7
Elliot intentó suavizar su agarre, pero no fue capaz.
—No —dijo.
Juliana le miraba solo a él, pero no le miraba con miedo, sino más bien con sorpresa y un brillo en los ojos que parecía desafío.
—Elliot tiene razón —comentó Juliana a Ainsley—. Hay mucho que hacer en la casa. Vais a tener que disculparme, pero debo quedarme aquí para supervisarlo todo.
Tanto su cuñada como su hermana asintieron con la cabeza sin dejar de observarles con aire dubitativo, como si se esforzaran en seguir un guion que habían convenido de antemano.
—Es comprensible —comentó Rona—. Tiene que haber alguien con criterio al frente.
A Ainsley le brillaron los ojos.
—Creo que existen más razones que esa, Rona. ¿Ya no recuerdas lo que es estar recién casado?
—Oh, sí... —La estirada Rona esbozó una sonrisa. Patrick y ella siempre habían estado locos el uno por el otro, y Ainsley y Cameron también estaban muy enamorados. Tanto que aquel dato atravesó la neblina que le envolvía y se preguntó por qué Ainsley estaba lejos de su marido y por qué Rona había dejado atrás a su amado Patrick.
Entrecerró los ojos con sospecha.
—¿Dónde habéis dejado a vuestros maridos? ¿En el pueblo? —Rona se sonrojó, sin embargo Ansley, que sabía disimular mejor, tomó otro sorbo de té.
—Están en el pub —comentó tan fresca—. Ya sabes cómo son los hombres.
—Lo que sé es cómo sois vosotras —gruñó él—. Reconocedlo, no sabíais lo que os ibais a encontrar y os adelantasteis para allanar el camino. No esperabais que estuviera presentable.
—Bueno —intervino Rona, en un tono tan suave como había sido desafiante el de Ansley—. Debes admitir que has estado algo indispuesto, Elliot. Intentamos hablar antes contigo, pero tu criado no logró despertarte.
—Estaba cansado —afirmó en tono duro—. ¿Recuerdas lo que es estar recién casado?
La cara de Juliana adquirió un brillante color rosado y sus ojos centellearon como estrellas.
—Da igual —se apresuró a decir su esposa—. Tuvimos un contratiempo a primera hora de la mañana; pensé que, de todas maneras, era mejor dejar que Elliot durmiera hasta más tarde.
Él sintió un nudo en la garganta.
—No me disculpes, Juliana. —Miró a su hermana de arriba abajo y luego a su cuñada; las dos se removieron en el asiento como si se sintieran culpables—. Los mimos no sirven para nada, Ainsley. Es mucho más conveniente dejarme a solas en el infierno.
—¿Es por eso? —preguntó Ansley. Su tono «vamos a consolar al pobre hermanito enfermo» había desaparecido—. ¿Por eso has comprado esta casa en medio de la nada? Ayudar al tío McGregor es solo una excusa, pero si te sepultas aquí jamás mejorarás. Hay muchas casas adecuadas en Edimburgo, incluso en Londres, para un hombre de fortuna como tú. Ya sé que la tienes. Me refiero a la fortuna.
—Me gusta el campo.
—Un campo al que resulta muy difícil acceder para una familia determinada.
—Un campo donde un hombre puede encontrar algo de paz y tranquilidad. —Su voz subió de volumen.
—Pero ahora has traído a Juliana contigo —le recordó Ainsley ¿Es justo para ella que la encierres en esta prisión contigo?
Juliana se inclinó hacia delante para dejar la taza en la mesita con un brusco movimiento. El gesto que hizo para estirar el brazo provocó que le rozara el torso con el hombro y más abajo. Llevaba corsé, pero incluso aquel leve contacto resultó muy íntimo.
Le pediría a Channan que hiciera un sari para Juliana, para poder tenerla envuelta en sedas y nada más. Entonces podría tocarla a placer sin desnudarla, deslizar las manos por la tela, calentada por su cuerpo.
—Elliot es ahora mi marido —afirmó Juliana, enfatizando el «mi»—. Y este es nuestro hogar. —Ahora hizo énfasis en «nuestro».
Ainsley y Rona la miraron, parpadeando como si estuvieran reorganizando sus ideas.
¿Qué se habían esperado? ¿Acaso pensaban que se había escabullido con Juliana cargada al hombro? ¿Que la retenía prisionera en un castillo en el bosque? ¿Que mantenía presa a aquella pobre e ingenua que no tenía la más remota idea de cómo manejar a Elliot, la bestia?
Era lo que pensaban. ¡Santo Dios! Sus caras eran un libro abierto. Notó que su temperamento comenzaba a bullir en su interior, pero fue la voz de Juliana la que le sosegó de nuevo.
—De verdad, lo entiendo... —La vio servirse más té, cada movimiento de ella arrancaba una reacción en su cuerpo. Dejó caer dos terrones de azúcar y una nube de leche antes de volver a incorporarse con la taza en la mano, rozándole de nuevo el pecho—. Estáis preocupadas por Elliot porque nuestro matrimonio resultó muy apresurado. —La vio esbozar una leve sonrisa—. Bueno, él quiso que fuera así de apresurado y yo ya me había hecho a la idea de casarme ese día, era obvio. No importaba quién fuera el novio.
Ainsley alzó su taza de té a modo de saludo.
—Pues, ¡bravo, Juliana! Porque has sido afortunada, quizá el lecho matrimonial del señor Barclay estuviera lleno de chinches.
—Ainsley... —advirtió Rona, aunque era evidente que estaba de acuerdo con sus palabras—. Qué vergüenza.
—Tonterías. Es el señor Barclay quien debería avergonzarse —aseguró Ainsley—. Fue una suerte que apareciera Elliot para salvar la situación.
—No fue una cuestión de suerte —intervino él con voz ronca—. Fue gracias a Mahindar y al whisky.
—Entonces, agradezcámoselo a Mahindar y al whisky —convino Ainsley.
—Lo que quiero decir es que todo ha salido a pedir de boca —les interrumpió Juliana—. Elliot y yo vivimos ahora aquí. Compadecednos si queréis, pero es lo que hay.
Las dos parpadearon a la vez. Ainsley y Rona habían corrido hasta allí como si fueran las hadas madrinas de la Cenicienta, dispuestas a rescatar a Juliana, pero ella se había sentado ante ellas y les había dicho educadamente que no hacía falta. Su mujer se había enfrentado a su hermana y a su cuñada como un zorro a los sabuesos, y estos no sabían muy bien qué hacer.
Se levantó. No era lo que quería hacer, porque le gustaba sentir el calor de Juliana junto a él, pero el tiempo que había pasado en aquel círculo femenino ya se había alargado demasiado.
—Id a buscar a vuestros maridos —ordenó—. Y, o bien os quedáis y realizáis una visita en condiciones, u os volvéis a vuestras casas. Juliana y yo no vamos a movernos de aquí.
Ainsley le lanzó una mirada de exasperación y Rona se limitó a arquear las cejas.
Él vio en sus expresiones que su siguiente estrategia habría sido llevar allí a Patrick y a Cam.
«Elliot no está bien —les habrían dicho— y no debería quedarse aquí. Hablad con él».
—Pero solo si Patrick y Cam quieren jugar al billar, cazar o beber. No necesito que los hombres de la familia me tengan también entre algodones.
—¿Quieres que nos marchemos en este mismo momento, estimado hermano? —preguntó Ainsley—. Es que todavía no he terminado de tomar el té.
Él gruñó. Alguien había abierto las ventanas para que corriera la brisa, pero él no la sentía. A veces, notaba una especie de presión en su interior y ahora comenzaba a percibirla.
Jamas comprenderían —él no lograría hacérselo comprender— que parte de su cerebro estaba siempre en la oscuridad y nunca lograría desprenderse de ella. Habia surgido mientras lo retenían en aquel lugar donde el tiempo no significaba nada, donde la sed y el hambre eran tan solo una indicación de que seguía vivo. Un lugar donde los hombres más fuertes enloquecían, donde la oscuridad acechaba agazapada para poder colarse en el interior de uno.
«No estoy allí. Estoy aquí».
Mahindar le había enseñado a decir eso cuando esas sombras le amenazaban. Lo repitió ahora en silencio para sus adentros, con los dientes apretados, mientras las tres mujeres le miraban fijamente, llenas de consternación.
Tenía que salir de allí. Ahora.
Se dio cuenta de que todavía sostenía la taza de té, ilesa. Se la tendió a Juliana, que se apresuró a cogerla, antes de que él saliera de la estancia a grandes zancadas.
Sabía que las mujeres solían hablar de los hombres cuando no estaban presentes y que discutirían sobre lo que acababa de ocurrir. Que Juliana hubiera salido en su defensa le calentaba por dentro; ella había querido regresar a Edimburgo con Ainsley, pero había cambiado de postura en el momento en que se dio cuenta de que él no estaba preparado para volver.
Él sabía que, como era lógico, no podían quedarse en el castillo McGregor para siempre, pero podía posponer el regreso todo lo posible. Todo, todo lo posible.
Ahora solo quería caminar.
Cuando entró en la cocina, Hamish dio un saltito en el lugar donde estaba bombeando agua en el fregadero y abrió sus ojos azules como platos. Mahindar estaba dentro de la despensa, donde hacía ruidos desaprobadores, y Channan se encontraba sentada ante la mesa, cortando verduras que dejaba caer en un tazón.
—Tranquilo, Hamish, muchacho —le tranquilizó—. No llevo ningún cuchillo encima, aunque quiero un arma.
En otro tiempo se hubiera reído de la cara del chico, que pasó del terror al alivio y luego al horror. Pero ahora ya no tenía paciencia.
Mahindar salió de la despensa.
—La mensahib se hizo con la de sahib McGregor y me obligó a guardarla bajo llave —comentó.
—Entonces, dámela. —Siguió mirando fijamente a Hamish—. Quiero cazar un conejo o algún ave. Aquí no hay demasiados víveres y es posible que mi hermano y mi cuñado se unan a nosotros en la cena.
—¿Cena para seis? —Mahindar se frotó la barbilla barbuda como hacía siempre que algo le preocupaba—. Son demasiados, sahib.
—Entonces manda al chico al pub a por comida —propuso. Mahindar se acercó a una alacena, la abrió con una llave y sacó la escopeta y los cartuchos.
Guardó los cartuchos en el sporran antes de revisar el arma y su mecanismo. Con la escopeta apoyada en el brazo se dirigió a la puerta trasera.
Gracias a Dios nadie le siguió. El viento era vivificante, el sol brillaba en lo alto y las nubes parecían inmóviles sobre las montañas. Llovería por la noche, pero de momento, no. Necesitaba moverse en una zona salvaje. Quería estar solo.
Una pequeña figura manchada de barro se lanzó sobre él cuando traspasó el portón del jardín.
—¡Vamos! —Priti le tendió las manos sucias con una sonrisa de ansiedad.
Algo en su interior hizo clic y la oscuridad se retiró un poco, gruñendo de frustración.
Se inclinó y levantó en sus brazos a la niña para sentarla sobre sus hombros, a cierta distancia del arma.
Priti se balanceó feliz, inclinada sobre su cabeza, mientras caminaban hacia las colinas.
Aquella criatura no sabía lo que era el miedo y él se juró para sus adentros que jamás lo sabría.
***
Cuando las mujeres terminaron de tomar el té, se pusieron de pie.
—Creo que deberíais regresar a Edimburgo. Quiero decir ahora, sin cenar con nosotros —dijo Juliana.
—Tonterías ——se negó Rona con energía. Pero Ainsley asintió con la cabeza, mirándola con aquellos ojos iguales a los de Elliot.
—Creo que le enticndo. —Ainsley se acercó a ella, tomó sus manos y la besó en la mejilla—. Es mi hermano, pero ahora es tu marido y os tenéis que familiarizar el uno con el otro. Si alguna vez nos necesitas, mándanos un telegrama. Te prometo que vendremos a hacerte una larga y agradable visita cuando te hayas acomodado. —Esbozó una amplia sonrisa—. Has emparentado con una familia muy grande y esta casa, por desgracia para ti, es lo suficientemente amplia para albergarlos a todos.
Hubo más besos y un valiente abrazo de Rona.
—Cuida de mi muchacho —le dijo la cuñada de Elliot—. Sé que él cuidará de ti.
Tras intercambiar algunas reconfortantes palabras más, se encaminó con sus invitadas hasta la enorme puerta principal y recorrieron el camino de acceso bordeado por arbustos crecidos. Las dos visitantes habían llegado a pie, bajo un cielo azul, aunque ella no pudo evitar lanzar una mirada de preocupación a las nubes que se agolpaban en el horizonte. El clima era cambiante en las Highlands.
Se despidió de sus invitadas en el portón y luego se dio la vuelta hacia su nuevo hogar, deteniéndose a contemplar la casa.
El castillo y los terrenos eran realmente hermosos. Los rayos del sol iluminaban la edificación dándole una pátina dorada que ocultaba los desperfectos de la piedra. Detrás estaban las montañas; la luz parecía licuarse entre sus pliegues y, más al fondo, un trozo de mar brillante.
Había llegado el momento de convertir aquel lugar en un hogar. Ella había realizado ese trabajo en casa de su padre desde la tierna edad de ocho años, cuando se dio cuenta de que su madre era una vividora que prefería ir de compras, cotorrear o medicarse con láudano, que sacar adelante a su familia. Había aprendido mucho del mayordomo y el ama de llaves, que acabaron siendo sus mejores amigos y, tras la muerte de su madre, que falleció cuando ella tenía catorce años, la administración de la casa recayó oficialmente en ella. Gemma se casó con su padre poco después de su vigésimo cumpleaños, pero había sido lo suficientemente lista como para dejar todo en sus manos, jamás le impidió hacer lo que tanto amaba.
El castillo McGregor supondría sin duda un reto mayor que la elegante casa que su padre poseía en Edimburgo o la propiedad cercana a Stirling, pero podría hacerlo. Estaba segura. El lugar requería de un buen organizador, y ella era la mejor.
Ya había comenzado a hacer una lista de cosas que debían hacerse, que subdividió en otras de lo que había que comprar, lo que podía ser llevado a cabo por trabajadores ordinarios y lo que requería la habilidad de un especialista, como el sistema de campanillas interiores, que estaba hecho un desastre. Para repararlo deberían pasar la cuerda correspondiente por las rozas que ocupaban el interior de las paredes y quitar la que había. Pero no importaba. Era otra tarea más a realizar.
Su optimismo decayó un poco cuando regresó al polvoriento interior del castillo. Hamish había dejado otra capa de huellas enlodadas desde el día anterior, pero salvo eso, seguía en un estado tan deplorable como entonces; lo que quería decir que era un caótico desorden.
Como el sistema de campanillas estaba como estaba, tema que llamar a voces al personal cuando necesitaba algo, o ir directamente a buscarlo. Cuando regresó a la salita que habían ocupado, decidió devolver ella misma la bandeja con el servicio de té a la cocina. Las tazas usadas no resultaban pesadas y Mahindar y su familia tenían ya mucho que hacer.
Recogió las tazas y los platitos, colocándolos pulcramente en la bandeja. Si retenía la taza que había usado Elliot durante más tiempo que las demás, nadie se enteraría, ¿verdad?
Cuando entró en la enorme cocina con la bandeja, se vio asaltada por los penetrantes aromas de una receta que no supo identificar, muy aromática y, sin embargo, apetecible. Sobre la cocina había una cazuela y Mahindar vigilaba el contenido mientras Channan, sentada sobre los talones junto al fogón, removía con una cuchara dentro de una cazuela más grande.
Hamish estaba en el fregadero, limpiando la loza.
—¿Dónde está Nandita? —preguntó, mientras dejaba la bandeja sobre la mesa—. ¿Se encuentra bien?
La habían encontrado aquella mañana, tras una frenética búsqueda por toda la casa, escondida en la sala de calderas. El disparo de McGregor había asustado tanto a Nandita que pensó que los soldados habían ido a por ellos. Channan y Mahindar habían tenido que hablar con la joven durante mucho tiempo antes de que se atreviera a salir.
—Está con mi madre —explicó Mahindar—. Se encuentra bien.
Juliana pensó en que Komal había regañado a Nandita con dureza, sin mencionar la manera en que había perseguido a McGregor hasta su dormitorio.
—¿Priti está con ellas? —preguntó.
Channan levantó la mirada desde el fogón. Mahindar negó con la cabeza.
—No, Priti se fue con el sahib. Se dirigía hacia las montañas.
—Con la escopeta. —Hamish no sacó los brazos del agua espumosa, pero giró la cabeza cuando habló.
—Ah... —Se mordisqueó el labio inferior—. ¿La niña estará bien... con él?
—Sí, indudablemente —aseguró Mahindar sin alterarse—. El sahib siempre cuida de Priti.
Juliana se relajó. Elliot parecía encariñado con la pequeña y había sido testigo de lo tierno que podía ser con ella.
—Se porta muy bien con Priti —comentó. Alzó una de las tazas de la bandeja para admirar lo fina que era. Ainsley había sido muy amable al regalarles aquel juego.
Mahindar la miró con sorpresa.
—Es lo natural, mensahib —replicó—. Después de todo, Priti es su hija.