Capítulo 5

Saqué el trozo de tiza que siempre guardo en el bolsillo de mi abrigo y la brújula redonda de plástico que llevo pegada con una tira de velcro en el salpicadero, después me puse en cuclillas y mi voluminoso abrigo me cubrió las piernas hasta los tobillos. Dibujé con la tiza un círculo a mi alrededor en el asfalto. La superficie negra contrastaba con las señales blancas, que brillaban a la luz de la luna casi llena.

Tuve que añadir un poquito de energía y voluntad para cerrar el círculo, y de inmediato sentí que la magia que flotaba en el aire se amontonaba dentro del círculo, atrapada en los confines del dibujo. Sentí un cosquilleo en el cogote que me puso los pelos de punta. Me estremecí, cogí el trozo de cristal en el que la sangre se estaba secando rápidamente y lo puse dentro del círculo, entre mis botas. Empecé a canturrear unas sílabas sin sentido en voz baja, mientras me relajaba y me concentraba en el efecto que quería.

—Interessari, interressarium, —murmuré, y toqué la sangre húmeda con la esfera de plástico de la brújula. La energía salió disparada de mi interior, se arremolinó dentro del círculo que había dibujado y luego entró precipitadamente en la brújula dejando tras de sí un resplandor de motas de polvo plateadas.

La aguja de la brújula tembló, giró como loca y después se balanceó hacia la mancha de sangre de la esfera, como un sabueso que busca un rastro. Luego giró rápidamente y apuntó al sudeste con firmeza.

Sonreí y borré la tiza con las botas, liberando el resto de la energía, después cogí la brújula y regresé al Escarabajo.

El problema con este hechizo era que la aguja de la brújula apuntaba de forma infalible a la persona de la que procedía la sangre hasta el alba del día siguiente y rompía las sencillas energías mágicas que había usado para hacer el hechizo; pero no señalaba el camino más rápido para llegar al objetivo, solo la dirección donde este se encontraba.

El tráfico en Chicago no es precisamente lo que una persona en su sano juicio llamaría agradable o sencillo, pero hacía tiempo que vivía en la ciudad y había aprendido a sobrevivir. Pasé por delante del hospital Cook County, una ciudad virtual dentro de Chicago, y bajé por el parque Douglas; luego giré hacia el sur en Kedzie. Poco a poco, la aguja de la brújula se alineó y apuntó con firmeza al Este mientras yo me dirigía al sur, así que acabé girando al este en la Calle 55, hacia la universidad de Chicago y el lago Michigan.

No era exactamente una parte recomendable de la ciudad. De hecho, era uno de los peores barrios de Chicago. El índice de criminalidad era alto y muchos edificios estaban derruidos, abandonados o sencillamente poco frecuentados. En muchas zonas las farolas estaban apagadas, así que, cuando era noche cerrada, estaba más oscuro que la mayoría de barrios. Siempre ha sido el lugar preferido de algunas de las cosas más oscuras que salen a rastras del Más Allá para pasar una noche en la ciudad. Algunas noches los trolls acechaban como si fueran atracadores, y cualquier nuevo vampiro que estuviese de paso siempre acababa en este barrio o en alguno parecido, buscando a una presa hasta que podía ponerse en contacto con Bianca o con algún otro vampiro de la ciudad.

Paré el coche cuando la brújula apuntó a lo que parecían unos grandes almacenes abandonados, y apagué el motor. El fiel Escarabajo traqueteó y se paró, agradecido. Saqué el mapa de la guantera y lo miré durante un momento. El parque Washington y el parque Burnham, donde habían tenido lugar cuatro de las muertes del último mes, estaban a menos de un kilómetro.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Seguro que aquí encontraría al Lobo asesino de Murphy.

Salí del coche. Sostuve el bastón mágico con la mano derecha y la brújula con la izquierda. Llevaba el brazalete de escudos colgando de la muñeca izquierda. La pistola estaba dentro del bolsillo de mi abrigo, al alcance de la mano. Me tomé unos instantes para respirar profundamente, despejar la mente y clarificar lo que quería hacer.

No estaba allí para detener al asesino, quienquiera que fuese. Solo lo estaba localizando para Murphy. Ella podía ponerlo bajo vigilancia y cogerlo la próxima vez que intentase algo. Aunque yo lo capturase, Murphy no podría presentar cargos contra él basándose en la palabra de un mago profesional. A los jueces municipales les encantaría tener a un poli delante soltando semejante cantidad de tonterías.

Giré el bastón mágico entre mis dedos, sonreí y eché a andar. No importaba. No necesitaba que el sistema judicial reconociese mis poderes para usarlos.

Las ventanas frontales de los antiguos grandes almacenes estaban cubiertas de tablas. Las toqué hasta que encontré una que estaba floja. Me detuve y la examiné con cuidado, atento a una posible alarma.

Como la cuerda cubierta de pequeñas campanillas que estaba atada a la parte inferior de la ventana. Si hubiese empujado la tabla de madera un poco más hacia dentro, habrían empezado a tintinear. En lugar de eso, quité con cuidado la cuerda, que estaba atada a uno de los clavos, y me colé por los sombríos confines de la tienda abandonada.

Era un lugar esquelético. Aún quedaban los huesos de los estantes, ahora desprovistos de género, formando largos pasillos. Unas lámparas fluorescentes colgaban del techo en tristes filas, y el vidrio de las bombillas tubulares hechas añicos cubría el suelo. La luz de la calle se filtraba en el interior, sobre todo la de la luna, pero había más luz procedente del fondo de la tienda. Comprobé mi brújula manchada de sangre. La aguja apuntaba con firmeza a aquella luz. Cerré los ojos y escuché, una habilidad que no es muy difícil de aprender, pero que la mayoría de personas ha olvidado. Oí al menos un par de voces que hablaban en tono bajo y apremiante.

Me deslicé hacia el fondo de la tienda, usando los estantes vacíos para esconderme. Luego contuve la respiración y eché una rápida mirada por encima de la última fila de estantes.

Había varias personas reunidas alrededor de una linterna Colemana, todas jóvenes, de estaturas varias y de ambos sexos. Iban vestidas de negro; la mayoría llevaba chaquetas, pulseras y collares de cuero negro. Algunos llevaban pendientes y aros en la nariz; otro tenía un tatuaje en el cuello. Si hubieran sido altos y musculosos habrían resultado intimidantes, pero no lo eran. Parecían universitarios, o incluso más jóvenes. Apenas les despuntaba la barba, algunos aún tenían acné o el pelo demasiado graso, y la delgadez de la juventud. Parecían torpes y fuera de lugar.

Cuatro o cinco estaban reunidos alrededor de un joven robusto que debía de medir un metro setenta. Llevaba gafas gruesas y tenía los dedos rechonchos. Le habría pegado más un plumier que los guantes de cuero ribeteados de pinchos que llevaba puestos. Estaba de pie con los brazos en jarras, mirando a una chica rubia y muy delgada que le sacaba al menos una cabeza. Era esbelta pero desgarbada, y su cara, larga y triste, tenía una expresión de rabia. Su cabello era una melena alborotada que le caía por la cara, y los ojos le brillaban con ira contenida. Otros cinco o seis jóvenes estaban reunidos alrededor de ella, y todo el mundo parecía tenso.

—Y yo te digo —gruñó el joven con voz apagada— que deberíamos salir ahora mismo. No podemos descansar hasta que los hayamos encontrado a todos y los despedacemos.

Hubo un murmullo de aprobación entre los que le rodeaban.

—Billy, eres un idiota lleno de testosterona —dijo la rubia—. Si saliéramos ahora, nos cogerían.

—Usa la cabeza, Georgia —replicó Billy—. ¿Crees que aún no lo saben? Podrían cogernos a todos ahora mismo si quisieran.

—No lo han hecho —señaló Georgia—. Ella nos dijo que no volviéramos a salir esta noche, y no lo haré. Y si tú lo intentas, te ataré los tobillos a las orejas.

Billy lanzó un gruñido, aunque sonó falso y forzado, y dio un paso adelante.

—¿Crees que puedes conmigo, zorra? —dijo—. Inténtalo.

Georgia entrecerró los ojos.

—No me apunté a esto de los lobos para luchar contra perdedores como tú, Billy, y no voy a empezar ahora. —Miró a los jóvenes que estaban detrás de Billy—. Ya sabéis lo que ella nos dijo. ¿Vais a desobedecerla?

—Escuchad, Alfas —dijo Billy, dándosela vuelta para mirar a los que estaban detrás de él y luego a los que apoyaban a su adversaria—. He sido vuestro líder todo este tiempo. He hecho lo que prometí. ¿Vais a dejar de confiar en mí?

Escudriñé al grupo y volví a bajar la cabeza, de regreso a las sombras. Joder, hombres lobo adolescentes. Comprobé la brújula, que señalaba con firmeza a la habitación iluminada, al grupo reunido alrededor de la linterna. ¿Eran esos los asesinos? Más bien parecían un grupo de paletos vestidos para la Noche del Cuero.

Al menos era un comienzo. Ya podía irme y contarle a Murphy lo que había visto. Primero tendría que comprobar el exterior del edificio, ver si alguien tenía el coche aparcado cerca para darle a Murphy los números de las matrículas. Diablos, no estábamos lejos de la universidad. Tal vez tuvieran pases de aparcamiento.

—¿Qué significa esto? —preguntó una voz de mujer, clara y estridente.

Volví a levantar el pescuezo por encima del estante. Una mujer de piel oscura, tan alta como la rubia de cara larga, pero mayor que ella, musculosa y que se movía con una seguridad animal, había entrado en la habitación por una puerta de atrás. Tenía el pelo castaño salpicado de canas, y solo tardé un segundo en reconocer a la mujer del coche del aparcamiento de McAnally. El corazón empezó a latirme un poco más rápido. Así que, después de todo, había estado siguiéndonos. Lanzó una mirada furibunda a los dos grupos de jóvenes. Sus ojos eran una sombra ámbar casi espeluznante.

—¿Es que no habéis aprendido nada? —preguntó la mujer.

Billy y Georgia miraban al suelo, incómodos. Los otros jóvenes habían adoptado posturas similares, como un grupo de niños a los que han cogido planeando salir después del toque de queda.

—Esto no es un juego. Alguien me ha seguido hasta aquí. Los tenemos encima. Si empezáis a cometer errores, lo pagaréis con la vida —dijo la mujer mientras caminaba arriba y abajo alrededor del grupo. Comprobé la brújula.

La aguja avanzaba y retrocedía mientras ella caminaba, señalándola con firmeza. Casi se me sale el corazón por la boca. Examiné a aquella mujer, con su vitalidad casi animal, su imponente presencia y determinación. Esa mujer, pensé, podría ser una asesina. Y sabía que la habían estado siguiendo. ¿Cómo? ¿Cómo diablos sabía que la seguía?

Nervioso, alcé la vista para mirarla y me la encontré observando atentamente las sombras alrededor de los estantes tras los que me ocultaba. Uno de los jóvenes comenzó a decir algo, y la mujer levantó la mano para pedir silencio. Dio un paso en mi dirección y vi que resoplaba al respirar. Contuve la respiración, no me atreví a volver a agachar la cabeza detrás de los estantes para que el movimiento no me delatase.

—Unid las manos —ordenó con brusquedad—. Ahora. Después se giró hacia la linterna que estaba en el suelo y la apagó, dejando la habitación a oscuras.

Se produjeron unos murmullos de confusión, luego el siseo autoritario de la mujer y después nada, excepto el silencio y el sonido de los zapatos y las botas moviéndose sobre las baldosas, hacia el fondo de la tienda. Se iban. Me levanté y, a ciegas, me dirigí hacia ellos lo más rápido que pude, intentando seguirles.

Ahora sé que no fue la decisión más inteligente, pero sabía que no podía dejarlos escapar. El hechizo que había hecho en la brújula no duraría mucho, no lo bastante como para volver a encontrar a la mujer, y mucho menos a alguno de los jóvenes de su manada. Quería seguirles, coger los números de las matrículas de sus coches, cualquier cosa que ayudara a Murphy a localizarlos después.

Calculé mal la longitud de mi paso y choqué contra la pared al final del pasillo. Pegué un grito de dolor y volví a orientarme, siguiéndoles, usando la oscuridad para esconderme tanto como ellos. Podría haberme alumbrado un poco, pero pensé que mientras nadie pudiese ver, nadie empezaría a disparar. Salí con cuidado, escuchando, siguiendo los sonidos.

Solo tuve un segundo para reaccionar al ruido de unas garras que se deslizaban por las viejas baldosas, luego algo grande y peludo me golpeó las piernas por debajo de la rodilla y me hizo caer de bruces. Grité, agarré mi bastón mágico como si fuese un bate de béisbol y sentí que golpeaba sólidamente algo duro y huesudo. Se oyó un gruñido, un sonido animal profundo, y algo me arrancó el bastón de la mano y lo lanzó por los aires. Hizo un ruido hueco en el suelo embaldosado. Dejé caer la brújula, busqué a tientas la pistola y me puse en pie, luego retrocedí un poco y grité mi miedo a un desafío silencioso.

Me quedé inmóvil durante un instante, mirando a la nada, respirando con dificultad, con la pistola en la mano. El miedo hacía latir mi corazón con fuerza y, como siempre, la rabia le pisaba los talones al miedo. Estaba furioso porque me habían atacado. Me había imaginado que algo intentaría detenerme, pero en la oscuridad aquel gruñido me había asustado mucho más de lo que pensaba.

Durante un minuto no ocurrió nada, y tampoco pude oír nada. Busqué en mi camisa el pentáculo de plata que había pertenecido a mi madre, la estrella de cinco puntas dentro de un círculo, el símbolo del orden, la simetría, el equilibrio de poder. Me concentré en él, y una luz suave y tenue comenzó a brillar. No se parecía en nada a la luz cegadora que sale cuando concentras tu poder contra un ser del Más Allá, pero al menos bastaba para guiarme. Me dirigí al cuarto trasero rodeado de una luz blanquiazul como la de la luna.

Era un estúpido por seguir adelante, pero estaba enfadado, lo bastante furioso como para andar a trompicones a través del cuarto trasero de los grandes almacenes hasta que pude ver el perfil azul oscuro de una puerta abierta. Me dirigí a ella, tropezando con algunas cosas más que no podía distinguir con la tenue luz de mi amuleto, dando patadas furiosas a otras que se interponían en mi camino, hasta que salí a un callejón detrás del viejo edificio, respiré el aire del exterior y pude volver a ver formas y colores.

Algo me golpeó con fuerza por detrás, me hizo caer al suelo, y la gravilla se me clavó en las costillas a través de la camisa. Perdí la concentración y, con ella, la luz de mi amuleto. Sentí que algo duro y metálico me apretaba el cráneo y que alguien me clavaba su rodilla en las lumbares. Luego una voz de mujer gruñó:

—Suelta la pistola o te vuelo la tapa de los sesos.

Llámame loco si quieres, pero no me gusta hacerme el chulo cuando tengo una pistola incrustada en el cráneo. Solté con cuidado mi 38 milímetros y la dejé a un lado.

—Pon las manos detrás de la espalda. Ahora —gruñó la mujer.

Obedecí. Sentí el frío metal de las esposas alrededor de mis muñecas, oí el sonido metálico del trinquete al cerrarse. Mi agresora despegó su rodilla de mi espalda y me empujó hacia delante con una pierna, encendió una linterna y me alumbró.

—¿Harry? —dijo.

Parpadeé y miré hacia la luz. Entonces reconocí la voz.

—Hola, Murphy. Esta va a ser una de esas conversaciones ¿verdad?

—Idiota —replicó Murphy con dureza. Aún era solo una sombra tras la linterna, pero reconocí su silueta—. Encontraste una pista y la seguiste, pero no te pusiste en contacto conmigo.

—El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, teniente —dije, y me senté. Seguía con las manos fuertemente atadas a la espalda—. No había tiempo. No podía esperar o habría perdido la pista.

Murphy refunfuñó.

—¿Cómo encontraste este lugar?

—Soy mago —respondí, y moví los brazos lo mejor que pude—. Magia. ¿Qué sino? —Murphy refunfuñó, pero se puso en cuclillas y me quitó las esposas. Luego me froté las muñecas—. ¿Y tú?

—Soy poli —dijo—. Un coche nos siguió hasta McAnally desde la escena del crimen. Esperé hasta que se fue y entonces lo seguí. —Volvió a levantarse—. Tú estabas dentro. ¿Salió alguien por delante?

—Creo que no. Pero no pude verlo.

—Maldita sea —dijo Murphy. Se metió la pistola en el abrigo—. No ha salido por detrás. Debe de haber alguna salida por el tejado. —Miró los edificios apiñados y alumbró con la linterna hacia el tejado—. Ya no hay ni rastro de él.

—No se puede ganar siempre.

Me levanté.

—Y un cuerno —exclamó. Se dio la vuelta y echó a andar hacia el edificio.

Tuve que darme prisa para alcanzarla.

—¿Adónde vas?

—Adentro. A buscar unas escaleras, o una escalera de mano, lo que sea.

—No puedes seguirles —repliqué, y me puse a su lado en el momento que entraba en el oscuro edificio—. Tú y yo solos no podemos cogerlos.

—¿Cogerlos? —dijo Murphy—. Yo solo vi a uno.

Se detuvo y me miró, y brevemente le expliqué lo que había sucedido desde que nos separamos en el aparcamiento. Los ojos azules de Murphy me miraban con expresión seria.

—¿Qué crees que ocurrió? —preguntó cuando acabé.

—Había hombres lobo —respondí—. La mujer de pelo castaño oscuro con canas era su líder.

—¿Un grupo de asesinos? —dijo Murphy.

—Una manada —la corregí—. Pero no estoy seguro de que fueran los asesinos. No parecían… no sé. Lo bastante fríos. Lo bastante crueles.

Murphy movió la cabeza y salió.

—¿Puedes darme una buena descripción?

La seguí.

—Bastante buena, creo. ¿Pero para qué la quieres?

—Voy a emitir una orden de busca y captura para la mujer que vimos. Y quiero que describas a los chavales que oíste hablar.

—¿Para qué la necesitas? ¿No tienes la matrícula del coche que conducía?

—Ya los he llamado —explicó Murphy—. Era de alquiler. Seguramente lo alquiló bajo un nombre falso.

—Creo que te equivocas de personas, Murphy. No emitas esa orden de busca y captura.

—¿Por qué no? —me preguntó—. Alguien me sigue hasta la ciudad desde la escena de un crimen. No solo eso, sino que puedes confirmar que eran los asesinos. No en un tribunal, ya lo sé, pero tu palabra me basta. Los equipos de investigación normal se ocuparán del resto si sabemos dónde buscar.

Levanté la mano.

—Espera, espera. Mi hechizo no me dijo que la mujer fuese la asesina. Solo que la sangre que encontramos en la escena del crimen era la suya.

Murphy cruzó los brazos y me miró fijamente.

—¿De qué lado estás?

—No lo entiendes, Murphy —dije, y sentí que perdía un poco la calma—. No te enfrentas a la clase de gente que vive en el país de lo oculto a menos que estés dispuesta a llegar hasta el final. Si molestas a una manada de hombres lobo y les echas a la policía encima, les estás declarándola guerra. Y entonces será mejor que estés dispuesta a luchar.

Murphy empujó la mandíbula hacia fuera.

—No te preocupes por mí. Puedo defenderme.

—No digo que no puedas —respondí—. Pero lo que despedazó a Spike en el club de Marcone no era lo mismo que estaba conmigo ahí dentro.

Señalé la sala principal de los grandes almacenes con la cabeza.

—¿Ah, no? —preguntó Murphy—. ¿Por qué no?

—Porque pudo haberme matado y no lo hizo.

—¿Crees que no podrías haberte defendido de un hombre lobo, Harry?

—¿En la oscuridad? —exclamé—. Murphy, hace casi cien años que los lobos se extinguieron en la mayor parte de los Estados Unidos. No tienes ni la más remota idea de lo peligrosos que pueden ser. Un lobo puede correr más rápido que tu coche cuando conduces por Chicago. Sus mandíbulas pueden romperte el fémur de un golpe. Un lobo puede verte en la más completa oscuridad y contarte los pelos de la cabeza a cien metros de distancia a la luz de las estrellas. Puede oír el latido de tu corazón a treinta o cuarenta metros. El lobo que estaba ahí dentro conmigo podía haberme matado con facilidad, pero no lo hizo. Me desarmó después de que lo golpeara y luego se fue.

—Eso no significa nada —insistió Murphy, pero dobló los brazos, miró las sombras que nos rodeaban y tembló ligeramente—. Puede que el asesino te conozca. Tal vez no quería arriesgarse a matar a un mago. Quizá, solo quizá, el lobo lo hizo para librarse de ti. Tal vez no te liquidó para que reaccionases así, para no levantar sospechas.

—Tal vez —admití—. Pero no lo creo. Los chavales que vi… —moví la cabeza— no emitas aún la orden de busca y captura. Espera un poco, hasta que pueda darte algo más de información. Mira, me pagas para que te aconseje, para que te asesore sobre el mundo de lo sobrenatural. Yo soy el experto ¿no? Escúchame. Confía en mí.

Me miró con atención y apartó rápidamente la vista cuando nuestros ojos se encontraron. Hacía tiempo que nos conocíamos. No miras a los ojos de un mago si no tienes un buen motivo. Los magos ven demasiado.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Esperaré, pero solo hasta mañana por la mañana, cuando me entregues el informe. Si para entonces no puedes enseñarme nada, iré a por la gente que hemos visto esta noche. —Esbozó una pequeña sonrisa intensa—. De todos modos, no sé cómo iba a explicar lo que estaba haciendo en la escena del crimen en Rosemont. —La sonrisa despareció y solo quedó la intensidad—. Pero me darás esa información, Dresden, mañana a primera hora. No cometas ningún error. Cogeré al asesino antes de que muera alguien más.

Asentí con la cabeza.

—Por la mañana —le aseguré—. Te lo prometo.

La linterna de Murphy parpadeó, luego el filamento hizo ¡pum! y se apagó.

Murphy suspiró en la oscuridad.

—Nunca funciona nada cuando estás cerca —dijo—. A veces, Harry, odio ir por ahí contigo.