Capítulo 9
Marcone tenía los ojos del color de los billetes gastados de un dólar. Tenía la piel castigada por el sol, el bronceado típico de una persona que pasa mucho tiempo al aire libre. Se le veían algunas arrugas en las comisuras de los párpados y los labios, como las que salen al reírse, pero sus risas casi nunca eran sinceras. El traje debía de haberle costado al menos mil dólares. Estaba sentado en mi silla, tan ricamente, y me miraba con la calma de un profesional.
Detrás, el señor Hendricks parecía un jugador de rugby universitario que no ha podido entrar en la liga profesional. El cuello de Hendricks era tan grueso como mi cintura, y sus manos eran lo bastante grandes como para cubrirme toda la cara, y lo bastante fuertes como para aplastármela. Era pelirrojo, llevaba el pelo cortado al cero y el traje le quedaba igual de mal que a David Banner cuando se ha transformado en el increíble Hulk. No podía verle la pistola, pero sabía que llevaba una.
Me quedé en la entrada y miré fijamente a Marcone durante un minuto, pero él no se inmutó. Marcone me tenía más calado que yo a él. Mis ojos no le daban miedo.
—Salga de mi oficina —dije. Entré y cerré la puerta.
—Vaya, vaya, señor Dresden —dijo Marcone en un tono paternal que sonaba a reproche—. ¿Así le habla usted a un socio?
Fruncí el ceño.
—Yo no soy su socio. Usted es escoria. El peor criminal de la ciudad. Uno de estos días los polis le cogerán, pero hasta entonces, no tengo por qué aguantarle en mi oficina. Lárguese.
—La policía saldría ganando —dijo Marcone corrigiéndome— si estuviese dirigida por empresas privadas en lugar de instituciones públicas. Mejores salarios, mejores subsidios…
—Más fáciles de sobornar, de corromper, de manipular —interrumpí.
Marcone sonrió.
Me quité el abrigo y lo dejé en la mesa situada frente a la puerta, la que estaba cubierta de folletos con títulos como «Brujas y tú» y «¿Quieres hacer magia? ¡Pregúntame cómo!». Desaté el bastón mágico de la correa y lo puse con calma sobre la mesa que tenía enfrente. Tuve la satisfacción de ver cómo Hendricks se ponía nervioso al verlo. Recordó lo que le había hecho al Varsity la primavera pasada.
Alcé la vista.
—¿Aún no se ha ido?
Marcone cruzó las manos en su regazo.
—Quiero hacerle una oferta, señor Dresden.
—No —dije.
Marcone soltó una risita ahogada.
—Creo que debería escucharme.
Lo miré a los ojos y sonreí ligeramente.
—No. Lárguese.
Su tono paternal desapareció y sus ojos se volvieron fríos.
—No tengo tiempo para sus chiquillerías, señor Dresden. La gente está muriendo. Usted trabaja en el caso. Tengo información para usted, y se la daré. Por un precio.
Se me agarrotó la espalda. Lo miré fijamente durante más de un minuto y luego dije:
—De acuerdo. Oigamos su precio.
Marcone alargó la mano y Hendricks le entregó una carpeta. Marcone la puso sobre la superficie estropeada de mi vieja mesa de madera y la abrió.
—Esto es un contrato, señor Dresden. Para que trabaje como asesor de seguridad personal en mi empresa. Los términos son bastante generosos. Usted se organiza la jornada laboral, con un mínimo de cinco horas al mes. Puede fijar el salario ahora mismo. Solo quiero formalizar nuestra relación laboral.
Me dirigí a mi mesa. Hendricks se movió como si estuviera a punto de abalanzarse sobre mí por encima de la mesa, pero lo ignoré. Cogí la carpeta y examiné el contrato. No soy un experto en temas legales, pero estaba familiarizado con esa clase de tratos. A Marcone le iban muy bien las cosas. Me estaba ofreciendo el trabajo ideal: pocas horas y el salario que quisiera. Incluso había una cláusula que especificaba que no me pediría ni esperaba que cometiese actos ilegales.
Con aquel dinero podría vivir la vida que quería. Podría dejar de pelear por cada dólar, de matarme a trabajar para cualquier lunático paranoico que quisiera contratarme para que investigase a la vaca poseída de su tía abuela. Por fin podría ponerme al día con la lectura, dedicarme a la investigación mágica que tanto me había interesado en los últimos años. No iba a vivir para siempre, y todo el tiempo que malgastara buscando ovnis en Joliet era una hora más que podría pasar haciendo lo que quería.
Era un trato condenadamente tentador.
Era un collar muy cómodo.
—¿Cree que soy idiota? —exclamé, y tiré la carpeta sobre la mesa.
Marcone arqueó las cejas y abrió un poco la boca.
—¿Son las horas? ¿Quiere que baje el mínimo a una por semana? ¿Por mes?
—No son las horas —respondí.
Abrió las manos.
—¿Entonces qué?
—Es la empresa. Es la idea de pensar que un asesino traficante de drogas pueda exigirme fidelidad. No me gusta la procedencia de su dinero. Está manchado de sangre.
Marcone volvió a entrecerrar sus fríos ojos.
—Píenselo bien, señor Dresden. No le haré esta oferta dos veces.
—Déjeme hacerle una oferta, John —dije. Su mejilla tembló nerviosamente cuando le llamé por su nombre de pila—. Dígame lo que sabe, y haré todo lo que pueda por coger al asesino antes de que vaya a por usted.
—¿Qué le hace pensar que estoy preocupado, señor Dresden? —preguntó Marcone en tono algo burlón.
Me encogí de hombros.
—Destriparon a su socio y a su guardaespaldas el mes pasado. Anoche despedazaron a Spike. Y después usted sale de su agujero para darme información que puede ayudarme a atrapar al asesino e intenta a toda costa que me convierta en su guardaespaldas. —Me incliné y puse los codos sobre la mesa, luego bajé la cabeza hasta que mis ojos quedaron a pocos centímetros de los suyos—. ¿Preocupado, John?
Su cara volvió a temblar nerviosamente, y pude oler sus mentiras.
—Por supuesto que no, señor Dresden. Pero uno no llega hasta donde yo he llegado en la vida siendo temerario.
—Pero siendo un desalmado sí ¿verdad?
Marcone puso las manos sobre la mesa y se levantó. Yo hice lo mismo y seguí mirándole.
—Soy un hombre de negocios, señor Dresden. ¿Preferiría la anarquía en las calles? ¿Guerras entre los señores del crimen? Yo pongo orden en ese caos.
—La verdad es que no. Solo hace que el caos sea más eficaz y organizado —espeté—. Adórnelo con las palabras que quiera, pero no cambia el hecho de que es usted un asesino, un jodido animal que debería estar en una jaula. Nada más.
El rostro inmutable de Marcone estaba lívido. Apretó la mandíbula con rabia. Mi propia ira se desbordó con una pasión descontrolada. Expresé mi reciente miedo y frustración con palabras venenosas y se las lancé como si fueran un montón de chatarra.
—¿Qué hay ahí fuera, John? ¿Qué puede ser? ¿Vio a Spike? ¿Vio cómo le habían arrancado la cara? ¿Vio la forma en que lo habían destripado? Yo sí. Pude oler lo que había cenado. ¿Se imagina siendo el próximo, John?
—No me llame así —dijo Marcone, y su voz era tan fría e impasible que me descolocó—. Si estuviésemos en un lugar público, señor Dresden, habría ordenado que le matasen por hablarme de ese modo.
—Si estuviésemos en un lugar público —le respondí—, lo intentaría. —Me levanté y le miré por encima del hombro, ignorando la presencia amenazante de Hendricks—. Ahora, lárguese de mi oficina.
Marcone se arregló el traje y la corbata.
—Supongo, señor Dresden, que seguirá investigando para el departamento de policía.
—Por supuesto.
Marcone rodeó la mesa, pasó por delante de mí y se dirigió a la puerta. El robusto Hendricks le siguió en silencio.
—Entonces, por mi propio bien, debo aceptar su oferta y ayudar en la investigación. Investigue el nombre de Harley MacFinn. Pregunte por el proyecto Pasaje Noroeste. A ver dónde le lleva.
Abrió la puerta.
—¿Por qué debería creerle? —le pregunté.
Se giró y me miró.
—Usted ha visto el fondo de mi alma, señor Dresden. Me conoce de una manera tan profunda e íntima que aún no alcanzo a comprender. Igual que yo le conozco a usted. Sabe que tengo interés en ayudarle, y que la información es buena. —Me dedicó otra sonrisa glacial—. También sabe que ha sido un imprudente al convertirme en su enemigo. Esto podría haber acabado de otro modo.
Entrecerré los ojos.
—Si tan bien me conoce, debería saber que no podía acabar de otro modo.
Frunció los labios durante un instante y no intentó contradecirme.
—Una pena —dijo—. Una verdadera pena.
Y salió. Hendricks me miró con ojos de cerdo y también desapareció. La puerta se cerró tras ellos.
Di un suspiro hondo y tembloroso y me derrumbé sobre la mesa. Me cubrí el rostro con las manos y me di cuenta de que también temblaban. No había sido consciente del asco que me producía Marcone y todo lo que representaba. No había sido consciente de hasta qué punto me repugnaba que mi nombre estuviese asociado al suyo. No había sido consciente de hasta qué punto quería abalanzarme sobre aquel hombre y partirle la cara.
Permanecí así durante unos minutos, dejando que el corazón me latiera con fuerza, recobrando el aliento. Marcone podría haberme matado. Podría haber ordenado a Hendricks que me destrozara, o que me volara la tapa de los sesos, pero no lo hizo. No era su estilo. No podía eliminarme ahora, no después de haberse esforzado tanto por extender el rumor en el hampa de que él y yo teníamos una especie de alianza. Tendría que ser más indirecto, más sutil. Ordenar a Hendricks que desparramase mis sesos por el suelo no era la forma de hacerlo.
Pensé en lo que había dicho y en las implicaciones del trato que le había ofrecido y que había aceptado. Estaba en peligro. Algo le había asustado, algo que no entendía y que no sabía cómo combatir. Por eso había querido contratarme. Como mago, cojo lo desconocido y lo convierto en algo medible. Quito la capa de terror de las cosas y hago que las personas puedan enfrentarse a ellas. Marcone quería que estuviese a su lado, que lo ayudase a no tener miedo de las cosas que acechan en la oscuridad.
Diablos. Era humano.
Me estremecí. Quería odiar a ese hombre, pero solo podía sentir asco, rabia a lo sumo. La mayoría de lo que había dicho era cierto. Marcone era un hombre de negocios. Había reducido la violencia en las calles, pero también había conseguido que el número de dólares que ganaban los criminales de esta ciudad aumentase vertiginosamente. Había protegido la piel de la ciudad, pero le había chupado la sangre, le había envenenado el alma. No cambiaba nada, nada en absoluto.
Pero saber que el hombre que conocía, el depredador con alma de tigre, el hombre de negocios asesino, saber que temía aquello a lo que yo estaba a punto de enfrentarme, me asustaba a más no poder y añadía un nuevo elemento de intimidación al trabajo que estaba realizando.
Pero aquello tampoco cambiaba nada. Está bien tener miedo. Pero no dejes que te impida hacer tu trabajo.
Me senté en la mesa, me quité de la cabeza la sangre, los colmillos y la muerte agonizante y comencé a investigar el nombre de Harley MacFinn y el proyecto Pasaje Noroeste.