Capítulo 14
Así que allí estaba, a punto de ser estrangulado en pleno bosque por un loco fanfarrón medio desnudo, con una mujer lobo que colgaba de una cuerda en algún lugar cercano. La herida del disparo me dolía mucho, y la mandíbula me daba punzadas donde mi amiguita la poli me había golpeado la noche anterior. He tenido días peores. Eso es lo bueno de ser mago. Siempre puedo decirme a mí mismo con honestidad que las cosas podrían ser peor.
Dejé de luchar contra el hombre que me estaba estrangulando. En lugar de eso, lo agarré por la muñeca y me preparé para hacer una locura.
La magia es una clase de energía. Los pensamientos, las emociones y la imaginación le dan forma. Los pensamientos definen esa forma, y las palabras ayudan a definir esos pensamientos. Por eso los magos suelen usar palabras en sus hechizos. Las palabras son una especie de aislante cuando la energía de la magia quema a través de la mente del hechicero. Si usas palabras con las que estás demasiado familiarizado, palabras tan cercanas a tus pensamientos que te cuesta separar unas de otros, entonces el aislante es demasiado delgado. Así que la mayoría de los magos usan lenguas antiguas que no conocen muy bien, o se inventan palabras disparatadas y mentalmente les dan un significado para un efecto particular. De ese modo, la mente de un mago tiene una capa de protección adicional contra las energías mágicas que la recorren.
Pero se puede hacer magia sin palabras, sin proteger tu mente con un aislante. Si no tienes miedo de que te duela un poco, claro.
Atraje mi voluntad, mi miedo exhausto y me concentré en lo que quería. Mi visión se inundó de puntitos de color. El hombre que me atacaba por la espalda gruñó y aulló de forma incoherente, y un chorro de baba o espuma me goteó por un lado de la cara. En el otro lado podía sentir las hojas secas y el barro. Todo comenzó a volverse negro.
Entonces apreté los dientes y liberé mi voluntad con un estallido de energía repentina.
Ocurrieron dos cosas. La primera, una ráfaga de pensamiento cegador, brillante, salvaje y discordante me pasó por la cabeza. Mis ojos estaban inundados de color, mis oídos de un sonido fantasma. Una miríada de sensaciones asaltó mis sentidos: el intenso aroma de la tierra y las hojas secas, el arañazo ondulante de las patas de un ciempiés que subía por la piel de mis antebrazos, la sensación cálida de la luz del sol en mi cuero cabelludo y muchas otras que no pude identificar, cosas que no estaban basadas en la realidad. Eran un efecto secundario de la energía que me salía por la cabeza.
La segunda cosa que ocurrió fue una oleada de electricidad procedente del aire que me llegaba hasta las yemas de los dedos que tenía en la muñeca de mi atacante, y que le subió por el brazo y se extendió por todo su cuerpo. El hombre empezó a tener convulsiones descontroladas y la fuerza de su propia reacción le arrancó de mi lado y le hizo caer de espaldas contra las hojas. Apretó los labios en una expresión de conmoción y miedo.
Resollé, atónito y tembloroso, luego empecé a gatear y me puse en pie solo para volver a chocar contra un árbol. Me acurruqué allí, vi que las convulsiones de mi atacante desaparecían y que se quedaba paralizado. Finalmente, se quedó mirando fijamente al cielo con los labios abiertos mientras el pecho le subía y le bajaba.
Examiné al hombre con más atención. Era grande. Era muy grande, al menos tan alto como yo y el doble de corpulento. Solo iba vestido con un par de vaqueros azules cortados que no le quedaban muy bien. Su forma física podría describirse como «abrumadoramente masculina», tenía el pecho peludo y era musculoso como un luchador profesional. Tenía canas en el pelo y en la barba y algunas arrugas en la cara. Era un hombre de edad madura. Pero sus ojos fueron lo que más me llamó la atención. Eran de un verde brillante, salvajes y angustiados, aunque ahora tuviera la mirada fija en el cielo distante, pero le pesaban por el lastre de un conocimiento demasiado terrible. No podía ser fácil vivir con una maldición como aquella.
Oí el sonido de algo que se arrastraba, un ruido sordo, alcé la vista y vi la trampa de MacFinn vacía, la cuerda que se balanceaba de un lado a otro. Mis ojos buscaron por el suelo hasta encontrar una forma borrosa que se movía entre las hojas, y que se concretó en los largos miembros y la ropa informal de Tera West. Se puso en pie y se dirigió hacia MacFinn; su pecho subía y bajaba, y su expresión era distraída y distante.
—MacFinn —dijo—. ¡MacFinn! Lo has matado —gruñó, y sus brillantes ojos ámbar ardían en cólera. Podría haber jurado que su cara empezaba a cambiar, que sus dientes comenzaban a convertirse en colmillos. Quizá solo fuera el efecto de la magia en mis percepciones, o una reacción primitiva al hecho de que Tera se hubiera levantado para abalanzarse sobre mí con un aullido. Había asesinato en su mirada.
No me habían pegado dos veces, no me habían disparado y casi estrangulado para que una zorra disfrazada de hombre lobo acabase conmigo. Aunque la cabeza me daba vueltas, reuní toda mi voluntad, extendí la mano hacia la mujer y dibujé un círculo con el puño.
—¡Vento giostrus! —proclamé.
El viento silbó entre los árboles y empezó a formar un remolino salvaje de aire en movimiento que levantó hojas secas, ramas y pequeñas piedras. El ciclón en miniatura levantó a Tera por los aires, a unos seis metros del suelo, hasta las ramas de un pino. También levantó una nube de piedras y escombros que me obligó a refugiarme detrás del tronco de un árbol.
Qué vergüenza. Era un poquito más de viento del que había querido. Es el peligro de la evocación, de esa clase de magia loca e instantánea. A veces cuesta mantener el control. Yo solo había querido algo que volteara a Tera y que luego la hiciese caer al suelo de un trompazo.
En lugar de eso, unas rocas pasaron volando y golpearon el tronco del árbol y luego los árboles de alrededor con un estruendo casi ensordecedor. El viento sacudió los árboles, arrancó algunas ramas y arrojó media tonelada de suciedad y polvo en el aire formando una nube sofocante.
El viento se detuvo al cabo de medio minuto y yo me quedé tosiendo y medio asfixiado. Eché un vistazo por entre el árbol que tenía más cerca para observar lo que ocurría.
El viento había despojado de sus colores otoñales a todos los árboles a quince metros a la redonda, dejando solo ramas desnudas. El ciclón había arrancado la corteza de los que la tenían seca o quebradiza, y ahora mostraban su pálida y brillante pulpa de madera. Las hojas del suelo también habían desaparecido, así como quince o veinte centímetros de capa superficial. La erosión del viento había arrancado la tierra y dejado al descubierto unas pocas piedras desnudas, las raíces de algunos árboles y algunos gusanos asustados.
MacFinn estaba sentado, recuperándose del susto que le había dado. Miraba a su alrededor con la cara pálida y aturdida. El pecho le subía y le bajaba en sacudidas irregulares.
Hubo un crujido, y entonces Tera West cayó al suelo desde las ramas del pino. Aterrizó de un golpazo y se quedó sentada, tosiendo, con la mirada fija y la boca abierta de sorpresa. Parpadeó al verme y retrocedió nerviosamente unos centímetros.
—¿Lo ves? —resollé, levanté una mano y señalé a MacFinn—. Respira, se pondrá bien.
La cabeza aún me daba vueltas por el ataque mágico a MacFinn. Olí el fuerte aroma de las flores silvestres y el agua estancada y sentí algo parecido a las escamas de una serpiente que se deslizaba por las palmas de mis manos, mientras algo con alas y ojos brillantes me rondaba por el rabillo del ojo, pero desaparecía cada vez que intentaba mirarlo. Intenté descartar todo lo que no tenía sentido, ignorarlo, pero no era fácil discernir entre las impresiones falsas y las que tenía delante de mí.
Tera se levantó y se dirigió hacia el hombre caído. Se arrodilló al lado de MacFinn y lo envolvió con sus brazos. Cerré los ojos y resollé hasta que mi cabeza empezó a ir más lentamente. Me concentré en todo el dolor que se escondía entre la confusión. El dolor del hombro, la garganta y la mandíbula me dio una base concreta, un lugar estable, aunque desagradable. Me concentré hasta que se me fue pasando el mareo. Cuando el dolor volvió a atacar con fuerza, no estaba seguro de querer que se me pasase el mareo, pero de todos modos abrí los ojos.
MacFinn tenía los brazos alrededor de los hombros de Tera, y ella le estaba besando como si intentase aspirarlo. Me sentí como un mirón.
—Ejem —dije—. Quizá deberíamos escondernos un poco.
Se soltaron lentamente, y Tera ayudó a MacFinn a levantar su impresionante cuerpo. A su lado parecía una niñita, pero él se apoyó un poco en ella al levantarse. Me examinó y aparté la mirada. No quería ver lo que había en su interior.
—Kim está muerta ¿verdad? —dijo MacFinn.
No era una pregunta, pero asentí.
—Sí. Anoche.
El hombretón se estremeció y cerró los ojos.
—¡Maldita sea! —susurró—. ¡Maldita sea!
—No podías hacer nada —dijo Tera en voz baja—. Conocía los riesgos.
—Y usted debe de ser Harry Dresden —dijo MacFinn. Se miró las quemaduras de la muñeca, donde había actuado mi magia—. Siento lo que ha pasado. No vi a Tera con usted. No sabía quién era.
Me encogí de hombros.
—No se preocupe. ¿Pero podemos salir de aquí? Lo último que necesitamos es que un par de corredores o unos ciclistas nos vean e informen a la policía.
MacFinn asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Vamos.
Tera me miró con recelo y luego se giró hacia MacFinn para ayudarlo a adentrarse en el bosque. Los seguí.
El campamento de MacFinn estaba oculto en el saliente de un terraplén. Las raíces de unos árboles antiguos que estaban encima lo sujetaban e impedían que se desparramara en un montón de barro. Había una pequeña hoguera encendida en la parte trasera del refugio, bien oculta a la vista. MacFinn se dirigió a la hoguera y se sentó delante. Pronto el crepúsculo caería sobre el refugio y lo sumergiría en una profunda oscuridad, pero ahora solo estaba sombrío y al abrigo del viento. La hoguera lo convertía en un lugar cálido y cómodo. No parecía que estuviésemos a veinticinco kilómetros de la tercera ciudad más grande del país.
Tera se sentó al lado de MacFinn, inquieta. Yo me quedé de pie, aunque el dolor punzante de mi brazo hizo que desease estar estirado en una cama y no apretujado en medio de un bosque pequeño, pero auténtico.
—De acuerdo, MacFinn —dije—. Quiere mi ayuda. Y yo quiero evitar que haya más gente herida. Pero necesito algunas cosas de usted.
Alzó la vista y me miró con sus calculadores ojos verdes.
—No estoy en posición de negociar, señor Dresden. Le daré lo que necesite.
Asentí.
—Respuestas. Tengo un millón de preguntas.
—Se hará oscuro en menos de dos horas. La luna saldrá una hora después. No tenemos mucho tiempo para preguntas.
—Bastará —le aseguré—. ¿Por qué ha venido aquí?
—Esta mañana me desperté a unos ocho kilómetros de aquí —dijo MacFinn, que apartó la mirada y miró al fuego—. Tengo varios escondites en la ciudad. Por si acaso. Este es uno de los más antiguos. Mi ropa estaba completamente húmeda, y solo tenía esto.
Señaló los vaqueros cortos.
—¿Recuerda lo que hizo? —las palabras tenían una doble intención, pero al menos no le dije, ¿recuerda haber asesinado a Kim Delaney?¿Quién dice que no puedo ser diplomático?
MacFinn se estremeció.
—Algunas cosas —respondió—. Solo algunas cosas. —Me miró y prosiguió—: No quería hacerle daño. Se lo juro.
—¿Entonces por qué está muerta? —las palabras salieron a lo bruto. Tera echaba fuego por los ojos, pero yo estaba esperando la respuesta de MacFinn.
—La maldición —dijo con calma—. Cuando sucede, cuando me transformo… ¿Alguna vez ha estado enfadado, señor Dresden? ¿Tan enfadado que ha perdido el control? ¿Qué no le importaba nada excepto actuar impulsado por esa rabia?
—Una vez —respondí.
—Entonces tal vez pueda entenderme un poco —dijo MacFinn—. Se apodera de mí y lo único que deseo es hacer daño, actuar impulsado por la rabia. Intenté decirle a Kim que el círculo no funcionaba, que tenía que salir, pero no me escuchó. —Oí la frustración en su voz, y apretó los puños—. No quiso escucharme.
—Se sentía frustrado —dije—. Y cuando se transformó…
Asintió.
—Así es como regresé del Vietnam. Todos los de mi pelotón murieron excepto yo. Sabía que se acercaba la luna llena. Y sabía que los odiaba, odiaba a los soldados que habían matado a mis amigos. Cuando me transformé, empecé a matar hasta que no quedó nadie en tres kilómetros a la redonda.
Miré fijamente a MacFinn durante un largo instante. Sabía que estaba diciéndome la verdad. Que no tenía mucho control sobre sus acciones cuando se transformaba. Aunque se me ocurrió que si deseaba matar a alguien, seguramente podría apuntar su yo-monstruo en la dirección adecuada antes de perder el control.
Recordatorio: no cortarle el paso a MacFinn en la carretera.
—De acuerdo —asentí—. ¿Por qué vino aquí? ¿Por qué al bosque de los lobos? ¿Por qué no a otro de sus escondites?
Sonrió con afectación a las llamas.
—¿A qué otro sitio podría ir un hombre lobo, señor Dresden?
—A algún lugar un poquito menos obvio —espeté.
MacFinn sacudió la cabeza.
—El FBI no cree en los hombres lobo. No se les ocurrirá venir aquí.
—Tal vez —admití—. Pero ahora le busca gente más lista que el FBI. Creo que no deberíamos quedarnos mucho tiempo.
MacFinn me miró y luego echó un vistazo alrededor, como si buscara perseguidores.
—Quizá tenga razón —admitió—. Pero no iré a ninguna parte hasta que la cabeza deje de darme vueltas. Y usted tampoco tiene muy buen aspecto.
—Saldré de esta —dije—. Vale, de acuerdo. ¿De qué conocía a Kim Delaney? Supongo que de sus actividades ecologistas.
MacFinn empalideció cuando mencioné su nombre, pero asintió.
—Sí. Nos enteramos de su talento hace un año. Nos dijo que usted la estaba enseñando a controlar sus habilidades. Me estaba ayudando, indirectamente, en el proyecto Pasaje Noroeste. Entonces, el mes pasado, le pedí ayuda.
—¿Por qué lo hizo?
MacFinn miró de reojo a Tera y después volvió a mirarme.
—Alguien rompió mi círculo.
Me puse en cuclillas y apoyé mis doloridos brazos en mis rodillas.
—¿Alguien rompió su círculo? ¿El del sótano?
—Sí —afirmó MacFinn—. No sé quién fue. No suelo estar mucho en casa. Lo encontramos roto cuando bajamos antes de que saliera la luna llena el mes pasado.
—¿Y le pidió a Kim que lo arreglase?
MacFinn cerró los ojos y asintió.
—Dijo que podría. Nos dijo que podría hacer un círculo nuevo que me impediría…
Me mordí el labio mientras su voz se desvanecía poco a poco.
—El mes pasado usted se reunió con el socio de Marcone ¿verdad? ¿Negociaciones sobre el proyecto?
—Yo no lo maté —dijo MacFinn rápidamente—. Murió la noche después de la luna llena. No podría haberme transformado entonces. Y las otras dos noches me aseguré de mantenerme alejado de los seres humanos. Tampoco maté a nadie las dos noches siguientes. Estaba solo.
—Su prometida podría haber cometido esos asesinatos —insinué, y miré rápidamente a Tera West. Ella me miró a los ojos durante un instante y luego apartó la vista.
—No lo hizo —dijo MacFinn en tono frío.
—Retrocedamos un poco. Alguien rompió su círculo. Para hacerlo tenían que conocer la maldición ¿verdad? Y tenían que haber entrado en su casa. Así que la primera pregunta es: ¿quién podía hacer esas cosas? Y la segunda es: ¿quién lo hizo y por qué?
MacFinn negó con la cabeza.
—No lo sé. Ni idea. No tengo mucho contacto con lo sobrenatural, señor Dresden. Me mantengo apartado. No conozco a nadie que pueda transformarse, excepto a ella.
Puso su mano encima de la de la mujer que estaba a su lado.
Una sospecha arraigó en algún lugar oscuro y furtivo de mi mente. Examiné a Tera y luego le dije a MacFinn:
—¿Quiere oír una teoría? —le pregunté. No esperé su respuesta—. Suponiendo que me diga la verdad, creo que alguien cometió los asesinatos la noche antes de la luna llena, el mes pasado. Algunos gánsteres de la ciudad. Luego le jodieron el círculo para asegurarse de que fuera usted el que se volviera loco las tres noches siguientes.
—¿Por qué lo harían? —preguntó MacFinn.
—Para tenderle una trampa. Matan a algunas personas, quizá para divertirse, o tal vez por una buena razón, y luego le echan a usted la culpa. Alguien como yo, o el Consejo Blanco, viene a meter sus narices y va directo a por usted. Usted tiene mala reputación. Como un criminal condenado. Si le encuentran sobre un cuerpo con un cuchillo lleno de sangre, por usar una metáfora, será usted el que arda en la hoguera. Literalmente.
MacFinn observó mi cara durante un momento.
—O cree que puede haber otra razón.
Me encogí de hombros.
—Tal vez usted sea el asesino. Podría estar intentando que el Consejo y yo creamos que alguien le ha tendido una trampa. La policía no puede probar nada contra usted en el sistema judicial mundano, y esta artimaña le absuelve ante la comunidad sobrenatural. Así que se lamenta y finge y dice: «¡Ay de mí, solo soy un pobre tipo al que le han echado una maldición!», y mientras tanto asesinan a un montón de personas. Gente que se interponía en su proyecto Pasaje Noroeste.
MacFinn me enseñó los dientes.
—¿No cree que el mundo sería un lugar mejor sin gente como Marcone y sus pelotilleros?
—Pelotilleros, buena palabra —contesté, y mantuve el tono de voz suave—. Eso no me preocupa ahora, MacFinn. Los hombres como Marcone conocen los riesgos y tientan la suerte. Lo que me molesta es que esté muriendo un montón de gente que no se lo merece.
—¿Por qué mataría a gente inocente? —preguntó MacFinn. Su voz era cada vez más tensa y cortante.
—¿Inocentes como Kim? —dije—. Soy mago, no un santo. Puedo ser vengativo.
MacFinn empalideció y bajó la vista.
—Puede que sea una cortina de humo. Quizá no pueda evitarlo. O, qué diablos, quizá solo sea un pobre tipo al que le han echado una maldición y alguien le está usando como si fuera una marioneta. Ahora mismo no lo sé.
—Suponiendo que no esté mintiendo —MacFinn rechinó los dientes— ¿a quién le interesaría tenderme una trampa?
Sacudí la cabeza.
—Esa es la pregunta del millón de dólares. Yo diría que Johnny Marcone. Le beneficia que usted no pueda oponerse a sus intereses comerciales en el noroeste. Según tengo entendido, el proyecto Pasaje Noroeste acabaría con una buena parte de la industria de esa zona.
MacFinn asintió gravemente.
—Es cierto.
—Así que tiene un buen motivo. ¿Pero cómo sabía lo de su maldición? ¿Y cómo logró romper el círculo? No es su estilo. Le habría roto los frenos del coche, o le habría organizado una cita con un par de matones en un callejón oscuro. Ese es su estilo. —Me encogí de hombros—. ¿Quién más podría ser? ¿Se le ocurre alguien?
MacFinn negó con la cabeza.
—Siempre he tenido suerte. He sido capaz de encerrarme en el círculo. O me he ido muy lejos, me he adentrado en el bosque donde nadie pudiera encontrarme. Para que cuando me transformara nadie muriera.
—Por eso apoya el proyecto Pasaje Noroeste —supuse—. Un lugar donde estar seguro cuando salga la luna llena, un lugar muy grande donde no haya gente.
MacFinn lanzó una mirada a Tera, que estaba mirando fijamente a la distancia.
—Por eso y por otras razones. —Apretó la mandíbula y volvió a mirar el fuego—. Usted no sabe lo que es, señor Dresden. Vivir con uno mismo.
Me froté la boca y la barbilla con la mano buena. Necesitaba afeitarme. Examiné a MacFinn y a Tera durante un momento e intenté tomar una decisión.
¿Estaba MacFinn diciéndome la verdad? ¿Era solo una víctima, alguien que estaba siendo usado por un villano sin rostro? ¿O estaba mintiéndome?
Si mentía, si todo había sido una treta, ¿qué pretendía llevándome hasta allí? Matarme, por supuesto, eliminar al único mago que podía acorralar su monstruosa forma. Después de todo, es lo que habría hecho si yo no hubiera podido atontarlo. ¿Pero tenía sentido? ¿Qué ganaría eliminándome si, para empezar, yo nunca me había interpuesto en su camino?
Cuidado, Harry. No te vuelvas demasiado paranoico. No todo el mundo hace planes, conspira y miente. Pero no estaba seguro de Tera West. Mi mente estaba escribiendo un guión repugnante. ¿Y si la querida y dulce prometida se había cansado de su maridito? ¿Y si había cometido los asesinatos de antes y después de la luna llena, y después le había tendido una trampa a su media naranja para que sospecharan de él? Así podrían deshacerse de MacFinn y del socio de Marcone de un solo golpe.
Solo quedarían Marcone y ella. Marcone podía haberse enterado de la maldición de MacFinn por Tera, así como de lo del círculo. Tera no era humana, ni siquiera un poco. Era otra cosa, quizá un ser del Más Allá. ¿Quién sabía cómo funcionaba su mente?
Y luego estaba el grupo de jóvenes que Tera parecía liderar. ¿Cómo encajaban en todo aquello? ¿Para qué los estaba usando?
Fui a ver qué pescaba.
—¿Qué tal Georgia y Billy, Tera? —pregunté en tono informal.
Parpadeó. Su boca se abrió un segundo y luego respondió:
—Bien. Están bien.
Apretó los labios, un gesto claro que mostraba su deseo de acabar la conversación.
Miré a MacFinn. Su cara mostraba confusión, y entonces nos miró intranquilo. No sabía de quién diablos estábamos hablando, y ella no parecía querer que MacFinn se enterase de su secreto.
Ajá, pequeña señorita lobo-cosa-que-se-transforma. ¿Qué estás tramando?
Iba a presionarla más cuando MacFinn y Tera alzaron la vista exactamente al mismo tiempo y miraron hacia el bosque. Me los quedé mirando como un imbécil durante un par de segundos, mi mente seguía corriendo por senderos de pensamiento, buscando mentiras potenciales, posibilidades. Entonces me quité todo aquello de la cabeza y escuché.
—Vosotros dos id por allí —dijo Murphy desde algún lugar en la distante pendiente—. Ron, llévate a tres y dispersaos hasta que lleguen los federales. Luego rastrearemos el oeste, subiendo por la colina.
—Dios, Murphy —dijo Carmichael—. No les debemos una mierda a los federales. Si se hubieran presentado a tiempo, hace horas que estaríamos fuera de aquí. Si no hubiésemos recibido el informe sobre esa West de la habitación del hotel, no estaríamos aquí.
—¡Basta ya! —espetó Murphy—. Se han repartido fotos de MacFinn y de la mujer. Y todos conocéis a Dresden. Separaos y cogedlos.
—Ni siquiera sabes si están aquí —protestó Carmichael.
—Me apuesto un polvo a que están aquí, Carmichael —dijo Murphy, y su voz goteó un dulce veneno—. Imagínate si estoy segura.
Carmichael murmuró algo entre dientes y luego gruñó a sus hombres que se dispersasen como Murphy había indicado.
—Maldita sea —gruñó MacFinn—. ¿Cómo han sabido que estaba aquí?
—¿En qué otro sitio iba a esconderse un hombro lobo? —dije en tono cortante—. Mierda. ¿Cómo salimos de aquí?
—Viento —sugirió Tera. MacFinn y ella se pusieron en pie—. O niebla. ¿Puedes volver a hacer una de las dos cosas?
Hice una mueca y negué con la cabeza.
—Creo que no. Estoy agotado. Seguramente cometería un error y eso podría matar a alguien.
—Si no lo haces —respondió Tera— nos capturarán o nos matarán.
—No puedes solucionar todos tus problemas con la magia —dije de forma brusca.
—Tiene razón —dijo MacFinn con calma—. Separémonos. El primero al que descubran que haga mucho ruido, les plante cara y así los otros tendrán la oportunidad de escapar.
—No, MacFinn, —dije— usted tiene que quedarse conmigo. Puedo hacer el círculo con unos palos y basura, si es necesario, pero si no estoy aquí, no podré encerrarle cuando la maldición se apodere de usted esta noche.
MacFinn volvió a enseñarme los dientes.
—No tenemos tiempo de discutir, señor Dresden.
—En efecto, no lo tenemos —afirmó Tera, y desapareció. MacFinn soltó una palabrota e intentó detenerla, pero falló. Tera se adentró en el bosque, bajó rápidamente la pendiente en silencio por un ángulo que la obligaría a pasar por delante de sus perseguidores. La vieron enseguida, y tres o cuatro gargantas gritaron.
—Zorra —soltó MacFinn, y se dispuso a ir tras ella. Lo agarré del brazo, mis dedos consiguieron sujetarle los bíceps lo bastante fuerte como para que se detuviera y me mirara. Sus ojos verdes echaban fuego.
—Separémonos —dije, y miré hacia abajo—. Si tenemos suerte, ni siquiera se enterarán de que estamos aquí.
—Pero Tera…
—Sabe lo que se hace —aseguré—. Si la policía nos coge, le va a resultar imposible contenerse esta noche. Vámonos. Nos encontraremos en la gasolinera más próxima al parque. ¿De acuerdo?
Desde la pendiente oímos los sonidos de unos hombres corriendo, un grito de aviso y luego un disparo. Por el bien de Tera, esperaba que la agente Benn no estuviera allí. MacFinn apretó la mandíbula y luego corrió por un ángulo de la pendiente. Debajo de nosotros se oyeron más gritos, más disparos y luego un grito de dolor corto y agudo.
Llámame loco si quieres, pero aquellos sonidos, junto con todas las otras cosas que me habían sucedido aquel día, fueron la gota que colmó el vaso. Me di la vuelta, me agarré el brazo herido y subí la colina a grandes zancadas. Mantuve la cabeza agachada, mirando donde pisaba, y solo alcé la vista para asegurarme de que no chocaba contra un árbol. Y huí.