Capítulo 6

Entré en mi apartamento, dejé el bastón mágico que había recuperado de los grandes almacenes abandonados al lado de mi bastón-estoque en el rincón de los artilugios mágicos y cerré la puerta con llave. Era una de esas puertas antirrobo con el marco de acero. La compré después de que un demonio irrumpiese en mi casa seis meses antes y me la destrozase.

Mi apartamento se encuentra en el sótano de una enorme y vieja pensión que, no sé cómo, ha sobrevivido a todos los incendios de Chicago. Casi todo el edificio es de madera, y gime y cruje cuando sopla el viento, o sea, siempre, y hace una música suave y tranquilizadora. Es un lugar con historia, los vecinos son tranquilos y el alquiler barato, aunque ha subido desde que el demonio destrozó mi apartamento.

Por razones de sobras conocidas, la vivienda carece de aparatos eléctricos. Hay una chimenea, una pequeña cocina al lado de la pieza principal y un pequeño dormitorio con un cuarto de baño. También hay una ventana alta en cada una de las cuatro paredes, incluido el cuarto de baño.

Decorado con texturas más que con colores; el suelo de piedra desnuda está lleno de gruesas alfombras, unas encima de otras. El ácido del demonio quemó casi todos los muebles, así que me vi obligado a buscar repuestos en las tiendas de segunda mano. Compré muebles de madera antigua y telas suaves. En las paredes de piedra desnuda hay tapices colgados, los más antiguos que pude encontrar. A la luz rojiza de la chimenea, los naranjas, marrones y rojos, que constituyen los colores primarios de la decoración, no parecen tan feos.

Me acerqué a la chimenea y encendí el fuego. Octubre en Chicago es un mes frío y ventoso, y mi húmedo refugio suele estar helado hasta que enciendo el fuego. En cuanto puse unos troncos en la chimenea Mister hizo acto de presencia, ronroneó con cariño y se restregó en mi pierna, haciendo que me tambalease un poco.

—Otra vez te has comido los bistecs ¿eh, Mister? —dije, acariciando sus grandes orejas grises. Mister es más grande que muchos perros. Quizá uno de sus padres fuera un gato montes. Lo encontré en un cubo de basura cuando era un gatito, y pronto me adoptó. A pesar de mis problemas Mister había sido un alma comprensiva, y con el tiempo me di cuenta de que me había acogido en su pequeña familia y consentía que me quedase en su apartamento. Gatos. No hay quien los entienda.

Encendí la cocina de leña y preparé una comida rápida a base de espagueti, pollo a la parrilla y pan tostado. Mister compartió la comida conmigo y, como siempre, me dio la mitad de su lata de cocacola. Yo puse los platos en el fregadero antes de ir a mi habitación y ponerme la túnica.

Que empiece la magia.

Fui a un rincón y levanté la alfombra, después abrí una trampilla que había debajo y apareció una escalera de mano empinada que llevaba al subsótano, donde tenía mi laboratorio.

Bajé la escalera con una vela encendida que proyectaba una luz dorada sobre el alegre caos del laboratorio. La sala estaba llena de mesas y la más larga ocupaba casi todo el centro, lo que apenas dejaba espacio para moverse, excepto por una zona al fondo del laboratorio que siempre estaba totalmente despejada para mi círculo de invocación, un anillo de cobre brillante en el suelo. Había libros, cuadernos, bolígrafos difuntos, lápices rotos, cajas, fiambreras, viejas mantequeras, botes de mermelada vacíos y bolsas de plástico junto a otros recipientes de múltiples formas y tamaños que guardaban especias, piedras raras, huesos, piel, sangre, baratijas, joyas y otros ingredientes útiles para la magia.

Llegué al final de la escalera, pasé por encima de un montón de cómics (sin comentarios) a punto de caerse y comencé a encender las otras velas que estaban colocadas en platos alrededor de la fría habitación. Por último, me agaché para encender la estufa de queroseno que guardo en el laboratorio en un intento de mitigar el frío.

—Bob —dije—. Despierta, dormilón.

En uno de los estantes, apiñada entre un montón de libros de tapa dura, una blanquecina y lisa calavera humana me miraba embobada a través de las cuencas vacías de sus ojos. En el fondo de las cuencas había una tenue luz naranja que se avivó hasta convertirse en dos puntos de luz brillantes.

—Dormilón. Oh, qué gracioso, Harry. Con un sentido del humor como ese, podrías ganarte la vida como basurero en cualquier parte del país.

La boca de la calavera se abrió en una especie de bostezo, aunque yo sabía que el espíritu que habitaba dentro, Bob, no sentía el cansancio de la misma forma que los vivos. Soporté su insolencia, por así decirlo; Bob había trabajado para varios magos durante una docena de vidas mortales, y sabía más sobre los aspectos prácticos de la magia de lo que yo aprendería nunca.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —Bob se rió con disimulo—. ¿Más pócimas para perder peso?

—Oye, Bob. Aquello solo fue para pasar un mes difícil. Alguien tiene que pagar el alquiler.

—De acuerdo —dijo Bob con presunción—. ¿Entonces vas a meterte en el negocio de los aumentos de pecho? Te aseguro que es un chollo.

—La magia no es para eso, Bob. ¿Se puede ser más mezquino?

—¡Ah! —respondió Bob, y las luces de sus ojos parpadearon—. La pregunta es: ¿se puede ser más guapa? No eres un mal mago, Dresden. Deberías pensar en lo agradecidas que te estarían todas esas hermosas mujeres.

Gruñí y comencé a despejar un espacio en la mesa del centro, amontonando las cosas a un lado.

—¿Sabes, Bob? Algunos no estamos obsesionados con el sexo.

Bob resopló, toda una hazaña para un tipo sin nariz ni labios.

—Y algunos valoramos un cuerpo real y los cinco sentidos, Harry. ¿Cuándo viste a Susan por última vez?

—No lo sé —respondí—. Hace un par de semanas. Estamos muy ocupados con el trabajo.

Bob suspiró.

—Una mujer hermosa como ella y tú aquí, en tu viejo y húmedo laboratorio, preparándote para hacer algún disparate.

—Exacto —dije—. Ahora, cállate y a trabajar.

Bob protestó en latín, pero traqueteó un par de veces para sacudirse el polvo.

—Claro, ¡qué sabré yo! No soy más que un pequeño espíritu patético ¿verdad?

—Sí, Bob, con una memoria fotográfica, trescientos o cuatrocientos años de experiencia y más capacidad de deducción que un ordenador.

Me pareció que Bob casi sonreía.

—Solo por eso me esforzaré al máximo esta noche, Harry. Puede que no seas un idiota redomado, después de todo.

—Fantástico —exclamé—. Quiero preparar un par de pócimas, y quiero que me digas todo lo que sepas sobre los hombres lobo.

—¿Qué clase de pócimas y qué clase de hombres lobo? —preguntó Bob rápidamente.

Parpadeé.

—¿Hay más de una?

—Diablos, Harry. Hemos preparado al menos tres docenas de pócimas diferentes aquí abajo, y no veo por qué no.

—No, no, no —gruñí—. Hombres lobo. ¿Hay más de una clase de hombres lobo?

—¿Eh? ¿Más de una clase de qué? —Bob inclinó el cráneo a un lado, como si aguzara el oído.

—Hombres lobo, hombres lobo.

—Hombres lobo por aquí —dijo Bob en tono solemne y sentimental— hombres lobo por allá.

Parpadeé.

—¿Eh? ¿De qué demonios estás hablando?

—Es una broma, Harry. Por todas las estrellas, ¿nunca sales a divertirte o qué?

Miré a la calavera, que me dirigía una sonrisa traviesa, y refunfuñé.

—No me obligues a castigarte.

—Vale, vale. Caray, qué gruñones estamos esta noche.

Las mandíbulas de Bob volvieron a bostezar.

—Estoy trabajando en otro caso de asesinato, Bob, y no tengo tiempo de hacer el tonto.

—Asesinato. Qué complicados son los asuntos mortales. Uno nunca oye hablar de asesinatos en el Más Allá.

—Eso es porque todos sois inmortales, Bob. Cállate y dime lo que sepas sobre los hombres lobo. Háblame de todas las clases que conozcas.

Saqué un cuaderno, un lápiz nuevo y luego un par de probetas limpias con quemadores de alcohol para calentar el líquido que iba a poner.

—De acuerdo —dijo Bob— ¿Qué sabes?

—Sobre hombres lobo, nada. Mi profesor nunca me habló del tema.

Bob soltó una risita estridente.

—El viejo Justin no era muy sensato. Pero sabía lo que le iba a pasar, Harry, y no dejes que nadie en el Consejo Blanco te convenza de lo contrario.

Me detuve un instante. Una oleada de sentimientos contradictorios se apoderó de mí: rabia y miedo y sobre todo pena. Cerré los ojos. Aún podía ver a mi profesor envuelto en las llamas de mi ira y mi voluntad.

—No quiero hablar de ello.

—Diablos, pero si el Consejo suspendió tu sentencia. Te exculparon. Por cierto, me pregunto qué le pasó a Elaine. Esa si que era una monada…

—Hombres lobo, Bob —dije en voz muy baja e iracunda.

Empezó a dolerme una mano. Vi que estaba apretando un puño y que mis nudillos emblanquecían. Lo miré fijamente.

La calavera hizo un sonido como si tragase saliva y después dijo:

—De acuerdo. Vale. Hombres lobo. Y, eh, ¿qué pócimas querías?

—Quiero una pócima estimulante. Y también quiero algo que me haga imperceptible a un hombre lobo.

Cogí el cuaderno y el lápiz.

—La primera es difícil. No hay nada como una buena noche de sueño. Pero podemos hacer un supercafé, no hay problema.

Me soltó la fórmula y yo la anoté con letra demasiado angular y sombría. Aún estaba enfadado por la mención de mi viejo maestro. Y la mezcla de emociones que desencadenó el recuerdo de Elaine tardó una hora en desaparecer.

Todos tenemos nuestros demonios.

—¿Y la segunda? —pregunté a la calavera.

—No puede hacerse —respondió Bob—. Los lobos son demasiados listos como para que pases desapercibido a todos sus sentidos si antes no has hecho un hechizo importante. Me refiero a un gran anillo de invisibilidad o solo a una capa oscura o algo por el estilo.

—¿Acaso tengo pinta de estar forrado? No puedo permitírmelo. ¿Y una pócima que me oculte de forma parcial?

—Oh, ¿te refieres a un brebaje mixto? ¿Para que te mezcles discretamente con el entorno o algo así? Creo que sería lo más útil. No se darían cuenta de tu presencia.

—Vale. Mejor eso que nada.

—No hay problema —aseguró Bob, y me soltó otra fórmula, que apunté. Comprobé la lista de ingredientes y pensé que los tenía todos dentro de los innumerables recipientes colocados en los estantes.

—Bien. Puedo empezar con las pócimas. ¿Qué sabes de los hombres lobo, Bob?

—Muchas cosas. Estuve en Francia durante la época de la Inquisición.

Su tono de voz era lacónico (pero era de esperar, teniendo en cuenta las circunstancias).

Comencé a preparar la primera pócima, el estimulante. Todas las pócimas tienen ocho partes. La primera es una base líquida sobre la que se mezcla el resto de ingredientes. Cinco partes están simbólicamente vinculadas a los cinco sentidos. Otra está relacionada con la mente y la última con el espíritu. El ingrediente básico de la pócima estimulante era el café, mientras que la base de la pócima para disimular el olor era el agua. Puse ambos ingredientes a hervir.

—Así que había hombres lobo en aquella época.

—¿Me tomas el pelo? —exclamó Bob—. Estaban en pleno apogeo. Los había de todas clases: hexenwolves, hombres lobo, licántropos y loup-garou. Todas las clases de lupinos zoomorfos que te puedas imaginar.

—¿Zoo qué? —pregunté.

—Zoomorfos —repitió Bob—. Cualquier cosa que puede cambiar de forma humana a animal. Los hombres lobo son zoomorfos. También los hombres oso, los hombres tigre, los hombres búfalo…

—¿Búfalos? —pregunté.

—Claro. Algunos chamanes nativos americanos pueden transformarse en búfalo. Pero casi todos se transforman en depredadores y, hasta hace muy poco, los lobos eran los depredadores más temibles en Europa.

—Ah, vale. ¿Y hay diferencias entre las diferentes clases de hombres lobo?

—Por supuesto —confirmó Bob—. Depende sobre todo de cómo te transformes de humano a lobo, y de cuánta humanidad retengas. No quemes el café.

Bajé el fuego con fastidio.

—Ya lo sé, ya lo sé. Bueno, vale. ¿Cómo te transformas en lobo?

—El hombre lobo clásico —continuó Bob— es simplemente un ser humano que usa la magia para transformarse en lobo.

—¿Magia? ¿Cómo los magos?

—No —dijo Bob—. Bueno, no exactamente. Es como un mago que solo sabe hacer un hechizo para convertirse en lobo, y que sabe cómo volver a su forma original. La mayoría de personas que aprenden a ser hombres lobo no lo hacen muy bien al principio, porque retienen toda su humanidad.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno —aclaró Bob— pueden transformarse en lobos, pero solo cambian su cuerpo; su mente sigue siendo la misma. Pueden pensar y razonar, y su personalidad no cambia, pero no tienen los instintos ni los reflejos de un lobo. Están acostumbrados a ser bípedos que se orientan por la vista, no cuadrúpedos que se orientan por el olor. Tendrían que aprenderlo todo desde el principio.

—¿Por qué querría alguien hacer eso? —pregunté—. Aprender a transformarse en lobo, me refiero.

—Tú nunca has sido un campesino en la Francia medieval, Harry —contestó Bob—. La vida era muy dura para aquella gente. Nunca tenían suficiente comida, y tampoco casa, ni medicinas. No ibas a desaprovechar la oportunidad de tener un abrigo de piel y de salir a cazar tu propia comida.

—Vale, creo que ya lo entiendo —dije—. ¿Necesitas balas plateadas o algo así? ¿Te conviertes en hombre lobo si te muerden?

—Bah —dijo Bob—. No. Hollywood copió eso de los vampiros. Y lo de las balas plateadas solo es para casos especiales. Los hombres lobo son como los lobos normales. Puedes herirles con armas igual que a un lobo de verdad.

—Qué bien —exclamé, removiendo la pócima—. ¿Qué otras clases hay?

—Hay otra versión de hombre lobo: cuando otra persona usa la magia para transformarte en lobo.

Lo miré fijamente.

—¿«Transmogrificación»? Eso es ilegal, Bob. Es una de las leyes de la magia. Si transformas a alguien en animal, destruyes su personalidad. No puedes transformar a alguien sin destruir su mente. Es prácticamente un asesinato.

—Ya. Guay ¿eh? Pero, de hecho, la mayoría de la gente puede sobrevivir a la transformación. Al menos durante un tiempo. Las personas con una gran fuerza de voluntad pueden llegar a conservar su memoria y su personalidad humana durante varios años. Pero, antes o después, estas desaparecen sin remedio, y solo queda el lobo.

Dejé un momento las pócimas e hice unos garabatos en mi cuaderno.

—Vale. ¿De qué otras maneras puedes convertirte en hombre lobo?

—En la Francia medieval lo más común era hacer un trato con un demonio o con un hechicero poderoso. Te dan un cinturón de lobo, te lo pones, pronuncias las palabras mágicas y ¡tachín!, ya eres un lobo. Un hexenwolf.

—¿No es igual que la primera clase?

—No, en absoluto. No puedes usar tu propia magia para convertirte en lobo. Usas la de otra persona.

Fruncí el ceño.

—¿No es esa la segunda clase?

—No seas tan obtuso —me reprendió Bob—. Es diferente porque estás usando un talismán. A veces es un anillo o un amuleto, aunque suele ser un cinturón. El talismán sirve de ancla para un espíritu de furia brutal. Una cosa muy peligrosa del Más Allá. Ese espíritu rodea la personalidad humana para evitar que se destruya.

—Como un aislante —dije.

—Exacto. Mantienes tu intelecto y tu razón, pero el espíritu se ocupa del resto.

Volví a fruncir el ceño.

—Suena fácil.

—Sí, claro —aseguró Bob—. Es muy fácil. Y cuando usas un talismán para transformarte en lobo, pierdes todas tus inhibiciones humanas y liberas tus deseos inconscientes, porque el talismán-espíritu controla el movimiento del cuerpo. Es muy eficaz. Un lobo enorme con inteligencia humana y ferocidad animal.

Miré a Bob y reuní los ingredientes para la pócima estimulante: un dónut para el gusto; el cacareo de un gallo para el oído; jabón fresco para el olfato; trozos de toalla para el tacto; un rayo de sol del amanecer para la vista; una lista de cosas pendientes para la mente; un poco de música alegre para el espíritu, y la pócima estaba hirviendo en el fuego tan ricamente.

Bob no dijo nada mientras yo añadía los ingredientes, y cuando acabé dije:

—La mayoría de las personas no tienen la fuerza necesaria para controlar un espíritu como ese. Influiría en sus acciones. Puede que incluso las controlase. Suprimiría su conciencia.

—Sí. ¿Y qué?

—Pues que suena como si estuvieses creando un monstruo.

—Es eficaz —dijo Bob—. No sé nada de la bondad o la maldad de esa cosa. Es algo que solo os preocupa a los mortales.

—¿Cómo has dicho que se llama esa clase?

—Hexenwolf —contestó Bob, con un fuerte acento alemán—. Un lobo embrujado. La Iglesia declaró la guerra a todo el que decidía convertirse en hexenwolf, y muchas personas murieron en la hoguera.

—¿Balas plateadas? —pregunté—. ¿Cuándo alguien te muerde te conviertes en hombre lobo?

—¿Quieres dejar la cantinela de «cuando alguien te muerde te conviertes en hombre lobo»? —dijo Bob—. No funciona así. Ni ahora ni nunca. O todo el planeta estaría plagado de hombres lobo en un par de años.

—Vale, vale —suspiré—. ¿Qué me dices de las balas?

—No las necesitas.

—De acuerdo —dije, y seguí anotando información para el informe de Murphy—. Hexenwolf. Ya lo tengo. ¿Qué más?

—Licántropos —dijo Bob.

—¿No es un estado psicológico?

—Puede serlo —respondió Bob—. Pero al principio fue una realidad. Un licántropo es un canal natural para un espíritu furioso. Un licántropo se convierte en una bestia, pero solo dentro de su cabeza. El espíritu lo controla. Afecta a su forma de actuar y de pensar, lo hace más agresivo, más fuerte. También suelen ser muy resistentes al dolor y a las heridas, a la enfermedad; se curan de todo con rapidez.

—Pero no se convierten en lobo…

—¡Una muñeca chochona para el caballero! —gritó Bob—. Solo son personas. Pero terriblemente salvajes. ¿Has oído hablar de los Berserker? Creo que esos tipos eran licántropos. Y nacen, no se hacen.

Removí la pócima estimulante y me aseguré de que hervía a fuego lento.

—¿Y qué era la última clase? ¿Loup qué?

—Loup-garou —dijo Bob—. O, al menos, ese era el nombre que Etienne, la Hechicera usaba antes de que la quemasen en la hoguera. Los loup-garou son los peores monstruos, Harry. Alguien les ha echado una maldición para que se conviertan en un demonio con aspecto de lobo, habitualmente en luna llena. Ese alguien tiene que ser muy poderoso, un hechicero importante o un gran demonio o una de las hadas reina. Cuando hay luna llena se transforman en monstruos, salen de parranda asesina y matan a todo lo que se cruza en su camino hasta que sale el sol.

Un pequeño escalofrío me recorrió el cuerpo, y me estremecí.

—¿Qué más?

—Velocidad y poder sobrenatural. Ferocidad sobrenatural. Se curan de las heridas casi al instante, si es que algo les hiere. Son inmunes al veneno y a cualquier clase de hechizo. Máquinas asesinas.

—Estupendo. Supongo que no ha ocurrido muy a menudo, o me habría enterado.

—Exacto —confirmó Bob—. No muy a menudo. Normalmente el pobre bastardo hechizado se recluye en algún lugar o se adentra en la selva. El último gran ataque de un loup-garou ocurrió en Gevaudan, Francia, en el siglo XVI. Murieron más de doscientas personas en menos de un año.

—Mierda —exclamé—. ¿Cómo lo detuvieron?

—Lo mataron —dijo Bob—. Y aquí es donde por fin intervienen tus balas plateadas, Harry. Lo único que puede herir a un loup-garou es un arma de plata, y no solo eso, tiene que ser plata heredada de un miembro de la familia. Balas de plata heredadas.

—¿De verdad? ¿Por qué no funciona la plata normal y corriente?

—Yo no hago las leyes de la magia, Harry. Solo las conozco y sé cuando cambian. Esa no ha cambiado. Creo que tiene algo que ver con el elemento de sacrificio.

—Plata heredada —mascullé—. Bueno. Esperemos que no fuese un loup-garou.

—Si lo fuese, lo sabrías —aseguró Bob—. En una ciudad como esta, tendrías una docena de personas muertas cada vez que hubiese luna llena. ¿Qué te pasa?

—Está muriendo una docena de personas cada vez que hay luna llena.

Informé a Bob sobre los asesinatos Lobo, le di toda la información que Murphy me había dado a mí y comencé a preparar la segunda pócima. Metí los ingredientes en el agua: un envoltorio de plástico para la vista; un poco de algodón blanco para el tacto; un poco de desodorante para el olfato; la hoja de una vieja lechuga para el gusto y, por último, un trozo de papel en blanco para la mente y un poco de música ambiental para el espíritu. Los ingredientes eran aburridos. La pócima olía aburrida y tenía un aspecto aburrido. Perfecto.

—Mucha gente muerta —comentó Bob—. Te informaré si se me ocurre algo interesante. Ojalá supiese algo más.

—Quiero que salgas y averigües más cosas sobre los hombres lobo —le dije.

Bob resopló.

—¡Ni soñarlo, Harry! Soy un intelectual, no el chico de los recados.

Pero cuando mencioné la palabra «salgas», los ojos de Bob brillaron.

—Te regalaré unas cuantas novelas románticas, Bob —ofrecí.

Le rechinaron los dientes un par de veces.

—Dame un permiso de veinticuatro horas —dijo.

Yo negué con la cabeza.

—Ni hablar. La última vez que te dejé salir, te metiste en una fiesta en la universidad de Loyola y organizaste una orgía.

Bob lloriqueó.

—No hice nada que no hubiese hecho un poco de alcohol.

—Pero esa gente no pidió que te metieses en sus sistemas, Bob. Ni hablar. Te divertiste y no voy a dejarte salir durante un tiempo.

—Oh, vamos, Harry.

—No —dije rotundamente.

—Solo sería una noche d…

—No —repetí.

Bob me miró con el ceño fruncido y pidió:

—Novelas nuevas. Nada de libros usados y estropeados. Quiero un best seller.

—Te quiero de vuelta al amanecer —ordené.

—Vale —contestó Bob con brusquedad—. No puedo creer que seas tan desagradecido, después de todo lo que he hecho por ti. Veré si puedo conseguir algún nombre. Puede que haya un par de espíritus dispuestos a darme información truculenta.

Las luces naranja de sus ojos brillaron y después se le salieron de las órbitas formando una nube luminosa. La nube subió por la escalera de mano y salió del laboratorio.

Suspiré y puse la segunda pócima a hervir. Estarían listas dentro de un par de horas, pero después tendría que ponerles la magia, así que me senté con mi cuaderno y comencé a escribir el informe. Intenté ignorar el dolor de cabeza que me subía por la nuca hasta la coronilla, pero no sirvió de nada.

Tenía que ayudar a Murphy a coger al asesino, quienquiera que fuese, y evitar problemas con el FBI. De lo contrario, ella perdería su empleo, y aunque yo no acabase en prisión, también me quedaría sin trabajo. Habían asesinado al guardaespaldas de Johnny Marcone, y sería idiota si creyese que iba a quedarse de brazos cruzados. Estaba seguro de que, antes o después, el gángster movería ficha.

Aparte de eso, había un monstruo acechando en la oscuridad, y ni la policía ni el FBI habían conseguido detenerlo. Solo quedaba yo, Harry Dresden, el simpático mago del vecindario, para intervenir y hacer algo al respecto. Y si el asesino se enteraba de que estaba metido en el asunto, sin duda iría a por mí. Mis preocupaciones se multiplicaban.

Hexenwolves. Hombres lobo. Licántropos. Loup-garou.

¿Qué será lo siguiente?