Capítulo 15

Salí del parque, agotado e incapaz de contener un grito de dolor. Me detuve en la primera gasolinera que encontré para quitarme las botas. Aunque eran viejas y cómodas, las botas de vaquero no estaban hechas para correr campo a través. Me apoyé contra la pared del edificio al lado de los teléfonos públicos, lejos de la calle, y me senté en la acera. El cuerpo me daba punzadas de dolor, que disminuyeron cuando recobré el aliento y se me normalizó el pulso.

Le di a MacFinn una hora, pero no apareció. Ni él ni nadie.

Comencé a impacientarme. ¿Podían haber capturado a MacFinn y a Tera? Tal vez los polis de Murphy no parecieran gran cosa, pero yo sabía que eran tipos duros y listos. No era una idea descabellada.

Hurgué en los bolsillos de mi abrigo y encontré cambio suficiente para hacer una llamada telefónica, luego me dirigí penosamente hacia el teléfono.

—Arcano del medio oeste, soy la señorita Rodríguez —dijo Susan al coger el teléfono. Su voz sonaba cansada, estresada.

—Hola, Susan —respondí. El hombro me dio una punzada, apreté los dientes y me ceñí un poco el abrigo. La noche traía un viento frío y nubarrones grises, y los pantalones de chándal y la camiseta de algodón que Tera me había dado no me abrigaban demasiado.

—¿Harry? —preguntó en tono incrédulo—. Dios mío. ¿Dónde estás? La policía te está buscando. No dejan de llamar aquí. Algo sobre un asesinato.

—Un malentendido —contesté, y me apoyé contra la pared. El dolor empeoraba a medida que el frío penetraba en mi cuerpo, y comencé a temblar.

—Suenas horrible —dijo Susan—. ¿Estás bien?

—¿Puedes ayudarme?

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

—No lo sé, Harry. No sé qué está pasando. No quiero meterme en líos.

—Puedo explicártelo —le ofrecí. Me costaba articular las palabras a causa del dolor—. Pero es una larga historia.

Le di un sutil énfasis a esta última palabra. A veces me asusta lo fácil que es conseguir que la gente haga lo que quieres, si los conoces un poco.

—Historia ¿eh? —dijo Susan con repentino interés.

—Sí. Asesinato, violencia, sangre, monstruos. Te daré la exclusiva si vienes a buscarme.

—Cabrón —musitó, pero creo que sonreía—. Habría ido de todos modos.

—Ya lo sé —dije, pero sentí una sonrisa en mis propios labios. Le di la dirección de la gasolinera y recé para que los federales no hubieran tenido tiempo de intervenir el teléfono de Susan.

—Dame media hora —dijo Susan—. Tal vez más, depende del tráfico.

Miré al cielo con los ojos entrecerrados. Estaba oscureciendo con rapidez, tanto por el crepúsculo como por unas densas y amenazadoras nubes que se aproximaban.

—El tiempo apremia. Date prisa si puedes.

—Cuídate, Harry —dijo en tono preocupado. Luego colgó el teléfono.

Yo también colgué y volví a apoyarme contra la pared. Odiaba meter a Susan en todo aquello. De algún modo, me sentía humillado. Débil. Era por el problema que tenía con la caballerosidad. No quería que una chica tuviera que acudir a mi rescate y protegerme. No estaba bien. Y tampoco quería poner en peligro a Susan. Era sospechoso de asesinato, la policía me estaba buscando. Podía meterse en un lío por ser mi cómplice, o algo por el estilo.

Por otra parte, no tenía elección. No tenía dinero para un taxi, suponiendo que encontrara uno tan lejos de la ciudad. No tenía coche. No estaba en condiciones de caminar a ningún sitio. Mis contactos, MacFinn y Tera West, habían desaparecido. Necesitaba ayuda, y Susan era la única en quien creía que podía confiar.

Si había una historia que contar, iría al mismísimo infierno para conseguirla.

Y había usado aquello para convencerla de que me ayudara. Me disgustaba haberlo hecho. No me sentía muy orgulloso de mí mismo. Agaché la cabeza para protegerme del frío y me estremecí, y me pregunté si había hecho lo correcto.

Mientras estaba esperando apoyado en la pared oí un ruido procedente de la esquina de la gasolinera. Era como si alguien estuviera escarbando. Me puse tenso y esperé. El ruido se repitió, era un patrón definido de tres movimientos cortos. Una señal.

Con cautela, me dirigí hacia la parte trasera del edificio, dispuesto a correr todo lo que pudiera. Tera West estaba allí, detrás del edificio, agachada entre varias cajas de cartón vacías que olían a cerveza y el cubo de la basura. Estaba desnuda, su cuerpo era una sombra marrón uniforme, sin un gramo de grasa. Tenía el pelo alborotado y lleno de hojas y trozos de ramitas. Sus ojos color ámbar parecían más extraños y salvajes de lo habitual.

Se levantó y vino hacia mí. Estaba claro que no era consciente del frío. Se movía con una gracia animal que me hizo clavar los ojos en sus piernas y sus caderas, a pesar de que estaba destrozado, cansado y triste.

—Mago —me saludó—. Dame tu abrigo.

Alcé la vista y la miré a los ojos. Me quité el abrigo, aunque mi hombro gritó de dolor y mi cuerpo lanzó otra ronda de quejas cuando el viento frío atravesó alegremente la fina ropa que llevaba bajo él. Tera cogió el abrigo y se deslizó dentro, se envolvió con él y se lo abrochó hasta arriba. Las mangas le quedaban demasiado largas y el abrigo le llegaba hasta los tobillos, pero le cubría su cuerpo esbelto y fuerte. Lamenté un poco haberlo llevado encima.

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—La policía no sabe cazar. Uno de ellos me agarró. Lo obligué a que me soltara. —Miró alrededor con recelo y se pasó los dedos por el pelo, intentando quitarse las hojas y las ramitas—. Los alejé de ti y de MacFinn, me transformé y regresé al refugio. Seguí la pista de MacFinn.

—¿Dónde está?

Me mostró los dientes.

—Los federales lo han cogido. Se lo han llevado.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. ¿Sabes adónde?

—A un coche —respondió.

—No —dije cada vez más frustrado—. ¿Sabes adónde ha ido el coche?

Negó con la cabeza.

—Pero tuvieron una pelea con la que se llama Murphy. Murphy tenía más gente con ella, más pistolas. MacFinn fue donde Murphy quería que fuera.

—Al centro —dije—. Murphy quiere llevarlo a la comisaría. Diablos, está en la misma planta que Investigaciones Especiales.

Tera se encogió de hombros y me miró con expresión dura.

—Lo que tú digas.

—No tenemos mucho tiempo —dije.

—¿Para qué? No podemos hacer nada más. Ahora no podemos alcanzarlo. MacFinn se transformará cuando salga la luna. Murphy y la gente de la policía morirá.

—Y un cuerno —exclamé—. Tengo que llegar a la comisaría antes de que ocurra.

Tera me examinó con los ojos entrecerrados.

—La policía también te está buscando, mago. Si vas allí, también te encerrarán en una jaula. No te permitirán llegar hasta MacFinn.

—No tenía pensado pedir permiso —dije—. Pero creo que puedo entrar. Solo tengo que llegar a mi apartamento.

—La policía estará vigilándolo —advirtió Tera—. Te estarán esperando. Y en cualquier caso, no tenemos coche ni dinero. ¿Cómo llegarás a Chicago antes de que salga la luna? No podemos hacer nada más, mago.

Oí el crujido de los neumáticos al lado de la gasolinera y eché un vistazo. El coche de Susan estaba deteniéndose. Empezaba a chispear y las gotas de lluvia formaban unos pequeños círculos en el parabrisas de su Taurus. Sentí un pequeño arrebato de energía desafiante.

—Ahí está nuestro coche. Sígueme —ordené.

Saboreé aquella escueta orden que le había dado a Tera, y ella me miró fijamente. Di media vuelta y me dirigí hacia el coche con paso airado.

Susan se inclinó y abrió la puerta del pasajero, luego parpadeó sorprendida. Volvió a parpadear cuando Tera se deslizó delante de mí, empujó hacia delante el asiento del pasajero y se sentó en el asiento de atrás con sus largas y esbeltas piernas, luego miró a Susan con ojos impenetrables y distantes.

Empujé el asiento para atrás y me senté. Me costó un verdadero esfuerzo cerrar la puerta, y se me escapó un pequeño quejido. Cuando miré a Susan, ella me estaba mirando fijamente a mí y a mi brazo. Bajé la vista y vi que las vendas y una parte de la manga de la camiseta estaban empapadas de sangre. Parecía que los morados se habían extendido unos centímetros, y se veían por debajo de la manga de la camiseta.

—¡Dios Santo! —gritó Susan—. ¿Qué ha sucedido?

—Me han disparado —respondí.

—¿No te duele? —tartamudeó Susan, todavía asombrada.

—¿Esta hembra siempre es tan estúpida? —preguntó Tera. Me estremecí. Susan se dio la vuelta y miró a Tera con el ceño fruncido, y yo me giré y vi que Tera entrecerraba los ojos y enseñaba sus dientes en algo vagamente parecido a una sonrisa.

—Me duele —confirmé—. Susan, llévanos a mi apartamento, pero no pares cuando llegues. Solo pasa despacio por delante. Te lo contaré todo por el camino.

Susan lanzó una última mirada escéptica a Tera, y se fijó en particular en mi abrigo agujereado por la bala y en los miembros desnudos de Tera.

—Más te vale que sea bueno, Dresden —dijo. Luego puso el coche en marcha y condujo hacia la ciudad a toda prisa. Estaba enfadada.

Quería derrumbarme y dormir, pero me obligué a explicarle a Susan casi todo lo que había ocurrido durante los últimos dos días, suprimiendo las menciones al Consejo Blanco, los demonios y todo eso. Susan escuchaba y conducía y hacía preguntas directas y absorbía alegremente la información relativa al proyecto Pasaje Noroeste y a los vínculos de Johnny Marcone con las empresas que se oponían al proyecto. La lluvia empezó a caer como un velo turbio y constante, y Susan puso en marcha el limpiaparabrisas.

—Así que tienes que llegar hasta MacFinn —dijo Susan cuando terminé— antes de que salga la luna y se transforme.

—Eso es —respondí.

—¿Por qué no llamas a Murphy y le cuentas lo que está pasando?

Negué con la cabeza.

—Murphy no estará de humor para escucharme. Me arrestó y huí. Me metería en una celda antes de que pudiera decir abracadabra.

—Pero está lloviendo —protestó Susan—. No podremos ver la luna esta noche. ¿No impedirá eso que MacFinn se transforme?

La pregunta me dejó perplejo y lancé una mirada a Tera. Ella estaba mirando por la ventanilla lateral a los edificios y a las farolas que comenzaban a parpadear. No me miró, pero negó con la cabeza.

—No tendremos esa suerte —le dije a Susan—. Y con estas nubes, ni siquiera sé si el sol ya se ha puesto, ni cuánto tiempo nos queda hasta que salga la luna.

Susan suspiró lentamente.

—¿Entonces cómo vas a llegar hasta MacFinn?

—Tengo un par de cosas en mi apartamento —expliqué—. Pasa por delante. Veamos si hay alguien vigilándolo.

Susan giró por mi calle y pasamos lentamente a través de la lluvia. La vieja pensión se acurrucaba estoicamente bajo el chaparrón, sus canalones borboteaban y chorreaban agua. Los halos plateados de las farolas brillaban mientras caía la lluvia. Un poco más abajo de mi edificio había un sedán de color marrón aparcado, y cuando Susan pasó por delante vimos un par de sombras dentro.

—Son ellos —dije—. Reconozco a uno, es de la unidad de Murphy.

Susan dio otro suspiro, dobló la esquina y aparcó en la calle.

—¿Hay alguna manera de colarse en tu casa? ¿Una puerta trasera?

Negué con la cabeza.

—No. Solo hay una puerta, y desde aquí puedes ver las ventanas. Solo necesito que la policía no mire durante unos minutos.

—Necesitas una distracción —dijo Tera—. Yo lo haré.

Miré por encima del hombro.

—No quiero violencia.

Inclinó la cabeza a un lado, pero no cambió su expresión.

—De acuerdo. Por el bien de MacFinn, haré lo que me dices. Abre la puerta —ordenó.

Miré sus ojos insondables durante un segundo, buscando señales de engaño o traición. ¿Y si Tera era la asesina? Sabía lo de MacFinn, y podía transformarse de una manera u otra. Podría haber cometido los asesinatos del mes pasado y el de hacía dos noches. Pero entonces, ¿por qué se había sacrificado para que MacFinn y yo pudiéramos escapar? ¿Por qué había venido a buscarme?

Por otra parte, habían capturado a MacFinn. Y bien mirado, las palabras de Tera en la gasolinera podían haber sido intencionadas, para que no intentase ayudarlo. ¿Y si estaba intentando librarse de MacFinn y de mí poniéndonos en manos del sistema judicial mundano?

Mi cabeza daba vueltas de dolor y cansancio. Eres un paranoico, Harry, me dije. Tienes que confiar en alguien o MacFinn se volverá peludo, y Murphy y muchas otras buenas personas morirán esta noche. No tenía elección.

Abrí la puerta y salimos del coche.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté a Tera.

En lugar de responder, la mujer de ojos color ámbar se quitó el abrigo y me lo devolvió, quedándose desnuda. Estaba preciosa bajo la lluvia.

—¿Te gusta mirar mi cuerpo? —me preguntó.

—Cuidado cómo respondes a eso, tío —gruñó Susan desde el coche.

Tosí, miré a Susan y mantuve los ojos apartados de la otra mujer.

—Sí, Tera. Supongo que funcionará.

—Espera veinte respiraciones lentas —ordenó. Había una nota de diversión en su voz—. Recógeme al final de esta calle.

Después giró sus talones desnudos, se deslizó por entre las farolas y se adentró en la oscuridad con movimientos elegantes. Fruncí el ceño durante un momento y luego me puse el abrigo.

—No es necesario que mires con tanta insistencia —gruñó Susan—. ¿Es ella el componente humano de esta historia?

Parpadeé, me sujeté el brazo herido y me incliné hasta encontrar los ojos de Susan.

—Creo que no es humana —dije. Luego me erguí y comencé a bajar la calle, aminorando el paso para no doblar la esquina hasta pasado el límite de tiempo que Tera me había ordenado. Aun así caminaba rápido, como alguien que se apresura para llegar a casa cuando está lloviendo, con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada contra el chaparrón gris.

Crucé la calle hacia mi apartamento y eché un vistazo al sedán.

Los polis no me estaban mirando. Tenían la mirada fija en el foco de luz bajo las farolas que había detrás de ellos, donde Tera giraba graciosamente en una especie de danza y se movía a un ritmo y una música que yo no podía oír. Había una intensidad primitiva, una sexualidad salvaje, un poder femenino en sus movimientos. Su espalda se arqueaba mientras ella bailaba y giraba ofreciendo sus pechos a la lluvia helada, y su piel era lisa y brillaba con el agua.

Me tropecé con el bordillo y sentí que mis mejillas se encendían mientras me apresuraba a bajar las escaleras de mi apartamento. Abrí la puerta, entré y cerré. No encendí ninguna vela, confié en mi conocimiento de la casa para moverme.

Las dos pócimas estaban en sus botellas de plástico en el mostrador donde las había dejado. Cogí mi mochila negra de nailon del suelo y metí las botellas. Luego fui a mi cuarto y cogí el mono azul con el pequeño parche rojo pintado con el nombre «Mike» en uno de los bolsillos. Mi mecánico se lo había dejado por accidente en el maletero del Escarabajo azul la última vez que éste estuvo en el garaje. Añadí una gorra de béisbol, un botiquín de primeros auxilios, un rollo de cinta aislante, una caja de tizas, siete piedras lisas de una colección que guardaba en mi armario, una camiseta blanca, un par de vaqueros y una enorme botella de Tylenol; cerré la cremallera de la mochila y me dirigí a la salida. En el último momento, cogí mi bastón mágico de la esquina, al lado de la puerta.

Algo pasó entre mis piernas como un rayo, y casi se me sale el corazón del pecho. Mister se detuvo al final de las escaleras, me miró enfadado con sus enigmáticos ojos de gato y luego desapareció en la oscuridad. Murmuré algo, cerré la puerta tras de mí y volví a salir a la calle. El corazón me latía demasiado rápido para resultar cómodo.

Tera estaba arrodillada en medio del foco de luz detrás del sedán. El pelo húmedo le caía por la cara, tenía los labios abiertos y miraba a los dos agentes vestidos de paisano que habían salido del coche y estaban hablando con ella a varios metros de distancia. Su pecho subía y bajaba, pero después de haberla visto en acción, dudaba que fuera debido a su danza. Aunque resultaba atractivo. Seguro que los policías no le quitaban los ojos de encima.

Así con fuerza mi bastón y la mochila y volví a bajar la calle. No tardé mucho en llegar hasta el coche de Susan, que inmediatamente arrancó el vehículo y condujo calle abajo sin hacer comentarios. Apenas había empezado a disminuir la velocidad cuando Tera apareció entre unos edificios y se acercó al coche a grandes zancadas. Me incliné hacia delante, abrí la puerta y se metió en el asiento de atrás. Le lancé la ropa que había cogido y comenzó a vestirse en silencio.

—Ha funcionado —dije—. Lo hemos conseguido.

—Claro que ha funcionado —dijo Tera—. Los hombres son estúpidos. Miran a cualquier mujer desnuda.

—En eso tiene razón —murmuró Susan, y volvió a arrancar el coche—. Ya hablaremos de esto, caballero. Próxima parada, Investigaciones Especiales.

Delante de la vieja y destartalada comisaría del centro de la ciudad me bajé la gorra de béisbol para que me tapara los ojos y bebí la pócima mixta. No sabía a nada, pero brincó y borboteó durante todo el trayecto desde mi garganta hasta mi estómago.

Esperé unos segundos a que la pócima hiciese efecto y puse las manos en el mango de mi bastón mágico. Aunque el extremo estaba metido en un cubo de fregar con ruedas, no parecía el mango de una fregona. Y aunque yo iba vestido con el mono azul oscuro, me quedaba ridículamente corto. No parecía un conserje.

Ahí es donde entraba la magia. Si la pócima funcionaba, me convertiría en parte del conjunto para cualquier observador ocasional, una parte del decorado al que no prestarían atención. Así que mientras no me sometieran a un intenso escrutinio, el poder de la pócima me haría pasar inadvertido, lo que me permitiría acercarme a MacFinn y poner el círculo a su alrededor para evitar que lo arrasara todo cuando se transformara.

Por supuesto, si no funcionaba, podía acabar estudiando el interior de una celda durante algunos años, siempre y cuando el MacFinn transformado no me destrozase primero.

Intenté ignorar el dolor de mi hombro, la tensión nerviosa de mi estómago. Había vuelto a vendarme, había vuelto a tomar Tylenol y estaba todo lo despierto que podía estar teniendo en cuenta que no había bebido la pócima que había preparado justo para ese fin.

Si hubiera podido beber las dos pócimas sin ponerme demasiado enfermo para moverme, me habría bebido la pócima estimulante en cuanto le puse las manos encima, pero sin la pócima mixta me habría sido imposible entrar y acercarme a MacFinn. Esperaba poder usarla algún día. Odio esforzarme en vano.

Esperé impaciente bajo la lluvia. Hubo un momento en que estuve seguro de que había cometido algún error al preparar la pócima, que no iba a surtir efecto.

Y entonces sentí que empezaba a funcionar.

Una especie de sentimiento gris se apoderó de mí, y me di cuenta de que todo empezaba a perder color. Me inundó un sentimiento de apatía, una lasitud que me aconsejaba sentarme y ver la vida pasar, pero al mismo tiempo los pelillos del cogote se me erizaron cuando la pócima mágica surtió efecto.

Respiré hondo y subí las escaleras del edificio con el cubo y la fregona, abrí las puertas y entré. Las sombras se movían y cambiaban de una manera extraña, todas eran grises, blancas y negras, y durante un segundo me sentí como un extra en el decorado de Casablanca o El halcón maltés.

La vieja sargento de guardia que estaba sentada en la recepción ojeando una revista de moda era el vivo retrato de una matrona robusta en tonalidades incoloras. Alzó la vista y me miró durante un segundo, y su uniforme, sus mejillas y sus ojos adquirieron un ligero matiz de color. Me miró con aire despreocupado, se sorbió la nariz y volvió a su revista. Los colores de su ropa y su piel desaparecieron al mismo tiempo que su atención. Mis percepciones de ella cambiaban según me prestara o no atención.

Mi cara esbozó una sonrisa victoriosa. La pócima había funcionado. Estaba dentro. Tuve que reprimir un impulso de ponerme a bailar claqué. A veces ser mago es muy guay. Estaba tan contento por los efectos especiales que durante unos segundos casi dejó de dolerme el hombro. Tenía que acordarme de decirle a Bob que me había encantado la forma en que esta pócima había funcionado.

Mantuve la cabeza gacha y pasé por delante de la sargento de guardia. Solo era un conserje más que venía a limpiar la comisaría fuera de horario. Cogí el cubo y la fregona y subí las escaleras hacia las celdas y las oficinas de Investigaciones Especiales en la quinta planta. Un poli pasó a mi lado y apenas me miró. Su piel y su uniforme no cambiaron de color. Me sentí más confiado y aceleré el paso. Era realmente invisible.

Ahora lo único que tenía que hacer era encontrar a MacFinn buscar algún truco para verle y salvar a Murphy y a toda la policía del monstruo en que MacFinn iba a convertirse antes de que me arrestaran por intentarlo.

Y el tiempo se acababa.