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El cautivo de Elliot gritó. Aulló sin parar. Por encima del ruido escuchó la voz familiar de Mahindar.
—¡No! ¡No! ¡No, sahib! ¡No puede hacerlo!
Sí, tema que hacerlo. Tenía que matar. Tenía que huir.
Una mano enorme aterrizó sobre su brazo y detuvo el movimiento del cuchillo.
—No, sahib. Ahora está a salvo. Este joven es un amigo.
Elliot parpadeó. Y volvió a parpadear. La cara morena de Mahindar flotó hasta él a través de la oscuridad. Los amables ojos oscuros del hindú estaban llenos de desasosiego.
Notó que bajo su otra mano se retorcía un cuerpo y que alguien respiraba con dificultad. Se le aclaró la vista y se encontró con que estaba sujetando al joven Hamish, y que el cuchillo con el que estaba cortando el pan estaba a punto de herir la piel de su garganta.
Mahindar permaneció a su lado, reteniéndole el brazo. Detrás del hindú estaban su madre y su esposa; más allá, Priti seguía masticando el pan mientras miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos.
De pronto, escuchó estrepitosas pisadas en el corredor y la voz preocupada de Juliana.
—¿Va todo bien? He oído gritos. ¿Elliot?
¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! ¿Por qué puñetas se había acercado Hamish de manera tan sigilosa?
—Sahib, creo que realmente debería darme el cuchillo.
Gruñó. Apartó a Hamish de un empujón y lanzó el cuchillo a una mesa vacía antes de dirigirse a la puerta trasera de la cocina, buscando alivio en el tranquilizador crepúsculo de la noche escocesa.
Juliana permaneció inmóvil durante un momento, pero luego caminó hacia la puerta abierta.
—Elliot...
Mahindar dio un paso hacia ella.
—Es mejor dejarle marchar, mensahib. Uno no sabe nunca lo que podría llegar a hacer cuando se pone así.
—Pero, ¿qué ha ocurrido, Hamish? ¿Qué le has hecho?
—¡Nada! —Hamish se pasó el dedo entre la garganta y el cuello de la camisa con los ojos desorbitados—. No he hecho nada, se lo prometo, señora. Entré como hago siempre. Entonces le vi y pensé, «aquí está el señor McBride. Él es un caballero muy rico y ahora trabajo para él. Quizá debería caminar más sigilosamente de lo que lo suelo hacer». El señor McGregor dice que soy como un tambor de brigadas. Solo intentaba ser delicado.
—A él no le gusta que nadie ande sigilosamente a su alrededor —explicó Mahindar—. Es mejor que seas como un tambor de brigadas.
—¿Por qué no le gusta? —preguntó Juliana—. Mahindar, ¿qué le ocurre? Por favor, dímelo.
El hindú pareció entristecerse.
—El sahib está muy enfermo. Ahora está mucho, mucho mejor, pero cuando le encontramos, después de que escapara de sus caplores, parecía un loco delirante. Le cuidamos lo mejor que pudimos y pasó mucho tiempo antes de que volviera a hablar y nos explicara lo que le ocurrió. Pobre hombre, ha sufrido una prueba muy dura. Pero es fuerte y muy valiente.
Miró detrás de Mahindar, al camino inundado por la hierba que se atisbaba a través de la puerta abierta, hacia la noche que por lin había llegado.
—¿Estará bien?
—Sí, sin duda. En este momento lo mejor para él es estar solo. Volverá, como dicen los ingleses, con la lluvia.
—¿Estás seguro? —insistió.
—Sí, mensahib, lo estoy. Ahora mi mujer subirá con usted y la ayudará a prepararse para dormir. Nandita es inútil cuando está aterrorizada, pero me encargaré de que ella y Priti se vayan a la cama. Mañana será otro día.
Sin duda lo sería, pero dudaba que todo se resolviera como por ensalmo. Sin embargo, le parecía una buena opción subir con Channan, que se abrió paso con decisión a través de la sucia casa en penumbra. La madre de Mahindar —Komal— las siguió sin decir nada, mirando a su alrededor con el mismo interés que llevaba mostrando todo el día.
Encontraron a Nandita todavía sobre la cama, con los brazos alrededor de las rodillas. Después de intercambiar algunas palabras con Komal, la joven gateó fuera de la cama y salió de la estancia con rápidos pasitos. Escuchó la llamada de Mahindar desde la planta baja y los pasos de la chica, dirigiéndose hacia él.
Channan se acercó al momento al equipaje de mano y empezó a vaciarlo con eficaces movimientos. Debía de estar acostumbrada a ejercer de doncella, pensó, porque sabía perfectamente qué prendas había que colgar en el armario y cuáles doblar para guardar en los cajones de la cómoda.
Komal se paseó por la estancia mirando todos los artículos. Bajó el velo de seda con el que se cubría la cabeza y dejó a la vista un pelo negro veteado de canas. El cabello de Channan era negro como el azabache y su cara redonda y sin arrugas.
Cuando terminó de guardar la ropa, la mujer se acercó para ayudarle a desabrochar el vestido. Komal las ignoró y se aproximó a la cama, donde puso las manos en el colchón, alisando la colcha. De pronto, se volvió hacia su nuera para decirle algo y se rio.
Channan se rio también mientras ella permanecía entre ambas, desconcertada.
—Mi suegra me está diciendo que tiene usted mucha suerte —explicó Channan—. Que su marido es un hombre rico y apuesto. El sahib es un buen partido.
Se sonrojó, lo que provocó que las dos hindúes volvieran a reírse.
Komal siguió pasando las manos sobre la colcha mientras hablaba. Channan asintió con la cabeza y contestó antes de volverse hacia ella.
—Me ha dicho que le regalará un encantamiento, así concebirá muchos hijos.
Ella pensó en que Elliot se paseaba por las tierras McGregor en medio de la oscuridad y se preguntó si tendría incluso la oportunidad de tener hijos. Channan debió de leerle la expresión.
—No se preocupe —la tranquilizó la esposa de Mahindar—, el sahib estará bien. Mi marido se encarga de él.
Elliot seguía sin regresar cuando ella se metió en la cama, vestida con el camisón que le facilitó Channan. Había un ladrillo caliente envuelto en paños para calentar las sábanas. Channan y Komal siguieron hablando con bastante estrépito hasta que, por fin, salieron de la estancia, dejándola sola...
.. .En su noche de bodas.
El cielo estaba oscuro y por las ventanas abiertas entraba la fría brisa veraniega. La casa estaba tranquila. Las paredes eran suficientemente gruesas como para que no llegara ningún sonido desde la planta baja. En el exterior, sin embargo, el silencio se veía roto por el croar de las ranas que buscaban pareja y el viento que suspiraba entre los árboles. La paz que se respiraba, acostumbrada como estaba a la ruidosa ciudad, era ensordecedora.
La luna surcó el cielo; un disco plateado cubierto a ratos por los árboles, iluminando la cama donde ella reposaba. Y Elliot siguió sin aparecer.
***
Pasaba de medianoche cuando Elliot escuchó que se rompía una rama en el bosque, a su espalda. El sonido llegó seguido por el vozarrón de Mahindar.
—No se preocupe, sahib. Soy yo.
Elliot se había detenido encima de una roca que se asomaba sobre el río caudaloso. La luna se reflejaba con luminosidad sobre la superficie del agua, y también en los capiteles de su nuevo hogar; un castillo falso edificado sobre el lugar en el que se erguía uno antiguo.
Mahindar resbaló y cayó en el camino, agitando los brazos de manera violenta. Él le tendió una mano y le ayudó a subir a la sólida roca, a su lado.
Por supuesto que Mahindar había salido en su busca. Aquel hombre había convertido el hecho de cuidar de él en el objetivo de su vida. Así había sido desde que le prestaba servicio como ayuda de cámara; desde que él lo salvó de las garras de otro colono que le trataba casi como a un esclavo y un día, cuando estaba de visita, se encontró al hombre golpeando a Mahindar.
El colono se disculpó ante él por el comportamiento del hindú y empezó a enumerar los defectos de este hasta que él le interrumpió.
—Si no le gusta, puede trabajar para mí. —El colono le había mirado con asombro y luego con agradecimiento. Los sijs, le había dicho, no lograban mostrar nunca el grado de humildad adecuado y había sido un idiota por hacerse con los servicios de uno.
A partir de entonces, el agradecido Mahindar se había convertido en su sombra.
—¿Está usted bien, sahib? —preguntó el hindú mirándole con atención.
—Sí, estoy mejor. ¿Cómo se encuentra el muchacho?
—Oh, le ha dado un susto de muerte, sin duda, pero se recuperará.
—¿Y la señora McBride?
—Está durmiendo. Mi mujer pasó a verla antes de que yo saliera en su búsqueda. Como dicen ustedes, duerme como un bebé.
—Bien. —No lograba olvidar la expresión de Juliana cuando entró en la cocina y le vio amenazar a Hamish con un cuchillo en la garganta. Su desconcierto se convirtió primero en asombro y luego en preocupación. Pero no tuvo miedo. Juliana no le temía.
—¿Se reunirá con ella, sahib? —preguntó Mahindar.
Sonaba ansioso. Claro que, Mahindar disfrutaba de las bodas y los matrimonios y, cómo no, de la posibilidad de concebir hijos. Su esposa y él habían tenido cinco, ahora ya casado y con su propia familia. Al hindú le gustaba ocuparse de las personas, por eso había llevado consigo a Escocia a su madre y a Nandita, hermana pequeña de Channan por el segundo matrimonio de su padre. Mahindar le había salvado la vida y consideró su deber asegurarse de que no volvía a ponerla en peligro, que su esfuerzo no había sido en vano.
—En todo caso tendrá que compartir su cama —explicó Mahindar—. No tiene otro lugar en el que dormir.
El bajó de la enorme roca y ayudó a su ayuda de cámara antes de tomar el camino de vuelta a casa.
***
Cuando llegaron al castillo McGregor, el silencio se había apoderado del lugar. Hamish y la familia de Mahindar debían de estar en cama.
El criado le detuvo antes de que entrara en la cocina.
—No debe ir junto a ella así, sahib. Tiene que mostrarse presentable.
Tenía razón, claro. Se encontraba manchado de hollín por culpa del viaje en tren y al perderse en el bosque se había ensuciado de barro. Mahindar bombeó agua en el fregadero de la cocina —procedente de un pozo— y le dijo que se despojara de toda la ropa.
El agua estaba helada. El criado le vertió un cubo por la cabeza ante la puerta y usó una pastilla de jabón que había comprado en Edimburgo para lavarle el pelo y el cuerpo de pies a cabeza. Mahindar había comprado jabón de glicerina y agua de rosas, lo que hizo mucha gracia a sus hermanos. En realidad a él le daba igual el olor, la cuestión era estar limpio.
A continuación, el ayuda de cámara le ofreció el batín y los pantalones sueltos de seda de estilo hindú que acostumbraba a usar para dormir. Se los puso y se dirigió a las escaleras con una vela en la mano tras rechazar la oferta de Mahindar de iluminarle el camino.
La luz de la vela titiló en el arco gótico que llevaba al pasillo, consinsiguiendo que el lugar pareciera una caverna de piedra con extrañas estalactitas. Cuando era niño le daba miedo atravesar ese lugar, pero ahora estaba tranquilo. No era más que una casa vieja en la que habían ocurrido acontecimientos familiares: nacimientos, matrimonios, muertes; donde la gente había reído, llorado y hecho el amor. No era aterradora, no guardaba horrores. Nada era tan mortífero como el miedo que emanaba del propio hombre y de su llanto.
Abrió la puerta del dormitorio al tiempo que apagaba la vela soplando. La luz de la luna se derramaba desde una ventana partida y la sombra del parteluz caía sobre la cama, en el centro de la estancia.
Juliana estaba boca arriba sobre el colchón, con las sábanas subidas hasta la barbilla, pero no estaba dormida. El percibía su rápida respiración, lo que indicaba que estaba totalmente despierta por mucho que cerrara los ojos con fuerza.
Dejó el candelabro en la mesa cercana y se aproximó a la cama. Juliana parecía la princesa de un cuento de hadas que esperara a que el príncipe la despertara con un beso.
Pensó en el embriagador sabor de sus labios cuando la besó ante el altar. Su piel estaba húmeda por el calor y el nerviosismo, pero todavía notaba su sabor a miel en la lengua.
Apoyó la mano contra el poste de la cama y se inclinó para rozarle con los labios el suave hoyuelo que se le formaba junto a la comisura de la boca.
Ella abrió los ojos de repente y le miró sin rastro de sueño.
—¿Hamish está bien?
Él se enderezó sin alejar la mano de donde la había colocado.
—Lo estará.
—Espero que no haya pasado demasiado miedo.
—Se recuperará. —Intentó moverse, pero se dio cuenta de que no podía.
Ella palideció y se aclaró la voz.
—¿Vienes a dormir, Elliot?
El camisón carecía de escote, pero era la primera vez que la veía sin la protección que suponían los corsés, camisolas, faldas y corpiños con los botones abrochados hasta el cuello.
Por fin, se soltó del poste y desató el batín, que dejó caer al suelo. La observó admirar su torso desnudo antes de bajar la vista a los pantalones de seda que se sujetaban a las caderas por un cordel. Las perneras le cubrían solo hasta la mitad de las pantorrillas y dejaban al aire el resto de las piernas.
—Una prenda inusual —comentó ella con voz suave.
—Son hindúes. Los prefiero a la ropa inglesa.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—Son mucho más cómodos. —El aire frío que entraba por la ventana le tocó la piel—. Aunque resultan más prácticos cuando el clima es más cálido.
—Ya imagino.
Él se detuvo rígidamente junto a la cama. La ansiaba con tanta fuerza que el deseo le agarrotaba de tal manera que no podía moverse.
La oyó aclararse la voz otra vez.
—Ha sido un día duro, ¿verdad? Pensar que esta noche debería estar en un hotel de Edimburgo con...
La vio apretar la mano contra la boca y cerrar los ojos. La luz de la luna hizo brillar con intensidad las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
—Con... —Se le rompió la voz en un sollozo.
Con Grant Barclay, ¡maldito fuera! Con el imbécil que había preferido fugarse con su profesora de piano. Quería estrangular a aquel hombre; primero por intentar robarle a Juliana y luego por hacerla llorar mientras yacía en su cama.
Y él sabía muy bien cómo hacerlo. Sabía asfixiar a un hombre con las manos, dónde apretar para interrumpir el flujo de aire, cómo asegurarse de que Grant Barclay jamás respirara de nuevo.
Juliana intentó enjugarse las lágrimas. Por fin pudo moverse, apartó las sábanas y se metió en la cama, a su lado.