Capítulo 26
El perfume de Susan me llevó hasta ella. Estaba esperándome en un dormitorio del primer piso. Era una habitación decorada con sencillez. Estaba de pie, vestida con sus vaqueros y una camiseta blanca que ponía: «¿Comértelo? ¡Ni lo sueñes!» Era una de las mías. Cuando me vio levantó la barbilla, como si intentara evitar que se le cayeran las lágrimas.
Nuestras miradas se encontraron, y las sostuvimos. Ya nos habíamos leído antes, hacía más de un año. Se había desmayado al ver lo que había en mi interior a través de la lectura de almas. No sé qué vio. No me miro mucho en los espejos.
Pero dentro de ella yo había visto pasión, como rara vez he visto en alguien que no sea yo. La motivación de avanzar, de hacer, de actuar. Era lo que la impulsaba, sacar a la luz historias de lo sobrenatural para un periódico de mala muerte como el Arcano. Tenía talento para ahondar en la porquería que la gente intentaba ignorar y encontraba datos que no siempre podían explicarse con facilidad. Hacía que la gente pensara. Para ella era algo personal, aunque no sabía por qué. Susan estaba decidida a hacer que la gente viera la verdad.
Cerré la puerta tras de mí y me acerqué a ella cojeando.
—Te matarán —dijo—. No vayas.
Cuando llegué a su lado me puso las manos en el pecho, luego la mejilla.
—Tengo que ir. Ahora Denton no puede dejarme vivir. Tengo que acabar con este asunto antes de que la cosa se salga aún más de madre. Antes de que muera más gente. Si no voy esta noche, Denton matará a Marcone y a MacFinn, y culpará a MacFinn de todos los asesinatos. Saldrá impune, y luego podrá ir a por mí. Y quizá también a por ti.
—Podríamos ir a alguna parte —dijo en voz baja—. Podríamos escondernos.
Cerré los ojos. Había dicho «nosotros». Era la primera vez que hablaba así. Yo tampoco había pensado en esos términos. No había pensado en esos términos durante muchos años. No desde la última vez.
Debería haber dicho algo al respecto. Reconocer la implicación. Sabía que estaba allí, y ella sabía que me había dado cuenta. Se quedó quieta, esperando.
En lugar de eso dije:
—No se me da muy bien esconderme. Ni a ti tampoco.
Suspiró, y sentí que se apretaba un poco contra mí. Sabía que habría lágrimas en mi camisa, pero no la miré.
—Tienes razón —dijo un poco después. Le temblaba la voz—. Pero tengo miedo, Harry. Ya sé que no tenemos una relación muy estrecha. Somos amigos, y amantes, pero…
—Trabajo —dije. Cerré los ojos.
Asintió.
—Trabajo. —Apretó los dedos contra mi camisa, levantó la cabeza y me miró. Sus ojos oscuros estaban inundados de lágrimas que le rodaban por las mejillas—. No quiero perderte ahora.
Intenté pensar en algo inteligente que decir. Algo que la tranquilizara, que la calmara; ayudarla a sentirse mejor, a entender lo que sentía por ella. Pero ni siquiera estaba seguro de lo que sentía.
Me encontré besándola, la barba dura alrededor de mi boca y mi barbilla le pinchaba la piel suave. Al principio se puso tensa, y luego se fundió contra mí con una disposición deliciosamente femenina, su cuerpo se abandonó suavemente a mí con toda su belleza. El beso se hizo más profundo, más lento, se convirtió en algo intenso y erótico. El movimiento de nuestros labios, la calidez de nuestros cuerpos apretados. El tacto de mis dedos en su rostro, como plumas. El roce de sus uñas cuando sus dedos masajeaban mi camisa. El corazón me latía con fuerza, y pude sentir que el suyo también se aceleraba.
Interrumpió el beso y me tambaleé, sin aliento. En silencio, me guió hasta el borde de la cama y me sentó allí. Luego desapareció en el cuarto de baño, y reapareció con una palangana de agua caliente, jabón y una manopla.
Me desvistió. Lentamente. Con delicadeza. Me cambió las vendas, murmurándome palabras suaves cuando me dolía, besándome en los ojos y en la frente para tranquilizarme. Me bañó con el agua, me quitó el sudor seco, la sangre y un poco de dolor. Con paciencia, más delicada que la lluvia, me limpió mientras yo me dejaba llevar, con los ojos cerrados. De vez en cuando emitía algún sonido suave, en respuesta a sus caricias.
Sentí que se me acercaba. Sentí su piel desnuda contra la mía, caliente y suave. Abrí los ojos y vi la neblina plateada de la luna en el horizonte, al otro lado del lago. Vi el perfil de Susan, sus curvas y líneas deliciosamente femeninas, una sombra hermosa. Volvió a besarme y yo le devolví el beso, y era una cosa líquida, suave, tan comedida y desesperada como la superficie casi inmóvil de la corriente de un río. Sus labios pasaron de mi boca a la piel que acababa de limpiar, y cuando intenté tocarla, me apretó las manos con delicadeza para que me quedara quieto.
Continuó así, toda piel y caricias, suspiros y corazones acelerados, hasta que se puso encima de mí, evitando ponerme el peso de su cuerpo, ayudándose con las piernas, las manos, temerosa de hacerme daño. Nos movimos juntos, sintiendo la fuerza de nuestra necesidad, de nuestro deseo, una mezcla pura de deseo, calidez, afecto y una intimidad increíble que nos sacudió. Acabó en silencio, nuestras bocas juntas, nuestro aliento mezclado. Fue una sensación penetrante.
Se estiró a mi lado hasta que el latido de nuestros corazones se normalizó. Luego se levantó y dijo:
—No sé si quiero enamorarme de ti, Harry. No sé si podría soportarlo.
Abrí los ojos, y respondí con cariño:
—Nunca he querido hacerte daño. No sé qué es lo correcto.
—Yo sé qué es lo correcto —dijo, y volvió a besarme, luego comenzó a tocarme la frente, levantando la cabeza para observarme con ojos compasivos y amables—. Has visto mucho dolor. Solo quería recordarte que hay algo más en el mundo.
Soy un tío bastante duro. No tienes más que verme. Puedo enfrentarme a cosas bastante peligrosas. Pero con algunas cosas no soy tan duro. Comencé a llorar, y Susan me meció cariñosamente hasta que las lágrimas desaparecieron.
Quería quedarme allí, en aquel lugar cálido, limpio, donde no había muerte. Allí no había sangre ni animales feroces y nadie estaba intentando matarme. Me gustaba la idea de estar allí con Susan, en sus brazos, mucho más de lo que me gustaba la idea de salir a la luz plateada de la luna llena, que se hacía cada vez más grande bajo el horizonte, y que se acercaba en un nimbo.
Pero me separé de ella un poco y me senté.
Era una luna loca.
Salió de la cama y regresó con un bolso de viaje y sacó un par de vaqueros negros, mis zapatillas deportivas negras, calcetines, una gruesa camisa gris oscuro, ropa interior oscura a juego con todo lo demás y, que Dios la bendiga, ibuprofeno. Me levanté para vestirme, pero ella me puso una mano en el hombro e hizo que me sentara, luego me vistió ella misma, lentamente y con cuidado, concentrada en la tarea. Ninguno de los dos hablamos.
¿Alguna vez te ha vestido una hermosa mujer desnuda? Hablando de aprestarse para la lucha. Había algo indescriptiblemente tranquilizador y, al mismo tiempo, excitante en todo aquello. Podía sentir que mi cuerpo se relajaba y se despertaba a la vez, que mis sentidos sintonizaban con lo que me rodeaba.
Oí pasos en el vestíbulo, y llamaron a la puerta. La voz de Tera dijo:
—Mago. Es la hora.
Me levanté, pero Susan me agarró por la muñeca.
—Harry —dijo—. Espera un momento. —Se arrodilló al lado del bolso y sacó una caja pesada, plana y ancha—. Iba a dártelo para tu cumpleaños. Pero he pensado que puedes usarlo.
Incliné la cabeza y cogí la caja. Pesaba.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Ábrela, tonto —respondió sonriendo. La abrí, y dentro olía a cuero suave y curtido, sensual y grueso, envuelto en papel transparente. Aparté la tapa a un lado, saqué el papel, y encontré cuero negro, nuevo y mate, que apenas reflejaba la luz. Lo saqué de la caja y se desdobló en un abrigo largo y pesado, del mismo diseño que el mío, incluso el manto alrededor de los hombros y los brazos, pero hecho de un material más fino.
Parpadeé.
—Debe de haberte costado una fortuna.
Rió con picardía.
—Sí. Pero me lo he puesto sin nada debajo, solo para sentir el tacto en mi piel. —Se puso seria—. Quiero que te lo quedes, Harry. Un recuerdo mío. Que te dé suerte.
Se puso a mi lado y me ayudó a ponérmelo.
El abrigo se acomodó con una pesadez reconfortante y una peculiar familiaridad. Me sentía bien. Me saqué el pentáculo de mi madre de debajo de la camisa y lo dejé a la vista. Y luego saqué el arma que le había confiscado a Harris del bolsillo del mono de trabajo y la metí en el bolsillo del abrigo. No tenía otros instrumentos mágicos. Y quizá ni siquiera más magia. Y la pistola parecía un arma dudosa en el mejor de los casos.
Pero aquello era todo lo que tenía.
Me giré para despedirme de Susan y vi que estaba vistiéndose.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Me visto —respondió.
—¿Por qué?
—Alguien tiene que conducir la furgoneta, Dresden. —Se puso la camiseta, lanzó al hombro su chaqueta y pasó por delante de mí, deteniéndose para mirarme—. Además, este podría ser el acontecimiento paranormal más importante que he tenido la oportunidad de cubrir. ¿Esperabas que me quedara aquí?
Empujó la puerta y me miró con expresión expectante.
Maldita sea, pensé. Y doble maldita sea. Otra persona de la que preocuparse. Susan no era un hombre lobo. No era mago. Ni siquiera tenía una pistola. Era una locura dejarle pensar que podía ir. Pero me encontré queriendo asegurarme de que la tenía cerca.
—De acuerdo —dije—. Pero las mismas reglas que les he dado a los chavales. Estoy al mando. Harás lo que yo diga, cuando yo lo diga, o te quedas aquí.
Susan frunció los labios y entrecerró los ojos.
—Me gusta cómo suena eso —dijo en tono provocador—. También me gusta esa mirada que pones. ¿Alguna vez has pensado en dejarte barba?
Luego sonrió y desapareció por el pasillo.
Fui tras ella con el ceño fruncido. La mantendría apartada de lo peor, aunque tuviera que atarla a la furgoneta. Murmuré algo malhumorado, incliné la cabeza a un lado e inspiré. Olía a cuero nuevo, a ropa limpia y a jabón, y el aroma a Eau de Susan persistía en mi piel. Me gustaba. La chaqueta crujió al caminar y me vi reflejado en el espejo del tocador.
Mi doble, el del sueño, me miró fijamente. Solo la aspereza de la barba de tres días y los moratones contrastaban con la barba cuidada de mi yo subconsciente. Todo lo demás era exactamente lo mismo.
Aparté la vista rápidamente y salí de la habitación, hacia la furgoneta, donde los otros estaban esperando.
La hora del espectáculo.