Capítulo 13
Me desperté en algún lugar oscuro y cálido. Pero entonces abrí los ojos y ya no estaba oscuro, solo sombrío.
Me encontraba en la habitación de un hotel barato, estirado boca arriba en una cama de matrimonio. Las pesadas cortinas estaban corridas, pero las barras baratas se combaban en el medio y dejaban pasar la luz del exterior. Sentí que había estado allí durante un buen rato. Respiré hondo y mi hombro embotado comenzó a latir. Se me escapó un gemido. No soy un enclenque, es que me dolía mucho. Tenía la garganta seca y los labios cortados.
Al girar la cabeza sentí un dolor en la mandíbula, justo donde Murphy me había golpeado. Tenía el hombro izquierdo cubierto de unas gruesas vendas blancas firmemente sujetas con esparadrapo. Parecía limpio, excepto por los moratones que se extendían por debajo de las vendas hacia el pecho y el brazo. Por cierto, me di cuenta de que estaba desnudo, y la lista de candidatas que podían haberme desvestido era terriblemente corta.
Más allá de mi hombro, en la mesita de noche situada al lado de la cama, había un montón de cosas varias. Un libro titulado Manual de supervivencia SAS estaba abierto por una página con varias ilustraciones en blanco y negro de técnicas de vendaje. A su lado había algunas cajas de cartón vacías cuyas etiquetas indicaban que habían contenido gasas de algodón, esparadrapo y todo eso. También había una botella marrón de peróxido de hidrógeno abierta encima de una sierra para metales con la hoja dentada. En el suelo, al lado de la cama, había una bolsa de papel cerrada.
Me dolía la cabeza, y al levantar la mano derecha para rascarme, vi que la cadena de una las esposas de Murphy me colgaba de la muñeca; por lo visto me la habían serrado. Tenía la otra esposa en la muñeca izquierda. La sentía como si fuera una pulsera punzante alrededor de la parte baja de mi brazo.
Hice lo que pude por no moverme demasiado, pero el dolor no desapareció. Al cabo de unos minutos decidí que la herida no iba a dolerme menos, así que me senté. Lentamente. Levantarme no fue un problema, aunque las piernas me temblaban un poco. Fui al cuarto de baño a hacer mis necesidades y luego me lavé la cara con la mano derecha.
Esta vez no me cogió por sorpresa. La oí salir de la oscuridad de un rincón de la habitación. Alcé la vista, vi los ojos ámbar de Tera West en el espejo y dije:
—Dime que anoche no tuve suerte.
Ni siquiera parpadeó, como si no hubiera oído la insinuación. Llevaba la misma ropa y tenía la misma compostura relajada de siempre.
—Tuviste mucha suerte —dijo—. La bala te atravesó el músculo, pero no te dio en el hueso ni en la arteria. Vivirás.
Fruncí el ceño.
—No me siento muy afortunado.
Tera se encogió de hombros.
—Hay que soportar el dolor. Acaba o no. —Vi que me miraba la espalda y un poco más abajo—. Estás en una forma física razonable. Deberías poder aguantarlo.
Sentí que la sangre me subía a la cara, busqué a tientas una toalla y me la puse torpemente alrededor de las caderas.
—¿Tú me pusiste las vendas? Y, eh… —hice un vago gesto con los dedos de la mano que sujetaba la toalla y preservaba mi pudor.
Asintió.
—Sí. Y te he traído ropa limpia. La tuya estaba empapada en sangre. Tienes que vestirte para que podamos ayudar a mi prometido.
Me giré y le lancé una mirada iracunda. No movió ni una ceja.
—¿Qué hora es?
Se encogió de hombros.
—Última hora de la tarde. Pronto se pondrá el sol y luego saldrá la luna. No tenemos tiempo que perder si queremos alcanzarle antes del cambio.
—¿Sabes dónde está?
Volvió a encogerse de hombros.
—Lo conozco.
Suspiré y lentamente fui hasta la bolsa de papel que estaba en el suelo al lado de la cama. Dentro encontré un par de enormes pantalones de chándal de color lila y una camiseta blanca con la bandera americana en colores metálicos y ondulantes y unas letras que ponían: «Invierte en América, compra un congresista». Arrugué la nariz al ver los pantalones, me gustó la camiseta y me vestí torpemente mientras arrancaba las etiquetas.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En un hotel, al este de Chicago —respondió.
Asentí.
—¿Cómo has pagado?
—En metálico. MacFinn me dijo que la policía puede seguir la pista de las tarjetas de crédito.
La miré con los ojos entornados.
—Sí, es verdad.
Me froté la cabeza con una mano y fui al espejo a mirarme. Ahora caminaba con menos dificultad, el dolor era el mismo, pero estaba comenzando a acostumbrarme.
—¿Tienes ibuprofeno o algo así?
—Drogas —dijo—. No.
Cogió un juego de llaves de un coche de alquiler y se dirigió a la puerta.
—Espera —dije. Se dio la vuelta y entrecerró los ojos.
—Nos vamos —explicó.
—No nos vamos —contesté— hasta que me des algunas respuestas.
Arqueó las cejas y me miró. Echaba fuego por los ojos. Luego se dio media vuelta y salió de la habitación, dejando entrar una breve corriente de luz teñida de naranja antes de cerrar de un portazo.
Miré la puerta durante un momento. Entonces me senté en la cama y esperé.
Pasaron unos tres minutos. Luego reapareció.
—Ahora —dijo— nos iremos.
Negué con la cabeza.
—Te he dicho que no. No hasta que me des algunas respuestas.
—MacFinn responderá a tus preguntas —aseguró Tera—. Ahora debemos irnos de este lugar.
Resoplé y me crucé de brazos. El hombro me ardía y me tambaleé en la cama antes de volver a bajar el brazo izquierdo. Dejé el brazo derecho cruzado en el pecho, pero no tuvo el mismo efecto.
—¿Dónde está MacFinn? ¿Por qué mató al socio de Marcone y a su guardaespaldas? ¿O los mató a todos?
—Te irás de este lu… —comenzó a decir Tera.
—¿Quién eres? ¿Por qué destruisteis el primer círculo, el que había en vuestro sótano? ¿De qué conocíais a Kim Delaney?
Tera West gruñó y me cogió por la camisa.
—Te irás de este lugar ahora —dijo con una mirada feroz.
—¿Por qué? —protesté, y por una vez no aparté la vista. Miré sus brillantes ojos ámbar y me preparé para el impacto de leer su alma, y para que ella leyese la mía.
Pero no pasó nada.
Aquello bastó para que me quedara boquiabierto. Seguí mirándola fijamente, y ella no parpadeó, no se dio la vuelta y no me leyó el alma. Me estremecí. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no empezaba la lectura de almas? Solo había dos clases de personas cuyos ojos podía mirar durante más de uno o dos segundos: una era la gente a la que ya le había leído el alma; la otra eran los seres inhumanos del Más Allá.
Nunca había leído el alma de Tera West. Siempre recordaba una lectura de almas. La experiencia no era como para olvidarla. Eso solo dejaba otra posibilidad.
Quienquiera que fuese, Tera West no era humana.
—Nos iremos ahora —gruñó.
Me dio un repentino ataque de malhumor.
—¿Por qué? —susurré.
—Porque he llamado a la policía y les he dicho que estás aquí, que te estás comportando de forma irracional y peligrosa y que llevas un arma. Llegarán en cualquier momento. Después de las últimas muertes creo que la policía se siente amenazada. Es muy probable que te disparen en lugar de arriesgarse.
Me soltó la camisa, me dio un pequeño empujón y salió airadamente de la habitación. Me senté en la cama durante cinco segundos. Luego me levanté y salí cojeando tras ella, tomándome mi tiempo para coger el abrigo que estaba sobre una silla. Tenía agujeros en la parte superior del brazo izquierdo, uno delante de la manga, otro detrás, y había una costra de sangre seca que no se veía demasiado en el fondo negro. Era asquerosa, pero oye, era mía. Las botas y los calcetines que había llevado la noche anterior estaban al lado, y también los cogí.
Fuera estaba anocheciendo. Las calles y las autopistas pronto estarían llenas de gente que regresaba a casa después del trabajo. Tera había alquilado un viejo coche destartalado, seguramente en una agencia de alquiler independiente, en lugar de una de las grandes cadenas. Bien hecho. Eso retrasaría las cosas mientras la policía buscaba agencia por agencia a alguien que encajase con su descripción, y siempre empezaban por las grandes.
La examiné mientras entraba en el coche. Era alta y esbelta y extrañamente bella. Movía los ojos constantemente, no de forma nerviosa o aleatoria, sino con la fría precisión de alguien que está alerta a todo lo que la rodea en todo momento. Tenía las manos fuertes, con cicatrices, y los dedos largos. Seguramente el morado de la cabeza, donde le había golpeado con el bastón mágico la noche anterior (no, hacía dos noches; había perdido un día durmiendo en la habitación del hotel) le dolía un montón, pero no parecía notarlo.
Condujo por las calles del este de Chicago, uno de los distantes suburbios de la gran ciudad, hasta el extremo sur del lago Michigan, y finalmente se desvió por una tranquila avenida al lado de una señal que ponía: «Parque del lago del Lobo».
Tera West me ponía nervioso. Había aparecido de la nada para salvarme del asiento trasero de un coche de policía, es cierto, pero ¿cuáles eran sus intenciones? ¿De verdad estaba intentando ayudar a su prometido para que no volviera a ser víctima de la maldición familiar? ¿O trabajaban juntos para librarse de cualquiera que pudiese reconstruir el círculo mágico que podía encerrar a MacFinn y volverlo inofensivo? Tendría sentido, pues ahora que Kim Delaney estaba muerta, iban a por mí.
Por otra parte, aquello no concordaba con otros hechos. Si MacFinn era de verdad un loup-garou, solo podía transformarse en bestia durante las noches de luna llena. Al menos media docena de personas habían sido asesinadas cuando la luna estaba en cuarto creciente o menguante.
Y Tera West no era un hombre lobo. Un hombre lobo era un ser humano que usaba la magia para convertirse en lobo. Me había mirado a los ojos y no había ocurrido nada. Por lo tanto, no era un ser humano.
¿Podía ser una especie de transformista del Más Allá? ¿La pareja criminal de MacFinn, que mataba en sus noches libres para que las sospechas no recayeran sobre él? ¿Alguna clase de ser que yo desconocía? La mayor parte de mi formación sobre los fenómenos paranormales procedía de Europa occidental. Tenía que haber leído más libros sobre creencias americanas nativas, fantasmas y espectros sudamericanos, leyenda africana, folclore del este asiático, pero de nada servía lamentarse. Si Tera West era un monstruo y hubiera querido matarme lo habría hecho, y seguramente no se habría molestado en limpiar y curar mi herida.
Por supuesto, aquello planteaba una pregunta: ¿qué quería en realidad?
Y aquella pregunta conducía a muchas otras. ¿Quiénes eran los jóvenes que estaban con ella la primera noche? ¿Qué estaba haciendo con ellos? ¿Tenía alguna clase de secta, como a veces hacen los vampiros? ¿O se trataba de algo completamente diferente?
Tera tomó un pequeño sendero de gravilla, condujo medio kilómetro y aparcó entre los matorrales.
—Sal —me ordenó—. Estará por aquí.
Por suerte, el agitado trayecto había acabado y el sol aún brillaba en el horizonte; la luna no saldría hasta una media hora después de la puesta de sol. Así que ignoré el dolor, salí del coche y me adentré con ella en el bosque.
Debajo de los viejos robles y los sicomoros estaba más oscuro y silencioso. Oímos el canto lejano de los pájaros, como si hubieran elegido quedarse donde el sol aún podía tocar las ramas de los árboles. El viento suspiraba a través del bosque y hacía rodar las hojas en todas las tonalidades de oro, naranja y bermejo, formando una espesa y crujiente alfombra bajo nuestros pies. Nuestros pasos sonaban mientras nos movíamos a través de las hojas, y el viento fresco hizo que me alegrase de haberme puesto el abrigo sobre los hombros.
Examiné a Tera, habitualmente tan silenciosa. Caminaba con movimientos exagerados, pisando fuerte a cada paso que daba, como si intentase hacer ruido expresamente. Una o dos veces salió del camino para pisar una rama y romperla con un ruido seco. Yo estaba demasiado cansado y dolorido para hacer ese esfuerzo. Me limité a caminar e hice más ruido que ella. ¿Quién dice que no puedo hacer nada bien?
Solo habíamos recorrido unos cientos de metros cuando, de repente, Tera se puso tensa, se agachó y sus ojos escudriñaron el terreno que nos rodeaba. Se oyó un silbido, y entonces un arbolito inclinado tiró de Tera con un lazo que la tenía cogida por los tobillos y la arrastró por el suelo del bosque cubierto de piedras y hojas. Tera lanzó un grito de sorpresa.
Parpadeé, y entonces algo salió de entre las hojas y se levantó como el padre de Hamlet en el escenario. Pero en lugar de lamentar su destino y pedirme que lo vengara, me pegó en la mandíbula (en el mismo lado donde ya lucía unos morados oscuros) y me envió rodando al suelo, aturdido.
Aterricé de golpe, pero por el lado que no estaba herido, y, al intentar alejarme, un pie desnudo y cubierto de barro me pisoteó la cabeza. Lo agarré y tiré de él con más desesperación que fuerza, y su propietario cayó a mi lado. Frenó la caída con los brazos, igual que Murphy cuando practicaba artes marciales. Luego rodó por el suelo mientras yo intentaba ponerme en pie apoyándome en las manos y las rodillas. Me puso un antebrazo, duro y fuerte, bajo la garganta, me la agarró con la otra mano y apretó la tráquea.
—Ya te tengo, ya te tengo —gruñó mi atacante. Luché contra él, pero era más grande y más fuerte que yo. Me tenía en el suelo, y no le habían disparado ni golpeado como a mí en las últimas quince horas.
No tenía ninguna posibilidad.