Capítulo 27
La luna plateada salió en todo su esplendor en un cielo de octubre cubierto de nubes claras y estrellas brillantes. Las nubes se agitaron como la espuma blanca del mar y la luna era un enorme y elegante clíper, sus velas llenas de luz espectral navegaban contra la fuerza de los fríos vientos otoñales. Una luz clara blanqueaba las piedras sin labrar del muro de tres metros que rodeaba la mansión del caballero Johnny Marcone, haciendo los cantos más afilados, las sombras más negras, hasta que pareció una barrera hecha de enormes calaveras blancas. Al otro lado del muro los árboles eran frondosos e impedían ver el interior, aunque sus ramas no estaban lo suficientemente extendidas como para trepar por ellas.
—Tenemos que saltar el muro —le dije en voz baja al enorme lobo negro que iba a mi lado mientras nos agachábamos en las sombras de los arbustos al otro lado de la calle—. Habrá seguridad. Quizá cámaras, o rayos infrarrojos, o tal vez otra cosa. Quiero que encuentres la manera de pasar.
El lobo parpadeó y lanzó un suave gruñido de asentimiento. Luego sencillamente se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, dejando otras cinco formas peludas agachadas a mi alrededor.
Los Alfas no me inspiraban demasiada confianza, pero por lo menos habían conseguido dominar algunos trucos rudimentarios de magia para transformarse en aproximaciones muy, muy cercanas a lobos. Era algo.
Susan había aparcado la furgoneta en una colina que conducía a la mansión de Marcone, y se había quedado allí por si necesitábamos una huida rápida. Cuando llegamos, una desnuda Tera West y cinco jóvenes, tres mujeres y dos hombres, saltaron de la furgoneta y los Alfas se quitaron rápidamente los albornoces.
—Válgame Dios —me quejé—. Estamos en una calle pública. ¿Es que lo único que sabéis hacer es pasearos por ahí desnudos?
Tera sonrió de satisfacción y rápidamente se convirtió en un lobo oscuro y delgado, una bestia tan grande como Denton y sus amigotes, pero con un morro más estrecho y unas proporciones más definidas. Como Denton y su tripulación de hexenwulfen, mantenía exactamente el mismo color de ojos.
—Bueno —dije a los otros—. Démonos prisa.
Georgia deslizó su esbelto cuerpo fuera del albornoz oscuro y en unos segundos se convirtió en lobo, luego pasó rápidamente por delante de mí y se fue tras Tera. Billy refunfuñó algo entre dientes mientras se quitaba el albornoz, pero se le quedó una manga en el brazo mientras comenzaba a transformarse.
Billy-lobo tropezó con el albornoz que le colgaba de la zarpa, dio un traspié y se pegó un trompazo en plena calle.
Puse los ojos en blanco. Billy-el-lobo gruñó y forcejeó para quitarse el albornoz, lo cogió con cuidado entre los dientes, como un benji grande y particularmente gruñón, y lo puso en la furgoneta.
—Hum —dijo una de las chicas, una chavala pelirroja de proporciones demasiado generosas—. Aún somos un poco novatos.
Se cubrió torpemente con los brazos, dejando que su albornoz le resbalara por los hombros mientras susurraba un cántico, y luego se convirtió en una loba redonda y corpulenta de pelo castaño rojizo. Se movió elegantemente hasta un extremo de la furgoneta y, a pesar de su peso, se marchó calle abajo con pasos menudos. Los otros dos jóvenes, un chaval larguirucho de pelo oscuro y una chica flaca de pelo color café se transformaron y corrieron tras Tera dando grandes zancadas, y luego todos fuimos lo más silenciosamente posible hasta la parte posterior de la mansión de Marcone.
Rodeada de un muro alto de piedra, la propiedad ocupaba una manzana entera y tenía calles particulares por los cuatro lados. Ninguno conocíamos la distribución de la casa de Marcone, así que aplicamos los principios generales del chafardeo y nos acercamos por la parte de atrás. Pensé que no sería inteligente entrar por la puerta principal, así que envié a Tera a buscar una forma de entrar, mientras yo me quedaba con los Alfas.
Mientras estaba agachado, empecé a darme golpecitos en los muslos con los dedos, inquieto. Pronto me di cuenta de que si yo estaba tenso, los futuros hombres lobo estaban el doble de nerviosos. El de pelo más oscuro, Billy, creo, se levantó y comenzó a caminar en dirección opuesta a Tera. Georgia le gruñó, Billy le respondió con otro gruñido y el otro macho se levantó para seguirle.
Fantástico, pensé. Ahora no podía dejar que los Alfas se alejasen, por muy nerviosos que estuvieran.
—Eh —dije en voz baja—. Ahora no podéis iros. Si hay una forma de entrar, Tera la encontrará.
Los lobos giraron la cabeza y sus ojos humanos hacia mí.
Billy plantó las patas con gesto testarudo y gruñó.
—Oh, no me vengas con esas —le regañé, mirándole, pero sin mirarle a los ojos—. Me prometiste que lo haríais a mi manera, Billy. Ahora no es momento de hacer tonterías.
Billy pareció un poco indeciso y les hice señas para que se acercaran. Si podía hacer que siguieran escuchándome hasta que Tera regresara, al menos podría estar seguro de que estarían allí cuando les necesitara.
—Acercaos —dije—. Quiero repasar algunas cosas antes de entrar.
Hubo un breve silencio, y luego los cuerpos peludos y pesados se acurrucaron y sus hocicos húmedos resoplaron. Diez lobos aguzaron las orejas y se giraron hacia mí, y diez ojos humanos y brillantes me miraron con caras lupinas. Contuve el impulso repentino de decir: Buenas tardes, clase. Soy vuestro profesor, el señor Dresden, y en lugar de eso adopté una de mis expresiones más serias.
—Todos sabéis lo que está en juego esta noche —dije—. Y que pueden matarnos a todos. Vamos a enfrentarnos a un montón de polis que hacen la magia más negra que jamás haya visto, y la están usando para convertirse en lobos. Han perdido el control del poder que tienen. Están matando a personas, y si no los detenemos matarán a más. Sobre todo a mí, porque sé demasiado. Soy un peligro para ellos.
»Pero yo no quiero que muera nadie. Ni ellos ni nosotros. Quizá se lo merezcan. Quizá no. El poder que han adquirido se ha convertido en una droga para ellos, y ya no son dueños de sí mismos. Creo que no seríamos diferentes a ellos si entrásemos ahí con la idea de liquidarlos. No basta con luchar contra la oscuridad. También tienes que alejarte de ella. Tienes que diferenciarte de ella.
Me aclaré la garganta.
—Diablos. Esto no se me da muy bien. Id a por los cinturones, si podéis, como hice yo en el callejón. En cuanto se los hayáis quitado, se calmarán un poco, y quizá podamos hablar con ellos. —Alcé la vista hacia el muro y volví a bajarla—. Que no os maten, chicos. Haced lo que tengáis que hacer para manteneros con vida. Esa es vuestra prioridad. Y si tenéis que matarlos para conseguirlo, no lo dudéis.
Se oyó un coro de gruñidos a mi alrededor, liderados por el lobo Billy, pero aquello era lo mejor de ser el único ser humano de la reunión: era el único que podía hablar. No habría peleas, aunque no estuvieran de acuerdo. Su entusiasmo era un poco intimidante.
—Habla un poco más alto, mago —dijo la voz suave de Tera detrás de mí— y mejor entramos por la puerta principal.
Pegué un salto, alcé la vista y vi a Tera, desnuda y humana, agachada a unos pocos metros de distancia.
—Me gustaría que dejaras de hacer eso —susurré—. ¿Has encontrado la forma de entrar?
—Sí —respondió—. Un lugar donde el muro se ha desmoronado. Pero está lejos, al este, en la parte delantera de la propiedad. Tenemos que correr si queremos entrar a tiempo.
Hice una mueca.
—No estoy en forma para correr a ninguna parte.
—Parece que no tienes elección. También he visto varios haces de luz en la puerta principal. Y hay cajas negras con ojos de cristal cada setenta u ochenta pasos. Pero no ven el lugar desmoronado. Es una posición privilegiada.
—Cámaras —murmuré—. Diablos.
—Ven, mago —dijo Tera, poniéndose a cuatro patas—. No tenemos tiempo que perder si quieres venir con nosotros. La manada puede recorrer la distancia en un momento, pero tú tienes que darte prisa.
—Tera. He tenido un par de días duros. Me caería en dos minutos si intentara correr.
La mujer parpadeó sobre sus fríos ojos ámbar.
—¿Entonces qué propones?
—Voy a saltar el muro por aquí —dije.
Tera miró el muro y sacudió la cabeza.
—No puedo llevar a la manada por aquí. No son lo bastante fuertes para transformarse continuamente, y no tienen manos en su forma de lobos.
—Entonces iré solo. Supongo que podréis encontrarme.
Tera resopló.
—Por supuesto. Pero es una locura que saltes ese muro solo. ¿Y si te ven las cámaras?
—Deja que yo me preocupe de las cámaras —dije—. Ayúdame a subir. Luego tú y los Alfas dais la vuelta y os encontráis conmigo.
Tera frunció el ceño.
—Creo que es una locura, mago. Si estás demasiado herido para correr, entonces también estás demasiado herido para ir solo.
—No tenemos tiempo —dije, y alcé la vista para mirar la luna— de discutir. ¿Quieres que te ayude o no?
Tera emitió un sonido, algo entre un bufido y un gruñido, y durante un momento la tensión de sus músculos hizo que se le marcaran bajo la piel. Uno de los Alfas lanzó un pequeño gemido y se alejó de nosotros.
—Muy bien, mago —dijo Tera—. Te enseñaré la cámara más cercana y te ayudaré a subir el muro. No te muevas de donde caigas. No sabemos quién hay al otro lado, ni dónde caerás.
—No te preocupes por mí —respondí—. Preocúpate de ti. Si hay una buena entrada, seguramente Denton también irá allí. O MacFinn.
—MacFinn —dijo Tera, con rastros de orgullo en su voz y miedo en sus ojos— ni siquiera notará que hay un muro en su camino.
Hice una mueca.
—Enséñame la cámara.
Tera me guió a través de la oscuridad, silenciosa y desnuda y como si no le importara nada el frío de la noche. El césped estaba húmedo, y era afelpado y espeso. Tera señaló el pequeño y silencioso cuadrado de la cámara de video situado en la pared al otro lado de la calle, y prácticamente escondido por las sombras de los árboles.
Me pasé la lengua por los labios y me incliné hacia la cámara, ocultándome en las sombras de los arbustos. Entrecerré los ojos y atraje toda mi voluntad, intentando concentrarme. El corazón empezó a latirme con más fuerza, y empecé a sudar por las axilas y la frente. Hacer un maleficio sobre algo mecánico suele ser bastante sencillo. La magia que rodea a los practicantes del Arte causa estragos en la tecnología. Un pensamiento rápido en uno de tus días buenos puede hacer estallar un teléfono móvil o destruir una fotocopiadora.
Pero tenía un mal día. Los niveles habituales del campo de energía que me rodeaba estaban casi agotados, y los «músculos» metafísicos que normalmente usaría para manipular esa energía estaban agonizando, reflejados en dolor por todo mi cuerpo.
Pero necesitaba entrar, y estaba seguro de que no podría rodear toda la propiedad. Mi depósito estaba casi a cero, un poco más de esfuerzo me dejaría resollando como pez fuera del agua y deseando estar acostado en mi cama.
Obligué a mis pensamientos a tranquilizarse y concentré toda la energía que tenía, y me dolió todo, desde la cabeza hasta las rodillas y los codos. Pero la energía aumentó, y aumentó, y con ella el dolor, hasta que no pude aguantarlo más.
—Malivaso, —susurré, y extendí la mano hacia la forma cuadrangular, como una niña que intenta encestar la pelota con la mano mala. Aunque parecía que el poder que había reunido iba a partirme en dos, salió precipitadamente en un hipo de magia casi impotente y se fue haciendo eses hacia la cámara de seguridad.
Durante un largo minuto no ocurrió nada. Y entonces hubo un destello de luz y una diminuta lluvia de chispas en la parte posterior de la caja. La cámara empezó a humear en una nube temblorosa, y sentí un pequeño arrebato de triunfo. Al menos me quedaba algo, aunque realizar la tarea más sencilla pudiera provocarme un aneurisma.
—De acuerdo —dije un segundo después con voz débil—. Vamos.
Miramos a nuestro alrededor y nos aseguramos de no hubiera coches, y luego Tera, los Alfas y yo atravesamos la calle, a través de unos arbustos decorativos y frondosos hasta el alto muro de piedra. Tera entrelazó los dedos para formar un estribo. Puse mi pie bueno y empujé con fuerza. Ella me levantó y casi me tiró al otro lado. Conseguí pararme arriba, vi los faros de un coche que se aproximaba y rápidamente bajé, cayendo pesadamente en la tierra húmeda y embarrada.
Estaba oscuro. Muy oscuro. Yo estaba agachado en la base, bajo un manto de ramas de árbol desnudas y hojas de sicómoro. La luz de la luna se filtraba por varios lugares, pero solo servía para que los rincones oscuros parecieran más lúgubres. Mi abrigo de cuero negro era totalmente invisible, y recordé haber leído en alguna parte que el brillo de los ojos y los dientes sería lo primero que me delataría, pero no tenía ganas de sentarme en la oscuridad con los ojos cerrados. En lugar de eso, me puse en cuclillas y preparé mi pistola confiscada en un bolsillo, y saqué el as que guardaba en la manga del otro.
Me estremecí, y me esforcé en hacerme ver que no debía tener miedo. Luego esperé en la oscuridad a mis aliados. Y esperé. Y esperé. Pasó el tiempo y sabía que un minuto era como una hora, así que empecé a contar, un número por cada inspiración.
El viento frío soplaba a través de los árboles. Las hojas susurraban y cayeron unas gotitas de agua de lluvia de los árboles que me rodeaban, golpeteando al chocar contra mi nuevo abrigo. Se adherían al cuero y atrapaban trocitos de luz de luna, brillantes contra el negro cuero. El viento levantó un olor a tierra fértil y húmeda, y durante un momento casi sentí como si estuviera en un bosque en lugar de en la propiedad privada de un señor del crimen en el norte de Chicago. Inspiré profundamente, un poco reconfortado por la ilusión, y seguí contando.
Y esperé.
No pasó nada. Ni lobos, ni sonidos.
Nada.
Cuando llegué a cien empecé a ponerme realmente nervioso, comencé a tener retortijones de tripas que se me clavaron en los brazos y en las piernas como si fueran astillas de hielo. ¿Dónde estaba Tera? ¿Dónde estaban los Alfas? No deberían haber tardado tanto tiempo en entrar y recorrer la distancia hasta donde yo estaba. Aunque la propiedad era enorme, seguro que aquella distancia no era nada para la velocidad de un lobo.
La tarde había ido demasiado sobre ruedas, pensé.
Algo había salido mal. Estaba solo.