Capítulo 16

¿Alguna vez has deseado tener un almanaque?

Yo sí, aquella noche. No tenía ni idea de la hora a la que saldría la luna, y no había tenido precisamente tiempo de ir a la biblioteca o a una librería. Sabía que saldría más o menos una hora después del anochecer, pero como las nubes habían encapotado el cielo no podía saber la hora exacta de la puesta de sol. ¿Disponía de veinte minutos? ¿Diez? ¿Una hora? ¿O ya era demasiado tarde?

Mientras subía las escaleras, pensé en lo que ocurriría si me quedaba en el edificio a solas con MacFinn después de que se transformase. A pesar de mis tan cacareados conocimientos sobre magia, no tenía ni idea de sus habilidades; aunque después de ver el cuerpo de Kim, tenía una ligera idea de lo que era capaz de hacer. Bob había dicho que los loup-garou eran rápidos, fuertes, prácticamente inmunes a la magia. ¿Qué podía hacer contra algo como eso?

Solo me quedaba rezar para ser capaz de construir el círculo alrededor de MacFinn antes de tener que averiguarlo. Comprobé el cubo para asegurarme de que aún tenía la tiza y las piedras que necesitaba para construir el gran círculo alrededor de MacFinn. No era necesario hacerlo de plata, oro y demás. Lo más importante era entender la forma en que el círculo canalizaba las fuerzas que se empleaban. Si sabías eso, podías averiguar cómo hacerlo con materiales menos puros. Los mejores magos no necesitan más que un poco de tiza, sal común y una cuchara de madera para lograr cosas extraordinarias.

Ahora divagaba, el pánico hacía corretear mis pensamientos como si fueran una ardilla asustada. Eso no me gustaba nada. Necesitaba dirección, concentración. Aceleré un poco el paso, subí las escaleras lo más rápido que pude hasta que llegué a la quinta planta. La puerta de Investigaciones Especiales estaba en el pasillo, a unos tres metros de distancia, y para llegar a las celdas había que atravesar todo el pasillo y doblar la esquina. Me dirigí hacia allí de inmediato.

—¿Qué quieres decir con que no puedes encontrarlo? —preguntó la voz de Murphy cuando pasé por delante de la puerta de su oficina.

—Pues eso. Los hombres que estaban en su apartamento dicen que han vigilado el lugar, pero que entró y salió sin que pudieran verlo —respondió Carmichael con voz cansada y frustrada.

Murphy resopló.

—Dios, Carmichael. ¿Es que Dresden va a tener que entrar en la oficina para que podáis encontrarlo?

Pasé rápidamente por delante de la puerta y seguí el pasillo. Aunque era tentador escuchar una conversación sobre mí mismo sin que los participantes lo supieran, no tenía tiempo. El cubo chirrió y se tambaleó cuando lo arrastré pasillo abajo a toda prisa.

Había una puerta de batiente enrejada que el guardia de la comisaría tenía que abrir con un timbre si no tenías la llave. Un poco más allá había una antecámara con un par de sillas de madera y poca cosa más, aparte de un mostrador con una ventana antibalas. El carcelero estaba sentado en su mesa detrás del cristal. Tenía bolsas en los ojos y una expresión aburrida. Detrás de la ventana del carcelero había otra puerta de acero con una ventana diminuta que conducía a la hilera de celdas. El carcelero también tenía el mando de esa puerta en su mesa.

Me dirigí a la primera puerta enrejada, mantuve la cabeza agachada y golpeé los barrotes de metal. Esperé un poco, pero no ocurrió nada, así que volví a golpear los barrotes. Qué irónico si la misma poción mixta que me había permitido entrar en el edificio impedía que el carcelero me viera y me dejara entrar. Volví a golpear los barrotes con más fuerza, con el mango de mi fregona.

Tuve que golpear con determinación para que apartara los ojos de la revista, pero al final me atisbó por encima de sus gruesas gafas. Los colores formaron un remolino y adquirieron cierta tonalidad antes de volver al gris. Me miró con el ceño fruncido, echó una ojeada al calendario de la pared y luego apretó el botón.

La puerta enrejada se abrió, la empujé con el cubo y entré con la cabeza agachada.

—Esta semana vienes pronto —dijo el carcelero sin apartar los ojos de la revista.

—Me voy fuera de la ciudad el viernes. Estoy intentando acabar antes —respondí. Mantuve el tono de voz tan monótono, gris y aburrido como pude. Para mi sorpresa, todo salió a pedir de boca. No se me da bien mentir o actuar, así que la pócima debía de estar ayudándome de alguna manera sutil y taimada. Tengo que decir una cosa en favor de Bob: es irritante a más no poder, pero conoce su oficio.

—Pues vale. Firma aquí —dijo el carcelero con voz aburrida, y me pasó una tablilla con sujetapapeles y un bolígrafo a través de la ranura de la ventana de plexiglás. Pasó una página de su revista y me enseñó la foto de una mujer joven y atlética que estaba haciendo algo anatómicamente inverosímil con un joven igualmente inverosímil.

Dudé. ¿Cómo demonios iba a firmar la entrada y la salida? Me refiero a que la pócima de Bob era buena, pero no iba a cambiar una firma después de que yo la estampara en el papel. Miré la puerta interior y luego el reloj de pared. Al diablo. No tenía tiempo de entretenerme. Me dirigí al mostrador y garabateé algo ilegible en la hoja de admisiones.

—¿Algún problema esta noche? —pregunté.

El carcelero resopló y giró su revista noventa grados a la derecha.

—Solo ese tipo rico que trajeron antes. Ha estado pegando gritos durante un rato, pero ahora se ha callado. Se le han debido de pasar los efectos de lo que había tomado.

Recogió la tablilla, la miró con indiferencia y volvió a colgarla de su pinza al lado de un grupo de monitores en blanco y negro.

Me incliné hacia los monitores y los recorrí con la mirada. Por lo visto cada uno recibía una señal de una cámara de seguridad, porque todos mostraban exactamente la misma escena excepto por los actores que la componían: una pequeña celda de unos dos metros por dos, barrotes en una de las paredes, hormigón en las otras tres, una litera, un lavabo y una única puerta. Alrededor de un tercio de los monitores tenían una tira de cinta adhesiva pegada en la esquina inferior derecha de la pantalla, con un nombre, como Hanson o Washington, escrito en rotulador negro. Escudriñé frenéticamente el grupo de monitores hasta que encontré el que ponía MacFinn en uno de los extremos inferiores. Miré su monitor. El video estaba borroso y lleno de motas blancas, pero vi lo que había sucedido.

La celda estaba vacía. El aire estaba impregnado de polvo de cemento. La pared de barrotes había desaparecido, como si la hubieran arrancado del hormigón y hubieran dejado que se desmoronara. Vi los retales de los pantalones azules de MacFinn en el suelo de la celda.

—¡Válgame Dios! —blasfemé en voz baja.

Otro monitor parpadeó ligeramente, el que estaba junto al de MacFinn. La cinta adhesiva ponía Matson, y un hombre con cara de muerto de hambre, sin afeitar y vestido con una camiseta blanca de tirantes y unos vaqueros azules estaba acurrucado en la litera, con la espalda contra la esquina posterior de la celda. Tenía la boca abierta y el pecho en tensión, como si estuviera gritando, pero no podía oír nada a través de la gruesa puerta de seguridad y las paredes de hormigón. Una enorme forma peluda hizo un movimiento rápido en la cámara desenfocada, y Matson levantó los brazos para protegerse mientras algo enorme y rápido se abrió paso entre los barrotes, como si un gran perro atravesara una cerca carcomida, y se lo tragó.

Hubo un estallido y un movimiento violento, y luego una salpicadura negra en las paredes grises y el suelo de la celda, como si alguien hubiera agitado una Coca-Cola y hubiese rociado las paredes con ella. Entonces la enorme forma desapareció, dejando atrás un andrajoso muñeco de carne despedazada y ropas empapadas en sangre. Matson miró fijamente a la cámara de seguridad con ojos suplicantes; luego dio una sacudida y murió.

Todo ocurrió en tres o cuatro segundos a lo sumo.

Recorrí con los ojos los otros monitores de seguridad mientras una fascinación morbosa se apoderaba de mí. Los prisioneros se apelotonaban delante de sus celdas, gritaban cosas, intentaban ver lo que estaba pasando. Me di cuenta de que no podían ver nada, solo oírlo. No podrían ver a MacFinn transformado hasta que estuviera justo delante de los barrotes de sus celdas.

Un miedo enfermizo y horrible y debilitador se apoderó de mí y me dejó mudo. La criatura había atravesado los barrotes de la celda como si estuvieran hechos de plástico barato, y había matado sin piedad. Miré fijamente los ojos muertos de Matson, el revoltijo de lo que habían sido sus intestinos, los trozos de carne y hueso que habían sido su brazo y su pierna derecha.

Por todas las estrellas, Harry, pensé. ¿Qué diablos estás haciendo en el mismo edificio que esa cosa?

En otro monitor se produjo una repetición de lo que había ocurrido unos segundos antes. La criatura se cargó a un viejo hombre de color llamado Clement, que gritó mientras moría. Ver lo que pasaba desencadenó un miedo primitivo, antiguo, dentro de mí, algo que tenía programado en la cabeza, el miedo de que me encontraran en mi escondite, de sentirme atrapado en un diminuto espacio del que no podía escapar mientras algo con dientes asesinos y mandíbulas aplastantes venía a comerme. Aquella parte primitiva chilló y le gritó a mi mente racional que se diera la vuelta y corriera, rápido y lejos.

Pero no podía permitir que aquello continuara. Tenía que hacer algo.

—Mire —dije, y señalé al monitor. El dedo me temblaba y la voz salió como un susurro. Volví a intentarlo. Señalé el monitor con el dedo y, medio gritando, le dije al carcelero—: ¡Mire!

Alzó la vista, inclinó la cabeza y frunció el ceño. Vi que le aparecían algunos colores en la cara, pero ahora eso no importaba. Seguí señalando al monitor e intenté acercarme a ellos.

—¡Dios mío, mire, mire las pantallas! —Ahora mi tono de voz era alto y nervioso. Me acerqué a los monitores todo lo que pude, gritando, agitado.

Debí de haberlo imaginado, por supuesto. Los magos y la tecnología no hacen buenas migas, sobre todo cuando el corazón del mago late como el suelo de una cancha de baloncesto y le tiemblan las tripas. Los monitores estallaron en frenéticas muestras de energía estática y nieve, y parpadeaban con imágenes que algunas veces eran visibles y otras no.

El guardia me miró indignado, se dio la vuelta y miró los monitores. Pestañeó durante un segundo, mientras un hombre llamado Murdoch moría en una imagen parpadeante y de mala calidad.

—¿Qué diablos les pasa a estas cosas? —se quejó el carcelero, y se quitó las gafas para limpiarlas—. Siempre les pasa algo a las malditas cámaras. Te aseguro que no valen lo que cuesta seguir reparándolas.

Me alejé de los monitores, desesperado.

—Están muriendo —dije—. Dios mío, tiene que sacar a esos hombres de ahí antes de que los mate.

El hombre asintió.

—Ajá. Y que lo digas. Eso te demuestra lo listos que somos en esta ciudad ¿verdad?

Le miré durante un segundo, se volvió a poner las gafas y me sonrió con gesto aburrido. Sus colores habían regresado al blanco y negro. Yo debía de parecerle un soso y aburrido conserje. La pócima había mezclado mis palabras en algo que el cerebro del guardia aceptaba sin rechistar, una conversación ordinaria e insulsa, como la que uno tiene con la gente el noventa por ciento del tiempo. La pócima era fantástica. Era demasiado buena.

—Mire los monitores —grité con frustración y miedo—. ¡Los está matando!

—Los monitores no te impedirán hacer tu trabajo —me aseguró el guardia—. Te dejaré entrar.

Apretó un botón situado en algún lugar detrás de la ventana de plexiglás, y la puerta de seguridad que conducía al pasillo de celdas hizo clic y se abrió uno o dos centímetros.

Parecía imposible que los gritos de angustia y terror procedentes de las celdas salieran de la garganta de un hombre. Se oyó el horrible sonido de algo que se arrancaba, el chirrido del metal, y uno de los gritos alcanzó un punto estremecedor y violento y luego se disolvió en un batiburrillo de sonidos entrecortados, de algo que arrancaban y golpeaban y reventaban, de algo que borboteaba y caía con un golpe sordo. Y cuando acabaron, algo grande, con un pecho cavernoso y resonante gruñó a menos de tres metros de la puerta de seguridad.

Miré al guardia, que se había puesto en pie y buscaba su pistola. Salió de su puesto, abrió una puerta que conducía a la antecámara, imagino que para investigar.

—¡No! —le grité, y me lancé hacia la puerta de seguridad. Aunque no pude verlo, sentí algo al otro lado de la pared que se dirigía hacia la salida. Podía oír su respiración, sentir su movimiento, y me abalancé contra la puerta y la empujé con el hombro justo cuando algo enorme y fuerte clavaba una zarpa en la entrada. El filo de la puerta de seguridad de acero golpeó la zarpa, un miembro que no era ni una garra ni una mano, sino algo entremedias, con unas uñas negras y empapado en sangre húmeda y oscura. Oí a la criatura gruñir al otro lado de la puerta con una furia y un odio tan puro que dolía escucharlo. Solo nos separaban siete centímetros de acero.

Entonces comenzó a empujar la puerta.

El primer empujón fue tentativo, pero aunque yo apretaba con todas mis fuerzas, consiguió tirarme un paso atrás. Mis botas resbalaron en las baldosas. Aquella garra-mano se hundió en la puerta de acero con un movimiento repentino mientras la cosa la agarraba y comenzaba a tirar de un lado a otro con una furia enloquecida.

—¡Ayúdeme! —grité al guardia mientras intentaba cerrar la puerta. El carcelero parpadeó durante un segundo y luego se inundó de color.

—¡Tú! —dijo—. Dios mío. ¿Qué sucede?

—Ayúdeme a cerrar esta puerta o estamos muertos —gruñí, y seguí empujando con todas mis fuerzas. Al otro lado, el loup-garou volvió a abalanzarse sobre la puerta con todo su peso justo cuando el guardia se apresuraba a ayudarme.

La puerta explotó hacia dentro y me lanzó hacia atrás como si fuera un muñeco de trapo, pasó por delante del guardia, que tropezó con la puerta situada detrás del mostrador donde había estado sentado, y cayó al suelo. Mi espalda golpeó la puerta enrejada que conducía al pasillo, lo que me provocó un dolor instantáneo y agudo en el hombro herido.

Se oyó un gruñido y entonces la criatura que había sido Harley MacFinn entró. El loup-garou era un lobo, igual que un velociraptor es un pájaro: el mismo diseño básico, pero con un resultado completamente diferente. Debía de medir alrededor de un metro ochenta y tenía los hombros encorvados. Era más grande que un lobo, como si a un lobo le hubieran puesto unos doscientos cincuenta kilos más de músculo. Tenía la piel peluda, negro azabache y mate, excepto donde la sangre fresca hacía que brillara. Tenía las orejas irregulares y verticales, inclinadas hacia delante. El hocico era demasiado grande para pertenecer a algo natural, un puñado de dientes, y los ojos brillantes de MacFinn eran de un gris monocromo. Estaba cubierto de sangre que parecía negra bajo la influencia de la pócima mixta. Sus miembros eran desproporcionados, aunque no podría decir si parecían demasiado largos o demasiado cortos. Todo en él era anormal. Gritaba con malicia, odio y furia, y tenía un aura de poder sobrenatural que me hizo chirriar los dientes y me puso los pelos de punta.

El loup-garou entró por la puerta, me recorrió con su mirada monocroma y luego giró a la izquierda con una gracia malvada y se abalanzó sobre el carcelero.

El hombre tuvo suerte. Alzó la vista y vio a la criatura justo cuando estaba intentando ponerse de pie, entonces se retorció con un movimiento espástico al ver aquel horror con colmillos. La reacción lo apartó unos centímetros del camino del loup-garou. Se arrastró detrás del mostrador y fuera de mi vista.

El loup-garou comenzó a perseguir al carcelero detrás del mostrador. Fue más despacio porque tenía que abrirse paso a empujones entre el mostrador y la pared. Consiguió doblar el mostrador. El carcelero se puso en pie, pistola en mano, adoptó una encomiable postura de disparo y vació el cargador de la pistola en la cabeza del loup-garou en el espacio de unos tres segundos, lo que llenó la pequeña antecámara de un sonido atronador y ahogó los gritos de los prisioneros en sus celdas.

El monstruo seguía acercándose. Las balas no le molestaban más que una mosca que choca contra la frente de un luchador profesional. Se levantó y el guardia gritó:

—¡No, no, no, nonononononono!

Y entonces las garras y los colmillos del loup-garou cayeron sobre él. El carcelero intentó darse la vuelta y correr a ningún sitio, y la cosa giró la cabeza y clavó sus fauces en la espalda del hombre, liberando un chorro de sangre. El carcelero gritó y cogió la consola frenéticamente, pero el loup-garou sacudió la cabeza violentamente de izquierda a derecha, le arrancó la consola y lo lanzó al suelo detrás del mostrador.

No vi al guardia morir. Pero vi la manera en que la sangre volaba por encima de los encorvados y retorcidos hombros del loup-garou y salpicaba las paredes y el techo. Agradecí en silencio que los deformados cristales de plexiglás se tiñeran de rojo escarlata.

En aquel momento, mientras un dolor paralizante me quemaba el hombro y los prisioneros aterrorizados invocaban el nombre de Dios o de Alá para que los salvara, me di cuenta de que un nuevo ruido se añadía al alboroto. El guardia había disparado la alarma al agarrar la consola y ahora sonaba entusiasmada. Los polis vendrían corriendo, y uno de los primeros sería Murphy.

El loup-garou seguía atacando salvajemente el cuerpo del carcelero, y deseé por su bien que el hombre no estuviera vivo. La mejor solución habría sido colarme en las celdas, cerrar la puerta de seguridad tras de mí y rezar para que la criatura saliera del edificio. En las celdas habría tenido tiempo de levantar una barrera protectora, algo que le impidiera al monstruo atravesar la puerta o las paredes y llegar hasta los prisioneros y hasta mí. Podía hacer una fortaleza, esperar hasta la mañana siguiente y vivir toda la noche para contarlo. Era lo más sensato. Era lo único que me permitiría sobrevivir.

En lugar de eso, me giré hacia mi bastón mágico, que estaba en el otro extremo de la pequeña habitación, y alargué la mano.

—Vento servitas —susurré. Dejé salir una buena cantidad de voluntad firmemente concentrada. De repente, una corriente de aire me arrojó el bastón y cerró de golpe la puerta que conducía a las celdas, protegiendo en la medida de lo posible a los prisioneros atrapados. Cogí el bastón con la mano extendida y me giré hacia la puerta enrejada que me tenía encerrado en la antecámara con el loup-garou.

Coloqué el bastón entre los barrotes y me incliné sobre él como si quisiera separarlos. Si solo se hubiera tratado de madera y músculo, habría podido romper el viejo fresno. Pero el bastón de un mago es una herramienta que le ayuda a aplicar, manipular y manejar fuerzas a su voluntad. Así que concentré toda mi voluntad en el bastón mientras me inclinaba sobre él e intenté multiplicar la fuerza que estaba aplicando a los barrotes de acero.

—Forzare —susurré—. Forzare.

El metal comenzó a ceder y a doblarse.

Detrás de mí, el loup-garou empezó a dar golpes. Oí que hacía añicos el plexiglás y miré por encima del hombro. La escasa protección que me ofrecía la pócima desapareció y los colores me inundaron la vista. El negro de su hocico se convirtió en una mancha marrón oscuro cubierta de rojo escarlata. Sus colmillos eran blanco marfil y carmesí. Sus ojos se transformaron en una brillante sombra de color verde. Atravesó la pócima mixta con la ferocidad de su mirada, y se fijó en mí con tal intensidad que todos mis sentidos se vieron obligados a gritar que la muerte estaba allí, que estaba a punto de abalanzarse sobre mi garganta y abrirme en canal.

—¡Forzare! —grité, y empujé el bastón con todas mis fuerzas. Los barrotes se arquearon por el medio y se abrieron medio metro de ancho y el doble de largo. El loup-garou destrozó el mostrador, y una lluvia de escombros cayó sobre mí haciéndome unos pequeños cortes muy dolorosos.

Me metí por la abertura de los barrotes sin pensar en mi hombro, consciente solo de la bestia que se acercaba. Mi cuerpo se deslizó con más gracia de la que habría conseguido bajo circunstancias menos aterrorizantes, como si la corriente de aire que se movía delante de la criatura que me atacaba me hubiera ayudado a elevarme. Y entonces algo me agarró el pie izquierdo y me lo insensibilizó por completo.

Caí de bruces al suelo, me golpeé la barbilla lo bastante fuerte como para que me saliera sangre de la punta de la lengua. Miré por encima del hombro y vi que el loup-garou tenía una de mis botas entre los dientes y empujaba su cabezón atrapado en la abertura de los barrotes. Sacudía el cuerpo de un lado a otro, pero tenía las garras manchadas de sangre escarlata y sus patas resbalaban en el suelo embaldosado. A pesar de su increíble fuerza, no podía mantener el equilibrio que necesitaba para hacer trizas los barrotes como si fueran pañuelos de papel.

Me oí lanzar desesperados gritos animales, luchar contra el pánico, retorcerme de dolor. Ahora la alarma berreaba a mi alrededor, y pude oír gritos y pasos que corrían. El polvo caía de los bordes de los barrotes, y vi que el loup-garou estaba poco a poco arrancándolos de la base del suelo y del techo, a pesar de su falta de equilibrio.

Retorcí mi pie izquierdo a un lado y a otro. Mi mente proyectó imágenes horribles en las que perdía el pie a la altura del tobillo y luego, bruscamente, salía disparado y caía al suelo unos metros más allá. Me miré la pierna, vi un calcetín manchado de sangre, y entonces me levanté gateando y corrí a buscar mi bastón.

Detrás de mí, el loup-garou aulló de frustración y comenzó a agitar vigorosamente las patas. Debió de rasparse suficiente sangre de las garras, porque entonces arrancó la pared de barrotes en dos segundos y fue tras de mí.

Recogí el bastón y me di la vuelta para enfrentarme a la criatura. Planté los pies en el suelo y agarré el trozo de fresno.

—¡Tornarius! —rugí. Luego levanté el garrote y la cosa se abalanzó sobre mí con toda su fuerza y corpulencia.

Mi intención era reflejar la fuerza e impulso del loup-garou y devolvérsela, fuerza es igual a la masa multiplicada por la aceleración, etcétera, pero había subestimado la fuerza de aquella cosa. Sobrecargó mis límites y repartimos la diferencia. La criatura chocó contra una sólida fuerza en el aire que anuló su impulso y la estampó contra el suelo.

A mí también se me aplicó aproximadamente la misma fuerza, pero mi masa era probablemente una quinta parte de la suya. Salí despedido por los aires igual que una palomita de maíz en un viento repentino, y aterricé justo en la esquina del pasillo que conducía a Investigaciones Especiales. Por suerte caí al suelo antes de golpearme contra la pared, reboté, rodé y, por fin, me di contra la pared, dando gracias por haberme detenido. Me dolía hasta la punta del pelo y había perdido el bastón en la caída. Sentí el frío del suelo embaldosado contra mi mejilla.

Vi que el loup-garou se recuperaba, fijaba sus ardientes ojos en mí y se precipitaba pasillo abajo. Me dolía tanto todo el cuerpo que pude apreciar su belleza, su gracia salvaje y sobrenatural y la velocidad con que se movía. Era un cazador perfecto, un asesino perfecto, rápido y fuerte, despiadado y mortal. No era de extrañar que hubiera perdido la batalla contra un ser tan increíblemente peligroso. Odiaba morir, pero al menos no sería a manos de algún asqueroso troll o de un vampiro quejica y angustiado. Y tampoco iba a salir huyendo.

Exhalé lo que iba a ser mi último suspiro con la mirada fija en el loup-garou que estaba a punto de embestirme.

Entonces vi claramente que Murphy bajaba la vista para mirarme con sus ojos azul cristalino, que atravesaron los efectos restantes de la pócima. Me lanzó una mirada dura, adoptó una postura de tiro entre el monstruo que iba a embestirme y yo, y levantó su pistola en un fútil gesto de protección.

—¡Murphy! —grité.

Teníamos a la cosa encima.