Capítulo 3

Tenía el estómago revuelto por lo que había visto dentro del edificio y tenso por lo que casi había ocurrido. Aún me retumbaba uno de los oídos por el disparo de la pistola. Estaba empezando a temblar, pues el efecto de la adrenalina había desaparecido y me sentía nervioso. Me metí las manos en los bolsillos del abrigo, toqué el trozo de cristal manchado de sangre que había envuelto en el pañuelo y cerré los ojos. El viento fresco me daba en la cara.

Relájate, Harry, me dije. Tranquilo. Respira hondo. ¿Lo ves? No estás muerto. Los muertos no respiran así. No estás despedazado en el suelo, como Spike. Tampoco tienes un agujero de bala. Estás vivo, y Murphy tiene razón, y no tienes que seguir mirando a esa cara sin ojos.

Pero seguía viendo el cuerpo descuartizado, inmóvil. Seguía oliendo el desagradable hedor de sus vísceras abiertas. Recordaba la sangre, pegada en el suelo polvoriento, coagulándose, espesa y con diminutas motas de pladur. Sentía que la bilis me subía por la garganta, e intenté no vomitar.

Quería gritar, correr, agitar los brazos y golpear algo hasta sentirme mejor. Casi podía entender la reacción de la agente Benn si había estado trabajando en una serie de asesinatos como el que acababa de ver. No puedes mirar tanta sangre durante mucho tiempo sin comenzar a ver más por todas partes.

Seguí inspirando y espirando profundamente. El viento que me daba en la cara era frío, penetrante, traía consigo los olores del otoño. Las tardes de octubre en Chicago son frías y ventosas, pero me encantan. Es mi época del año preferida para estar fuera. Por fin me calmé. Seguro que Murphy había estado haciendo lo mismo a mi lado, intentando relajarse. Empezamos a caminar hacia el coche al mismo tiempo; entre nosotros sobraban las palabras.

—Yo… —empezó a decir Murphy, y volvió a callarse. No la miré, no hablé—. Lo siento, Harry, perdí el control. El agente Denton es un gilipollas, pero estaba haciendo su trabajo, y tenía razón. Técnicamente hablando, yo no tenía derecho a estar allí. No tenía intención de meterte en todo esto.

Abrió las puertas del coche y entró. Me senté en el lado del copiloto, después alargué el brazo y le quité las llaves de la mano cuando estaba a punto de arrancar. Giró bruscamente la cabeza y entrecerró los ojos. Cerré las manos.

—Siéntate un momento y relájate, Murph. Tenemos que hablar.

—Creo que no es una buena idea, Harry —dijo.

—¿Así me agradeces que te salvara la vida? Ya van dos. No irás a negarte.

—Así son las cosas —replicó frunciendo el ceño. Pero se reclinó en el asiento y miró por el parabrisas. Vimos a la policía, a los forenses y los trajes del FBI entrando y saliendo del edificio. Guardamos silencio durante un buen rato.

Lo curioso es que el origen de los problemas entre Murphy y yo era el mismo que lo que había sucedido con Kim Delaney aquella misma noche. La pasada primavera, Murphy había necesitado información para llevar a cabo una investigación. Podría habérsela dado, pero la habría puesto en peligro. No había querido decirle nada, y cuando yo mismo seguí la pista hasta el final, la cosa acabó en unos edificios incendiados y un par de cadáveres. No había pruebas suficientes para acusarme, y además atraparon al asesino que buscábamos. Pero en realidad Murphy no me había perdonado por haberla apartado del asunto.

Durante los meses siguientes me llamó varias veces y yo hice mi trabajo lo mejor que pude. Pero nuestra relación profesional se había enfriado. Quizá era el momento de intentar un acercamiento.

—Mira, Murph —dije—. Nunca hemos hablado de lo que sucedió la primavera pasada.

—Si no hablamos entonces —dijo, con un tono de voz seco como las hojas de otoño— ¿por qué deberíamos hacerlo ahora? Sucedió la primavera pasada. Estamos en octubre.

—Dame una oportunidad, Murphy. Quería contarte más, pero no pude.

—Deja que lo adivine. ¿Te comió la lengua el gato? —preguntó con dulzura.

—Sabes que yo no era uno de los chicos malos. Por el amor de Dios, arriesgué mi vida para salvarte.

Murphy sacudió la cabeza y miró hacia delante.

—Esa no es la cuestión.

—¿Ah, no? ¿Entonces cuál es la cuestión?

—La cuestión es, Dresden, que me mentiste. Te negaste a darme la información que necesitaba para hacer mi trabajo. Si te meto en una de mis investigaciones es porque confío en ti. No voy por ahí confiando en la gente. Nunca lo he hecho. —Agarró el volante y sus nudillos emblanquecieron—. Ahora mucho menos.

Me estremecí. Aquello me había herido. Y lo que es peor, ella tenía razón.

—Algunas de las cosas que sabía… eran peligrosas, Murphy. Podrían haberte matado.

Sus ojos azules me lanzaron una mirada que me hizo retroceder hasta apoyarme en la puerta del coche.

—No soy tu hija, Dresden —dijo en voz baja y tranquila—. No soy una muñeca de porcelana en una vitrina. Soy policía. Atrapo a los malos y los meto entre rejas, y si es necesario, dejo que me metan una bala, para evitar que se la metan a un contable o a una pobre ama de casa. —Se sacó la pistola de la funda que llevaba en el hombro, comprobó la munición y el seguro y volvió a ponérsela—. No necesito que me protejas.

—Espera, Murphy —dije precipitadamente—. No lo hice para fastidiarte. Soy tu amigo, siempre lo he sido.

Apartó su mirada de mí cuando un agente pasó al lado del coche con una linterna, alumbrando el suelo en busca de pruebas.

—Eras mi amigo, Dresden. Ahora… —Murphy sacudió la cabeza y apretó la mandíbula—. Ahora no lo sé.

No podía decir gran cosa. Pero no podía dejarlo así. A pesar del tiempo que había trascurrido, no había intentando ponerme en su piel. Murphy no era maga. Apenas conocía el mundo de lo sobrenatural, el mundo que la gran religión de la ciencia había querido desterrar desde el Renacimiento. No podía defenderse de las cosas que había encontrado, no tenía ningún arma aparte de lo que yo pudiera enseñarle. Y, la pasada primavera, yo le había quitado aquella arma y la había dejado indefensa. Tenía que haber sido horrible para Murphy enfrentarse cada día a cosas que no tenían sentido, a cosas que no entendían ni los forenses.

Eso es lo que hacían en Investigaciones Especiales. Era el equipo especialmente nombrado por el alcalde de Chicago para investigar todos los «crímenes inusuales» que ocurrían en la ciudad. La opinión pública, la Iglesia y los políticos desaprobaban cualquier referencia a la magia, a lo sobrenatural, a los vampiros o a los magos; pero las criaturas del mundo espiritual seguían acechando: trolls asaltantes, hadas que secuestraban niños, fantasmas, espectros y hombres del saco de todo tipo. Seguían aterrorizando e hiriendo a las personas, y los datos que había reunido indicaban que las cosas estaban empeorando. Alguien tenía que intentar detenerlo. En Chicago y en cualquier sitio del área metropolitana, esa persona era Karrin Murphy y su equipo de IE. Había durado en el cargo más que ninguno de sus muchos predecesores porque estaba abierta a la idea de una realidad distinta. Porque usaba los servicios del único mago del país en activo.

No sabía qué decir, así que mi boca empezó a hablar sola.

—Lo siento, Karrin.

Guardamos silencio durante mucho, mucho rato.

Tembló ligeramente y, por fin, sacudió la cabeza.

—De acuerdo, pero si te meto en esto, Harry, quiero que me des tu palabra. Esta vez no quiero secretos. Ni para protegerme ni para nada.

Miró por la ventana, sus rasgos se suavizaron a la luz de la luna y de las distantes farolas.

—Murphy —dije— no puedo prometértelo. ¿Cómo puedes pedirme que…?

La rabia iluminó su rostro y me agarró la mano. Le hizo algo a uno de mis dedos y el dolor me subió por el brazo; sacudí la mano en un acto reflejo, soltando las llaves. Las cogió y las puso en el contacto.

Me estremecí y sacudí mis doloridos dedos durante un momento. Después le cubrí la mano con la mía.

—Vale —dije—. De acuerdo. Te lo prometo. No más secretos.

Me miró a los ojos un instante y después apartó la vista. Arrancó el coche y salió del aparcamiento.

—Vale, te lo contaré. Te lo contaré porque necesito toda la ayuda que puedas darme. Porque si no atrapamos a esa cosa, a ese hombre lobo, este mes vamos a tener otro montón de cadáveres en nuestras manos. Y porque —suspiró— si no lo hacemos, voy a perder mi empleo. Y seguramente tú acabarás en prisión.