Capítulo 11

El número 888 de Ralston Place era una casa unifamiliar en Gold Coast, la zona más rica de Chicago. Estaba situada en un pequeño terreno arbolado que la mantenía prácticamente oculta a la vista. Tenía un pequeño jardín rodeado de unos setos altos que aumentaban su aspecto de escondrijo. Conduje el Escarabajo por la avenida de guijarros blancos y lo aparqué detrás de una pequeña flota de coches de policía y vehículos de emergencia.

Las luces estroboscópicas azules eran casi reconfortantes. Las había visto tantas veces que me hacían sentir como en casa, lo que no dejaba de resultar inquietante. Murphy me había llamado pronto: aún no habían llegado los forenses y los agentes estaban empezando a poner cinta amarilla alrededor de la propiedad.

Salí del coche. Había vuelto a ponerme los vaqueros azules, la camisa tejana y las botas, y el viejo abrigo se me enredaba en las pantorrillas. El viento era frío. En lo alto del cielo, la luna apenas se veía a través de la nube de contaminación que cubría la ciudad.

Un escalofrío me recorrió la espalda y me detuve, miré las filas interminables de setos elegantemente iluminados, los arriates de flores y las filas de arbustos que me rodeaban. De repente, tuve la certeza de que alguien estaba observándome en la oscuridad.

Miré fijamente la noche, recorrí lentamente con la mirada el terreno que me rodeaba. No vi nada, pero habría apostado cualquier cosa a que había alguien. Al cabo de un momento aquella sensación desapareció y me estremecí. Metí las manos en los bolsillos y me dirigí hacia la casa a paso ligero.

—Dresden —dijo alguien, y vi que Carmichael bajaba por las escaleras frontales de la casa y se dirigía hacia mí.

Carmichael era la mano derecha de Murphy en Investigaciones Especiales. Más bajo de lo normal, más gordo de lo normal, más zafio de lo normal y con unos ojos más porcunos de lo normal, Carmichael era un poli escéptico, desconfiado y muy perspicaz. Bajó las escaleras con su vieja corbata manchada de sopa y en mangas de camisa.

—Ya era hora, joder. ¡Dios Santo, Dresden!

Se pasó una mano por la frente sudorosa.

Lo noté disgustado mientras subíamos las escaleras, uno al lado del otro.

—Creo que es el saludo más amable que me has dedicado —dije—. ¿Ya no crees que sea un farsante?

Carmichael negó con la cabeza.

—No. Sigo creyendo que mientes más que hablas sobre ese asunto de la magia. Pero, por Dios, hay veces en que desearía que fueses un mago de verdad.

—Nunca se sabe —dije con voz cortante—. ¿Dónde está Murphy?

—Dentro —respondió Carmichael, y torció la boca con asco—. Sube las escaleras. Toda la casa pertenece a ese tipo. Murphy cree que puedes saber algo. Yo me quedaré aquí y entretendré a los federales cuando lleguen.

Lo miré.

—¿Aún está preocupada por lo que piensen los de Asuntos internos?

Carmichael hizo una mueca.

—Esos gilipollas de AI se le echarían encima si pusiera a los federales de patitas en la calle. ¡Dios Santo, a veces la política local me pone enfermo!

Asentí y comencé a subir las escaleras.

—¡Eh, Dresden! —dijo Carmichael.

Lo miré por encima del hombro, esperando las mofas e insultos habituales. Me estaba estudiando con los ojos entrecerrados.

—He oído cosas sobre ti y John Marcone. ¿Qué está pasando?

Negué con la cabeza.

—Nada. Es pura escoria.

Carmichael me examinó atentamente y después asintió.

—No eres un mentiroso, Dresden. No creo que pudieras mantenerte impávido sobre algo así. Te creo.

—¿Pero no me crees cuando digo que soy mago? —pregunté.

Carmichael hizo una mueca y apartó la vista.

—Joder, ¿te parece que tengo cara de imbécil? Será mejor que subas. Os avisaré cuando Denton llegue con los agentes Stepford.

Me di la vuelta y vi a Murphy de pie al final de las escaleras. Llevaba un impecable traje de chaqueta de color gris, zapatos de tacón muy bajo y joyas del color del acero. Sus pendientes parecían unas pequeñas cuentas brillantes de plata en sus orejas, en las que nunca me había fijado cuando llevaba el pelo largo. Los lóbulos de las orejas de Murphy eran muy monos. Me habría matado si supiera que lo estaba pensando.

—Ya era hora, Dresden. Sube.

Su voz era dura, estaba enfadada. Desapareció de lo alto de las escaleras y yo subí el resto de dos en dos para alcanzarla.

El apartamento (aunque era demasiado grande para denominarlo así) estaba muy iluminado y olía ligeramente a sangre. La sangre tiene una especie de olor metálico. Te pone de punta los pelos del cogote, y los míos se pusieron en alerta. También había otro olor, tal vez alguna clase de incienso, y el fresco aroma del viento. Atravesé un corto vestíbulo al final de las escaleras y seguí a Murphy hasta lo que parecía el dormitorio principal, donde encontré el origen de todos los aromas.

No había muebles dentro del dormitorio principal, y eso que era enorme, lo bastante grande como para maldecir tu suerte cada vez que tuvieras que ir al cuarto de baño en plena noche. No había moqueta. No había adornos en las paredes. El viento de octubre entraba por una enorme ventana sin cristales. La luz de la luna llena la atravesaba como si fuera la imagen de un cuadro.

Pero lo que sí había era gotas de sangre derramada por todas partes y una pared salpicada. Las pisadas rojo escarlata de algo parecido a un gran lobo formaban una línea recta que llegaba hasta la ventana hecha añicos. En el centro del dormitorio estaban los restos de un gran círculo de invocación, con sus tres círculos de símbolos cuidadosamente dibujados en tiza blanca sobre el suelo de madera, y unas varitas de incienso intercaladas entre los símbolos del segundo círculo.

Los restos de Kim Delaney yacían desnudos y tendidos sobre el dorso en el suelo manchado de sangre a unos pocos metros del círculo. La expresión de susto y sorpresa de su cara no cambió hasta que apareció el rigor mortis. Sus ojos negros y brillantes miraban al techo, y tenía los labios separados, como si estuviera a punto de disculparse.

Le habían arrancado un gran trozo de carne de debajo de la barbilla, así como la tráquea y la laringe. Se le veía la carne roja ensangrentada, los extremos irregulares de las arterias y las secciones de músculo desgarrado, y los huesos blancos brillaban en el fondo de la herida. La habían abierto en canal como si fuera una bolsa Ziploc, cubriéndola de rojo escarlata.

Algo hizo clic en mi cabeza. Alguien pulsó un botón que me apagó las emociones y me envolvió en una nube de irrealidad. No podía estar viendo aquello. No podía ser real. Tenía que ser alguna clase de juego o broma pesada en la que los actores comenzarían a reírse tontamente dentro de unos minutos, incapaces de contenerse.

Esperé. Pero nadie se reía. Me sequé el sudor frío de la frente con la mano. Los dedos comenzaron a temblarme.

Murphy dijo con voz todavía enfadada:

—Por lo visto, el incienso disparó la alarma de incendio del vestíbulo. Cuando llegaron los bomberos, nadie respondió, así que entraron. La encontraron aquí, sobre las ocho. El cuerpo aún estaba caliente.

Las ocho. ¿Cuándo había hablado con el demonio? ¿A la salida de la luna?

Murphy cerró la puerta del dormitorio detrás de mí. Me giré hacia ella y me alejé del espeluznante cadáver. Rezumaba ira por cada poro de su piel, en su mirada.

—Murph —dije—. No sé si puedo hacer esto.

—Pero si es muy sencillo —contestó Murphy—. Hay un monstruo en medio del círculo. Supongo que es uno de los loup-garou de tu informe. Supongo que es Harley MacFinn, el propietario de esta casa. Sabe que va a volverse loco cuando salga la luna llena. La chica intenta encerrar al monstruo dentro del círculo mágico ¿verdad? Algo va mal cuando MacFinn se vuelve peludo; sale del círculo, se la carga y luego se va.

—Ajá —dije sin girarme para volver a mirar el cuerpo de Kim—. Tiene sentido.

Y le conté lo que el demonio me había dicho sobre Harley MacFinn, el proyecto Pasaje Noroeste y su incompatibilidad con los intereses empresariales de Marcone. Murphy me escuchó en el más absoluto silencio. Cuando acabé, asintió, dio media vuelta y salió del dormitorio.

—Sígueme —ordenó secamente.

La seguí, casi pegado a sus talones. No me giré para volver a mirar el dormitorio antes de salir.

Me llevó por el vestíbulo a otra habitación amueblada y cuidadosamente ordenada.

—Ven aquí —ordenó, y se dirigió a un tocador. Me entregó la fotografía de un hombre de mediana edad, muy atractivo y de piel muy bronceada, con los huesos de la cara delgados y angulosos. Sonreía.

A su lado estaba la mujer de los ojos ámbar de los grandes almacenes en los que me había encontrado con los Alfas. También sonreía. Tenía los dientes muy blancos y regulares, la piel oscura y el pelo salpicado de canas, y hacía buena pareja con el hombre que había a su lado. Me mordí el labio durante un segundo, intentando pensar.

—Es Harley MacFinn —explicó Murphy—. Concuerda con la foto de su permiso de conducir. Aún no he conseguido identificar a la mujer. —Me estudió la cara con atención—. Pero concuerda con la descripción de la mujer que viste en los grandes almacenes. La que nos siguió desde Rosemont. ¿Es ella?

Asentí.

—Sí. Es ella.

Murphy también asintió, me cogió la foto y volvió a ponerla en el tocador.

—Sígueme —volvió a decir, y salió. La miré. ¿Qué le sucedía a Murphy? ¿Tanto la había trastocado la escena? Sacudí la cabeza, todavía estaba atónito por lo que había visto, por todos los hechos que de repente se acumulaban en mi cerebro.

—Murph, espera. Espera un minuto. ¿Qué sucede?

No me respondió, solo me miró por encima del hombro y continuó. Me apresuré a alcanzarla.

Bajamos al sótano por lo que parecía una estrecha escalera para los criados. Me llevó hasta el fondo de un almacén y abrió una pesada puerta de acero que daba a una cámara pequeña y austera de hormigón que no tenía otra salida. En el centro de la cámara había otro círculo de invocación con tres circunferencias, pero los símbolos eran de plata y estaban grabados en el hormigón del suelo. Alrededor del segundo círculo había intercaladas unas barras de algo que parecía una mezcla de plata y obsidiana. Si el círculo hubiera funcionado, habría creado una barrera extraordinaria.

Pero los símbolos estaban desfigurados, destrozados, rotos. Algunos habían sido borrados del círculo interior dibujado en el suelo y sencillamente habían desaparecido. Habían roto algunas barras. Aquel anillo era inútil, no podía funcionar, pero entero podría haber servido para encerrar a Harley MacFinn cuando se hubiera transformado en bestia. La habitación era una prisión que había creado para sí mismo, algo para contener la furia de la bestia que llevaba dentro.

Pero alguien había roto el círculo intencionadamente, había inutilizado la prisión.

Y, de repente, entendí la petición de Kim Delaney. Seguramente había conocido a Harley MacFinn a través de sus actividades ecologistas. Se habría enterado de la maldición que caía sobre él y había querido ayudarle. Como yo me había negado a ayudarla, había intentado recrear el círculo de invocación en el dormitorio de arriba, para encerrar a MacFinn cuando saliera la luna. Como ya le advertí, había fracasado. No tenía los conocimientos necesarios para entender el funcionamiento del círculo y, en consecuencia, no había podido activarlo.

MacFinn la había matado. Kim estaba muerta porque yo me había negado a compartir mis conocimientos y sabiduría con ella, porque no la había ayudado. Había querido protegerla y me había negado a revelarle mis secretos; me había comportado como un adulto preocupado y razonable con un niño sobreexcitado. No podía creer mi propia arrogancia, la total confianza con que la había condenado a muerte.

Comencé a temblar cada vez más, tenía demasiadas cosas en la cabeza y en el corazón. Podía sentir la presión en mi interior, ese interruptor que me temblaba dentro de la cabeza, dispuesto a encenderse bajo una oleada de ira, furia, remordimiento y odio a mí mismo. Respiré hondo y cerré los ojos, intentando que no ocurriese.

Abrí los ojos y miré a Murphy. Dios, necesitaba hablar con ella. Necesitaba un amigo. Necesitaba alguien que me escuchase, que me dijese que todo iba a ir bien, aunque no fuese cierto. Necesitaba a alguien con quien poder descargarme, alguien que no dejara que me derrumbase.

Me miró con ojos fríos y furiosos.

—Karrin —susurré.

Se sacó un trozo de papel arrugado del bolsillo. Lo desdobló y me lo enseñó para que viese la elegante letra de Kim Delaney, el dibujo del círculo de invocación que me había llevado a McAnally. El dibujo que me había negado a explicarle. El dibujo que había estrujado y convertido en una bolita de papel y que había tirado al suelo, y que Murphy había recogido, distraídamente, para que la gente no se tropezase con la basura.

Y supe por qué había tanta rabia en los ojos de Murphy.

Miré fijamente el dibujo.

—Karrin —volví a decir—. Por favor, tienes que escucharme.

Le quité el dibujo con manos temblorosas.

—Harry —dijo con tranquilidad—. Eres un cabrón mentiroso.

Y acto seguido me pegó un fuerte puñetazo en el estómago que me dobló. Ese movimiento le puso mi cabeza a tiro. Me dio un derechazo en plena mandíbula que me envió directamente al suelo como si fuese un pelele y me hizo ver las estrellas.

Apenas me di cuenta de que me quitaba el dibujo de las manos. Me puso los brazos en la espalda y cerró las esposas alrededor de mis muñecas.

—Me lo prometiste —dijo furiosa—. Me lo prometiste. No más secretos. Me has estado mintiendo. Has estado jugando conmigo como si fuese idiota. Maldita sea, Dresden, estás implicado en esto y hay gente muriendo.

—Murph —farfullé—. Espera.

Me cogió por el pelo, me echó la cabeza para atrás y volvió a pegarme en la mandíbula con una rabia casi animal. La cabeza me dio vueltas y la oscuridad me nubló la visión durante algunos segundos.

—No más conversaciones. No más mentiras —oí que decía. Me arrastró por los pies, me empujó contra una pared y comenzó a registrarme para ver si llevaba un arma—. Se acabó lo de despedazar a la gente como si fueran un vulgar trozo de carne. Tienes derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que digas podrá usarse en contra tuya ante un tribunal.

Me cogió el bastón mágico. El brazalete de escudos. El anillo de energía. Incluso el trozo de tiza. Con voz, dura, fría y profesional, siguió leyéndome mis derechos.

Cerré los ojos y me recosté en la pared de piedra. Aparte de mi cabeza, era lo más suave de toda la habitación. No intenté luchar ni explicarme.

¿De qué servía?