Capítulo 18

Fuera, en el pasillo, se oyó un grito que no podía haber salido de ninguna garganta humana, un sonido de tal furia y cólera insana que se me revolvieron las tripas. Luego estallaron unos disparos, no como una rápida serie de detonaciones individuales, sino como un rugido atronador. Las balas acribillaron la pared cerca de mí e hicieron añicos un par de ventanas de la oficina de Investigaciones Especiales.

Estaba para el arrastre, agotado y aterrorizado a más no poder. Me dolía todo. No iba a ser capaz de reunir la concentración y la fuerza necesarias para enfrentarme al monstruo. Lo mejor sería huir, planear algo y regresar cuando me sintiera más fuerte. Podría ganar un partido de vuelta. Es muy difícil derrotar a un mago que conoce a su enemigo, que está preparado para el combate. Era lo más sensato.

Pero la sensatez no es precisamente una de mis virtudes. Agarré el bastón mágico y comencé a reunir todo el poder de que fui capaz. Recogí mi terror reciente, llegué hasta la histeria de la risa tonta, arañé el poco de valor que me quedaba y lo puse con todo lo demás. El poder se precipitó dentro de mí: pureza de emoción, complejas energías de la voluntad y perseverancia en bruto, todo combinado en un aura de energía estremecedora e invisible que rodeaba mi piel. Sentí unos escalofríos que me hicieron olvidar el dolor de mis heridas, el éxtasis de poder rodeó mis sensaciones con su abrazo embriagador. Me sentía henchido. Me sentía renovado. Me sentía más que humano, y que Dios ayude a cualquiera que se interpusiera en mi camino, porque lo necesitaría. Inspiré una vez, lenta y profundamente.

Y luego sencillamente me di la vuelta, apunté con el bastón hacia la pared y grité:

—Fuego.

El poder salió disparado del bastón en un chorro de luz escarlata que abrió un boquete de dos metros en la pared y la redujo a polvo y cenizas. Lo atravesé, y durante un segundo deseé llevar puesto mi abrigo, porque habría quedado muy propio.

El pasillo era una escena infernal. Dos agentes arrastraban a un tercero pasillo abajo en dirección hacia mí, mientras otros tres con pistolas disparaban como locos hacia la esquina. Creo que el pequeño equipo de rescate no se había dado cuenta de que el cuerpo que arrastraban lejos del combate no tenía cabeza.

Uno de los polis gritó cuando el arma antidisturbios que empuñaba se quedó sin munición, y algo que no pude ver tiró bruscamente de él, se lo llevó tras la esquina y fuera de mi campo visual. Se oyó un chillido horrible, la sangre lo salpicó todo, y los dos tiradores restantes se dejaron llevar por el pánico y vinieron huyendo en mi dirección.

El loup-garou salió de la esquina y fue tras ellos. Agarró a uno de los hombres y le clavó las garras en la espalda con un movimiento sencillo y salvaje que dejó al tipo temblando en el suelo embaldosado y lleno de sangre. La bestia le echó la vista encima al otro hombre, uno de los detectives de paisano de IE, y lo desjarretó con las fauces. Lo dejó en las baldosas gritando de dolor y se lanzó a toda velocidad tras los dos que se batían en retirada y que seguían arrastrando frenéticamente su cadáver.

Di un paso adelante, me situé entre los hombres que huían y la bestia y levanté el bastón mágico.

—Va a ser que no, colega.

El loup-garou agachó su enorme cuerpo con una gracia malvada. Tenía la cabeza y los cuartos delanteros bañados en sangre. Abrió los ojos como platos y tensó los músculos bajo su piel marrón oscura. El poder, rojo y brillante, se concentró en mi puño, y todo el bastón mágico se volvió blanco incandescente. La energía bullía dentro de mí mientras me preparaba para enfrentarme al monstruo. Me dolían los dientes y se me erizó el pelo. Tensé todos los músculos de mi cuerpo y me contuve, hasta logré poner toda la fuerza que tenía en el ataque.

Y entonces se oyó el pum, pum, pum de la pequeña pistola de Murphy, y el flanco posterior del loup-garou se contrajo y le salieron pequeños chorros de sangre. Inclinó la cabeza a un lado y retrocedió por el corto pasillo, más rápido que una serpiente. Sus enormes músculos se hincharon, aulló de furia y desapareció.

Solté una palabrota y corrí tras él pasillo abajo. El agente al que le había clavado las fauces estaba tirado en el suelo, gritando, y el otro hombre, el que tenía la espalda destrozada, se ahogaba y se retorcía, incapaz de respirar. Enrojecí de cólera, y alguna oscura parte de mi mente se dio cuenta de que aquella rabia formaba tanto parte de la bestia y de su sed de sangre como de mí.

Doblé la esquina a tiempo de ver a Murphy, de pie frente a un montón de cuerpos, lanzando un último disparo al loup-garou. Y luego la bestia gruñó y ella desapareció bajo su enorme cuerpo.

—¡No! —grité, y corrí hacia ellos.

Carmichael se me adelantó. El loup-garou le había desgarrado la barriga. Su traje barato estaba cubierto de sangre, aunque su corbata manchada de comida había conseguido permanecer inmaculada. Tenía la cara muy pálida y la expresión intensa de los moribundos. Empuñó su pistola antidisturbios, que ahora estaba doblada y torcida, y se abalanzó sobre la espalda del loup-garou como si no le sobraran veinticinco kilos y no hubiera perdido la agilidad de la juventud. Encajó la pistola antidisturbios entre las fauces del loup-garou, pero la bestia se dio la vuelta y estampó a Carmichael contra la pared. Los huesos le crujieron de forma espeluznante y le salió un hilillo de sangre de la boca.

La preciosa carita de animadora de Murphy frunció el ceño con una expresión de furia y se libró de las garras de la bestia deslizándose por el suelo con los omóplatos y las nalgas. Le puso el extremo de su pequeña pistola bajo la quijada. Sus manos apretaron el gatillo. Pero en lugar de un fogonazo y un loup-garou muerto, hubo el grito de la alarma y una mirada atónita en el rostro de Murphy. La pistola se había quedado sin munición.

—¡Murphy! —grité—. ¡Muévete!

Me vio con el bastón mágico y abrió los ojos, sorprendida. El loup-garou se sacudió de encima el cadáver de Carmichael y despedazó la pistola antidisturbios con la boca, agitando su cabeza de un lado a otro. Murphy se deslizó de lado por las baldosas y se metió por el agujero que la bestia había hecho antes.

La bestia intentó morderla y luego volvió la cabeza y me gruñó. La luz carmesí se reflejó en sus ojos cuando concentré toda la furia del mundo en la punta de mi bastón y grité:

—¡Fuego!

La imagen reflejada en los ojos de la bestia se iluminó de blanco nuclear delante de una sombra negra, alta y delgada, y el torrente de energía que la rodeaba se precipitó pasillo abajo como una lanza de luz roja y golpeó a la bestia. El sonido que la acompañaba era como el rugido de una montaña, e hizo que los disparos y los gritos de la noche parecieran los susurros de un niño en comparación.

El poder levantó al loup-garou por los aires, lo arrojó por encima de los cuerpos heridos que se quejaban en el suelo, pasillo abajo atravesó la puerta de seguridad, la puerta que conducía a las celdas, que se encontraba inmediatamente detrás, luego la pared exterior de ladrillo del edificio y lo sacó a la noche de Chicago. Pero la cosa aún no había acabado. La lanza de poder envió al loup-garou al otro lado de la calle, a través de las ventanas del ruinoso edificio situado frente a la comisaría y de una serie de paredes del interior, que se rompieron en pedazos con un rugido de ladrillos. Antes de que el fuego rojo se extinguiera, vi la parte posterior del edificio y las luces del siguiente bloque a través del agujero que el loup-garou había hecho.

Me quedé de pie en un pasillo salpicado de sangre, rodeado de los quejidos de los heridos y el lamento de la alarma. Los sonidos de los vehículos de emergencia convergieron en el edificio a través del agujero irregular en la pared. Un joven delgado y de color se levantó del suelo de la celda que el loup-garou había despedazado y miró boquiabierto el agujero, luego recorrió con la mirada la destrucción hasta el pasillo donde yo me encontraba.

—Maldita sea —dijo en tono callado, como si pronunciara una palabra santa.

Murphy logró salir del agujero y cayó de rodillas en el suelo del pasillo, jadeando. Vi la protuberancia del hueso que le rasgaba la piel del antebrazo donde el loup-garou había tratado de morderla. Estaba pálida y jadeaba, y miraba el cuerpo aplastado de Carmichael.

Durante un instante no pude hacer nada excepto quedarme allí pasmado. Había otro agujero en la pared por el que seguramente el loup-garou había regresado al pasillo y se habría situado entre los dos grupos de policías, donde no podían arriesgarse a dispararle sin herirse unos a otros. O tal vez eso era precisamente lo que había sucedido. Algunos de los hombres tendidos en el suelo parecían tener heridas de bala.

Y fuera, más allá de las sirenas y los gemidos y el ruido de la noche urbana, se oyó un aullido largo y furioso.

—Sí, hombre, y qué más —dije en voz baja. Mis miembros eran gelatina magullada, pero me di la vuelta, giré la esquina cojeando y encontré a Rudy, mirándolo todo fijamente, con un vaso de papel en una mano y el Snoopy de peluche en la otra. Se los cogí y regresé al pasillo con paso airado, al segundo agujero que había hecho el loup-garou.

Encontré lo que estaba buscando de inmediato: sangre en el interior del agujero de la pared, por donde la bestia se había abierto paso. La sangre del loup-garou era más espesa, más oscura que la humana, así que la metí dentro del vaso de papel y regresé al pasillo.

Barrí un trozo de suelo con el pie, dejé mi bastón mágico, saqué la tiza y dibujé un círculo. Rudolph se acercó, su cabeza daba sacudidas entre cadáveres horrorosos y salpicaduras de sangre.

—Usted. Dios mío. ¿Qué está haciendo?

Coloqué el Snoopy en medio del círculo, luego le unté la sangre de la bestia en los ojos y la boca, en los oídos y la nariz.

—Taumaturgia —respondí.

—¿Qu…?

—Magia —aclaré con seriedad—. Estoy creando un vínculo simbólico entre una cosa pequeña —miré el Snoopy de peluche— y una cosa grande. Si haces que ocurra a escala pequeña también ocurrirá a escala grande.

—Magia —repitió Rudolph.

Alcé la vista y le miré.

—Vete abajo. Llama a los de emergencias para que suban, Rudy. Vamos. Que vengan a ayudar a los heridos.

El chaval recorrió nerviosamente el Snoopy sangriento con la mirada, me miró y sacudió la cabeza. Luego salió disparado pasillo abajo.

Centré mi atención en el hechizo que estaba preparando. Tenía que alejar la ira y la rabia que sentía. No podía dejar que mi espíritu se inundara de tristeza, de furia y de pensamientos de venganza por los hombres muertos, por sus muertes, por el dolor que sufrirían sus familias. Pero bien sabe Dios que lo único que quería era meter a aquella cosa en la hoguera y ver cómo ardía en ella, intenté recordar que no era culpa de MacFinn. Le habían echado una maldición. Matarlo no nos devolvería a ninguno de los hombres que yacían en los pasillos ensangrentados. Pero podía evitar que murieran más hombres aquella noche.

Y podía hacerlo sin matarlo.

Ahora sé que fue una buena idea no intentar matar a MacFinn. Esa clase de magia exige mucha energía, mucha más de la que tenía. Probablemente habría muerto en el intento. Por no hablar de que el Consejo me buscaría las cosquillas, aunque técnicamente, MacFinn no era un ser humano en aquel momento. El Consejo no le daba demasiada importancia al hecho de matar monstruos. No aplican una política de igualdad de oportunidades.

En lugar de eso, cuando mi visión se hizo borrosa empecé a canturrear en voz baja sílabas sin sentido, concentrando la energía que necesitaría dentro del círculo que había dibujado a mi alrededor. Más tarde me di cuenta de que había estado tarareando la melodía de la serie Peanuts con las palabras Ubriacha, ubrius, ubrium. Arranqué una tira de mi chándal ensangrentado y vendé los ojos y las orejas de Snoopy. Até los extremos de sus garritas peludas. Luego lo amordacé, como si le pusiera un bozal.

Sentí que el hechizo crecía y se preparaba, y cuando estuvo listo, liberé el poder y rompí el círculo, sintiendo que fluía y se adentraba en la noche y seguía el rastro del loup-garou, rodeando a la criatura, vendándole los ojos, tapándole los oídos, amordazando sus fauces, inmovilizando sus garras. El hechizo confundiría a la bestia, que se ocultaría donde nadie pudiera molestarla e impediría que descargara su ira en los habitantes de la ciudad. Y duraría hasta el amanecer. La energía que salió de mi interior me dejó vacío, exhausto, mareado.

Y entonces me vi rodeado de personas, de tipos de emergencias en uniforme, de polis, paramédicos y bomberos. Me levanté, agarré mi bastón mágico y salí del círculo a rastras.

Aturdido, pasé por delante del cadáver de Carmichael. Murphy se balanceaba atrás y adelante sobre él, llorando, temblando, mientras un hombre intentaba ponerle una manta sobre los hombros. No me vio. Carmichael tenía una expresión tranquila. Durante un momento me pregunté si tendría familia, una esposa que le lloraría. Había muerto salvando a Murphy de una bestia. Había muerto como un héroe.

En aquel momento ser un héroe me parecía inútil. Sentía que mi interior estaba quemado, como si el fuego que había arrojado contra la criatura hubiera borrado todos los sentimientos amables y dejado una tierra baldía en la que solo podían crecer emociones negativas. Pasé a trompicones por delante de Murphy y Carmichael, y giré para salir del edificio. Me di cuenta de que en la confusión tendría bastantes posibilidades de llegar hasta el lugar donde Tera y Susan estarían esperándome con el coche. Nadie intentó detenerme.

Me costó bajar las escaleras, y durante un minuto estuve a punto de estirarme en el suelo y dejarme morir en el primer peldaño, pero un viejo bombero muy amable me ayudó a bajar hasta la primera planta y me preguntó varias veces si necesitaba un médico. Le aseguré que estaba bien y recé para que no se percatara de las esposas que aún colgaban de mis muñecas. No las vio. Estaba tan aturdido como todos los demás.

Fuera, la policía se esforzaba por poner un poco de orden en todo aquel caos. Un par de unidades móviles de televisión subieron por la calle, mientras la gente se apelotonaba en el lugar, intentando ver lo que ocurría. Me quedé de pie en la puerta, consternado, intentando recordar cómo bajar las escaleras.

Y entonces alguien amable y cariñoso se puso a mi lado y dejó que me apoyara en él. Cerré los ojos. Al inspirar olí el pelo de Susan, y me entraron ganas de llorar y de agarrarme a ella, de intentar explicarle lo que había visto, de intentar limpiar las manchas que había dentro de mi cabeza. Pero lo único que salió fue un pequeño sonido ahogado.

Oí que Susan hablaba con alguien, y otra persona se puso a mi lado y me ayudó a bajar las escaleras. Tera, pensé. Recuerdo vagamente que me llevaron a través del caos que había frente a la comisaría, entre ambulancias y hombres que gritaban y policías que intentaban que los espectadores se apartaran. Oí que Susan le explicaba a alguien que estaba borracho.

Por fin todo quedó en silencio, y vi que pasamos entre los coches del aparcamiento. La fría luz se reflejaba en las frías formas de metal, la fría lluvia me mojaba la cabeza, el pelo. Levanté la cara para sentir la lluvia y todo empezó a dar vueltas.

—Te tengo, Harry —me murmuró Susan al oído—. Relájate. Te tengo. Relájate.

Y obedecí.