Capítulo 21
Llega un momento en que no puedes seguir haciendo cosas complicadas, como pensar y mantener los ojos abiertos. La oscuridad sobreviene y todo se detiene hasta que el cuerpo, o la mente, están listos para volver a funcionar. La oscuridad vino a buscarme y yo me alegré.
Cuando me desperté, olí a aceite para motor.
Aquello no prometía nada bueno. Estaba sentado y tenía una viga de acero contra la espalda. Sentí que algo me apretaba las muñecas y los tobillos. Cinta adhesiva, quizá. El suelo de hormigón estaba frío. Me dolía todo el cuerpo, estaba muy rígido. Pero algo blando me cubría, una sábana tal vez. No tenía tanto frío como cabría esperar.
Mi primera emoción fue de una vaga sorpresa por seguir vivo.
La segunda fue un pequeño estremecimiento frío, horrible. Era un prisionero. Y mientras lo fuera, no podía estar seguro de que iba a sobrevivir. Así que lo primero era lo primero. Estar seguro. Averiguar dónde estaba, trazar un plan y sacar mi delgaducho culo de mago de allí.
Después de todo, sería una pena morir cuando por fin había averiguado quién me había metido en aquel lío, quién era responsable de los recientes asesinatos que no podían atribuirse a MacFinn, quién le había tendido una trampa.
Por eso abrí los ojos e intenté ver lo que me rodeaba.
Estaba en la fortaleza del enemigo, el garaje de la Luna Llena. Dentro estaba semioscuro, y por lo que pude oír, seguía lloviendo. Me habían tapado con una manta sucia pero cálida, lo que me sorprendió. También había una pequeña mesilla con una bolsa de plástico casi vacía que contenía sangre, goteando por un tubo de plástico que desapareció detrás de mí, y que seguramente acababa en mi brazo.
Moví los pies y los saqué por debajo de la manta. Me habían atado las piernas con cinta adhesiva por encima y por debajo de las rodillas, y por los tobillos. Me habían vendado el pie herido con vendas limpias y luego me habían puesto el calcetín lleno de sangre. De hecho, me habían puesto vendas limpias en varios cortes y rasguños; y, como si mi nariz se hubiera tomado un tiempo para acostumbrarse, sentí un ligero olor a desinfectante. No llevaba puestas las esposas de Murphy, y sentí una vaga añoranza. Aunque no eran cómodas, al menos eran familiares.
Así que, no solo estaba vivo, sino que me encontraba bastante mejor, seguramente después de varias horas de sueño y atención médica.
Pero eso no explicaba quién me había hecho aquello.
O por qué.
Mis ojos se habían acostumbrado a la semioscuridad del garaje, pero aun así, había partes tan oscuras que no podía ver nada. Un lazo de luz amarilla en forma de «L» salía por debajo de la puerta de la oficina, y el sonido de la lluvia en el tejado ondulado era como un rugido tranquilizador. Cerré los ojos. Intenté orientarme para determinar qué hora era por el contacto del aire y el sonido de la lluvia. ¿Ultima hora de la tarde? ¿Primeras horas de la noche? No podía estar seguro.
Tosí y noté que tenía la garganta seca, pero podía hablar. Tenía las manos atadas, así que no podía hacer un círculo. Sin un círculo no podía usar ninguna clase de magia para liberarme, solo tenía acceso a la clase de poder que, aunque fantástico contra los horribles loup-garou y otros monstruos, no servía de nada si quería quitarme varias capas de cinta adhesiva pegadas a mi tierna piel. La magia estaba descartada.
¿Alguna vez te he hablado de mi padre? Era mago, no un brujo como yo, sino un mago como los que se ven en los espectáculos de magia pasados de moda. Tenía un sombrero negro, un conejo blanco, una cesta de espadas y todo eso. Solía viajar por todo el país y hacía espectáculos para los niños y los viejos, y apenas ganaba para ir tirando. Cuando mi madre murió al dar a luz, mi padre tuvo que criarme solo, y supongo que hizo lo que pudo. Lo intentó.
Yo era muy joven cuando murió (me negué a creer en las insinuaciones de Chaunzaggoroth hasta haberlas investigado) de un aneurisma cerebral. Pero aprendí un par de cosas sobre lo que había hecho antes de morir. Me puso el nombre de tres magos famosos. El primero era el mismísimo Houdini. Y una de las primeras reglas de Houdini era que la manera de escapar siempre está al alcance de la mano. Una actitud positiva. Es un hecho que un ser humano puede escapar de casi cualquier cosa, si le dan tiempo suficiente.
La única pregunta era: ¿de cuánto tiempo disponía?
La cinta adhesiva era fuerte, y me habían atado muy bien, pero también era barata, fácil de transportar, y sencilla de aplicar. Aunque me habían puesto varias capas, no era lo mejor para inmovilizar a una persona, porque de lo contrario los polis usarían cinta adhesiva y no esposas. Podía ser derrotada.
Así que comencé a buscar maneras de derrotarla.
Un pequeño movimiento me demostró que no tenía las manos tan fuertemente atadas como parecía. Sentí un dolor agudo en el antebrazo y supuse que era a causa de la aguja intravenosa. Tenían que haber aflojado la cinta alrededor de mis brazos para ponerme la aguja en el antebrazo. Moví los hombros, y en el que estaba herido sentí una fuerte punzada de dolor. La cinta adhesiva me serró las muñecas y me arrancó el pelo de los brazos con un rasgón audible, y apreté los dientes ante aquel particular tormento.
Dolía, y tardé diez minutos en soltarme las muñecas y las manos. Me deshice de la aguja intravenosa mientras imaginaba algún fluido mortífero recorriendo el tubo y entrando en mis venas. Luego doblé los brazos repetidamente y conseguí desatarme.
Tenía los dedos dormidos, rígidos, no me respondían, pero comencé a forcejear con la cinta que tenía en las piernas lo mejor que pude, intentando que cediera para poder doblarlas y que aquello saltase de inmediato. Tuve que esforzarme más de lo que creía, pero por fin flexioné las piernas, agradecido de que el mono de trabajo hubiera impedido que me arrancara el pelo de los muslos y las pantorrillas (aunque no el de los tobillos). Mis piernas eran mucho más fuertes que mis brazos, así que romper las capas de cinta adhesiva fue más sencillo y rápido.
Pero no lo bastante.
Antes de que me quitara la última tira de cinta adhesiva, se oyó un clic-clac y la puerta de la oficina se abrió de golpe, acompañada de un rumor de voces bajas y el sonido de una música de rock and roll antigua.
Me dejé llevar por el pánico. No podía correr, seguía con los tobillos atados. Cuando consiguiera desatarme y ponerme en pie, ya los tendría encima. Así que cambié de plan. Me puse la manta encima, deslicé las manos detrás de la viga, me escondí la aguja intravenosa en la mano y agaché la cabeza como si estuviera durmiendo.
—Sigo sin entender por qué no podemos volarle la tapa de los sesos y deshacernos de él —dijo la voz áspera y sin tono nasal de Nariz Aplastada.
—Estúpido —refunfuñó Parker, y su voz era como el papel de lijar—. Uno, no podemos hacerlo sin que los otros vengan a verlo. Y dos, no podemos hacerlo hasta que Marcone haya hablado con él.
—Marcone —dijo Nariz Aplastada con desprecio—. ¿Qué quiere de él?
Buena pregunta, pensé yo. Mantuve la cabeza agachada, el cuerpo relajado, e intenté pensar en cosas tranquilizadoras. ¿Marcone iba a venir?
—¿Y a mí qué me importa? —respondió Parker—. Me he asegurado de que viviera todo el día. De cualquier modo, le quería aquí esta noche.
Nariz Aplastada gruñó.
—En Chicago hay muchos gánsteres. Marcone solo es uno más. Pero hace una llamada y el mago consigue un indulto. ¿Quién es ese tío, eh? ¿El puto gobernador?
—Siempre piensas con los huevos —dijo Parker con voz tranquila—. Marcone no es solo un gánster. Dirigir Chicago solo es un pasatiempo para él. Tiene negocios en todo el país, y ha comprado a gente desde aquí hasta Washington pasando por la mansión del gobernador y vuelta, y tiene más dinero que Dios. Puede tendernos una trampa y echarnos a la policía encima cuando quiera. No se puede jugar con alguien como él.
Hubo una pausa, y luego Nariz Aplastada dijo:
—Puede. O puede que Lana tenga razón. Tal vez te estás ablandando. Marcone no es uno de los nuestros. No puede darnos órdenes. El Parker que conocí hace diez años no se lo hubiera pensado dos veces antes de mandar a Marcone a la mierda.
La voz de Parker sonó resignada.
—Déjalo ya, tío. Nunca fuiste lo bastante bueno, ni siquiera cuando éramos jóvenes. El Parker que conociste hace diez años habría hecho que nos mataran a todos. Conmigo has tenido pasta, drogas, mujeres, lo que has querido. Así que tranquilízate.
—Ni hablar —respondió Nariz Aplastada—. Creo que Lana tiene razón. Y yo digo que nos carguemos a este flaco hijo de puta ahora mismo.
Me puse en tensión y me preparé para huir a la desesperada. Prefería que me mataran intentando escapar que fingiendo estar dormido.
—Atrás —ordenó Parker, y entonces sonaron unos puntapiés en el suelo de cemento. Oí un par de gruñidos y un grito repentino, y olí a sudor ácido y cerveza rancia cuando obligaron a Nariz Aplastada a arrodillarse a menos de medio metro de distancia. Seguía haciendo pequeños ruidos de dolor, llenos de tensión, como si Parker estuviera agarrándolo por los pelos. Me obligué a relajarme, a no levantarme tambaleando y empezar a correr, pero sentí un hilo de sudor que me bajaba por la cara.
Parker gruñó ante los gemidos de Nariz Aplastada.
—Ya te lo he dicho. Nunca fuiste lo bastante bueno. Vuelve a desafiarme, en público o a solas, da igual, y te arrancaré el corazón.
La manera en que profirió aquella amenaza fue espeluznante: no con el énfasis malvado que cabría esperar en una situación como aquella, sino en un tono tranquilo, mesurado, casi aburrido, como si estuviera hablando de cambiar un carburador o una bombilla. Se oyó un murmullo y Nariz Aplastada soltó un aullido de dolor que se disolvió en una retahíla de gemidos de perro. Oí que las botas de Parker se alejaban unos pasos.
—Ahora, levántate —dijo—. Llama a Tully y que vengan los demás antes de que salga la luna. Tendremos sangre esta noche. Y si Marcone no se porta bien, tendremos mucha más.
Oí que Nariz Aplastada se levantaba y se arrastraba lentamente, a duras penas. Desapareció de la oficina y cerró la puerta tras de sí. Esperé unos segundos a que Parker se alejara para poder escaparme, pero no lo hizo. ¡Maldita sea!
Se me estaba acabando el tiempo. Si esperaba hasta que el resto de los licántropos regresase al garaje, nunca podría escapar. La suerte estaba en mi contra. Si quería escaparme, tenía que ser ahora.
Por supuesto, seguía atado. Cuando me soltara las piernas, tendría a Parker encima. Y acaba de escuchar cómo dejaba inválido a un hombre el doble de grande que él y cómo le amenazaba con arrancarle el corazón. Y estaba seguro de que hablaba en serio. Cuando miré en el fondo de su alma, vi un lugar oscuro y furioso, la fuente de todo ese poder y fuerza de voluntad. Podía despedazarme con las manos, literalmente, y lo que era peor, lo haría. Tenía que llevarle ventaja si quería huir.
Quizá podía hacer que se enfadara. Provocarle para que se fuera a buscar un bate de béisbol u otro rollo de cinta adhesiva para taparme la boca. Entonces podría escapar. El único problema con aquel plan era que a lo mejor me arrancaba el corazón allí mismo, pero el que no se arriesga no cruza la mar. No tenía tiempo para ser quisquilloso.
Así que levanté la cabeza lo bastante como para mirarle en la semioscuridad con los ojos entrecerrados y dije:
—Está claro que tiene buena mano con la gente. Debe de haber leído un libro o algo por el estilo.
Mi voz le sobresaltó, y se giró con los reflejos de un gato nervioso. Me miró fijamente durante un instante y luego empezó a relajarse.
—Vaya. Así que estás vivo. Bueno, mejor.
—Era cansancio más que nada. Gracias por dejarme echar una cabezadita.
Me enseñó los dientes.
—De nada. Hay que dejar libre la habitación dentro de un par de horas.
Cualquier hombre en su sano juicio se habría meado encima. Pero yo solo encogí los hombros.
—Vale. Menos mal que tu gente no sabe pegar. Me habría resultado incómodo.
Parker soltó una carcajada.
—Tienes huevos, chaval. Lo reconozco. Al menos hasta más tarde, cuando Lana les ponga los dientes encima.
La cosa no iba nada bien. Tenía que encontrar la manera de cabrearle, no de hacerle reír.
—¿Qué tal la rodilla?
Parker entrecerró los ojos.
—Mucho mejor. No se curó del todo hasta el amanecer, pero me imagino que solo faltan un par de horas para que salga la luna.
—Debería de haber apuntado más alto —dije.
Parker apretó un poco la mandíbula.
—Ahora ya es demasiado tarde, chaval. El juego ha terminado.
—Disfruta mientras puedas. He oído que tu gente está un poco harta de ti. ¿Crees que Lana te arrancará los huevos cuando te degraden?
Su bota apareció como por arte de magia y me golpeó en un lado de la cabeza. Me tiró hacia la derecha, y si no hubiera apretado los brazos en el último minuto, me habría tirado al suelo y habría descubierto que no estaba atado.
—No sabes cuándo es mejor estarse calladito ¿verdad, mago?
—No tengo nada que perder —le respondí—. No es como si toda la gente que antes me admiraba ahora se pusiera en contra mía ¿verdad? No es que esté haciéndome demasiado viejo par…
—Cállate —gruñó Parker, y sus ojos proyectaron una luz verdosa y espeluznante en la oscuridad, una ilusión óptica. Volvió a golpearme, esta vez en el estómago. Empecé a jadear, e intenté seguir hablando.
—Te levantas más rígido cada mañana. Comes menos. Quizá ya no eres tan fuerte como antes ¿verdad? No tan rápido. Tienes que apalear a perros viejos como Nariz Aplastada, porque si lo intentas con uno de los jóvenes, acabarían contigo.
El plan estaba saliendo a pedir de boca. Ahora lo único que necesitaba era que saliera de la habitación para calmarse, o para ir a buscar un instrumento para mutilarme o más cinta adhesiva, o lo que fuera. Pero en lugar de eso, Parker giró sobre sus talones, cogió un punzón de hierro, volvió a girarse hacia mí y lo levantó.
—A la mierda con Marcone —gruñó—. Y a la mierda contigo, mago.
Los músculos se le tensaron bajo la vieja camiseta cuando levantó el punzón por encima de la cabeza. Sus ojos brillaban con la misma clase de furia animal que había contemplado la noche anterior en los otros licántropos. Hizo una mueca salvaje con la boca, y las venas del cuello se le tensaron cuando se dispuso a asestarme el golpe mortal.
Odio que los planes salgan mal.