Capítulo 29

Si huía, me verían y me perseguirían, y seguramente me harían trizas. Si me quedaba en mi escondite, me encontrarían y luego me harían trizas, o me dispararían; o me darían un tranquilizante y me entregarían a Johnny Marcone. Una limitada gama de posibilidades, pero no iba a conseguir ninguna mejor quedándome ahí sentado. Así que me levanté y comencé a adentrarme en el bosque con la semiautomática confiscada en la mano.

—Un momento —dijo Denton—. ¿Habéis oído eso?

—¿Qué? —preguntó Benn. Pude oír la tensión en su voz, y me esforcé por no hacer más ruido mientras me apresuraba a refugiarme en los árboles más frondosos.

—Silencio —gruñó Denton, y me quedé inmóvil. Durante unos instantes, el viento y la lluvia fueron los únicos sonidos en la fría noche de otoño—. Allí —dijo Denton al cabo de un momento—. Creo que lo he oído en aquella dirección.

—Podría ser un mapache. Una ardilla. O un gato —sugirió Wilson.

—No sea inocente —dijo la voz de Marcone, teñida de desprecio—. Es él.

Se oyó el sonido inmediato de la corredera de una pistola, una bala que metían en la recámara.

—¡Avanzad! —ordenó Denton—. Por allí. Dispersaos y le cogeremos. Id con cuidado. No sabemos lo que es capaz de hacer. No os arriesguéis.

Su voz se iba acercando, y casi echo a correr. Hubo un coro de sonidos de asentimiento, y otro par de armas que se preparaban. Unos pasos se acercaron hacia mí a través del césped.

Después de eso, eché a correr. Me puse en pie y corrí todo lo agachado que pude. Se oyó un grito detrás de mí y el ladrido de una pistola que se disparaba. Apunté con la semiautomática, temeroso de devolverles los disparos por miedo a herir a Tera o a uno de los Alfas por error, y apreté el gatillo dos veces. Los disparos debieron de sorprenderles, porque Denton y los otros se refugiaron en los árboles más cercanos.

Seguí adentrándome en el bosque, ordenando mis ideas. Había ganado un poco de tiempo, ¿pero tiempo para hacer qué? Correr solo me llevaría hasta un muro de piedra. No podría escalarlo con un pie malo y un hombro herido. Y no podría seguir haciendo de conejo durante mucho tiempo antes de que me encontraran.

¡Maldita sea!, pensé. No soy un conejo.

Ya era hora de que los cazadores se convirtieran en la presa. Seguí avanzando, en silencio y con determinación. Miré a mi alrededor, buscando el lugar que necesitaba. Lo encontré casi de inmediato, un hueco curvado hacia dentro en la base de un árbol grande, y me deslicé dentro, acurrucándome en el abrazo del bosque. Bajé la cabeza, escondiendo la palidez de mi rostro y el brillo del blanco de los ojos. Y escuché.

Se acercaron sigilosamente, sin luces que parpadearan. Quizá Denton y sus amigotes estaban acostumbrándose a la oscuridad. Avanzaban en una línea irregular, separados unos de otros unos veinte o treinta pasos, pero manteniéndose casi paralelos. Por el sonido de los pasos, todavía no iban a cuatro patas, gracias a Dios. Si se hubieran transformado en lobos me habrían atrapado, por supuesto, pero ahora aún les quedaban las manos libres para llevar pistolas. Todo tiene sus pros y sus contras, supongo.

Contuve la respiración cuando los pasos se me acercaron. Los tenía a tres metros. Luego a uno. Sentí que el arbusto se movía cuando alguien pasó por delante de mí a menos de medio metro, y las hojas me rozaron. Se pararon justo allí, y olfatearon. Pensé en el olor de mi nueva chaqueta de cuero y apreté un poco las mandíbulas; la tensión me hizo vibrar y me temblaron las piernas.

Pasaron diez mil millones de años. Y entonces quienquiera que fuese siguió caminando y pasó por delante de mí. Habría soltado un suspiro de alivio si la parte más peligrosa de mi plan no estuviera por venir.

Me levanté de mi escondite, di unos pasos adelante y puse el cañón de la semiautomática en la nuca de la persona que tenía delante. Era Denton. Arqueó la espalda y aspiró, sobresaltado.

—Silencio —susurré—. No te muevas.

Denton murmuró entre dientes, pero se quedó inmóvil.

—Dresden. Debería matarte ahora mismo.

—Inténtalo —dije, y tiré para atrás el percutor de la pistola con el pulgar—. Pero después del ruido, acuérdate de seguir por el túnel hacia la luz.

Los hombros de Denton se movieron un poquito y dije:

—No muevas los brazos. Intenta coger el cinturón y te mataré antes de que te hayas transformado, Denton. Suelta la pistola.

Denton movió los dedos para cerrar el seguro de su pistola y la dejó caer.

—No está mal, Dresden —dijo—. Pero esto no te hará ningún bien. Baja la pistola y hablemos.

—Menudo piquito de oro —dije—. ¿Os enseñan eso en el FBI?

—No lo compliques más de lo necesario, Dresden —dijo Denton con voz monótona—. No puedes salir de esta.

—Siempre dicen lo mismo —respondí y usé mi mano libre, aunque me tembló un poco, para agarrarle firmemente por el cuello de la camisa—. Tengo el brazo un poco débil —dije—. No hagas nada para que me equivoque.

Sentí que el cuerpo se le tensaba.

—¿Qué estás haciendo, Dresden?

—Tú y yo vamos a darnos la vuelta —dije empujando un poco la pistola contra su cuello para recalcar mis palabras—. Y luego ordenarás a tu gente que salga de los árboles y se ponga a la vista. Cada uno te llamará desde allí para que yo sepa que están delante, y luego iremos a verlos.

—¿Qué esperas conseguir con eso, Dresden? —preguntó Denton.

Le solté el cuello, me apreté contra él y le quité el cinturón de piel de lobo que llevaba puesto en la cintura. Vi que su mandíbula se movía mientras le quitaba el cinturón, pero se quedó quieto, con las manos en el aire.

—Iba a hacerte la misma pregunta, Denton —respondí—. Ahora diles a tus amiguitos que salgan de los árboles.

Denton podía ser un tío frío, quizá un chivato traidor, tal vez un asesino, pero estaba claro que no era idiota. Llamó a los otros tres agentes y les dijo que salieran de los árboles.

—¿Dent? —preguntó Wilson—. ¿Estás bien?

—Haced lo que os digo —respondió Denton—. Todo quedará claro dentro de un minuto.

Le obedecieron. Oí que salían del bosque y le llamaban desde el césped bien cortado.

—Ahora —dije— camina. No tropieces, porque te juro por Dios que prefiero volarte la tapa de los sesos por un malentendido que arriesgarme a que me pongan una trampa y me maten.

—Quizá deberías poner el seguro —dijo Denton—. Porque si me matas, nunca saldrás de aquí con vida.

Odio que los malos tengan razón, pero elegí arriesgarme a que Denton saliera disparado por los aires y dejé el seguro donde estaba. Me eché el cinturón de piel al hombro, volví a coger a Denton por el cuello y dije:

—Camina.

Obedeció. Salimos de la profunda oscuridad del bosque hacia la luz.

Me mantuve en el borde de la oscuridad y me apoyé en el tronco de un árbol. Coloqué a Denton entre los malos y yo. Estaban dispersos en un semicírculo a unos diez metros de distancia, y todos llevaban pistolas. Tendrían que ser unos tiradores de primera para darme con la forma sólida y corpulenta de Denton delante de mí y las sombras que me ocultaban, pero no me arriesgué. Me agaché detrás de él de forma que solo se me viera un trozo de la cabeza y un ojo. Al menos de ese modo, pensé, si me disparaban, no lo sentiría.

—Eh, hola chicos —dije de forma poco convincente—. Tengo a vuestro jefe, soltad las pistolas, quitaos los cinturones y alejaos de ellos lentamente, o le mato.

Una parte de mí, probablemente la más inteligente, lamentó mi reacción y comenzó a catalogar el número de leyes federales y nacionales que estaba infringiendo por coger como rehén a un miembro del FBI y amenazar con matarle e intentar coger a otros tres como rehenes. Dejé de contar cuando llegué a diez, y esperé la respuesta de los hexenwulfen.

—¡Vete al diablo! —gruñó Benn. La mujer joven de pelo plateado soltó la pistola y se arrancó la camisa, revelando un torso impresionante en muchos sentidos, y otro cinturón de lobo—. Te voy a arrancar tu puta garganta.

—Deborah —dijo Denton con voz tensa—. No, por favor.

—Vamos, zorra —gruñó Harris. Sus grandes orejas creaban unas pequeñas sombras con forma de media luna a ambos lados de su cabeza—. Si Denton la palma nos darán un ascenso. Diablos, el mago probablemente te disparará de todos modos.

Benn se giró hacia Harris y levantó las manos como si fuera a estrangularle, con los dedos apretados como garras.

—Callaos —ordené—. Los dos. Soltad las pistolas. ¡Ya!

Harris me dijo con desprecio:

—No lo harás, Dresden. No tienes agallas.

—Roger —dijo Denton muy tranquilo—. Eres un idiota. El hombre está acorralado. Ahora suelta tu pistola.

Parpadeé, sorprendido por el apoyo inesperado. Me hizo sospechar de inmediato. Que Marcone estuviera fuera de mi vista no significaba que no pensara en él. ¿Dónde estaba? ¿Agazapado en alguna parte, apuntándome con el rifle? Me mantuve alerta ante posibles puntos rojos brillantes.

—Exacto —confirmé la declaración de Denton—. Eres un idiota. Suelta la pistola. Tú también, Wilson —añadí mirando al gordo agente—. Y tú y Benn quitaos los cinturones. Dejadlos en el suelo.

—Obedeced —confirmó Denton, y me puse un poco más nervioso. Ahora el hombre estaba relajado, no oponía resistencia. Su voz era firme, confiada, convincente. Aquello no me gustaba nada. La manada de Denton obedeció a regañadientes. Benn tiró el cinturón al suelo de la misma forma que Scrooge dejaría caer una ristra de diamantes, con un dolor visible. Wilson refunfuñó mientras se desabrochaba el cinturón, y su barriga cayó un poco cuando se quitó la hebilla. Lo dejó en el suelo al lado de su pistola. Harris me miró, pero también bajó la pistola.

—Ahora, que todo el mundo retroceda.

—Sí —dijo Denton—. Harris, Wilson. Retroceded a los árboles y sacad lo que hemos dejado allí.

—¡Eh! —exclamé—. ¿De qué diablos estás hablando? Que nadie se mueva. —Harris y Wilson me sonrieron abiertamente y comenzaron a caminar hacia los árboles—. Volved aquí.

—Dispárales, Dresden —dijo Denton— y tendrás que dejar de apuntarme con la pistola. Creo que entonces podré atacarte. Eres ingenioso e inteligente, pero también estás herido. No creo que puedas ganarme en un combate cuerpo a cuerpo.

Miré entre los dos hombres y Denton.

—¡Maldita sea! —dije—. ¿Qué estás tramando, Denton? Si intentas algo raro, lo que sea, no vivirás para lamentarlo.

—Estoy en el FBI. No hago nada que pueda calificarse de raro, señor Dresden.

Refunfuñé entre dientes y sentí que la boca de Denton dibujaba una sonrisa.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué te metiste en este asunto de los cinturones? ¿Por qué lo haces?

Denton comenzó a encogerse de hombros, pero evidentemente se lo pensó mejor.

—Demasiados años viendo a hombres como Marcone riéndose de la justicia. De ver cómo hacen daño a la gente, de ver la muerte y la miseria que él y otros tipos como él están causando. Estaba cansado de mirar. Decidí detenerlo. Y a otros hombres como él.

—Matándoles —dije.

—Me dieron el poder. Lo usé.

—¿Qué le da derecho a decidir sus muertes?

—¿Qué le da derecho a ellos —preguntó Denton— a matar? ¿Debo quedarme de brazos cruzados y dejar que asesinen, Dresden, si puedo evitarlo? Tengo el poder, y la responsabilidad de usarlo.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo al oír aquellas palabras con las que tanto me identificaba.

—¿Y las otras personas? ¿Los inocentes que ha matado?

Denton dudó. Su respuesta fue tranquila.

—Fue una desgracia. Un accidente. Nunca fue mi intención.

—Los cinturones no solo te hacen peludo, Denton. Te cambian la manera de pensar. La forma de actuar.

—Puedo controlar a mi gente —comenzó a decir Denton.

—¿Cómo hiciste el mes pasado? —pregunté.

Tragó saliva, y no dijo nada.

—Y lo sabías, ¿verdad? Sabías que lo averiguaría. Por eso me enviaste al garaje de la Luna Llena.

La venita de su frente palpitó.

—Tras las muertes, me avisaron sobre un consejo de administración, como una policía mágica. El Consejo Blanco. Que trabajabas para ellos.

Casi reí.

—Sí, bueno, alguien te contó una parte de la historia, Denton. Por eso destruiste el círculo de MacFinn ¿verdad? Necesitabas un tonto y volviste loco a MacFinn sabiendo que el Consejo Blanco sospecharía de él. Los Lobos Callejeros para los polis, y MacFinn para el Consejo.

Denton gruñó.

—Sacrificios necesarios. Teníamos que hacer nuestro trabajo, Dresden.

—¿Ah, sí? Puesto que soy uno de los sacrificios mencionados, no puedo estar de acuerdo contigo —dije—. Al cuerno con la ley ¿verdad? Eso es lo que estás diciendo, que estás por encima de la ley. Como Marcone.

Denton volvió a ponerse tenso y giró un poco la cabeza. Como si estuviera escuchando. Le presioné. Desesperado por convencerlo. Quizá pudiera salir de aquel lío, después de todo.

—Esos cinturones, tío, el poder que te han dado. Está mal. No puedes controlarlo. Se te ha metido en la cabeza y no piensas con lucidez. Déjalos. Aún puedes salir de esta, hacer lo correcto. Vamos, Denton. No eches por la borda todo aquello por lo que has luchado todos estos años. Hay una manera mejor de hacer las cosas.

Denton permaneció callado durante mucho rato. Harris y Wilson desaparecieron en el círculo de pinos. Benn nos miraba con ojos brillantes, su cuerpo musculoso y firme a la luz de la luna, sus pechos hermosos distraían la atención cuando respiraba. Miraba alternativamente al cinturón de piel que estaba en el suelo y a nosotros, y sus pechos se endurecieron.

—Mírala —dije—. Esos cinturones son como una droga. ¿Es esa la clase de persona que era? ¿Es esa la clase de persona que quieres ser? Wilson, Harris, ¿siempre fueron como son ahora? Os estáis convirtiendo en monstruos, tío. Tienes que salir de esta. Antes de que te vuelvas completamente loco.

Denton cerró los ojos. Luego sacudió la cabeza una vez.

—Es un hombre decente, señor Dresden. Pero no tiene ni idea de cómo funciona el mundo. Lamento que se haya cruzado en nuestro camino. —Volvió a abrir los ojos—. Sacrificios necesarios.

—Maldita sea —dije—. ¿No ves que esto no te beneficiará en nada? Aunque nos liquides a todos esta noche, Murphy averiguará lo que ha pasado.

Denton me miró y repitió, como un mantra:

—Sacrificios necesarios.

Tragué saliva y, de repente sentí mucho frío. La manera en que Denton pronunció aquellas palabras fue espeluznante, tan calmada, tan racional. No había la menor sombra de duda en él, cuando debería estar asustado. Solo los tontos y los locos tienen esa clase de certidumbre. Y ya me había dado cuenta de que Denton no era tonto.

Harris y Wilson salieron de los árboles llevando algo entre ellos. Alguien encapuchado, atado de brazos y piernas. Harris llevaba un cuchillo en una mano y lo había puesto en la base de la capucha, que era una funda de almohada. Sus grandes orejas y sus pecas no pegaban con la arrogancia con que agarraba el cuchillo.

—Maldito seas —dije en voz baja. Denton no dijo nada. Los ojos de Benn resplandecieron a la luz de la luna, brillantes y desprovistos de todo lo que no fuera lujuria y hambre.

Los dos agentes trajeron al prisionero, y Wilson dejó caer las piernas. Harris mantuvo el cuchillo firme mientras el hombre gordo quitó la capucha, pero yo ya había visto la forma del brazo del prisionero.

La cara de Murphy estaba pálida, la luz de la luna teñía de plata su cabello dorado, que le caía por los ojos. Tenía la boca tapada con un trapo o cinta adhesiva, una de las dos cosas; tenía sangre coagulada en uno de los orificios nasales, y un moratón en un ojo. Parpadeó un momento y luego le dio una patada a Wilson. Con las piernas atadas era ineficaz, y cuando Harris gruñó y apretó el cuchillo contra su garganta, dejó de forcejear. Sus ojos azules miraron con furia a Harris y luego a Wilson. Y luego me vio y los abrió como platos.

—Máteme, señor Dresden —dijo Denton tranquilamente— y Harris le cortará la garganta a la teniente Murphy. Benn irá a coger su pistola, y Wilson también. Seguramente le matarán. Y luego matarán a esos lobos que ha traído con usted, sus aliados. Pero aunque nos mate a todos primero, Murphy morirá, y usted estará en posesión del arma que mató a cuatro agentes del FBI.

—¡Cabrón! —dije—. Eres un cabrón de sangre fría.

—Sacrificios necesarios, señor Dresden —dijo Denton, pero ya no era una frase tranquila. Era impaciente, el calor rodeaba las palabras como las manos de un amante—. Suelte su pistola.

—No —dije—. No la soltaré.

No iba a matar a otro poli. ¿O sí?

—Entonces Murphy morirá —dijo Denton—. Harris.

El chaval pelirrojo juntó los hombros y Murphy intentó gritar a través de la mordaza. Grité y apunté a Harris con la pistola.

Denton me dio un codazo en el estómago y luego un puñetazo en la nariz. Vi las estrellas. Disparé la pistola, pero, entonces, Denton me dio un manotazo y me pegó otro golpe en la garganta que me envió al suelo, incapaz de respirar ni de moverme.

Denton se detuvo para recoger la pistola y dijo:

—Debió haberme disparado mientras tuvo la oportunidad, señor Dresden, en lugar de moralizar. —Me apuntó con el arma y sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, hambrienta—. Hay una bonita luna esta noche —dijo—. Me recuerda una historia. ¿Cómo era…?

Intenté decirle dónde podía meterse la luna y su historia, pero solo me salió un grito ahogado. No podía moverme. Me dolía demasiado.

Denton echó para atrás el gatillo con el pulgar, apuntó a mi ojo izquierdo y dijo:

—¡Ah, sí!: «Soplaré y soplaré y tu casita derribaré». Adiós, mago.

Muerte por cuento infantil. Diablos.