Capítulo 8

A una manzana de la Calle Cuarenta y nueve del paseo de la playa había un garaje destartalado, la clase de lugar que solo encuentras en los peores barrios de las grandes ciudades. El edificio era una estructura metálica de metal ondulado, oxidado por la lluvia y la condensación que salía del lago. Las paredes rezumaban estrías de herrumbre que caían al suelo y formaban charcos irregulares en las aceras. A un lado del garaje había un aparcamiento vacío; al otro, la típica casa de empeños en la que los maleantes cambiaban las pistolas y navajas que les sobraban por un puñado de dólares cuando tenían que apretarse el cinturón. De una de las puertas del garaje colgaba un letrero descolorido en el que podía leerse: Garaje de la Luna Llena. Aparqué el Escarabajo en el aparcamiento de gravilla, a unos pocos metros del edificio.

—Gracias a Dios que no es demasiado llamativo —murmuré, y apagué el motor.

Añadió un nuevo quejido lastimero a su traqueteo habitual. Salí del coche, miré el edificio y empecé a caminar. No llevaba la pistola, pero sí el bastón mágico, el brazalete de escudos y un anillo en la mano derecha en el que había almacenado la energía suficiente para que alguien el doble de grande que yo pudiera pegar un buen puñetazo. La gravilla crujió bajo mis zapatos al caminar, y un extraño sol de otoño me dio directamente en los ojos y proyectó una larga sombra detrás de mí.

No estaba seguro de quién habría dentro, en caso de que hubiera alguien. La gente que había visto con la mujer de pelo oscuro la noche anterior, la pandilla de jóvenes más bien lelos vestidos de cuero negro, no parecían la clase de individuos que inspiran miedo a otros delincuentes. Pero tal vez había una conexión. Quizá la mujer de pelo oscuro de la noche anterior tenía alguna relación con los Lobos Callejeros, así como con los jóvenes que yo había visto. ¿Cómo les había llamado Billy, el joven robusto? Los Alfas.

Entonces ¿quiénes eran los Alfas? ¿Una banda de matones motoristas en período de formación? Incluso a mí me sonaba ridículo. Pero ¿y si esos jóvenes eran licántropos, como los que Bob había descrito? ¿Y si eran miembros juveniles de los Lobos Callejeros que se estaban entrenando para convertirse en verdaderos hombres lobo? Suponiendo que los Lobos Callejeros fuesen hombres lobo, o licántropos, claro. A veces una banda de motoristas es solo una banda de motoristas. Puede que no tuvieran ninguna relación con los Alfas. La cabeza me daba vueltas intentando sopesar todas las posibilidades.

Era mucho mejor que el edificio estuviese vacío y que no tuviese que enfrentarme a nadie, hombres lobos o lo que fuese. Prefería explorar y encontrar algo incriminatorio, algo que poder llevarle a Murphy y a Denton que les guiase en la dirección correcta.

Al lado de las dos grandes puertas enrollables del garaje había una puerta normal. Todas estaban cerradas. Lo intenté con la normal, y se abrió con bastante facilidad, así que entré. No había ventanas y la única luz del garaje provenía de la puerta que yo había abierto.

—¿Hola? —pregunté en la oscuridad. Intenté ver algo, pero solo vislumbré las formas y contornos de algo que podía ser un coche con el capó abierto o un par de armarios de herramientas. A un lado vi el reflejo apagado de unas ventanas de cristal, donde debía de estar la oficina. Me aparté de la entrada, entorné los ojos y esperé a que se acostumbrasen a la oscuridad.

Oí un sonido apagado, el suave frufrú de unas ropas.

Maldita sea. Metí la mano en el abrigo, agarré el bastón mágico y escuché. Podía oír el sonido de la respiración de varias personas desde distintos rincones de la habitación. Después el sonido de unos zapatos arrastrándose por el suelo de hormigón.

—No soy poli —dije en la oscuridad. Tenía la sensación de que era importante que lo supieran—. Me llamo Harry Dresden. Solo quiero hablar con los Lobos Callejeros.

La habitación se llenó de un silencio sepulcral. Nadie se movía. Ni respiraba. Nada.

Esperé, tenso y dispuesto a correr.

—Saca la mano de la chaqueta —ordenó una voz masculina—. Y pon las manos donde pueda verlas. Hemos oído hablar de ti, mago. Estás con los polis.

—Veo que no te han llegado los últimos cotilleos —dije con ironía—. Ahora trabajo para Johnny Marcone. ¿No lo sabías?

Hubo un gruñido en la oscuridad.

—Y un cuerno. Eso es lo que dice Marcone. Sabemos de qué vas, mago.

Dios. Ojalá la policía fuera tan espabilada como esos gamberros.

—Yo también he oído cosas sobre vosotros —dije—. Y no muy agradables. Algunas podrían incluso considerarse un poco raras.

Se oyó una risa tosca.

—¿Y qué crees que dicen de ti, Dresden? Pon las manos donde pueda verlas. Ahora.

Oí el clic-clac de una escopeta de corredera.

Tragué saliva y aparté lentamente la mano de mi bastón mágico, luego extendí las manos con las palmas hacia arriba. Estaba indefenso. Hice acopio de fuerzas a través de mi brazalete de escudos, atrayendo sus energías protectoras hacia mí.

—De acuerdo —dije—. Salid donde pueda veros.

—No eres tú quien da las órdenes, sino yo —gruñó la voz masculina.

Apreté los labios y respiré por la nariz.

—Solo quiero hablar con vosotros.

—¿De qué? —preguntó la voz.

Intenté inventarme algo creíble, pero no se me da bien mentir. Así que les dije la verdad.

—De unas muertes del mes pasado. Y de otras anoche.

La voz no respondió. Me pasé la lengua por los labios y seguí.

—Había huellas de lobo falsas en las escenas de los crímenes. Y los federales creen que alguien usó un arma hecha de dientes de lobo para despedazar a las víctimas. ¿Por casualidad no sabréis algo al respecto?

Se produjo una ola de murmullos, gente a mi alrededor que hablaba en voz muy baja. Una docena, quizá, o más. De repente, se me encogió la boca del estómago. Si aquellas personas eran los asesinos, si eran los responsables de las muertes del mes pasado, estaba metido en un buen lío.

Y si eran verdaderos hombres lobo, si podían transformarse y atacarme antes de que pudiera largarme de allí, estaba muerto, con o sin brazalete de escudos. Ahogué un ataque de pánico y me obligué a no darme la vuelta y salir corriendo hacia la puerta.

—Mátalo —dijo alguien en la oscuridad, a mi izquierda. Era una voz de mujer, profunda, parecida a un gruñido. Un coro de sonidos felinos que me rodeaba en la oscuridad repitió:

—Mátalo, mátalo, mátalo.

Mis ojos estaban empezando a ajustarse a la falta de luz. Ahora podía verlos, las formas se movían impacientes. Sus ojos brillaban como los ojos de los perros a la luz deslumbrante de los faros. Los hombres y las mujeres se movían a mi alrededor, aunque no podría decir qué edad tenían. Había sábanas y almohadas apiladas en el suelo, que sus ocupantes habían puesto a un lado al levantarse. La voz de mujer que había escuchado siguió gritando «mátalo, mátalo, mátalo», mientras los otros seguían su ejemplo. La tensión se palpaba en el ambiente, el aire se cargó de una energía que no había sentido nunca, un poder que aumentaba con su canto, una corriente animal, rabiosa.

Justo delante de mí, a menos de cuatro metros, estaba la silueta de un hombre grande con una escopeta en la mano.

—Basta —gruñó, y volvió la cabeza hacia los otros. Su cuerpo fue poniéndose cada vez más tenso a medida que aumentaba la energía—. Controlaos, maldita sea. Parad el carro. No podéis estropearlo. Los polis se nos echarán encima.

Cuando giró la cabeza, salí disparado hacia la entrada. Mantuve la mano izquierda extendida con la palma hacia arriba, apuntando al líder, al que llevaba la escopeta, y agarré mi escudo todo lo fuerte que pude.

Mi movimiento provocó un aullido frenético en los otros, que avanzaron en tropel como una docena de criaturas con una sola mente. La escopeta rugió y lanzó un destello de luz blanca en la habitación, enseñándome un friso de hombres y mujeres medio vestidos o desnudos que se lanzaban contra mí con las caras descompuestas por la rabia. La fuerza del disparo golpeó el escudo. No bastaba para destrozar el campo protector del brazalete, pero lo calentó y estampó mi hombro derecho contra la pared.

Tropecé y perdí el equilibrio. Uno de los hombres, un tipo fuerte con los hombros cubiertos de tatuajes, se interpuso entre la puerta y yo. Corrí hacia él, y abrió los brazos para agarrarme, pues imaginaba que intentaría pasar por delante de él.

En vez de eso, le pegué un puñetazo en la nariz con todas mis fuerzas. No suelo llevar mucho poder cuando pego. Pero como había añadido la energía cinética almacenada en el anillo, mi puño se convirtió en un ariete de carne y hueso que aplastó la nariz del hombre y lo tiró al suelo, a dos metros de distancia.

En un instante llegué a la puerta y sentí el agradable calor del sol en la espalda. Mis largas piernas recorrieron el trayecto que me separaba del Escarabajo a toda mecha.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó el líder, y eché una ojeada por encima del hombro para verlo. Era un hombre mayor de pelo graso y entrecano. Plantó los pies en la entrada, miró hacia el interior del garaje, se cruzó la escopeta y empujó a la gente que intentaba salir.

Me metí en el Escarabajo y puse la llave en el contacto.

El coche resolló y traqueteó, pero se negó a arrancar. Maldita sea.

Me temblaban las manos, pero seguí intentando arrancar, usando todos los trucos que conocía para convencer al coche, pero sin apartar la vista de la puerta. El líder de los Lobos Callejeros seguía allí, luchando por contener al grupo de locos frenéticos. Gritaban y aullaban, pero los empujó hacia adentro y les golpeó con la escopeta como si fueran un grupo de perros salvajes. Se le tensaron los músculos de los hombros y la espalda.

—¡Parker! —gritó uno de ellos, la mujer que había empezado la consigna asesina—. ¡Déjame pasar!

Él la golpeó con la culata de la escopeta sin titubear.

Entonces Parker se giró hacia mí y nuestros ojos se encontraron. Tras un momento de confusión, atravesé sus ojos y leí su alma.

La furia y el deseo de la carne, de la caza, se apoderaron de mí. Necesitaba correr, matar. Era invencible, nada podía detenerme. Sentía el poder en mis brazos y en mis manos, sentía la energía salvaje que me recorría el cuerpo, que agudizaba mis sentidos hasta convertirlos en instinto animal.

Sentí sus emociones como si fueran las mías: la furia bajo un rígido control, el océano que golpea contra un malecón. Iba dirigida contra mí, contra el hombre que había invadido su territorio, que había desafiado su autoridad, que había descontrolado a su gente y los había puesto en peligro. Vi que era el líder de los licántropos llamados Lobos Callejeros, hombres y mujeres con mente y alma de bestias, y que estaba envejeciendo, que no era tan fuerte como en el pasado. Otros, como la mujer, estaban empezando a desafiar su autoridad. Los acontecimientos de hoy podían arrebatarle el liderazgo, y no viviría para contarlo.

Si Parker quería seguir con vida, yo tenía que morir. Tenía que matarme, así de sencillo. Y debía hacerlo solo, para demostrar su fuerza a la manada. Fue lo único que evitó que se abalanzase sobre mi cuello en aquel mismo instante.

Y lo que es peor, no sabía nada sobre los asesinatos del mes pasado.

Y entonces la lectura de almas se acabó. Parker estaba atónito. Me había visto igual que yo a él. No sé qué vio cuando miró mi alma. No quería saber qué había allí dentro.

Me recuperé antes que él y volví a buscar las llaves a tientas. El Escarabajo arrancó, salí del aparcamiento y me metí en la calle, di un viraje brusco, aceleré y regresé a la zona alta a toda velocidad.

Temblé durante todo el camino. Tenía los hombros tan agarrotados por el miedo que podía oír hasta el crujido de mi clavícula. Seguía oyendo los gritos felinos de «mátalo, mátalo» en la cabeza. Aquellas cosas del garaje no eran personas. Tenían aspecto de personas, pero no lo eran. Y me asustaban un huevo.

Mientras esperaba en un cruce, golpeé el volante con la mano. De repente estaba furioso.

—Harry, eres un estúpido —grité—. ¿Cómo has podido ser tan idiota? ¿Por qué diablos te presentaste allí? ¿Te das cuenta de que esos monstruos neandertales han estado a punto de despedazarte?

Estaba rabioso. Miré por la ventana lateral a una anciana con traje que me miraba fijamente como si fuera un loco chillón. Bueno, supongo que lo parecía.

Parker y los Lobos Callejeros no eran responsables de los asesinatos del mes pasado. Eso no los hacía menos peligrosos. Eran licántropos, de la clase que Bob me había dicho, y ahora entendía por qué eran tan temidos. Gente con alma de bestias, poseídos por una ferocidad tan grande que podía transformarlos en algo inhumano sin alterar una sola célula de sus cuerpos.

Vivían en manada, y Parker era su líder. Yo había desafiado su supremacía de una manera torpe, y ahora no podía dejarme vivir, o le matarían. Así que ahora alguien más iba a intentar matarme. No solo eso, sino que todo aquel lío no había servido de nada, pues no me daba ninguna pista sobre el verdadero culpable de los asesinatos Lobo.

Quizá fuese un buen momento para irme de la ciudad durante un tiempo. Estuve rumiando durante un rato, después sacudí la cabeza. No huiría. Yo solo me había metido en ese lío y yo solo saldría de él. Tenía que quedarme, ayudar a Murphy a encontrar al asesino y ayudar a salvar vidas antes de que volviera a salir la luna llena. Y si Parker quería matarme, bueno, iba a enterarse de que liquidar a un mago hecho y derecho no es tarea fácil.

Agarré el volante con fuerza. Si era necesario, lo mataría. Sabía que podía hacerlo. Técnicamente, supongo que Parker y sus licántropos no eran humanos. No se les podía aplicar la primera ley de la magia, «no matarás». Podría presentar argumentos convincentes ante el Consejo Blanco si me veía obligado a usar magia letal.

Pero no estaría a salvo de mí mismo. No estaría a salvo del odio que sentiría al usar un arma hecha de la esencia de la vida, de su energía, para matar a alguien. La magia era algo más que una fuente de energía, como la electricidad o el petróleo. Era poder, es cierto, pero también era otras muchas cosas. Era todo lo más profundo y poderoso de la naturaleza humana, del corazón y del alma del hombre. La manera en que la aplicaba era tosca y torpe en comparación con la magia en su forma pura. Hay más magia en la primera risa de un bebé que en cualquier tormenta de fuego que un mago pueda conjurar, y no dejes que nadie te convenza de lo contrario.

La magia procede de tu interior. Es parte de ti. No puedes hacer un hechizo en el que no crees.

No quería creer que el deseo de matar estaba arraigado en mi interior. No quería pensar en la parte oscura de mí que disfrutaría acumulando todo el poder que pudiera para usarlo a mi albedrío, sin importarme nada más. También había poder en el odio, en la cólera y en la codicia, en el egoísmo y el orgullo. Y sabía que había algún rincón oscuro de mi alma que disfrutaría usando la magia para matar, y que después anhelaría más. Era la magia negra, y usarla era fácil. Fácil y divertido. Como jugar con Lego.

Dejé el Escarabajo en el aparcamiento de mi oficina y me froté los ojos. No quería matar a nadie, pero quizá Parker y su banda no iban a dejarme elección. Puede que tuviera que matar a muchos si quería vivir.

Intenté no pensar demasiado en la clase de persona que sobreviviría a todo aquello. Mejor no adelantar acontecimientos.

Subiría a mi oficina y trabajaría el resto del día. Esperaría a que Murphy me llamase y la ayudaría en lo que pudiera. Abriría bien los ojos y los oídos por si Parker o alguno de su banda venía a por mí. No podía hacer mucho más, y era muy frustrante.

Subí a mi oficina, abrí la puerta y encendí las luces. El caballero Johnny Marcone estaba sentado en mi mesa. Llevaba un traje azul oscuro, y su robusto guardaespaldas, el señor Hendricks, estaba de pie detrás de él.

Marcone me dedicó una sonrisa forzada.

—Ah, señor Dresden. Bien. Tenemos que hablar.