30
Cuatro semanas después...
Elliot encontró a Juliana en la salita. Era un día de julio tan cálido como la brisa que entraba por la ventana. Ella ofrecía una elegante y hermosa estampa, con un vestido verde pastel cerrado hasta la garganta y el pelo recogido en un moño casual del que caían algunos rizos.
Como siempre, Juliana tenía un cuaderno de apuntes a su lado y un montón de cartas en una segunda mesa. Tinta, papel y secante permanecían alineados ante ella, a la espera de ser utilizados con sus prácticas palabras.
El entró y cerró la puerta.
—Buenas tardes, Juliana.
Ella terminó de anotar algo en el cuaderno y le miró. Le repasó de arriba abajo —botas, kilt, chaqueta sobre la camisa blanca— antes de brindarle una bella sonrisa.
—Buenas tardes.
—Nos vamos de picnic —dijo él.
—¡Oh, qué buena idea! —Ella volvió a inclinarse para seguir apuntando—. ¿Con quién vas? ¿Con Priti? ¿Con el tío McGregor y el señor McPherson? ¿Con...?
—Contigo.
Ella arqueó las cejas y detuvo la pluma.
—¿Conmigo? ¿Cuándo?
—Ahora mismo. —Ella le miró con desconcierto.
—¿Ahora? ¿En este momento? Si acabo de empezar a responder la correspondencia.
—En este momento. Ahora. Deja la pluma.
—Pero tengo que terminar esto...
Él se aproximó a ella. Antes de que llegara y pudiera arrebatársela de la mano, ella la soltó y se puso en pie.
—De acuerdo —se rindió ella—. Pero, ¿puedo preguntar por qué?
—¿Por qué nos vamos de picnic? —El encogió los hombros—. ¿Por qué no?
Ella lanzó una mirada a los papeles diseminados sobre la mesa.
—Todavía tengo mucho trabajo pendiente, Elliot. Quizá si tuviera una secretaria podría salir cada vez que quisiera...
Él tomó sus manos y la separó del escritorio.
—No vas a salir cuando tengas una secretaria, lo harás ahora. Voy a secuestrarte, a apartarte de tus papeles, listas y planes. Voy a seducirte por completo, Juliana, y voy a hacerlo ahora.
Supo que ella se había rendido cuando observó el brillo de deseo en sus ojos. Allí estaba la chispa de travesura que siempre había percibido en ella, incluso cuando eran niños y le deslizó una rana en el bolsillo de su delantal. Entonces Juliana no gritó, ni se alejó, asustada a toda velocidad. Se limitó a meter la mano en el bolsillo para dejar al pobre animalito en la hierba. Luego se dio la vuelta mirándole por encima del hombro.
Ella todavía poseía aquel aire pícaro, pero su frenético temor a que el mundo la condenara si no llevaba a cabo lo previsto le impedía disfrutar como debiera.
Quería enseñarle a hacerlo y que volviera a recrearse en esa parte de sí misma otra vez.
—De acuerdo, un picnic. —La vio girarse para tirar del cordón de la campana—. Le diré a Mahindar que nos preparen una cesta con comida. Estoy segura de que estará encantado.
—No. —Él se interpuso en su camino—. Nada de cestas. Ya veremos lo que nos encontramos en el camino. Sin planes, sin preparación... Sin listas.
Ella separó los labios.
—Oh...
—Date la vuelta. —La tomó por los hombros y la obligó a girar lentamente sobre sí misma—. Saldremos por la ventana. Elige una dirección e iremos hacia allá.
Ella vaciló, parecía dispuesta a discutir otra vez. Él se inclinó y le mordisqueó la oreja.
—Vamos... —la animó.
Juliana se acercó a la ventana. Tardó un momento en saltar y correr al camino que rodeaba la casa. Una vez allí, se detuvo, mirando a su alrededor, intentando decidir en qué dirección encaminarse.
El la siguió, la tomó por el codo y la arrastró por una senda rodeada de matorrales bastante crecidos.
—Por aquí.
—Pensaba que era yo quien elegía la dirección.
—Estabas dudando cuál sería el mejor camino a seguir. Eso hace que mentalmente estés valorando los pros y los contras. ¿Verdad?
—Mmm... Sí.
—Pues así vamos en una dirección aleatoria. Venga.
No podían caminar uno junto a otro debido a lo estrecho del sendero, pero a él no le importó. Le gustaba ir detrás de Juliana, donde podía observar el contoneo del pequeño polisón.
El paso conducía al camino del río y al ya familiar puente peatonal que cruzaba hasta la casa de la señora Rossmoran.
Cuando doblaron una curva, divisó un movimiento. Vaciló —el cauteloso cazador asomó en su mente—, pero al instante reconoció el gastado kilt McIver que a Hamish le gustaba llevar y los coloridos velos de Nandita. Los dos jóvenes estaban entre las sombras, muy cerca uno del otro.
Los observó durante un momento. Su inocencia le recordó el primer baile que había compartido con Juliana. Luego se dio la vuelta y se apresuró a seguir a su esposa.
El río rugió bajo sus pies cuando atravesaron juntos el puente peatonal, con la misma intensidad que la noche que él se había detenido para mirar las aguas por encima de la barandilla con desesperada impotencia.
Aquella noche no había pensado en poner fin a su vida, aunque sabía que Mahindar estaba seguro de lo contrario, pero el interminable sonido de las aguas le había capturado, obligándole a mirar hacia las profundidades del río, mientras combatía sus demonios personales en la oscuridad.
La señora Rossmoran y Fiona estaban en casa.
—¿Bannocks? —repuso Fiona a su pregunta—. Sí, los he horneado esta mañana. Y ayer cociné torta de mantequilla dulce.
Fiona se dirigió a la cocina mientras la señora Rossmoran los miraba de manera penetrante desde la silla que ocupaba.
—Entonces, ¿ha decidido volver a vivir, joven Elliot?
El rodeó la cintura de Juliana con un brazo.
—Sí.
—Hamish comenta que está mucho mejor —dijo la señora Rossmoran—. Que actúa con normalidad y lleva un tiempo sin intentar estrangular a nadie. Fia elegido una buena esposa. —La anciana miró a Juliana con aprobación—. Lo dije desde el principio. Y cuando haya algunos crios correteando por los pasillos, todavía irán mejor las cosas. El que me preocupa ahora es Hamish; está encandilado con esa joven hindú que llegó con su criado. La trajo el otro día de visita. Resulta una chica muy dulce cuando logra sobreponerse a la timidez, y también está mejorando su inglés. Pobrecita, lo pasó realmente mal en la India. —Suspiró—. Lo que no entiendo es por qué alguien quiere vivir en un lugar distinto a Escocia...
Fiona se acercó con un paquete y se lo tendió sonriente al tiempo que guiñaba un ojo a Juliana.
—Venga, váyanse.
Fue él quien se hizo cargo de los bannocks y la torta y guió a Juliana lejos de allí.
—¿Crees que está encinta? —escucharon que preguntaba la señora Rossmoran a Fiona mientras ellos se dirigían hacia el camino que corría paralelo al río—. Me ha dado la impresión de que sí. La próxima primavera habrá un nuevo McBride, acuérdate de mis palabras.
Elliot tomó a su esposa de la mano y tiró de ella hacia delante.
Había .mentido cuando dijo que la idea del picnic era totalmente espontánea y que no la había pensado de antemano; lo cierto es que tenía una idea en mente.
Había dado con aquel lugar mientras exploraba sus tierras en busca de Stacy. Su antiguo amigo todavía seguía alojado en el castillo McPherson, aunque ya estaba en vías de recuperación. Los dos habían comenzado a reparar su relación, hablando de los viejos tiempos y de los nuevos, planeando lo que haría Stacy cuando se recuperara. En Londres, Fellows había encontrado la manera de mantener a raya a los hermanos de Jaya. El hermanastro del inspector, el duque de Kilmorgan, tenía una gran influencia política y había logrado que el embajador hablara con el príncipe, que decidió que no era nada bueno que los miembros de su familia se dedicaran a atentar contra los británicos. Después de eso, los hermanos de Jaya habían regresado a su casa y allí seguían. Stacy podía volver a empezar de nuevo sin esconderse. Había dicho que se quedaría en Escocia, que intentaría encontrar allí su sitio.
Descubrió con sorpresa que hablar con Stacy le ayudaba. Aprendía a recordar el pasado sin luchar contra él, sin temer que terminara venciéndole. Quizá algún día sus recuerdos estarían lo suficientemente lejos como para no resultar amenazadores. Sabía que le llevaría mucho tiempo alcanzar la paz, pero contaba con todo lo necesario para conseguirlo.
El lugar que había encontrado y que tanto le gustó era un prado escondido, rodeado de altos y gruesos árboles. Llevaba varios días sin llover, así que la hierba no estaba húmeda aunque mostraba un profundo tono verde. El brezo florecía por toda la superficie, salpicándola de puntos color púrpura que se intercalaba con diminutos brotes blancos y dorados que hacían que toda el área pareciera centellear.
Cuando apartó la última rama para que Juliana saliera del camino al prado, ella contuvo el aliento llena de deleite.
—¡Es precioso! —Corrió hacia delante y giró, riéndose—. Esto no fue un picnic improvisado, Elliot McBride. Me has traído aquí a propósito.
—Sí, lo reconozco. —Caminó con decisión hasta la base de un árbol y tomó un montón de mantas que le había pedido a Hamish que dejara allí.
—Manipulador —dijo ella, sin dejar de reírse.
—Solo un poco. Estoy tratando de demostrarte que puedes dejar a un lado tus quehaceres y pasar un buen rato de vez en cuando. El mundo no se va a detener si lo haces.
Juliana le observó extender las manos con los brazos en jarras.
—Oh, bien... Sé que puedo ser un poco obsesiva con mis listas, pero me gusta.
—No voy a exigirte que lo hagas todos los días. —Él se estiró sobre la manta—. Solo de vez en cuando.
Ella se tendió con cuidado a su lado, se inclinó y lo besó en los labios.
—Creo que no me importaría. —Miró las provisiones—. Hay comida, pero no bebida.
—Podemos traer agua del río —sugirió él—. O esperar a que venga Hamish con las jarras de agua y el vino que le pedí. —Él le deslizó la mano por el corpiño hasta detener la palma sobre su abdomen—. Le he dicho que no se le ocurra venir antes de una hora.
A ella se le sonrojaron las mejillas.
—Me parece una idea excelente.
—He traído algo. —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar la cajita que Mahindar le había entregado esa mañana y la abrió.
En el interior, sobre un lecho de terciopelo, había dos anillos. Uno era un aro ancho, de oro; el otro era más estrecho, con incrustaciones de zafiros.
Ella contuvo el aliento.
—¿Son los nuestros?
—El día de nuestra boda le pedí a Mahindar que los encargara. Acaban de llegar. —Sacó la alianza más pequeña y alzó la mano izquierda de Juliana para deslizaría en su dedo anular—. Con este anillo, yo te desposo.
Ella estudió la joya con una mirada feliz. A continuación cogió el aro masculino y lo colocó el dedo correspondiente.
—Con este anillo, yo te desposo.
El no pudo contener la sonrisa de felicidad. La banda pesaba fría en su dedo pero encajaba perfectamente. Era el lugar adonde pertenecía.
Volvió a tomar la mano de Juliana y besó el anillo. Luego apretó sus manos entrelazadas contra su vientre.
—¿Tiene razón la señora Rossmoran? —preguntó—. ¿Estás encinta?
Ella se quedó inmóvil y, durante un instante, a él se le congeló el corazón por la preocupación. Luego, Juliana sonrió.
—Lo estoy.
—¡Santo Dios! —Él se quedó sin respiración.
Trató de decir algo: «Voy a ser padre otra vez», «¡Me haces muy feliz!», «¿Crees que será niño o niña?». Pero solo pudo ponerse boca arriba y mirar fijamente el cielo, hacia el brillo del sol.
Priti había nacido mientras él estaba preso. No supo de su existencia hasta que Mahindar se lo anunció, provocando una fría profusión de alegría y preguntas. Esta sería la primera vez que se convertiría en padre conscientemente, junto a la madre de su hijo. Sería testigo de cómo crecería el vientre de Juliana y estaría allí cuando naciera el bebé.
Era demasiado intenso para asimilarlo sin más.
Ella bloqueó el brillo del sol con los rizos que se le habían soltado del moño.
—Elliot, ¿estás bien?
—Sí. —Sonó calmado, pero en su interior se había desatado un clamoroso caos de ruido, alegría, aplausos y silbidos; los sonidos que se escuchaban en la India un día de fiesta—. Estoy bien. Jamás he estado mejor.
La rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza, antes de tenderla sobre la manta con cuidado.
—No podría estar mejor.
Besó aquella hermosa sonrisa, los hoyuelos en las comisuras de sus labios, la punta de su lengua.
La oscuridad de su interior no se había manifestado últimamente, y ahora asomó sus garras como si se tratara de una telaraña. El se concentró en el pequeño que crecía en el vientre de Juliana y cualquier rastro de oscuridad desapareció.
Mientras estaba encerrado en las cavernas, pensar en Juliana le había proporcionado la libertad que necesitaba para mantenerse con vida. No habían logrado ocupar todos los rincones de su mente, como tampoco habían logrado mantenerle cautivo. Ella había sido su secreto; un conocimiento que nadie poseía.
Aquel niño en su interior era otro secreto que jamás lograrían robarle.
Estaba en casa, con su esposa, con su familia. Todo era suyo, y era real.
La oscuridad murió con un gemido, y se aferró a Juliana, libre por fin, del dolor y las sombras.