Capítulo 17
Intenté que mi aturdido cuerpo respondiera, ponerme en pie, liberar toda la magia a mi disposición para proteger a Murphy, y al cuerno con las consecuencias.
Fracasé.
El loup-garou se precipitó por el pasillo. No podía creer que algo tan enorme pudiera moverse tan rápido. Sus garras se clavaban en el suelo embaldosado como si fuera barro blando. Las paredes temblaban alrededor de la bestia, como si su presencia bastara para que la realidad se estremeciese. La baba manchada de sangre le caía por la boca, que echaba espuma, y sus ojos verdes brillaban con una furia terrible.
Murphy, con su metro cincuenta y pico de altura, era más baja que el loup-garou aunque tenía los ojos a la misma altura que los de ella. Iba vestida con vaqueros, botas de montaña, una camisa de franela arremangada hasta los codos y un pañuelo anudado al cuello. No llevaba maquillaje ni joyas, y los lóbulos de sus orejas se veían extrañamente desnudos y vulnerables sin pendientes. El pelo cortado al estilo punk le caía por los ojos, y cuando levantó la pistola empujó el labio inferior hacia adelante y resopló para que el flequillo no le molestara. Comenzó a disparar cuando el loup-garou estuvo a unos nueve metros de distancia. Fue inútil. La cosa ya se había reído de las balas que le habían disparado a quemarropa en la cabeza.
En aquel momento me di cuenta de tres cosas.
Primero, la pistola de Murphy no era la Colt semiautomática de grueso calibre que llevaba habitualmente. Era más pequeña, más elegante, con una mira telescópica montada en la parte posterior.
Segundo, la pistola emitió un pequeño pum, pum, pum en lugar del habitual pam, pam, pam.
Tercero, cuando la primera bala le dio al loup-garou en el pecho, le salió sangre, y la criatura vaciló y se dobló como si aquello le sorprendiera. Cuando el segundo y tercer disparo le dieron en la pata delantera, el miembro se le dislocó. El loup-garou gruñó y se tambaleó, bajó la cabeza y sencillamente se abrió paso a través de la pared a cabezazo limpio y entró en la habitación de al lado.
Murphy y yo nos quedamos en el pasillo cubierto de polvo, acompañados por la música de fondo de la alarma, que daba gritos lastimeros. Murphy se dejó caer a mi lado.
—Y yo que le dije a mi tía Edna que esos pendientes nunca me harían servicio —murmuró—. Santo Dios, Dresden, estás cubierto de sangre. ¿Es grave? —Sentí que deslizaba la mano por un enorme roto del mono azul que no había visto antes y me pasaba la palma por el pecho y los hombros, comprobando las arterias—. Por cierto, estás arrestado.
—Estoy bien, estoy bien —resollé cuando pude respirar—. ¿Qué diablos ha ocurrido? ¿Cómo has hecho eso?
Murphy se puso de pie, levantó la pistola a medio cuerpo y se dirigió hacia el agujero que el loup-garou había dejado en la pared. Podíamos oír estrépitos, golpetazos y gruñidos furiosos en alguna parte al otro lado.
—Tienes derecho a permanecer en silencio. ¿Qué crees que ha sucedido, imbécil? Leí tu informe. Hago mi propia munición para las competiciones de tiro, así que anoche hice unas cuantas balas de plata. Pero solo son del calibre veintidós, así que voy a tener que meterle una en el ojo para cargármelo. Espero que funcione.
—¿Del veintidós? —me quejé, todavía sin aliento—. ¿No podrías haber hecho algunas del treinta y ocho, o del cuarenta y cuatro?
—¿De qué coño te quejas? —gruñó Murphy—. Tienes derecho a un abogado. No hago la munición para el trabajo, y no disponía de los materiales necesarios. Confórmate con lo que hay.
Me levanté a gatas y me apoyé contra la pared al lado del agujero. Oímos el sonido de unos pies que corrían y se dirigían hacia nosotros por el pasillo.
—No puedo creer que me estés arrestando. ¿Qué hay al otro lado del agujero?
—Documentos, archivos —dijo Murphy, y colocó la pistola a la altura del agujero—. Un montón de archivadores grandes y viejos y ordenadores. Todos los empleados que trabajan ahí se fueron a casa hace horas. ¿Cómo reacciona esa cosa ante el gas lacrimógeno?
—Envíale un poco y te lo diré —murmuré, y Murphy me lanzó una mirada horrible.
—No te levantes, Dresden, hasta que pueda encerrarte en algún lugar seguro y llamar a un médico para que te examine.
—Murph. Escúchate. Estamos atrapados en un edificio con una de las criaturas más peligrosas que existen y sigues intentando arrestarme. Pon las cosas en perspectiva.
—El que la hace la paga, imbécil. —Luego Murphy levantó la voz sin apartar la vista del agujero de la pared—. ¡Carmichael! ¡Aquí! Quiero a cuatro hombres en las puertas de Archivos y el resto conmigo. Rudolph, ven aquí y llévate a Dresden a la oficina. —Me miró las muñecas, donde aún colgaban las esposas que me había puesto la noche anterior—. Por Dios, Dresden —añadió en un susurro—. ¿Qué tienes en contra de mis esposas?
La policía, la mayoría tipos vestidos de paisano de Investigaciones Especiales, llegaron al pasillo en tropel. Algunos llevaban pistolas, otros armas antidisturbios. Mi visión se hizo borrosa y osciló confusamente entre los tonos grises y el tecnicolor, y la adrenalina me puso los nervios a flor de piel. Los efectos de la pócima debían de estar desapareciendo; de todos modos, la mayoría de pócimas solo duraban un par de minutos.
Hice inventario. Los dientes del loup-garou me habían hecho cortes en el pie a través de la bota. Me dolía, y el calcetín estaba empapado de sangre. Dejaría pequeñas huellas rojas en el suelo cuando empezara a caminar. Podía saborear la sangre en mi boca, donde me había mordido la lengua, y tenía que escupir o tragármela. Me la tragué. Sin comentarios, por favor. Se me había entumecido la mayor parte de la espalda, y lo que no estaba entumecido me dolía un montón. Y, por supuesto, mi hombro herido me daba punzadas tan fuertes que apenas ponía mantenerme en pie.
—El cabrón me ha estropeado la bota buena —refunfuñé y, por alguna razón, la frase me pareció increíblemente divertida. Quizá ya había tenido bastante por una noche, pero fuera lo que fuese, me entró la risa tonta.
Carmichael me arrastró por la espalda. Su cara redonda estaba roja por el esfuerzo y la tensión, y llevaba flojo el nudo de su corbata manchada de comida. Me puso en custodia de un joven y atractivo detective, a quien no reconocí. Debía de ser el novato de IE. Me apoyé en el joven sin dejar de reír.
—Llévatelo a la oficina, Rudolph —ordenó Carmichael—. Que se quede allí. En cuanto la situación esté bajo control, le llevaremos a un médico.
—Dios mío —exclamó Rudolph con los ojos abiertos como platos. Su pelo, corto y oscuro, estaba cubierto de polvo. Su voz era tensa, nerviosa y, a pesar de su juventud, resollaba el doble de fuerte que el veterano Carmichael—. Lo viste en los monitores de seguridad, ¿verdad? ¿Qué le hizo esa cosa al sargento Hampton?
Carmichael agarró a Rudolph por la camisa y le sacudió.
—Escucha, novato —dijo con voz áspera—. Aún está ahí, y puede hacérnoslo a nosotros tan rápido como a Hampy. Cierra el pico y haz lo que te he ordenado.
—De acuerdo —titubeó Rudolph. Se puso derecho y empezó a tirar bruscamente de mí por el pasillo, lejos de la oficina de archivos—. Por cierto, ¿quién es este tipo?
Carmichael me miró con el ceño fruncido.
—Es el tipo que sabe. Si dice algo, escúchalo.
Luego cogió una pistola antidisturbios y se marchó al lugar donde Murphy estaba preparándose para llevar a un grupo a través del agujero de la pared tras el loup-garou. Estaba repasando las instrucciones, si el monstruo se la cargaba uno de los hombres tenía que coger su pistola e intentar darle a la cosa en los ojos.
El novato me arrastró y empujó pasillo abajo hasta la oficina de Investigaciones Especiales. Yo me miraba los pies, las huellas de sangre que iba dejando detrás de mí, y me reía tontamente. Algo estaba molestándome en algún lugar detrás de la locura de la risa, un rincón tímido y racional de mi mente estaba esperando a que mi conciencia se diera cuenta de un pensamiento importante que había aislado. Algo sobre la sangre.
—Esto no está ocurriendo —se decía Rudolph por el camino—. Esto no está ocurriendo. Dios Santo, esto es la típica trastada que le hacen al novato. Una broma pesada. Tiene que serlo.
Apestaba a miedo y a sudor agrio, y temblaba como un flan. Podía sentirlo en mis bíceps, por donde me agarraba.
Creo que fue su terror lo que me permitió ver a través de mi propia histeria, reprimirla y volver a controlarla. Me arrastró a través de la puerta de la oficina de Investigaciones Especiales, y tropecé con el hundido y destartalado viejo sofá que había al otro lado de la puerta. Respiré con dificultad. El novato cerró de un portazo y se puso a caminar arriba y abajo, inquieto, con los ojos saltones, resollando.
—Esto no está ocurriendo —repitió—. Dios mío, esto no está ocurriendo.
—Eh —conseguí decir al cabo de un minuto, intentando clasificar todas las sensaciones que me recorrían el cuerpo: lágrimas, magulladuras, quizá un par de esguinces, un poco de frío donde acechaba la conmoción, dolor en los costados por la risa.
El novato no me oyó.
—Eh, Rudy —dije más fuerte, y el chaval me miró como si le sorprendiera que hubiera hablado.
—Agua —pedí—. Necesito agua.
—Agua, de acuerdo —respondió Rudolph. Se dio la vuelta y corrió hacia el dispensador de agua. Las manos le temblaban tanto que estrujó los dos primeros vasos de papel que cogió de la máquina, pero lo consiguió con el tercero.
—Tú eres ese tipo. El farsante.
—Mago —dije en tono áspero—. Harry Dresden.
—De acuerdo, Dresden —contestó el chaval, y regresó con el vaso de papel. Lo cogí y me eché el contenido por toda la cara. Fue una impresión fría, algo para sacarme de la tierra de la risita tonta y los nervios a flor de piel, y me agarré a toda la cordura que pude conseguir. Luego le devolví el vaso de papel.
—Otro para la sed.
Se me quedó mirando fijamente como si estuviera loco (mira quién habló, ¿verdad?) y fue a buscar otro vaso de agua. Me bebí el segundo y comencé a ordenar mis ideas.
—Sangre, Rudy —dije—. Algo sobre la sangre.
—Dios —dijo el novato de manera entrecortada. Le brillaba el blanco de los ojos—. Hampton estaba cubierto de sangre. Sangre por toda la habitación, salpicada en el plexiglás y en la cámara de seguridad. Sangre, maldita sangre por todas partes. ¿Qué coño es esa cosa?
—Un tío malo muy duro. Pero sangra —dije. Luego me aferré a esa idea y mi cerebro llegó a una conclusión trabajosa—. Sangra. Murphy le disparó y dejó el suelo lleno de sangre. —Me tragué el resto del agua y me levanté—. Sangra, y puedo atraparlo. —Levanté el puño por encima de mi cabeza con gesto desafiante y pasé por delante de un anonadado Rudolph.
—Eh —dijo débilmente—. Quizá debería sentarse. No tiene muy buen aspecto. Y sigue bajo arresto, más o menos.
—Ahora no puedo estar bajo arresto —le respondí—. No tengo tiempo.
Pasé cojeando por delante de las filas de mesas y tabiques hasta la oficina de Murphy. Es una pequeña oficina anexa, con paredes de mala calidad recubiertas de paneles de madera y una vieja puerta también de madera, pero era más de lo que tenía cualquiera en aquel desfavorecido departamento. A diferencia de cualquier otra oficina del edificio, donde habría una placa en la puerta con un nombre escrito, en esta había un rectángulo de papel pegado con celo en el que podía leerse en pulcras letras de imprenta de color negro: «Teniente Karrin Murphy, Investigaciones Especiales». Los mandamases se negaban a comprar una placa a cualquier director de IE; era su manera de recordar a la persona que habían nombrado para el cargo que no se quedaría allí demasiado tiempo. Debajo del rectángulo de papel, en una esquina, había una pegatina roja y lila que ponía: «Mataremos a los intrusos y nos los comeremos».
—Espero que no se dejara el ordenador encendido —dije entre dientes, y entré en la oficina de Murphy. Eché un vistazo a la pequeña oficina cuidadosamente ordenada y me dirigí a la mesa situada al lado del ordenador para coger el bastón mágico, el brazalete, el amuleto, la pistola y todo el material que llevaba encima cuando me arrestó. El ordenador estaba encendido. El monitor tosió cuando pasé la mano cerca, salió una pequeña bocanada de humo y luego un chispazo de algún lugar en el interior de la consola de plástico del disco duro.
Me estremecí y recogí mis cosas, me puse el brazalete de escudos con dedos torpes, agaché la cabeza y la pasé por el cordel de mi pentáculo, metí la pistola en el bolsillo del mono de trabajo y agarré firmemente el bastón mágico con la mano derecha, la parte del cuerpo que proyecta energía.
—Tú no has visto nada ¿de acuerdo, Rudy?
El novato miraba el ordenador y la pantalla quemada con una expresión de asombro. Luego me miró fijamente.
—¿Qué ha hecho?
—Nada, ni me he acercado, no he hecho nada, esa es mi versión de los hechos y no pienso cambiarla —murmuré—. ¿Tienes el vaso de papel? Vale. Entonces ya solo necesitamos un animal de peluche.
Me miró fijamente.
—¿Qu… qué ha dicho? —tartamudeó.
—¡Un animal de peluche, tío! —le grité—. ¡No interrumpas a un mago cuando está haciendo magia!
Solté una carcajada que amenazó con devolverme la histeria salvaje que aún acechaba dentro de mí, pero la aparté con una mueca feroz. El pobre Rudolph cargó con el peso de ambas expresiones, se puso un poco más pálido de lo que ya estaba y retrocedió un par de pasos.
—Mira. Carmichael aún guarda un par de muñecos en su mesa, ¿verdad? Para cuando los niños tienen que esperar a sus padres y todo eso.
—Eh —dijo el novato—. Yo, eh…
Blandí mi bastón mágico.
—¡Ve a mirar!
Tal vez en aquel momento el chaval habría aceptado cualquier excusa, pero se mostró bastante dispuesto a seguir mis instrucciones. Salió embalado hacia la sala principal y comenzó a abrir frenéticamente los cajones de todas las mesas.
Salí cojeando de la oficina de Murphy y volví la cabeza para mirar las huellas de sangre que mi calcetín empapado dejaba en la moqueta gris vomitivo. La sala se hacía más fría a medida que yo perdía más sangre. No era grave, pero si no lo detenía pronto seguramente me causaría problemas.
Iba a agacharme para intentar verme el pie herido, pero al hacer el gesto me tambaleé peligrosamente y pensé que sería mejor esperar hasta que alguien pudiera examinármelo. Me levanté e inspiré profundamente unas cuantas veces. Había algo en todo aquel asunto que no me cuadraba, faltaba algo, pero que me cuelguen si sabía de qué se trataba.
—Rudy —llamé—. ¿Ya has encontrado el animal?
Desde uno de los cubículos separados por tabiques la mano del novato sacó un magullado Snoopy de peluche.
—¿Le sirve esto?
—¡Perfecto! —exclamé un poco grogui.
Y entonces se armó la gorda.