11
—¿Cómo que no hay ni rastro de él? —Juliana clavó los ojos en Hamish mientras un miedo helado hacía desaparecer cualquier plan de ir de visitas o de ponerse a arreglar la casa—. Habrá ido a dar un paseo. El señor McGregor y él bebieron mucho whisky la noche pasada, y seguramente necesitará aclararse la cabeza.
——No, señora. Ya hemos pensado en eso, pero no ha ido a dar un paseo. Mahindar está seguro de que ha escapado para esconderse.
—¿Para esconderse? ¿Qué diantres significa eso?
—Mahindar dice que algunas veces, cuando todo lo que ocurre le supera, el señor McBride desaparece. Asegura que, en ocasiones, no le pueden encontrar durante días enteros. Pero también ha comentado que hace mucho tiempo que no se comporta de esa manera.
—¿Dónde está Mahindar? —exigió ella—. Quiero hablar con él.
—Está mirando fuera. Él, su esposa, Nandita y la niña le están buscando por todas partes. Yo también estaba en ello, pero usted me llamó.
¿De qué podía tener miedo Elliot? Estaba en las Highlands, en su casa. Allí estaba a salvo.
Pasó junto a Hamish y corrió hacia la cocina, olvidando de golpe lodo lo que se había dicho a sí misma de que el ama nunca i uli,iba en las instalaciones de los sirvientes.——¿Mahindar?
El hindú salió de improviso de una esquina oscura. Lo hizo con tanta rapidez que ella soltó un gritito.
El hombre comenzó a disculparse, pero ella le interrumpió.
—¿Le has encontrado?
—No, mensahib. Pero estamos buscando. Usted debería salir igual a hacer esas visitas. Yo le encontraré; siempre acabo haciéndolo.
—No seas tonto, hombre. No puedo irme tan tranquila y ponerme a tomar el té y hablar del clima sin saber si Elliot está bien o no. Podría estar herido. No me iré hasta que sepa que él está a salvo.
Mahindar abrió las manos.
—De acuerdo, pero podrían pasar días.
—¿Días? —Se le contrajo el corazón—. No lo entiendo. ¿Por qué hace esto? Esta es su casa.
Hamish surgió amenazadoramente por encima de su hombro.
—Porque está loco, ¿verdad?
Ella se volvió hacia él.
—Hamish McIver, no vuelvas a decir eso otra vez. Si lo haces... hablaré con tu madre al respecto. El señor McBride no está loco. Estuvo preso durante mucho tiempo contra su voluntad, y eso es muy duro, ¿sabes? Es normal que ahora tenga pesadillas sobre eso.
—Pero ahora está despierto.
Hamish tenía su parte de razón y ella tampoco comprendía por completo lo que le ocurría a Elliot. Pero al mismo tiempo, recordaba algunas cosas que su marido le había confesado; «mi mente vaga», «algunas veces no recuerdo qué he dicho y qué no».
—El muchacho tiene razón ——intervino Mahindar—. El sahib está un poco loco ahora mismo. En realidad jamás ha llegado a recobrarse por completo de los meses que estuvo retenido. ¡Pobre hombre!
—¡Basta! —gritó ella—. No quiero volver a oír a nadie hablar de locura. Mi marido no se ha vuelto loco, pero debemos encontrarle.
Los dos reaccionaron ante su tono y se escabulleron para continuar con la búsqueda.
Miraron por todas partes. El señor McGregor se integró en el grupo, por una vez no discutió, no reconvino ni gritó; era evidente que la borrachera de la noche anterior le había aplacado.
El hombrecillo le puso una huesuda mano en el brazo.
—Conozco un lugar en el que podría estar. Solía ir por allí cuando era un crío y buscaba fantasmas.
Hamish palideció al escuchar la palabra fantasmas y sus pecas destacaron en su piel blanca.
—Esta casa es demasiado nueva para tener fantasmas —aseguró ella con energía, mientras permitía que el señor McGregor la guiara.
—Ah, pero se edificó sobre el viejo castillo —explicó el anciano—— que fue la fortaleza de los McGregor durante seiscientos años. Antes de eso hubo un pequeño destacamento para defender el pequeño valle de los invasores. —Bajó la escalera que comunicaba la cocina con la sala de calderas, donde habían encontrado a Nandita la mañana anterior—. Hay una manera para acceder al viejo castillo McGregor, o por lo menos a los sótanos que pertenecían a él. La descubrí cuando era un niño.
El señor McGregor se movió al fondo de la sala de calderas y apartó un desvencijado panel de la pared. Detrás había un nicho estrecho, que parecía un escobero vacío y sin uso. El anciano tomó el farol que había allí dentro, sobre el suelo de piedra.
—Hay una trampilla oculta —explicó.
—¿Dónde? —Ella clavó los ojos en el suelo pero no vio nada que pareciera una entrada secreta.
Él hombrecillo se rio entre dientes.
—Ni mi abuela ni mis preceptores pudieron encontrarme nunca. —Dejó la lámpara en el suelo introdujo los dedos en algo i |ue parecía una grieta fortuita. Tiró.
Toda la losa de piedra subió y se apartó a un lado, revelando un malsano hueco negro y húmedo.
—Vamos, venga ——la animó McGregor con alegría—. No es demasiado profundo. Una robusta muchacha de las Highlands comó usted no tendrá ningún problema.
Él se dejó caer en el agujero y aterrizó en el pequeño espacio, suficiente para que un hombre bajo como él pudiera estar en posición vertical. Sin embargo, un tipo alto como su marido encontraría serios problemas para permanecer erguido.
McGregor la ayudó a bajar y luego volvió a tomar el farol, que encendió.
—Cuando era muchacho, pensé que eran las mazmorras —explicó, iluminando las paredes irregulares con la luz. Los muros eran viejos, pero aquellas antiguas piedras todavía eran una base sólida para la edificación que sostenían—. Sin embargo, se trataba de bodegas. En una ocasión, encontré un plano del lugar.
La oscuridad era absoluta y las paredes formaban un laberinto. Ella avanzó detrás del anciano, rezando para que no le fallara la memoria.
Escuchó un ruido. Un movimiento.
McGregor lo oyó también y se detuvo, alumbrando con la luz una esquina entre dos paredones. La linterna había descubierto algo que brillaba con intensidad. Ojos.
Una forma poderosa se abalanzó fuera de las sombras. El farol del señor McGregor salió volando y la vela se apagó cuando la lámpara cayó al suelo. El anciano gritó y luego se escuchó el golpe de un cuerpo chocando violentamente contra la piedra.
Corrió hacia el sonido y se topó con la figura musculosa de su marido arrodillada en el suelo, reteniendo al señor McGregor contra el suelo a pesar de todas sus patadas y manotazos. El anciano resollaba y las palabras que intentaba formar resultaban incoherentes.
—¡Elliot! —gritó ella tan fuerte como pudo. Le agarró por los hombros e intentó detenerle.
Su marido se resistió, retorciéndose para liberarse de sus manos, sin soltar a McGregor, pero ella no dejó que lo consiguiera. Se inclinó y acercó los labios a su oído.
—Elliot. Basta —dijo muy suave.
Él no respondió. Ella le rodeó con los brazos; notó que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Por favor... —Se le rompió la voz con un sollozo y le besó en el nacimiento del pelo.
Elliot se quedó paralizado. Cesó de moverse por completo y su cuerpo pareció convertirse en una estatua de mármol. Debajo de él, McGregor tosió.
—Juliana —susurró entre desconcertado e inseguro.
—Estoy aquí.
Él se volvió con una rapidez casi violenta y le pasó las manos por los brazos, por los hombros, por la cara.
—Juliana...
—Estoy aquí —repitió ella, intentando mantener la voz pausada—. Le has dado al pobre señor McGregor un susto de muerte.
—Esto... bien. —El anciano tosió otra vez y se aclaró la voz—. Muchacho, eres rápido como un rayo. Si participas en algún momento en los juegos de las Highlands, apostaré todo mi dinero a que ganarás todas las pruebas.
Elliot le ignoró. En cambio, siguió acariciándola, volvió a pasarle las manos por la cara y se las bajó por los brazos. Ella le acarició a su vez, su única conexión en aquel oscuro lugar, y buscó sus labios con los dedos.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —preguntó él en tono brusco.
—Da igual. Te hemos encontrado.
Le rodeó con sus brazos y él se inclinó sobre ella, tembloroso. Tenía el cuerpo muy frío cuando se aferró a ella como si jamás pudiera soltarla.
Juliana salió a realizar las visitas esa tarde, sin Elliot.
Pensó que sería mejor ir sola, con Hamish, que conducía el landó, como única compañía, pero en el último momento apareció el señor McGregor, que bajó en tromba las escaleras y salió de la casa anunciando que la acompañaría.
El kilt de McGregor bailaba sobre sus huesudas rodillas y llevaba la chaqueta mal abrochada. Komal salió tras él, le agarró del brazo y le obligó a girarse para abrocharle bien el cuello.
—¡Déjeme en paz, maldita mujer! —farfulló el escocés, pataleando junto al landó. Komal apartó las manos y desapareció en la casa.
Primero fueron a la hacienda vecina, propiedad del señor McPherson. La casa de McPherson era un castillo en condiciones, del que se tenía constancia escrita hasta el siglo XIV, según aseguró McGregor. Se había levantado junto a la orilla de un lago en un pliegue entre montañas. La carretera conducía hasta un puente levadizo que estaba subido cuando llegaron.
Hamish detuvo el landó y ella contempló la maciza fortaleza, agazapada contra las montañas. Se había sentido inquieta al dejar a Elliot, pero Mahindar le había prometido que lo cuidaría y el propio Elliot la había animado a marcharse con un gruñido.
Dejándola fuera otra vez, como el puente levadizo de madera oscura que cerraba el castillo McPherson.
Apareció un hombre en una de las almenas. Era grande como un oso y estaba envuelto en un tartán azul y rojo.
—¡Alto ahí, McGregor! —bramó—. Llengo veinte cañones apuntándote. Deberás pagar el peaje.
Ella lanzó una mirada de soslayo a Hamish, pero el joven no parecía alarmado en absoluto con aquello. McGregor se levantó del asiento.
—Abre, McPherson, viejo chiflado. Llevo conmigo a la nueva señora McBride.
McPherson les estudió con atención, haciendo sombra con una mano sobre los ojos.
—¿Oh, de veras? —Miró por encima de su hombro—. ¡Duncan, despierta! ¡Levanta el puente levadizo!
La enorme hoja de madera —que debía necesitar una buena reparación— comenzó a subir al girar las aceitadas cadenas. Hamish, tomó las riendas de nuevo e hizo avanzar el vehículo a través del puente.
Una vez dentro, la casa de McPherson resultaba moderna y agradable. El castillo había sido renovado y convertido en una morada confortable y habitable con suelos de madera, vidrieras, cortinas, alfombras, libros, muebles adecuados y personal que se ocupara de todo. El castillo también tenía una larga galería donde se hallaba expuesta una completa colección de armas, retratos de antepasados McPherson y reliquias, no solo de Culloden, sino de guerras mucho más antiguas del clan.
McPherson les esperaba en la puerta y procedió a mostrarle aquellas maravillas. Era un hombre gigantesco; tan grande como McGregor pequeño. Era alto y corpulento frente al menudo y enclenque tío de su marido; robusto y musculoso por la buena mesa. Su pelo y barba rojizos apenas estaban veteados de gris y su rostro era típicamente escocés: pecoso y levemente bronceado por el sol veraniego.
—Las colecciono —explicó McPherson a Juliana mientras ella admiraba aquellos pedazos de historia—. Muestran la verdadera historia de Escocia, no los tartanes y claymores falsos que venden a los turistas ingleses. La mayoría de las reliquias que hay aquí son de los McPherson, pero también tengo algunas que pertenecen a los McGregor o los McBride.
—Las colecciona... —bufó McGregor—. Eso dice. Sería más fiel a la realidad si dijera que su clan de mendigos se convirtió en uno de ladrones. Invasores, es lo que son. La mitad de lo que enseña es de los McGregor.
—Sí —aceptó McPherson en tono amable—. Y los McGregor a su vez también nos robaron a nosotros. —Se rio a mandíbula batiente—. Siempre hemos estado igual su familia y la mía, robándonos a la espalda. Sus hombres nos birlaron a nuestras mujeres y nosotros nos apoderamos de las suyas, por eso estamos íntimamente emparentados. Somos medio primos o algo por el estilo.
—Este botín, por ejemplo —McGregor señaló un puñal—, es McGregor.
Juliana lo estudió en su urna de cristal.
—Lo conserva en buen estado para usted.
McPherson volvió a reírse a carcajadas.
—Me gusta esta muchacha. ¿Qué sería de todos estos tesoros si estuvieran en esa ruinosa casa tuya?
—La señora McBride va a renovar el castillo. —McGregor parecía medio orgulloso, medio avaricioso—. Nos dará de comer en platos de plata con servilletas blancas antes de que nos demos cuenta.
—Estoy deseándolo. —McPherson la miró mientras ella terminaba de estudiar el contenido de la última vitrina—. Dígale a su marido que es bienvenido a acompañarme a cazar cuando quiera. Le vi deambulando ayer por las colinas con un arma, pero sé que no disparó a nada en su propiedad. McGregor no tiene un ayudante desde hace más de treinta años.
—McBride llevará su propio ayudante —aseguró McGregor, ansioso por defender a Elliot.
—Sí, pero hasta que lo haga, es bienvenido a cazar en mis tierras. Mi hijo se ha mudado a Edimburgo y se ha convertido en un hombre de ciudad que no quiere ensuciarse las manos en asuntos del campo. Pero tiene hijos —añadió McPherson con los ojos brillantes—. Estoy corrompiendo a mis nietos; les enseño a amar las tradiciones de las Highlands. Su padre las odia —proclamó con una risita.
—El señor McBride le agradecerá su generosidad —aseguró ella—. Le envía sus disculpas por no venir él mismo, pero no se encuentra bien.
Los ojos del gigante perdieron su brillo pícaro y apareció en ellos una nota de simpatía. Sin duda sabía exactamente lo que había ocurrido la noche anterior. Las noticias volaban.
—Sí —intervino McGregor—. Anoche pasamos un buen rato estudiando la malta McGregor.
McPherson estalló de nuevo en risas.
—Se necesita una constitución fuerte para ello. Se pondrá bien, muchacha. —La miró fijamente como si estuviera enterado sobre lo ocurrido con Elliot pero estuviera dispuesto a creerse la explicación de McGregor.
Algo después, una criada entrada en carnes llevó el té a la salita y Juliana lo sirvió.
—Hablando de malta McGregor —intervino McPherson—, imagino que visitará también a los Terrell.
—¿A la familia inglesa? —preguntó ella—. Sí, pensaba hacerlo.
—No es mala gente —aseguró McPherson—. Son recién llegados y no intentan ser más escoceses que los propios escoceses, pero ahora mismo tienen visita, una pareja de las tierras bajas a la que le gusta mucho guardar el protocolo. Al parecer están recién llegados de las Indias. Presumen conocer a su marido o, en todo caso, de tener amigos comunes con él.
¿Habría alternado el salvaje Elliot con gente severa que se habría negado tercamente a degustar manjares como los que Mahindar les había servido la noche anterior? No obstante, Elliot ocultaba profundidades. Ella no podía estar segura del tipo de personas que él podía llegar a conocer.
—Quizá podríamos ir otro día, ¿no crees, muchacha? —sugirió McGregor.
—No, mejor hoy. —Observó el chorro de té mientras rellenaba una taza. Tanto McGregor como McPherson aprovecharon su aparente distracción para verter un poco de whisky de la petaca del anfitrión—. Tendremos que ir y saludar.
—¿Ves? —dijo McGregor a su amigo—. Siempre correcta y guardando las formas. Quiere ofrecer una fête de verano y un baile. Igual que cuando vivía mi esposa, Dios la tenga en su Gloria.
—¿En tu casa? —inquirió McPherson—. Entonces va a realizar un milagro.
—No será un milagro, señor McPherson —aseguró ella—. Será fruto de una cuidadosa planificación. Con organización se puede conseguir hacer cualquier cosa.
***
Juliana se despidió con pesar del señor McPherson poco tiempo después. El castillo era un lugar tan acogedor como su dueño, a pesar de él mismo.
Después de que una doncella la ayudara a ponerse la chaquetilla y los guantes, McPherson se acercó a ella.
—Mucho me temo que esto se le va a escapar de las manos, muchacha —le dijo el hombre sin que McGregor le oyera.
—¿Se refiere al castillo McGregor? —preguntó, enderezándose los guantes—. Es posible que lo parezca, pero una buena organización hará que supere cualquier obstáculo.
—No, no me refería a esa monstruosidad que él llama hogar.
El gigante la miró con simpatía—. Quería decir con McBride. Ahora no vaya a ponerse toda altiva. Él ha regresado del infierno eso afecta a cualquier hombre. Yo he estado en alguno de los lugares más salvajes de África y sé lo que es. Hay horrores que ningún hombre debería tener que experimentar. —El hombre le puso la enorme mano en el hombro—. Si es demasiado para usted, o para él, envíenmelo, me lo llevaré de pesca. Nada calma el ánimo como un buen día de pesca.
—Gracias, señor McPherson. Es usted muy amable.
—Y por lo que puedo ver, usted es una muchacha orgullosa. Ha decidido encargarse de él y punto. McBride es un tipo afortunado. Pero recuerde que aquí será bienvenido. Los dos lo serán.
—Gracias —repitió ella justo antes de que McGregor comenzara a bramar que tenían que darse prisa.
Todos estaban preocupados por Elliot, pensó ella mientras el landó atravesaba el puente, de camino hacia el pueblo.
La idea la satisfizo y, al mismo tiempo, le resultó un poco molesta; Elliot no era una patética criatura digna de lástima. Era mucho más fuerte de lo que todos pensaban. Lo atestiguaba que a pesar de lo dura que había sido la prueba que sufrió, no se hubiera convertido en un lunático babeante inmovilizado a una camisa de fuerza. El mismo sabía que la locura le acechaba y luchaba contra ello. Ella no pensaba permitir que nadie lo olvidara.
La siguiente parada fue en la casita campestre de la señora Rossmoran, que estaba al otro lado del bosque que rodeaba el castillo McGregor. La casa de piedra encalada con tejado de pizarra parecía en tan buen estado como el huerto con sus filas de coles, zanahorias, judías y otras verduras. Aquel terreno práctico floreció provocadoramente como un parche en sus pensamientos.
Fiona, la bonita joven nieta de la señora Rossmoran y prima de Hamish, aparentaba la misma edad que su primo. Cuando se detuvieron les dijo que desafortunadamente su abuela no se encontraba bien esa mañana, pero que le alegraría saber que habían pasado por allí. Fiona se despidió con la mano cuando Hamish hizo girar el landó para dirigirse a casa de los Terrell.
Los ingleses ocupaban una casa mucho más moderna, en lo alto de una colina que dominaba el pueblo. Era un edificio alargado de dos pisos construido en piedra de buena calidad, con tejado de pizarra. Las ventanas y las chimeneas estaban pintadas de negro, a juego. El jardín era convencional, con zonas de arbustos, fuentes y setos llenos de flores de verano.
La salita era grande y elegante, recordándole la que había en la casa que su padre poseía cerca de Stirling. Les llevaron otra bandeja con un servicio de té, que en esta ocasión sirvió la señora Terrell. Los caballeros degustaron whisky en vez de té en otro ambiente de la misma estancia, donde se centraron en temas más masculinos.
A Juliana no le gustaron los señores Dalrymple. No supo la causa de su aversión, porque eran agradables en el trato a pesar de la descripción que el señor McPherson había hecho de ellos.
La señora Dalrymple llevaba puesto un correcto vestido gris, con un polisón tan pequeño que parecía un mero guiño a la moda imperante. El pelo era castaño veteado con cabellos blancos y estaba sencillamente peinado; no usaba pendientes ni broches, la única joya que lucía era una delgada alianza de bodas. La imagen era clara: nada de frivolidades para la señora Dalrymple.
Ella misma confirmó que tanto ella como su marido habían conocido a Elliot en Punjab.
—No alternamos, por supuesto —proclamó la mujer—. El señor McBride era colono y soltero, mientras que mi marido tenía un puesto en otros círculos.
—Servicio civil del gobierno hindú —tradujo la señora Terrell.
—No nos mezclábamos con los dueños de las plantaciones —siguió la señora Dalrymple con bastante arrogancia—. Las reglas eran esas, ya sabe. Los colonos a veces tomaban esposas nativas. No es que el señor McBride lo hiciera —se apresuró a matizar—, pero nuestro estimado amigo el señor Stacy fue uno de los que, desafortunadamente, sucumbió.
—Todavía no entiendo por qué el señor Stacy tomó esposa hindú —intervino la señora Terrell—. ¡Qué horror! Imagine, vivir en las mismas estancias que un pagano.
Ella pensó en Priti, hija de la mujer a la que se refería, y sintió que su temperamento comenzaba a bullir en su interior.
—Cuando se vive en la India se está en contacto todo el rato con gente nativa.
—Bueno, sí, pero son sirvientes —adujo la señora Dalrymple. Uno no se casa con ellos.
—Entonces, ¿era una criada? —preguntó ella, antes de poderse contener— . Me refiero a esa mujer.
—Santo Cielo, no tengo ni idea. No son preguntas apropiadas. Es posible que procediera de una buena familia hindú, pero lo veo poco probable, ¿sabe? Ellos jamás dejan que sus mujeres abandonen el purdah, ni tampoco les dejan emparentar con las familias extranjeras.
—Entiendo... —Dejó la taza en el platito——. ¿Qué le ocurrió al señor Stacy?
La señora Dalrymple se quedó quieta. Su marido también se paralizó en el otro ambiente de la estancia, interrumpiendo el canturreo del señor McGregor.
En el silencio resultante, fue la señora Dalrymple quien tomó la palabra.
—El señor Stacy fue asesinado. Siento mucho tener que decirle esto, señora McBride, pero estamos convencidos de que su marido fue el asesino.