido a Italia durante una semana.

Me pasé una mano por la cara.

—No les importará que celebres una fiesta, ¿verdad?

Me miró con expresión enojada y dijo:

—No mientras limpiemos toda la sangre. Vamos, Billy. Llevemos a estos dos a la cama.

—Ve tú —dijo, y me miró con los ojos entrecerrados—. Yo voy dentro de un minuto.

Georgia tenía aspecto de querer empezar una pelea con él, pero sacudió la cabeza y, con ayuda de los otros chicos, se llevó a los dos inválidos dentro. Tera, que seguía desnuda y parecía no importarle un pimiento, me miró por encima del hombro y desapareció tras ellos. Susan se puso rápidamente delante de mí para taparme la vista y dijo:

—Cinco minutos, Dresden. Luego ven a buscarme.

—Eh —fue mi aguda respuesta, y entonces Susan también entró en la casa.

Me quedé en la oscuridad con Billy, el chaval robusto y bajo con gafas gruesas. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su albornoz, y me estaba mirando.

—¿Todos los magos —preguntó— se ponen las coronas que les dan a los niños en las hamburgueserías? ¿O solo en ocasiones especiales?

—¿Todos los hombres lobo —espeté, quitándome la corona de la cabeza— llevan gafas y demasiada Old Spice? ¿O solo cuando hay luna llena?

Sonrió de oreja a oreja en lugar de ofenderse.

—Es usted rápido —dijo—. Siempre he querido ser así. —Sacó la mano y me la estrechó—. Billy Borden.

Intercambié un cansado apretón de manos con él, e intentó estrujarme la mano.

—Harry Dresden —le dije.

—Tiene aspecto de estar hecho polvo, señor Dresden. ¿Está seguro de que podrá volver a salir esta noche?

—No —respondí, en un arrebato de honestidad brutal.

Billy asintió, y se subió las gafas.

—Entonces necesita nuestra ayuda.

¡Oh, demonios! El Club Mickey Mouse de hombres lobo quería echarme un cable. Pasemos lista a los mosquelobos. Billy. Georgia. Tommy. Cindy. ¡Buf!

—Ni hablar —dije—. En absoluto.

—¿Por qué no? —preguntó.

—Mira, chaval. No sabes de qué son capaces esos hexenwulfen. No sabes de qué es capaz Marcone y, desde luego, nunca has visto nada como MacFinn, excepto en el cine. Y aunque pudieras enfrentarte a ellos, ¿qué te hace pensar que tienes derecho a ir?

Billy consideró la pregunta seriamente.

—Lo mismo que le hace a usted pensar que tiene derecho, señor Dresden —dijo.

Abrí la boca. Y volví a cerrarla.

—Ya sé que no sé mucho, comparado con usted —dijo Billy—. Pero no soy estúpido. Tengo ojos. Veo cosas que el resto de la gente finge no ver. Los vampiros están arrasando la ciudad. ¿Sabía que los crímenes violentos han aumentado casi un cuarenta por ciento en los últimos tres años, señor Dresden? Los asesinatos se han duplicado, en particular en las zonas urbanas muy pobladas y en las zonas rurales aisladas. Los secuestros y las desapariciones han aumentado casi un trescientos por ciento.

Parpadeé. No estaba familiarizado con las cifras. Sabía que Murphy y algunos polis decían que las calles estaban empeorando. Y, en el fondo, también sabía que el mundo iba de mal en peor. Diablos, era una de las razones por las que hacía cosas estúpidas como la de esta noche. Mi granito de arena.

—Soy un pesimista, señor Dresden. Creo que la gente es demasiado incompetente para herirse a sí misma tan gravemente. Quiero decir que, aunque los criminales lo intentaran, no podrían aumentar su producción en un trescientos por ciento. Y uno oye historias, a veces lee la prensa amarilla. ¿Y si el mundo sobrenatural ha vuelto? ¿Y si es el responsable de algunas de las cosas que están sucediendo?

—¿Y qué si es así? —le espeté.

Billy me miró sin pestañear, pero sin mirarme a los ojos.

—Alguien tiene que hacer algo. Yo puedo. Así que debo hacerlo. Por eso los Alfas estamos aquí. Tera nos ofreció la oportunidad de hacer algo, cuando nos conoció a través del proyecto Pasaje Noroeste, y la aceptamos.

Miré al chaval. Podría haberle rebatido, pero para qué. Conocía su razonamiento de cabo a rabo. Si hubiera sido diez años más joven, treinta centímetros más bajo y un par de kilos más gordo, aquel habría podido ser yo. Y tenía que admitirlo, el chaval tenía fuerza. Quiero decir que convertirte en lobo no es como hacer un truco de magia barata. Pero tenía que disuadirle. No quería la sangre de ese chaval en mis manos.

—Creo que no aún estás preparado para jugar en primera división, Billy.

—Puede ser —dijo—. Pero no hay nadie más en el banquillo.

El chaval tenía mérito. Era decidido.

—Quizá deberías quedarte en la reserva, y vivir para luchar otro día. Las cosas podrían ponerse muy feas, y en ese caso, los hexenwulfen a los que nos enfrentamos en la playa irán a por ti. Alguien tiene que quedarse con los heridos, para protegerlos.

—Es más probable que si van a por usted también vayan a por nosotros. Sería más inteligente poner toda la carne en el asador. Con usted.

Me reí entre dientes.

—¿Jugárselo todo a una carta?

Sacudió la cabeza.

—Apostar todo el dinero al ganador.

Le examiné en silencio durante un momento. Estaba seguro de su sinceridad. Desbordaba la confianza de los inexpertos y los idealistas. Era reconfortante, al mismo tiempo, era lo que más me asustaba de él. Su ignorancia. No, ignorancia no. Inocencia. No sabía a lo que podía enfrentarse. Si le dejaba ir, le hundiría conmigo. A pesar de lo que había visto esa noche, estaría exponiéndole a un nuevo mundo violento, sangriento y peligroso. De un modo u otro, si dejaba que Billy Borden y sus amigos fueran conmigo, aquellos chavales inocentes no vivirían para ver el amanecer.

Pero que Dios me ayude. Tenía razón en una cosa. Necesitaba ayuda.

—Todo el que vaya estará bajo mis órdenes —dije, y él inspiró profundamente. Le brillaban los ojos—. No bajo las de Tera. Haréis lo que os diga y cuando os lo diga. Y si os ordeno que os marchéis, os marcháis. Sin hacer preguntas. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido —dijo Billy, y me sonrió con una arrogancia que sencillamente no le pegaba con la cara de universitario cretino vestido con un albornoz oscuro—. Es usted un tipo listo, señor Dresden.

Resoplé y justo entonces la luz automática de la puerta del garaje se apagó, dejándonos a oscuras. Se oyó un sonido de indignación al lado de la puerta, y luego las luces volvieron a encenderse. Georgia estaba allí de pie, en todo su esbelto y enojado esplendor.

—Billy Borden —dijo—. ¿No se te ocurre nada mejor que quedarte aquí a oscuras?

Se dirigió airadamente hacia él enojada.

Él la miró con tranquilidad y respondió:

—Dile a todos que vamos. Dresden está al mando. Si se ven con fuerzas, que vengan. Si no, que se queden a cuidar de Cindy y Alex.

Georgia abrió los ojos como platos y soltó un gritito de excitación. Se giró hacia mí y me abrazó durante un momento, haciendo que el hombro me diera una punzada de dolor, y luego se giró rápidamente hacia Billy y se agachó para hacer lo mismo. Él hizo una mueca, y ella se levantó y le bajó el albornoz negro, descubriéndole el pecho. Hay que decir en favor del chaval que su corpulencia era el resultado de un músculo sólido, y que en el pecho tenía una herida coagulada que aún le sangraba en algunas partes.

—¿Qué es esto? —exclamó Georgia—. Idiota. No me has dicho que te habían herido.

Billy se encogió de hombros y volvió a subirse el albornoz.

—Se ha cerrado. Y, de todos modos, no puedes vendarla porque no se sostendrá cuando me transforme.

Georgia chasqueó la lengua, enfadada.

—No deberías de haber ido a por el tendón de aquel lobo. Era demasiado rápido.

Billy sonrió.

—Pero casi lo cojo.

—Casi te matas —dijo ella, pero su voz se había suavizado unos cuantos tonos. Me di cuenta de que no había movido la mano del pecho de Billy, y él la estaba mirando con una expresión expectante. Ella se calló, y se miraron fijamente durante un minuto. Vi que tragaba saliva.

¡Por favor, que alguien me ayude. Hombres lobo adolescentes enamorados! Me di la vuelta y entré en la casa, moviéndome con cuidado.

Nunca he creído demasiado en Dios. Bueno, eso no es del todo cierto. Creo que hay un Dios, o algo parecido que se merece el nombre. Después de todo, si hay demonios tiene que haber ángeles ¿no? Si había un Diablo, en alguna parte tiene que haber un Dios. Pero Él y yo nunca habíamos visto las cosas del mismo modo.

Daba igual. Miré al techo. No dije ni pensé nada, pero si Dios estaba escuchando, esperaba que le hubiera llegado el mensaje. No quería ver morir a ninguno de aquellos chavales.