16
Juliana clavó aquellos bonitos ojos azules suyos en él. Era evidente que estaba tratando de decidir si le creía o no. No importaba... Stacy estaba allí, le creyera Juliana o no.
—El señor Stacy está muerto —afirmó ella—. Tú mismo me lo dijiste. La señora Dalrymple tampoco tenía ninguna duda.
—Dije que había muerto porque abandonó su casa y Mahindar escuchó que había muerto en Lahore. Es obvio que la historia estaba equivocada.
—¿Y qué me dices de la señora Dalrymple? Está absolutamente segura de que tú le asesinaste.
—La señora Dalrymple no sabe de lo que habla —gruñó él.
Observó cómo Juliana trataba de hilvanar sus emociones sometiendo aquel nuevo desarrollo a su naturaleza práctica. Se comportaba de manera contraria a él, que cedía y permitía que sus emociones le dominaran, dejando que fueran ellas las que actuaran. Intentar contenerlas solo le volvía más loco.
A su esposa no le gustaba que sus emociones tomaran el mando. Quería orden, no caos. Tendría que demostrarle algún día que un poco de caos no era tan mala cosa.
—Bien —dijo ella——. Si el señor Stacy está vivo y ha venido a Escocia, entonces debemos ponerlo en contacto con la señora Dalrymple para que deje de difundir esa absurda historia de que le has matado.
—Es posible que no sea tan simple.
—¿Por qué no? Estoy segura de que el señor Stacy está hambriento, o no le habrías dejado comida. Lo invitaremos a comer en casa.
Ella no le creía, o al menos no creía que aquello fuera peligroso.
—Stacy ha venido a matarme. A cazarme. No me ha mostrado su cara, pero sé que es él.
—Pero, si no le has visto, ¿cómo puedes estar tan seguro?
Él se dio la vuelta. Se acercó a la mesa de billar donde hizo rodar una bola blanca, dirigiéndola con la mano hasta que, de manera infalible, impactó en una roja.
—Es difícil de explicar. Stacy y yo éramos rastreadores y buenos francotiradores en el ejército. Cada rastreador tiene un estilo propio y reconozco el de él. Fui yo quien le enseñó casi todo lo que sabe.
—¿Quieres decir que no necesitas más que ver su rastro para saber que se trata de él?
El sonrió mirando la mesa de billar.
—Exacto, pero ni siquiera tengo que comprobarlo, lo sé.
—Elliot. —Ella se acercó a su espalda, con su falda susurrando como hojas agitadas suavemente por el viento—. ¿Estás seguro?
—Segurísimo, cariño. —Se dio la vuelta y apoyó las manos en su cintura encorsetada—. Desearía no estarlo.
—Bueno, si estás seguro de que está aquí, al menos significa que no le mataste.
—Todavía. Es posible que tenga que hacerlo.
—No, debes llamar al oficial de policía y al magistrado. Si crees que el señor Stacy ha venido a hacerte daño, debe ser detenido y arrestado de inmediato.
—No —dijo él con severidad—. El oficial de policía es un muchacho no mayor que Hamish, y a Stacy no le costaría nada deshacerse de él. Si pongo en marcha una cacería contra él, Stacy se escabullirá de la red o lastimará a los que intenten cazarle. No quiero poner a nadie en peligro por su culpa. Déjame hacer esto a mi manera.
—¿Regalándole comida?
Elliot sabía que debía tener paciencia con ella. Juliana no entendía y él no podía obligarla a hacerlo.
—Tendrás que confiar en mí. —Movió las manos sobre sus pechos—. No permitiré que haga daño a nadie. Sé cómo actúa, sé cómo conseguir que salga de su escondite.
La vio humedecerse los labios. Sabía que a Juliana le estaba costando asimilar todo aquello. Lo había visto en los ojos de todos aquellos con los que había hablado desde que escapó de su prisión, incluyendo a Mahindar. Era una duda dolorosa... una pregunta silenciosa: ¿y si Elliot está realmente loco?
Estaba loco; lo sabía. Si no padecía los sueños, le asaltaban imágenes retrospectivas, el certero pánico de pensar que todavía estaba atrapado en la celda, prisionero después de todo aquel tiempo. No podía explicarle a nadie que su mayor temor en ese momento era despertarse una mañana y descubrir que eso —lo que tenía ahora— era en realidad el sueño.
Deliraba, sí. Pero no sobre aquello.
—¿Elliot? —La voz de Juliana contenía una nota de incertidumbre y él se dio cuenta de que se había quedado inmóvil otra vez, mirando fijamente la nada.
—McGregor y yo encontramos hoy todas las entradas a los túneles que hay debajo del castillo y las taponamos —explicó.
En algunos casos había bastado con la vegetación, en otros había ordenado a los hombres que cegaran las salidas con tablones.
—Stacy no se colará en la casa —continuó—. Lo que él y yo tenemos que dirimir lo haremos fuera. Pero tú tienes que quedarte dentro y no salir sin mí, ¿lo has entendido?
Ella abrió mucho los ojos.
—Mi estimado Elliot, no puedo permanecer encarcelada en casa. Tengo demasiadas cosas que hacer. Tendré que acercarme al pueblo para arreglar algunos asuntos relacionados con la fête, quizá incluso deba desplazarme a Aberdeen.
El negó con la cabeza.
—Hasta que todo esto se resuelva, envía a Hamish con las instrucciones precisas, o a otro de los hombres.
—¿Y cuándo se resolverá todo?
—No puedo saberlo. Por mucho que quiera apurar, tengo que dar con Stacy y enfrentarme a él.
Otra vez, Juliana le dirigió una mirada crítica intentando cubrir emociones e incertidumbres con sentido práctico.
—En ese caso, por favor, dile que se apresure a resolver el asunto antes de mi fête. No quiero que arruine mi debut como anfitriona del castillo McGregor.
Él le rozó la barbilla con los dedos y se inclinó para besarla en los labios con rapidez.
—Se lo diré.
Ella suavizó su mirada con una sonrisa antes de girarse para salir de la sala. Él la detuvo poniéndole la mano en el brazo con firmeza.
—Que no se te ocurra salir del castillo, Juliana.
Al ver un destello de culpa en sus ojos, supo que su esposa había tenido la intención de hacer justo eso. Se preguntó brevemente por qué la ceremonia del matrimonio se molestaba en intuir entre los votos la promesa de que la esposa obedecería al marido; no había conocido a ninguna mujer que la cumpliera.
—Finge creerme, y quédate a salvo en casa —pidió. Ya le había ordenado a Mahindar que mantuviera una estricta vigilancia sobre Priti y que no permitiera que se aventurara sola más allá de la puerta trasera.
Juliana le estudió con sus penetrantes ojos azules antes de hablar.
—De acuerdo.
Por supuesto, aquella inmediata capitulación con voz suave, despertó sus sospechas.
—Lo digo en serio, muchacha. Da igual que pienses que estoy loco o no, quiero que estés a salvo.
Ella alzó la barbilla.
—Me has pedido que confíe en ti. Ahora te pido que confíes tú en mí. Inclinarse por la precaución no es malo. En cualquier caso, así, yo no me pasearía sola por ahí como si tal cosa. ¿Qué pasaría si me cayera a una ciénaga?
Él contuvo un estremecimiento, no era necesario pensar en tal peligro para estar de acuerdo con todo lo demás. No temía demasiado lo que Stacy pudiera hacerle a él, pero sí lo que podría ocurrirle a ella.
Prefería regresar al sufrimiento de su oscura celda y a las torturas que allí padeció que permitir que Juliana sufriera el menor daño.
Se quedó quieto ante aquel pensamiento. Era la primera vez que había considerado tal cosa. Su cuerpo y su mente habían estado arruinados, pero supo de golpe que el dolor físico no sería nada frente a lo que le ocurriría a su corazón si a Juliana le pasaba algo.
Se inclinó sobre ella y la besó otra vez, disfrutando del calor de su cuerpo contra el de él. Si la perdía, si resultaba herida...
Se moriría.
La estrechó con más fuerza, acariciando su rígida nuca mientras profundizaba el beso.
«Nunca la dejaría, nunca la perdería». No habían podido arrebatársela antes, no permitiría que lo hicieran ahora.
Tuvo que obligarse a soltarla. Sabía que Juliana quería volver a ocuparse de sus asuntos. Ella se refugiaba en sus listas y horarios de la misma manera que él lo hacía en el whisky y en ella.
Además, mantenerla con él y llevar a cabo sus fantasías implicaría desgarrar la tela de la mesa de billar; no tenía ninguna duda.
La observó alejarse después de darle un último beso en la mejilla, con el polisón contoneándose al ritmo de sus pasos. La necesidad incontrolable que sentía de proteger a Juliana frente a todo incrementaba su fuerza.
Permaneció mirando fijamente durante un buen rato la puerta por la que ella había desaparecido mientras examinaba aquella nueva sensación. La frágil chispa de la esperanza comenzaba a crecer en la oscuridad como una brasa medio apagada que volviera suavemente a la vida con un soplido.
***
Elliot no durmió en su cama aquella noche. Juliana permaneció tumbada boca arriba a solas, mirando las vigas del techo. Habia estudiado varias de las muestras de tela que había llevado un pañero de Aberdeen, pero todavía no había decidido cuál sería la que elegiría para hacer las cortinas del baldaquín una vez que convenciera a los ratones de que cambiaran de domicilio, por lo que por ahora los postes de la cama estaban desnudos, como árboles deshojados.
El sol se puso, la luna salió y Elliot no apareció.
La última vez que lo vio fue durante la cena, a la que también asistió McGregor. El anciano había mirado la comida que llevó Mahindar con gesto suspicaz, declarando que las lentejas y el pollo al curry debilitaban a los hombres. Lo repitió varias veces mientras devoraba cada bocado.
Elliot y McGregor habían discutido durante toda la cena y luego Elliot se ofreció a mostrar a su tío el rifle Winchester que había hecho traer de América varios años antes. Ella les dejó ensimismados en su charla para continuar con sus listas de las tareas de acondicionamiento del castillo, ofrecer la fête y el baile, y organizar la vida diaria.
Se puso las manos sobre el pecho y pensó en todo lo que Elliot le había contado sobre el señor Stacy.
Sin duda se enfrentaba a dos elecciones. La primera era creer que alguien, ya fuera el señor Stacy u otra persona estaba oculto en el bosque que había al Este de la casa, por encima del río. La otra era llegar a la conclusión de que, después de todo, Elliot no estaba demasiado cuerdo.
No había visto ni rastro del observador que Elliot había descrito, pero le había prometido que no saldría del castillo sola ni buscaría a nadie. Eso no quería decir, pensó para sus adentros, que no pudiera poner a otros a buscar pruebas para ella. Pero si el señor Stacy era tan peligroso como Elliot aducía, pondría en peligro a Mahindar o a Hamish si les enviaba en esa misión.
Le había preguntado a Hamish si cuando bajó a ver a su tía después de la cena, se fijó en si alguien se había llevado la comida que colgó en el árbol. Él le aseguró que la bolsa seguía allí, meciéndose bajo su peso, sin que nadie la hubiera tocado. La había colgado lejos del alcance de los zorros, apostillando con altanería, tal como el señor McBride le había dicho.
Entonces, ahí estaba. Elliot había dejado comida en el bosque y no había señal alguna de que alguien la tomara.
No sabía exactamente qué tipo de tortura había sufrido durante el tiempo que estuvo retenido en las montañas afganas, cuánto había sufrido ni hasta qué grado. Sin embargo, sí había sido testigo de cómo se hundía en un ensimismamiento del que nada podía arrancarlo; vio dos veces cómo se creía de regreso con sus captores y la manera en que intentaba resistirse.
Ahora, pensaba que un hombre de su pasado había resucitado de entre los muertos para acecharle.
De todas maneras, esta certeza era un poco diferente. Cuando le habló sobre sus sospechas se enfrentaba a ella con los ojos claros, completamente consciente de dónde y con quién estaba. Creía que el hombre que había en el bosque era un escocés que conoció en la India, no uno de sus captores indígenas. La había puesto al corriente del peligro que ella, Hamish y los demás corrían. .. No estaba concentrado en el que podía correr él mismo.
Ordenó sus pensamientos en unas nuevas listas, sobre las que enumeró los pros y los contras de la situación. En una de ellas su marido estaba en lo cierto; en la otra, se dejaba guiar por el terror que había sufrido en el pasado.
Las lágrimas se deslizaron desde sus ojos a la funda de lino de la almohada mientras miraba fijamente el techo y hacía su elección.
***
Elliot tomó posición en el árbol que había seleccionado y esperó. Se había cambiado el kilt por la práctica ropa de seda oscura que vestía en ocasiones en la India y las resistentes botas por unas suaves zapatillas de cuero, mucho más adecuadas para trepar.
El árbol era ancho y había tres ramas que formaban una especie de cuna en la que se acomodó sin problema. Había elegido el lugar cuidadosamente.
En el regazo sostenía el Winchester 1876, un rifle de palanca que había adquirido después de abandonar el ejército. La compañía que los fabricaba había diseñado años más tarde un calibre 40—60, aunque todavía le llamaban 1876. Una vez que renunció al ejército, su afición por las prácticas de tiro habían pasado a ser un juego de acertar a un blanco; los tigres y elefantes eran demasiado hermosos en su hábitat natural para matarlos, y qué mal le habían hecho esas criaturas? No veía necesidad de hacerse con un arma de mayor calibre. Los ingleses que vivían en la India disfrutaban disparando a blancos móviles como platos o bolas que lanzaban al cielo. Para él, un francotirador con kilt, había sido su entretenimiento favorito.
El rifle llevaba cinco balas en la cámara, y la palanca servía para acoplar el cartucho siguiente de la recámara en la posición de tiro. Eso significaba que podía disparar cinco veces muy seguidas.
Stacy sabía de esa arma, por supuesto, y tenía una similar. Lo que no sabía su antiguo amigo era que él le había acoplado una mira telescópica. La había pedido antes de regresar a la India por segunda vez. Los francotiradores habían utilizado tales dispositivos en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos para apuntar a los oficiales enemigos en vez de a ciervos u osos.
Él había adaptado el alcance del rifle antes de salir de casa. A McGregor le había fascinado aquella operación y le hizo prometer que le permitiría mostrárselo a McPherson en la próxima visita que le hicieran. Según había asegurado McGregor con regocijo, el laird vecino se pondría verde de envidia.
Alzó el rifle y observó por la mira telescópica; la brillante luz de la luna convertía a la bolsa con los alimentos en un blanco perfecto.
Todavía colgaba en el lugar donde la había dejado Hamish, llena, sin haber sido tocada. Las ardillas y las aves darían buena cuenta a la mañana siguiente, pero esa noche, a tales horas, solo Stacy podría asomarse a por ella.
El viento suspiró entre los árboles y algunas nubes pequeñas surcaron el cielo a la deriva. El clima de esa zona cercana al mar era cambiante. Unos kilómetros al norte de la propiedad McGregor, la tierra se erguía hasta alcanzar las mayores cotas del Norte de Escocia antes de hundirse en el mar, hacia las islas Oreadas.
Estaba seguro de que a Juliana le encantaría hacer una excursión de verano a las Orcadas. Podrían acercarse en un bote al pináculo que se conocía como El Anciano de Hoy, el perpetuo centinela de las islas. La imaginó en la cubierta del barco, con el viento enredado en su pelo rojo y los ojos llenos de admiración mientras los clavaba en la alta aguja de basalto.
Había tantos puntos que admirar en el mundo. Quería mostrárselos todos.
En aquella posición hacía frío, pero dio la bienvenida al viento. Borraba de su mente el asfixiante calor de la India, aunque en el Punjab podía llegar a haber gélidos inviernos que helaban hasta los huesos.
Archibald Stacy. Cuando llegó al Punjab con su joven esposa escocesa, era un hombre ansioso de triunfos y él había reanudado aquella amistad que iniciaron en el ejército. Cuando la señora Stacy murió de fiebres tifoideas, cuidó de Stacy, acompañándole en su dolor.
Fue entonces cuando conocieron a Jaya, que estaba emparentada con el príncipe regente de uno de los estados nativos. Él no se enamoró de ella como Stacy, pero había sido un joven viril que se encontraba solo, y en aquel momento pensaba que jamás reuniría el dinero suficiente para regresar a Escocia e ir en busca de Juliana.
Fue en esa época cuando Jaya comenzó a jugar con ellos, haciéndole creer a Stacy que prefería a Elliot, lo que hizo que su hasta entonces amigo perdiera la razón por culpa de los celos. Aquella reacción le había sorprendido mucho, puesto que Stacy siempre había hablado de Jaya con indiferencia, asegurando que había amado profundamente a su esposa. El escocés jamás dio muestra alguna de que tuviera prisa por reemplazar a su primera mujer, así que no se había dado cuenta de los intensos sentimientos de su amigo por la hindú.
Riñeron y él renunció a Jaya a favor de Stacy, que prometió casarse con ella. Siempre pensó que el asunto quedaba resuelto.
Pero no mucho tiempo después de eso, Stacy y él recorrieron juntos las lejanas colinas del Norte, sin saber que había comenzado una escaramuza tribal entre las gentes que habitaban las tierras afganas. Había sido allí donde comprobó que Stacy todavía le guardaba rencor y había preparado su venganza.
La luna de las Highlands se hundió detrás de las montañas, tragada por la primera luz que asomaba muy temprano en los veranos del Norte.
Era extraño que el sol brillara tanto tiempo en el cielo en esas latitudes y sin embargo el aire siguiera siendo frío, mientras que en los trópicos el sol se hundía con rapidez en el horizonte pero el calor perduraba hasta altas horas de la noche.
Mientras duró la oscuridad, Stacy no apareció y la bolsa con comida siguió colgando, ilesa.
«No te gustan mis treinta monedas de plata, ¿eh?», sonrió para sus adentros.
Cuando el sol comenzó a surcar el mar, alzó su rifle, apuntó y disparó a la cuerda. La bolsa cayó y se rompió, desparramándose en el camino.
Se bajó del árbol, se acercó a recoger los restos caídos de la bolsa y la llevó algunos kilómetros más abajo, para alimentar a los agradecidos perros de McPherson.
***
Juliana salió un momento al huerto anexo a la cocina con una cesta, decidida a rellenarla con las alubias rojas que había visto el día anterior. Alzó la mirada después de recolectar el primer puñado y vio a su marido. Vestía una chaqueta color añil claro y pantalones negros que se ceñían a sus piernas a cada paso que daba; se aproximaba desde las colinas caminando en dirección Oeste.
Llevaba la cabeza descubierta, cargaba un rifle al hombro y le seguía una perra; una setter irlandés con largo pelaje rojizo.