Capítulo 2
Murphy se negó a ir en el Escarabajo azul, mi viejo Volkswagen.
En realidad, el Escarabajo ya no era tan azul. Una de las puertas era verde y la otra blanca. Había tenido que cambiarlas cuando una cosa con garras hizo trizas las originales. Un incendio había hecho saltar el capó y Mike, mi mecánico, lo había cambiado por otro rojo. Lo importante es que el Escarabajo funciona, aunque no corra mucho, y me siento cómodo con él. Mike ha dicho que el Escarabajo Volkswagen es el coche más fácil de reparar, por eso lo conduzco. Funciona ocho o nueve días de cada diez. Es fantástico.
La tecnología y los magos no hacen buenas migas: dale a un interruptor y, justo en ese momento, la bombilla se funde. Pasa con el coche por delante de una farola y, justo en ese instante, esta elige parpadear y apagarse. Todo lo que pueda ir mal, irá mal, automóviles incluidos.
Pensé que no tenía mucho sentido que Murphy arriesgara su vehículo cuando podíamos coger el mío, pero dijo que prefería arriesgarse.
Condujo su Saturn en silencio mientras atravesábamos la JFK en dirección a Rosemont. La miré, incómodo. Tenía prisa, estaba siendo demasiado imprudente al adelantar peligrosamente a otros coches, así que me puse el cinturón. Al menos no íbamos en su moto.
—Murph, ¿dónde está el incendio? —le pregunté.
Me miró de reojo.
—Quiero que estés allí antes que los demás.
—¿La prensa? —No pude evitar decirlo con retintín.
Se encogió de hombros.
—La prensa, o cualquiera.
La miré, pero no dijo nada más. Típico. Murphy y yo ya no hablábamos mucho. Condujo el resto del camino en silencio, salimos de la JFK y dejamos el coche en el aparcamiento de un pequeño centro comercial en construcción. Salimos del coche.
Un avión sobrevoló bajo. Se dirigía al Aeropuerto Internacional O'Hare, a solo unas millas hacia el oeste. Lo miré de reojo durante un instante, después miré a Murphy y fruncí el entrecejo al ver que un agente uniformado se acercaba para llevarnos hasta un edificio acordonado por la policía. La luna plateada y casi llena lo iluminaba todo. Yo proyectaba una enorme sombra desgarbada al caminar, que destacaba al lado de la de Murphy, mucho más pequeña. El abrigo se me enredaba entre las piernas.
—Murphy, ¿no estamos fuera de los límites de Chicago? —le pregunté.
—Sí —respondió bruscamente.
—Ah. ¿Entonces no estamos técnicamente fuera de tu jurisdicción?
—La gente necesita ayuda, Dresden, venga de donde venga. Y los últimos asesinatos ocurrieron en Chicago, así que quiero echar un vistazo a esto personalmente. Ya he hablado con la policía local. No hay problema.
—¿Asesinatos? —pregunté—. ¿O sea, más de uno? Murphy, camina más despacio.
Pero no me hizo caso. Me llevó a un amplio edificio en construcción, aunque todas las obras del exterior estaban acabadas. Algunas ventanas aún estaban cubiertas con tablas. No vi el letrero en la puerta principal del edificio hasta que me acerqué y lo leí.
—¿El Varsity? Creía que Marcone lo había incendiado la pasada primavera.
—Hum —dijo Murphy, mirándome por encima del hombro—. Traslado y reconstrucción.
Caballero Johnny Marcone, señor del crimen de Chicago, era el magnate de las malas calles. Mantenía todos los negocios sucios dentro de la ciudad y dejaba sus intereses legales para los suburbios, como aquí, en Rosemont. La pasada primavera, cuando me enfrenté a él en su club, el predecesor del Varsity, a propósito de una nueva droga mortal que circulaba por las calles, el lugar había acabado totalmente incendiado.
Cuando acabó todo el lío, corrió el rumor de que el traficante que yo había eliminado era enemigo de Marcone y que me lo había cargado a petición del señor del crimen. Nunca desmentí el rumor. Era más fácil dejar hablar a la gente que obligar a Marcone a desmentirlo.
El suelo del interior del edificio estaba sin pulir. Alguien había encendido un par de lámparas de trabajo halógenas que daban una luz muy blanca y brillante. Había polvo de pladur por todas partes y varias mesas plegables con las herramientas de los obreros desperdigadas por encima. A un lado, cubos de pintura, trapos y una bolsa de pinceles nuevos esperando a que alguien los usase. No vi la sangre hasta que Murphy me puso el brazo delante para impedir que la pisara.
—Despierta, Dresden —dijo con brusquedad. Me detuve y bajé la vista. Sangre. Mucha sangre. Comenzaba cerca de mis pies, donde una larga salpicadura se extendía como el brazo de un hombre que se está ahogando y manchaba el suelo polvoriento de rojo escarlata. Seguí con los ojos el reguero de aquella larga mancha hasta un charco de unos veinte milímetros de profundidad, que rodeaba a un montón de jirones y carne despedazada que debía ser el cadáver.
Se me encogió el estómago y amenazó con vomitar los trozos de bistec que había cenado aquella noche, pero lo contuve. Rodeé el cadáver manteniendo la distancia. Era un varón de unos treinta años, grande, con el pelo muy corto y de punta. Había caído de lado y me daba la espalda. Tenía los brazos doblados hacia la cabeza y las piernas en posición fetal. Había un arma, una pistola automática pequeña, a unos dos o tres metros de la víctima, fuera de su alcance, por desgracia.
Rodeé el cadáver para verle la cara.
Estaba claro que lo que le había matado no era humano. Le habían arrancado la cara y los labios. Vi sus dientes manchados de sangre. Tenía la nariz despedazada, y una parte le había quedado colgando. Parecía como si le hubiesen presionado las sienes con fuerza para deformarle el cráneo.
Le habían arrancado los ojos de un mordisco. Los bordes de las órbitas mostraban las marcas irregulares de unos colmillos.
Cerré los ojos. Respiré hondo. Otra vez. Una tercera vez. Aquello no ayudaba. El cuerpo despedía un nauseabundo olor a cloaca que salía de las tripas que le habían arrancado. El estómago estuvo a punto de salírseme por la boca.
Podía recordar los otros detalles, incluso con los ojos cerrados, y catalogarlos ordenadamente como referencia futura. Habían despedazado la chaqueta y la camisa de la víctima y solo le quedaban unos jirones sangrientos en los antebrazos, que estaban en posición defensiva. Las manos y los brazos eran un amasijo de carne, y le habían cortado los dedos a trozos. Como estaba acurrucado no podía verle el abdomen, de donde salía la sangre que se extendía como la tinta derramada de una botella. El hedor confirmaba que le habían arrancado las vísceras.
Me alejé del cuerpo, abrí los ojos y miré fijamente al suelo.
—¿Harry? —dijo Murphy desde el otro extremo de los despojos. La dureza con que me había hablado durante toda la noche había desaparecido. No se había movido durante mi rápido examen de los restos.
—Lo reconozco —dije—. O eso creo. Tendrás que comprobar las muestras dentales, para asegurarnos.
El tono de su voz delataba sorpresa.
—¿Ah, sí? ¿Quién era?
—No sé su nombre. Siempre le llamaba Spike. Por el corte de pelo. Era uno de los guardaespaldas de Johnny Marcone.
Murphy guardó silencio durante un instante y después se limitó a decir:
—¡Mierda!
—¿Qué, Murph? —me giré hacia ella, evitando mirar los restos mutilados de Spike.
El rostro de Murphy denotaba preocupación por mí, y sus ojos azules me miraban con dulzura. Borró aquella expresión tan rápido como una sombra que hubiese cruzado la habitación, suavizando las líneas de su rostro para que pareciese impasible. Supongo que la había pillado desprevenida.
—Echa otro vistazo. Después hablaremos —dijo.
—¿Qué busco? —le pregunté.
—Lo sabrás —respondió. Después añadió en un susurro que seguramente no quería que oyese—: Eso espero.
Regresé a mi trabajo, y examiné toda la habitación. A un lado, una de las ventanas estaba rota. Cerca había una mesa derrumbada, con las patas torcidas y dobladas. Me acerqué.
El suelo alrededor de la mesa estaba cubierto de cristales rotos, así que el agresor debía de haber entrado por la ventana. Había sangre en varios de los trozos de cristal. Cogí uno de los más grandes y lo examiné. La sangre era de un rojo oscuro y aún no estaba seca. Me saqué un pañuelo blanco del bolsillo, envolví el trozo de cristal y después me lo guardé en el bolsillo del abrigo.
Me levanté y, comencé a pasearme por la habitación rastreando con los ojos en suelo. Una parte del suelo estaba prácticamente limpia, como si hubiera habido una pelea sin verter una sola gota de sangre. En otra parte, donde no llegaba la luz de las lámparas halógenas, la luz plateada de la luna iluminaba el suelo bajo una ventana. Me arrodillé.
En medio había la huella de una pata, casi tan grande como la palma de mi mano. Canina. Los puntos de los extremos indicaban unas uñas duras, casi garras.
Miré por la ventana la forma redonda de la luna casi llena.
—¡Dios Santo! —musité—. ¡Dios Santo!
Murphy se acercó y me miró en silencio durante un momento, esperando. Me mordí los labios, me levanté y me di la vuelta.
—Tienes problemas.
—No me digas. Explícate, Dresden.
Asentí con la cabeza y luego señalé la ventana.
—Probablemente el agresor entró por aquí. Siguió a la victima, lo atacó, le quitó la pistola y lo mató. La sangre de la ventana es del agresor. Lucharon durante un rato, allí, en ese trozo limpio, quizá, y Spike intentó llegar hasta la puerta. No lo consiguió. Lo despedazaron.
Me acerqué a Murphy y la miré con solemnidad.
—Ya has tenido otros asesinatos similares. Probablemente hace unas cuatro semanas, durante la última luna llena. Son los asesinatos de los que hablabas.
Murphy me miró un instante a la cara, pero sin mirarme a los ojos, y asintió.
—Sí. Hace casi cuatro semanas. Pero nadie más se percató del detalle de la luna llena. Solo yo.
—Ajá. Entonces también deberías ver esto —dije.
La llevé a la ventana y le enseñé la huella de la pata en el polvo. La miró en silencio.
—Harry —dijo al cabo de un minuto—. ¿Existen los hombres lobo?
Se apartó un mechón de cabello de la mejilla, un pequeño gesto extrañamente vulnerable. Cruzó los brazos, como si tuviese frío.
Asentí con la cabeza.
—Sí. No como en las películas, pero sí. Supongo que eso es lo que tienes aquí.
Dio un profundo suspiro.
—Vale. De acuerdo. ¿Qué puedes decirme? ¿Qué necesito saber?
Abrí la boca para hablar, pero no tuve ocasión de decir nada. Fuera alguien gritó brevemente, después la puerta principal del edificio se abrió de golpe. Murphy se puso tensa e hizo una pequeña mueca de disgusto con la boca. Enderezó la espalda, dejó de abrazarse y puso los brazos en jarras.
—Maldita sea —dijo—. ¿Cómo es posible que esos gilipollas lleguen tan rápido a todas partes?
Di un paso adelante para ver mejor. Entraron cuatro personas trajeadas, desplegadas en una formación de diamante casi militar. El hombre que iba delante era muy alto, aunque no tanto como yo. Debía de medir alrededor de un metro ochenta. Tenía el pelo y las cejas negro azabache, y los ojos grises como el humo. Llevaba un traje azul oscuro que le quedaba bien y que escondía una complexión atlética, a pesar de que, sin duda, pasaba de los cuarenta. Una placa que ponía FBI en letras enormes y odiosas le colgaba de la solapa.
—Proteged la zona —ordenó con voz tensa y profunda—. Teniente Murphy, ¿qué diablos está usted haciendo en la escena de un crimen fuera de su jurisdicción?
—Yo también me alegro de verle, agente Denton —dijo Murphy con voz monótona—. Qué rápido ha llegado.
—Le dije que no la quería en esta investigación —respondió Denton en tono seco. Sus ojos grises brillaban, y una vena de la frente le palpitaba rítmicamente. Entonces me miró—. ¿Quién es ese?
—Har… —comencé a decir, pero Murphy soltó un gruñido que me interrumpió.
—Nadie —respondió ella. Me dirigió una mirada de reprobación para que me callara. Eso me sacó de quicio.
—Harry Dresden —dije, alto y claro.
Murphy y yo intercambiamos una mirada.
—¡Ah! —dijo Denton—. El embaucador. He leído sobre usted en el Tribune. —Dirigió una mirada clara y tensa a Murphy—. Usted y su amigo vidente harían bien en marcharse. La policía está trabajando. Me refiero a trabajo serio. Ya sabe, huellas dactilares, fibras, pruebas de ADN… tonterías por el estilo.
Murphy y yo entrecerramos los ojos, pero Denton no pareció inmutarse. Murphy y Denton se aguantaron la mirada durante un instante, la furia de ella contra la intensidad de acero de él.
—¡Agente Benn! —gritó Denton.
Una agente que estaba absorta contemplando el cadáver se dio la vuelta. No pasaba de los treinta años, tenía una media melena prematuramente cana, la piel verde oliva, los ojos verdes, la mirada profunda y los labios finos. Se dirigió hacia nosotros con una sensualidad algo masculina, moviéndose como alguien que es capaz de ser rápido y peligroso cuando es necesario. De los cuatro agentes del FBI que habían entrado en la habitación, ella era la única que ostentaba un arma. Llevaba la chaqueta desabrochada, y le vi las correas de la funda contra la piel blanca.
—Sí, señor —respondió Benn. Hablaba en voz muy baja. Su mirada se fijó en algún punto entre Murphy y yo, de forma que no miraba a ninguno pero nos miraba a ambos.
—Por favor, saque a estos dos civiles —Denton recalcó la palabra— de la escena del crimen.
Benn asintió con la cabeza, pero no respondió. Se limitó a esperar. Me preparé para irme, pero me detuve. Murphy plantó firmemente los pies en el suelo y bajó los brazos con aire indiferente. Reconocí el gesto testarudo de su mandíbula. Tenía la misma cara que cuando iba perdiendo en uno de sus torneos de artes marciales. Lista para la lucha. Maldita sea. Debía calmarla o no conseguiríamos nada.
—Murphy —dije en voz baja—. ¿Podemos hablar fuera?
—Y un cuerno —contestó Murphy—. Quienquiera que sea el asesino, se ha cargado a media docena de personas en el último mes. Estoy aquí para atrapar a ese hombre. El departamento de Rosemont me ha dado su autorización.
Murphy miró fijamente a Benn. La agente del FBI era mucho más grande y fuerte que ella. Benn entrecerró los ojos y tensó aún más los hombros.
—¿La tiene por escrito? —preguntó Denton. La vena de la frente le palpitó con más fuerza—. ¿O quiere que informe de esto a sus superiores, teniente?
—No me presione, Denton —dijo Murphy con vehemencia.
Me estremecí.
—Oye, Murphy —dije. Le puse una mano en el hombro—. Salgamos un momento.
Murphy se dio la vuelta, me miró brevemente y después se relajó un poco, ligeramente indecisa. Comenzó a calmarse, y suspiré aliviado. No quería que la cosa acabase violentamente. No conseguiríamos nada.
—Sáquelos de aquí —ordenó Denton.
No me gustó nada el tono de su voz.
Benn no nos avisó. Dio un paso rápido e hizo una llave de artes marciales que yo no conocía con la intención de golpear a Murphy en la sien. Todo ocurrió muy rápido. Murphy abortó el golpe con las manos y, al girarse, la mujer de pelo cano perdió el equilibrio y se dio un fuerte golpe contra la pared.
La expresión de Benn pasó del asombro y la sorpresa a la furia en medio segundo. Se metió la mano en la chaqueta, dudó medio segundo y después sacó la pistola con la precisión de un experto, con suavidad y rapidez, pero como si no tuviese prisa. Sus ojos verdes brillaban. Me lancé contra Murphy y la tiré al suelo mientras en el interior del restaurante a medio acabar sonaba un disparo atronador. Aterrizamos en el suelo polvoriento.
—¡Benn! —gritó Denton.
Se abalanzó sobre ella, sin preocuparse de la pistola, y se interpuso entre la mujer armada y nosotros. Oí que le hablaba en voz baja y apremiante.
—¡Zorra estúpida! —gritó—. ¿Qué te pasa?
Los otros dos tipos del FBI y varios agentes que estaban patrullando fuera vinieron corriendo. Murphy resopló y me dio un codazo. Yo le contesté con un gruñido y me separé de ella. Nos pusimos en pie, ilesos.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó uno de los agentes, un hombre mayor de pelo gris un poco calvo.
Denton se giró hacia el agente con tranquilidad.
—Un fallo. Ha habido un malentendido y el arma de la agente Benn se ha disparado por accidente.
El agente se rascó la calva y miró a Murphy.
—¿Es eso cierto, teniente?
—¡Y un cuerno! —exclamé yo, y señalé a Benn con el dedo—. Esta hija de p…
Murphy me arreó un codazo en el estómago y me miró fijamente.
—Es cierto —dijo, mientras yo me frotaba el estómago—. Ha sido un accidente, tal como ha dicho el agente Denton.
La miré.
—Vamos, Murphy. Esa mujer…
—Ha tenido un accidente con su pistola —dijo Murphy con firmeza—. Podía haberle pasado a cualquiera.
Miró al agente, que parpadeó ligeramente y después se encogió de hombros. Denton se giró hacia nosotros y miró atentamente a Murphy durante un segundo. Después asintió con la cabeza.
—Roj, George. Aseguraos de que la teniente se encuentra bien y llevadla a su coche.
—Claro, claro, Phil —respondió un chaval flaco, pelirrojo y pecoso, de ojos grandes—. Eh, señor Dresden, teniente Murphy. ¿Por qué no salimos a tomar el aire? Soy Roger Harris, y este es el agente Wilson.
El otro tipo del FBI, un hombre corpulento y casi cincuentón, que se estaba quedando calvo y tenía un estómago que se le salía por el cinturón, nos hizo señas para que lo siguiéramos y se dirigió hacia la puerta. Murphy miró a Denton durante un instante, después giró los talones y se marchó tras el corpulento Wilson. Yo la seguí.
—No me lo puedo creer. ¿Estás bien? ¿Por qué demonios no les has contado lo que ha hecho esa mujer? —pregunté a Murphy en voz baja.
—Esa puta —contestó Murphy en voz bastante más alta— ha intentado pegarme un puñetazo.
—Intentó ventilarte, Murphy —repliqué.
Murphy refunfuñó entre dientes, pero siguió caminando. Volví a mirar la habitación y vi que la policía acordonaba el cuerpo despedazado y mutilado de Spike. Habían llegado los forenses, y el equipo estaba preparándose para examinar la habitación. Denton estaba arrodillado al lado de Benn, que tenía la cara entre las manos y aspecto de estar llorando. Denton me miró con sus ojos calculadores e inexpresivos, que me archivaron en la categoría «alto, delgado, pelo negro, ojos oscuros, rasgos aguileños, sin cicatrices visibles».
Le miré fijamente durante un minuto y tuve un presentimiento, una intuición certera. Denton escondía algo. Sabía algo y no lo decía. No me pregunten cómo lo supe, pero había algo en él, en la manera en que le palpitaban las venas de la frente, o en su cuello agarrotado, que me hizo estar seguro.
—Ejem —dijo Harris. Parpadeé y me volví hacia él. Abrió la puerta para Murphy y para mí, y salimos—. Deborah debería tomarse un descanso. Está muy nerviosa por lo de esos asesinatos Lobo. No ha dormido mucho este último mes. Conocía a una de las víctimas. Ha estado muy tensa desde entonces.
—Cállate, Harris —ordenó el agente Wilson, disgustado—. Cállate. —Se volvió hacia nosotros y dijo con calma—: Lárguense. No quiero verlos en la escena de un crimen fuera de su territorio, teniente Murphy. Los de Asuntos Internos ya tienen suficiente trabajo, ¿no le parece?
Dio media vuelta y regresó al edificio. El chaval pelirrojo nos dedicó una sonrisa de disculpa, y después aceleró el paso para alcanzar al gordo agente. Se dio media vuelta y me miró con amabilidad. Después desapareció. La puerta se cerró, dejándonos fuera, lejos de la investigación y de las pruebas de la escena del crimen.
Miré al cielo, a la noche clara de luna casi llena. Hombres lobo entrando por las ventanas de restaurantes en construcción para atacar a los lacayos de un gánster. Un cadáver mutilado en medio de un suelo cubierto de sangre. Furiosos agentes del FBI sacando pistolas y disparando a matar. Un poco de kung-fu, un poco de John Wayne y algunas amenazas informales.
Hasta el momento, pensé con los nervios crispados, solo otra noche más de trabajo.