Capítulo 1

No solía estar muy atento a las fases de la luna. Así que cuando una mujer joven se sentó frente a mí en el bar McAnally y me pidió que le explicase todo lo que sabía sobre algo que podía llegar a matarla, no tenía ni idea de que la noche siguiente habría luna llena.

—No —le respondí—. Ni hablar.

Doblé el trozo de papel, en el que había dibujados tres círculos concéntricos con unos símbolos de trazos delgados, y se lo devolví deslizándolo por encima de la mesa de roble pulido.

Kim Delaney frunció el ceño y se apartó un mechón de cabello negro y brillante de la frente. Era una mujer alta, encantadora y rolliza como las mujeres de antaño, de piel blanca y hermosa, y mejillas redondas acostumbradas a sonreír. Ahora no sonreía.

—Oh, vamos, Harry —me dijo—. Eres el único mago profesional de Chicago, y el único que puede ayudarme. —Se inclinó hacia mí por encima de la mesa y me miró atentamente—. No puedo encontrar las referencias de todos estos símbolos. En los círculos locales tampoco los reconocen. Eres el único mago que conozco. Solo quiero saber qué significan.

—No —repetí—. Es mejor que no lo sepas. Es mejor que te olvides de este círculo y te concentres en otra cosa.

—Pero…

Mac me hizo un gesto con la mano desde detrás de la barra y puso un par de platos de comida caliente sobre la superficie pulida de la torcida barra. Añadió una par de botellas de su cerveza negra casera, y se me empezó a hacer la boca agua.

Mi estómago hizo un ruido embarazoso. Estaba casi tan vacío como mi cartera. No habría podido cenar aquella noche de no haber sido porque Kim me invitó, a condición de que le hablase de un tema durante la cena. Un bistec era menos que mi tarifa habitual, pero Kim era una compañía agradable, además de mi aprendiz ocasional. Sabía que no tenía mucho dinero, pero yo tenía menos aún.

A pesar de que el estómago me hacía ruidos, no me levanté de inmediato a buscar la comida. (Y en el bar-restaurante McAnally no había camareros. Según Mac: «si no puedes levantarte a recoger tu propia comida, no mereces estar allí».) Miré la sala durante un momento, con su molesta combinación de techos bajos y ventiladores perezosos, sus trece columnas de madera tallada y sus trece ventanas, además de trece mesas colocadas al azar para disipar los efectos mágicos residuales que a veces rodean a los magos hambrientos (o, dicho de otro modo, enfadados). McAnally era un refugio en una ciudad donde nadie creía en la magia. Mucha gente del ramo comía allí.

—Mira, Harry —dijo Kim—. Te prometo que no usaré esto para nada serio. No intentaré invocar ni cazar espíritus. Solo tengo un interés académico. Algo a lo que le vengo dando vueltas desde hace algún tiempo.

Se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la mía, mirándome a la cara, pero sin mirarme a los ojos, un truco que solo dominaban unos pocos no practicantes del «Arte». Sonrió de oreja a oreja y me enseñó los hoyuelos de sus mejillas.

Mi estómago volvió a gruñir. Eché un vistazo a la comida que me estaba esperando en la barra.

—¿Estás segura? —le pregunté—. ¿Solo te pica la curiosidad? ¿No vas a usarlo para nada?

—Te lo juro —aseguró.

Fruncí el ceño.

—No sé…

Se rió de mí.

—¡Oh, vamos, Harry! No es para tanto. Mira, si no quieres decírmelo, no importa. De todos modos, te invito a cenar. Sé que últimamente vas mal de dinero. Desde lo que pasó en primavera.

Volví a fruncir el ceño, pero no iba dirigido a Kim. No era culpa suya que hiciera más de un mes que mi principal clienta, Karrin Murphy, directora de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago, no me llamara. La mayor parte de mis ingresos de los últimos años procedía de mi trabajo como asesor especial de IE, pero tras el follón de la pasada primavera, en el que estuvo implicado un mago oscuro que incitó una guerra entre bandas para controlar el tráfico de drogas de Chicago, el trabajo había ido disminuyendo poco a poco, y con él mis ingresos.

No sabía por qué Murphy no me llamaba tan a menudo. Tenía mis sospechas, pero aún no había tenido ocasión de contrastarlas con ella. Quizá no fuese por algo que yo había hecho. Tal vez los monstruos se habían declarado en huelga. Sí, claro.

La cuestión es que no tenía un centavo. Llevaba demasiadas semanas comiendo sopa de fideos chinos. Los bistecs que Mac había preparado olían de maravilla, incluso desde la otra punta del bar. Mi estómago volvió a protestar. Tenía un ansia neolítica de carne chamuscada.

Pero no podía ponerme a cenar sin darle a Kim la información que quería. No es que nunca haya roto un trato, pero no con un humano, y menos aún con alguien que me admiraba.

A veces odio tener conciencia, y un estúpido sentido del honor.

—De acuerdo, de acuerdo —suspiré—. Déjame cenar y te diré lo que sé.

En las redondas mejillas de Kim se volvieron a formar hoyuelos.

—Gracias, Harry. Significa mucho para mí.

—Vale, vale —le dije. Me levanté y me dirigí a la barra a través de las columnas y las mesas y todo lo demás. Aquella noche McAnally estaba más lleno de lo habitual, y aunque Mac rara vez sonreía, se le veía contento de tener tanta gente. Agarré los platos y las botellas con una actitud algo malhumorada. Es difícil alegrarse de la prosperidad de un amigo cuando tu propio negocio está a punto de hacer aguas.

Me llevé los bistecs, las patatas y las judías verdes a la mesa y volví a sentarme. Comimos durante un rato, yo sumido en un hosco silencio y ella con buen apetito.

—Bueno —dijo Kim finalmente—. ¿Qué puedes decirme? —Señaló el trozo de papel con el tenedor.

Tragué la comida, tomé un sorbo de cerveza negra y volví a coger el papel.

—De acuerdo. Es un dibujo de Magia Avanzada. En realidad son tres, uno dentro del otro, como si fueran paredes estratificadas. ¿Recuerdas lo que te dije sobre los círculos mágicos?

Kim asintió.

—Sirven para encerrar o defenderse de las energías mágicas y las criaturas del Más Allá, pero las criaturas mortales pueden cruzarlos y romperlos.

—Exacto —confirmé—. Este círculo exterior es precisamente eso. Una barrera contra las criaturas de espíritu y las fuerzas mágicas. Estos símbolos de aquí, este y ese son los más importantes.

Señalé los garabatos en cuestión.

Kim asintió con entusiasmo.

—Vale, ya entiendo el círculo exterior. ¿Qué es el siguiente?

—El segundo círculo es una barrera encantada contra la carne mortal. No funcionaría si solo usases un círculo de símbolos. Necesitas algo más, como piedras o gemas o algo así, espaciadas entre los dibujos.

Comí otro trozo de carne. Kim miró el papel y frunció el ceño.

—¿Y entonces qué pasaría?

—Se formaría una pared invisible —respondí—. Los espíritus y la magia podrían atravesarla, pero la carne mortal no. Ni tampoco una piedra, ni las balas, nada puramente físico.

—Ya veo —dijo emocionada—. Como un campo magnético.

Asentí con la cabeza.

—Algo así.

Tenía las mejillas encendidas de entusiasmo y le brillaban los ojos.

—Lo sabía. ¿Y qué es este último?

Miré de reojo el círculo interior de símbolos.

—Un error.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que solo es un galimatías. No significa nada útil. ¿Estás segura de que lo copiaste correctamente?

Kim hizo una mueca.

—Claro que estoy segura. Fui con cuidado.

Estudié su cara durante un momento.

—Si he leído los símbolos correctamente, se trata de una tercera pared, construida para encerrar a criaturas de carne y espíritu. Ni mortales ni espíritus, sino algo intermedio.

Frunció el ceño.

—¿Qué clase de criaturas son esas?

Me encogí de hombros.

—Ninguna —dije, y oficialmente era cierto. El Consejo Blanco de magos no permitía que se hablase de los demonios que pueden ser invocados a la tierra, seres de espíritu que pueden acumular carne para sí mismos. Habitualmente, un círculo de captura de espíritus bastaba para detener a todos los demonios o Antiguos de los confines del Más Allá, incluso a los más poderosos. Pero aquel tercer círculo se había construido para encerrar a «cosas» que podían traspasar esos límites. Era una jaula para semidioses y arcángeles demoníacos.

Kim no se creía mi respuesta.

—No entiendo por qué alguien haría un círculo que no sirve para encerrar nada, Harry.

Me encogí de hombros.

—Las personas no siempre hacen cosas sensatas y lógicas. Son así.

Puso los ojos en blanco.

—Vamos, Harry. No soy una niña. No es necesario que me protejas.

—Y tú no es necesario que sepas para qué fue construido este tercer círculo. Es mejor que no lo sepas. Créeme.

Me miró ceñuda durante un buen rato, después bebió un poco de cerveza y se encogió de hombros.

—De acuerdo. Alguien tiene que autorizar los círculos, ¿verdad? Tienes que saber cómo encenderlos, como las luces.

—Sí, algo así.

—¿Cómo se encendería este?

La miré fijamente durante mucho rato.

—¿Harry? —preguntó.

—Tampoco es necesario que sepas eso si solo tienes un interés académico. No sé en qué estás pensando, Kim, pero olvídalo. Déjalo antes de que te hagan daño.

—Harry, no soy…

—No sigas —la interrumpí—. Estás sentada dentro de la jaula del tigre, Kim. —Aporreé el papel con el dedo para recalcar mis palabras—. Y no necesitarías esta información si no estuvieses planeando meter a un tigre dentro.

Le brillaban los ojos, y levantó la barbilla.

—Crees que no soy lo bastante fuerte.

—Tu fuerza no tiene nada que ver con esto —le respondí—. No tienes ni la formación ni los conocimientos necesarios. Es como si le pidiera a un niño de primaria que resolviese un problema de matemáticas de secundaria. Tampoco espero que tú lo hagas. —Me incliné hacia delante—. Aún no sabes lo bastante como para ponerte a jugar con esta clase de cosas, Kim. Y aunque lo supieses, aunque consiguieses convertirte en una maga hecha y derecha, te diría que no lo hicieras. Si te equivocaras, mucha gente saldría herida.

—Si estuviese planeando hacer algo, Harry, sería asunto mío. No tienes derecho a elegir por mí.

La cólera ardía en sus ojos.

—No —le respondí—. Pero soy responsable de ayudarte a hacer la elección correcta. —Me enrosqué el papel en los dedos y lo estrujé, después lo lancé al suelo. Clavó el tenedor en un trozo de bistec con gesto violento y despiadado—. Mira, Kim. Espera un tiempo. Cuando seas más mayor, cuando hayas tenido más experiencia…

—Tú no eres mucho mayor que yo —interrumpió Kim.

Me revolví en mi asiento.

—He tenido mucha formación. Y comencé joven.

No quería hablar de mi talento para la magia, muy superior a mi edad y educación. Así que intenté cambiar de conversación.

—¿Cómo va la recaudación de fondos?

—No va —respondió. Se recostó en su asiento, desanimada—. Estoy harta de pedir dinero a la gente para salvar el planeta que están envenenando o los animales que están matando. Estoy cansada de escribir cartas y de ir a manifestaciones de causas en las que ya nadie cree. —Se restregó los ojos—. Estoy cansada.

—Oye, Kim. Intenta descansar. Y por favor te lo pido, no juegues con ese círculo. Prométemelo.

Sacudió su servilleta, dejó unos billetes en la mesa y se levantó.

—Que te siente bien la comida, Harry —dijo—. Y de nada, oye.

Yo también me levanté.

—Kim, espera un segundo.

Pero me ignoró y se dirigió airadamente hacia la puerta. Su falda y su largo cabello se movían al caminar. Tenía un cuerpo impresionante, escultural. Estaba furiosa, hirviendo en cólera. Uno de los ventiladores del techo se estremeció a su paso, dejó salir una bocanada de humo y luego se paró. Kim subió corriendo el corto tramo de escaleras y salió del bar dando un portazo. La gente se la quedó mirando, después me lanzaron una mirada inquisidora.

Volví a sentarme, frustrado. Maldita sea. Kim era una de las personas a las que había guiado durante el difícil período que atravesó al descubrir su talento innato para la magia. Me sentía como una mierda por haberle ocultado información, pero había estado jugando con fuego. No podía permitírselo. Era responsable de protegerla de aquellas cosas, hasta que supiese lo bastante para entender lo peligrosas que eran.

Por no hablar de lo que pensaría el Consejo Blanco si se enteraba de que un no mago había estado jugando con círculos de invocación. El Consejo Blanco no se arriesgaba con esas cosas. Actuaban con decisión, y no siempre les preocupaba la vida y la seguridad de la gente.

Había tomado la decisión correcta al ocultarle aquella información. La estaba protegiendo de un peligro que ella no podía entender.

Había hecho lo correcto, aunque ella hubiese confiado en mí para que le diese las respuestas, como había hecho en el pasado, cuando le enseñé a contener y controlar su modesto talento para la magia. Aunque hubiese confiado en mí para que le enseñase las respuestas que necesitaba, para que fuese su guía en la oscuridad.

Había hecho lo correcto.

¡Maldita sea!

Me dolía el estómago. Ya no quería seguir comiendo la deliciosa comida de Mac, aunque fuese un bistec. Sentí que no me la había ganado.

Estaba bebiendo cerveza y pensando en cosas tristes cuando la puerta volvió a abrirse. No alcé la vista, pues estaba ocupado practicando un famoso pasatiempo de magos: «comerse el coco». Y entonces una sombra me cubrió.

—Haciendo pucheros ¿eh? —dijo Murphy. Se inclinó, recogió distraídamente la bola de papel que yo había tirado antes al suelo y se la guardó en el bolsillo del abrigo en lugar de dejarla por ahí tirada—. No es propio de ti, Harry.

Alcé la vista. No tuve que levantarla mucho, pues Karrin Murphy no medía más de un metro cincuenta. Tenía el pelo rubio y se lo había cortado muy por encima de los hombros, un poco más largo por delante que por detrás. Era un estilo punk que realzaba el atractivo de sus ojos azules y su nariz respingona. Iba vestida con ropa informal adecuada a la época del año: vaqueros oscuros, una camisa de franela, botas de excursionismo y una gruesa chaqueta de leñador. Llevaba la placa en el cinturón.

Murphy era una mujer muy mona que había ganado varios premios de tiro en el Departamento de Policía de Chicago y era cinturón negro en aikido. También era una gran profesional que había luchado con uñas y dientes para conseguir que la ascendieran a teniente. Se había creado enemigos en el camino, y uno de ellos se encargó de que, poco después, la pusieran al frente de Investigaciones Especiales.

—Hola, Murphy —le dije. Tomé un trago de cerveza—. Cuánto tiempo.

Intenté mantener la calma, pero estoy seguro de que notó mi enfado.

—Oye, Harry…

—¿Leíste el artículo del Tribune? El que te criticaba por haber gastado el dinero de la ciudad en contratar a un «vidente embaucador llamado Harry Dresden». Supongo que sí, puesto que desde entonces no he tenido noticias tuyas.

Se frotó la punta de la nariz.

—No tengo tiempo para esto.

La ignoré.

—No te echo la culpa. Quiero decir que la mayoría de los contribuyentes de Chicago no creen en la magia, ni en los magos. Por supuesto, ellos no han visto lo que tú y yo hemos visto. Ya sabes. Cuando trabajábamos juntos. O cuando te salvé la vida.

Entrecerró los ojos.

—Te necesito. Tenemos un caso.

—¿Me necesitas? ¿Hace más de un mes que no hablamos y de repente me necesitas? Tengo una oficina y un teléfono y todo lo demás, teniente. No es necesario que vengas a buscarme mientras estoy cenando.

—Le diré al asesino que la próxima vez trabaje en horas de oficina —dijo Murphy—. Pero necesito que me ayudes a encontrarlo.

Me enderecé y ceñudo dije.

—¿Ha habido un asesinato? ¿Algo de mi competencia?

Murphy esbozó una sonrisa forzada.

—Espero que no tengas asuntos más importantes que atender.

Sentí que tensaba la mandíbula.

—No. Estoy listo.

Me levanté.

—Muy bien. ¿Nos vamos? —dijo. Luego, dio media vuelta y salió.