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Juliana soltó el aire poco a poco.

—Ese señor, Archibald Stacy, ¿era el marido de esa mujer?

—Stacy era un escocés al que ayudé a asentarse en la India. Le conocí en el ejército, donde fui su instructor. Recurrió a mí cuando abandonó su comisión, y yo le ayudé a encontrar una plantación cerca de la mía.

Ella supo por Ainsley que, después de que dejara el ejército, Elliot se había establecido como colono y que también había convertido en un lucrativo negocio enseñar a otros europeos a vivir y prosperar en la India.

—Éramos amigos —prosiguió Elliot—. Stacy estaba casado con una muchacha escocesa; volvió a Glasgow para casarse con ella, pero enfermó y murió solo un mes después de su llegada.

—¡Santo Dios! Pobrecita...

—La enfermedad puede acabar rápidamente con uno en la India —comentó su marido con contenido sentimiento—. Stacy lo lamentó mucho, pero acabó encaprichándose de una mujer hindú llamada Jaya.

«Una cortesana», pensó ella para sus adentros. Sabía que las jóvenes respetables eran ferozmente protegidas en el subcontinente para impedir que mantuvieran relaciones extramatrimoniales con hombres europeos. Con cualquier hombre, en realidad.

—Fue un asunto sin importancia —comentó Elliol . De hecho, yo también me acosté con ella. Pero Jaya sentía inclinación por Stacy; temía que él no sintiera verdadero afecto por ella y solo la utilizara para satisfacer sus impulsos, así que para obtener una reacción por su parte, aseguró que me prefería a mí. Hizo las maletas y se trasladó a mi casa. Stacy se indignó muchísimo y la siguió para llevarla de vuelta. Creo que solo se dio cuenta del cariño que le tenía cuando ella le dejó. —Movió el whisky en el interior de la copa con dedos rígidos—. Cuando regresé a la plantación, después de escapar de mi secuestro, me encontré con que Stacy se había casado con Jaya, que ella había tenido un bebé y que luego había muerto. Stacy había abandonado a Priti, y Mahindar y Channan se habían hecho cargo de ella. Les pagué para que siguieran haciéndolo y también por los gastos ocasionados mientras estuve ausente. Priti tiene edad suficiente para que ya hubiera sido concebida cuando me capturaron.

Ella intentó decidir qué sentía. Sobre todo, celos; unos enormes y dolorosos celos. En su mente, Elliot siempre le había pertenecido, desde que tenían diez años y él le había besado la mejilla al tiempo que le deslizaba una rana en el bolsillo del delantal.

Había estado dispuesta a casarse con Grant porque sabía que no servía de nada anhelar a Elliot, que había preferido irse a la India y aventurarse a conquistar el mundo. Pero el hecho de que Elliot hubiera recurrido a esa mujer desconocida, que hubiera hecho el amor con ella, provocaba un dolor enorme en su corazón.

Después, piedad... Por Priti, que se había quedado sola y no comprendía lo ocurrido, y también por Elliot, que regresó de una prueba durísima y horrible para encontrarse con que la mujer que le había dado una hija estaba muerta. Y cólera, por el misterioso señor Stacy, que abandonó a una criatura sin importarle qué le podría llegar a ocurrir.

—¿El señor Stacy continúa vivo? —preguntó.

Elliot meneó la cabeza.

—Creo que no. Abandonó su plantación y, según Mahindar, se fue a Lahore. Fue él quien me dijo que murió allí, en un terremoto, —observó a su marido mientras se servía otra copa—. Ya te advertí que no era una historia bonita.

—Tienes razón. No es apta para oídos de damas que toman el té.

—Forma parte del pasado. Ya da igual.

—Lo sé.

Elliot apuró el whisky y volvió a poner la copa en la mesa; no parecía tener intención de contar nada más.

—Bien —comentó ella con tono enérgico—. Priti es una niña muy dulce y me alegra que podamos facilitarle un hogar. Tendré que ocuparme de que tenga ropa adecuada y una institutriz. Además, una de nuestras prioridades será adecuar la habitación infantil. Por ahora puede alojarse con Nandita, pero Priti no vivirá como una criada.

——No, no vive como tal.

Ella dejó el cuchillo y el tenedor perfectamente paralelos a ambos lados del plato.

—Sé lo que quieres decir, mi querido Elliot; que vive como tú. Pero eso no significa nada. No es mi intención quebrar su espíritu, si es eso lo que temes, pero es necesario que aprenda modales, inglés y muchas otras cosas.

—Le preguntaré —repuso él con expresión seria.

—Y deberías reconocerla como a una McBride lo antes posible, para que nadie se pregunte sobre su origen cuando crezca. Te lo advierto, siendo hindú su madre, no resultará fácil para ella. De todas maneras, nos esmeraremos en suavizarlo lo máximo posible.

—Gracias.

Aquella pacífica gratitud hizo que le bajara un escalofrío por la espalda. No era culpa de Priti ser hija de una cortesana a la que habían amado dos hombres. Los celos hicieron su aparición otra vez. Tenía que decidir cómo encarar ese tema, después de todo era un asunto pasado. Que Elliot hubiera decidido hacerse cargo de Priti sin importarle si era o no hija suya mitigó un poco aquella desagradable sensación.

—Sí, hay mucho que resolver. —Se refugió de sus emociones, como siempre, organizando. Poner orden en el caos resultaba muy reconfortante—. No solo con respecto a Priti, sino también a nosotros. En cuanto podamos debemos visitar a los vecinos de la zona. Es nuestro deber, lo mismo que es nuestra obligación ser anfitriones en una reunión. Quizá a mediados de verano. Eso indicará a nuestros vecinos que pensamos establecernos aquí y no somos solo una pareja de ciudad que quiere pasar una semana de vez en cuando en el campo. Tendremos que dar una fête y un baile. Voy a tener que averiguar dónde contratar violinistas y obtener alimentos que, por supuesto, serán los típicos de la zona. Quizá tú podrías...

Se interrumpió al ver que Elliot se había quedado paralizado y clavaba en ella una mirada insondable.

—¿Elliot? —preguntó con rapidez—. ¿Te encuentras bien?

—No puedo estar con gente —explicó en tono duro—. Ya no puedo.

No, no podía. Ella había sido testigo, incluso le costaba estar con la familia.

—Eso es lo bueno de tener esposa —explicó ella—. Tu única ocupación será parecer un laird y dejar que fluya el whisky. Yo me ocuparé de saludar a la gente y comprobar que todo el mundo se divierte. Confía en mí, es mucho mejor que dediquemos algunas horas a ello antes de estar en boca de todos. No te preocupes, Elliot, yo me ocuparé.

Ella no sabía, pensó Elliot, lo preciosa que estaba en ese momento. Sus ojos azules brillaban a la luz de las velas y su pelo centellaba cada vez que movía la cabeza. Hablaba con rapidez, haciendo gestos con aquella elegante mano, mientras le condenaba alegremente a visitar a los vecinos y ofrecer fêtes de verano.

Era fácil confesar al mundo, incluso a la educada y correcta Juliana, que había engendrado una hija con Jaya; la mujer que le había protegido del frío cuando los gélidos vientos bajaron de las montañas que separaban el norte de la India del mundo. Era fácil admitir que Stacy y él la habían compartido al principio.

Aquel pecado había sido barrido por la terrible pesadilla que supuso ser capturado y exhibido como un trofeo. Barrido por lo que los hombres de esa tribu feroz habían hecho con él, lo que le habían enseñado a hacer para ellos. Había experimentado la esclavitud de primera mano; cómo la vida humana era considerada menos importante que la de un animal... Cómo toda su existencia, su nacimiento y sus orígenes no significaban nada.

Pero no podía contarle a Juliana que, mientras fue prisionero, esclavo, se había olvidado por completo de Jaya. No podía contarle que el tiempo que pasó con aquella mujer y con Stacy, que los años en la plantación, que los amigos que hizo allí y en el ejército eran como si nunca hubieran existido. Que la única persona a la que podía aferrarse, la única cara que vio durante todo aquel tiempo, era la de ella.

Juliana siguió charlando desordenadamente sobre fêtes y compras, sobre visitas a la mujer del párroco... Pero él no escuchaba sus palabras. Tan solo oía su voz, clara como una gota de lluvia.

Dejó a un lado el whisky —sabía que estaba bebiendo demasiado esos días— y apartó la silla. Juliana le observó con sorpresa; un caballero jamás abandonaba la mesa hasta que las damas decidían que era hora de que se retiraran a la salita.

Rodeó la mesa y movió también la silla de Juliana. Mientras ella le contemplaba con asombro, la hizo levantar de aquella ridícula silla que parecía un trono y la obligó a sentarse en una zona libre del impoluto mantel blanco que cubría la mesa.

—Elliot, no creo que...

La silenció con un beso. Deslizó los dedos debajo del intrincado peinado y lo aflojó.

Cuando estaba en la oscura celda había fantaseado con aquello, mientras recordaba lo suave que había sido su pelo cuando lo acarició la noche de su baile de presentación, antes de que le ordenaran al día siguiente que se uniera a su regimiento. Se había acordado mucho del contacto y de la forma exacta de sus labios cuando la besó, de la suave esencia a rosas que la envolvía.

Ella le había sostenido en la oscuridad y ahora necesitaba que le sostuviera otra vez.

Dibujó sus labios con la lengua, buscando la humedad que ocultaban cuando se entreabrieron. Juliana subió las manos para ahuecarlas sobre sus codos, hundiendo los dedos en sus bíceps por encima de la chaqueta.

Beso su boca, cada centímetro, y luego la mejilla, lamiendo la piel que tenía el privilegio de tocar. En la oscuridad, en el dolor, el recuerdo de su beso había sido el único alivio en medio de la agonía. Ella jamás sabría —él no encontraría nunca las palabras para explicárselo— cuántas veces le había salvado la vida.

«Te necesito».

Se movió hasta su oreja para rozarla con la punta de la lengua. Ella emitió un suave gemido gutural cuando él capturó el lóbulo con los dientes.

Estaba seduciéndola otra vez, pero ella le había seducido a él cada noche durante aquellos meses que estuvo perdido. La había anhelado cada día para que cesara la tortura, para que sus captores le ignoraran durante más tiempo, porque así podía hundirse en un bendito ensimismamiento en el que solo existía ella.

Nunca habían logrado que la olvidara porque no sabían que existía. Jamás dijo su nombre. Juliana era su secreto, su alma.

Y ahora era real.

Le chupó suavemente el lóbulo y se recreó en la manera en que ella se estremeció bajo su contacto. Le encantaba su aroma, su sabor... jamás tendría suficiente.

Regresó despacio a su boca, un beso diminuto tras otro, hasta que le separó los labios y le acarició el interior con la lengua. Adoraba su lengua. La atrapó con los dientes y comenzó a chuparla con ternura.

Ella emitió otro diminuto gemido de placer mientras él seguía succionándola, frotándola, disfrutando del sabor, del calor de su I x >ca. La soltó para estirar el brazo hacia la jarra de whisky y verter más en la copa.

Luego la llevó hasta sus labios para que bebiera un sorbo y se zambulló en su boca, paladeando el whisky con su propia lengua.

Los ojos de Juliana brillaban con suavidad cuando él se retiró.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Saboreándote.

—Oh... —Ella se sonrojó. Y la única sílaba que había emitido hizo que él se tensara de placer.

Llevó de nuevo la copa a su boca. En esta ocasión Juliana tomó un sorbo antes de cerrar los ojos, para que él bebiera el whisky de ella.

Una y otra vez, él deslizó el mejor malta McGregor en su boca, y una vez tras otra bebió de ella. Era un hombre sediento y ella era su vaso.

Cuando la copa estuvo vacía, ella sonrió al tiempo que le miraba con ardientes ojos azules y el pelo despeinado.

—Vas a conseguir que me achispe.

El la besó una vez más sin responderle. Le deslizó los dedos por la garganta, desnuda hasta el borde del encaje del corpiño de seda que le dibujaba los hombros y los pechos. Aquella moda femenina siempre le había resultado desconcertante. Las mujeres llevaban los botones cerrados hasta la barbilla durante el día, pero atrevidos escotes que apenas les cubrían los pezones por la noche.

Pues tanto mejor para él. Desabrochó el corpiño en la espalda y tiró de las mangas para deslazárselas por los brazos, revelando el arco superior del corsé y la tímida camisola de encaje que llevaba debajo.

El padre de Juliana era un hombre rico y ella usaba ropa cara y delicada para cubrir su piel. La seda del corpiño quedó prendida en las callosidades de sus dedos, la tela del corsé era suave y bordada con flores de seda.

Aflojó los cordones del corsé y los desató, abriendo la jaula de ballenas para quitársela. La camisola de debajo apareció suelta ante sus ojos, llena de pliegues, tan suaves como la seda del vestido.

Fue fácil desatar la cinta que la cerraba y bajársela, dejándola caer sobre la tela del corpiño, a la altura de su cintura.

Ella observó con temblorosa curiosidad cómo derramaba otra buena cantidad de malta en la copa. La alzó y dejó gotear el whisky sobre sus clavículas para observar cómo resbalaba por su abdomen y sus pechos descubiertos.

Juliana contuvo el aliento.

—Elliot, el vestido...

El apenas la oyó. Se inclinó hacia ella y lamió el whisky de su piel antes de buscar la calidez de sus pechos. La saboreó y bebió, cerrando la boca sobre un pezón para comenzar a succionar.

Dejó marcas con sus dientes y su lengua, decorando el busto de Juliana. Ella tendría que ponerse ahora cuellos más altos, pero no le importaba. Podía envolverse en un paquete de seda si quería, para que solo él la desenvolviera.

La lamió por completo mientras la hacía reclinarse sobre la mesa, hasta que apoyó la espalda en el tablero, con el polisón torcido hacia un lado y las faldas subidas.

Entonces volcó el contenido de la copa, alzándola a gran altura, y el whisky se deslizó por su piel. Juliana soltó un gritito antes de comenzar a reírse.

Dejó de hacerlo cuando él se inclinó sobre ella para lamerla y saborearla, besándole los labios antes de secar cada gotita que cubría sus pechos.

Se detuvo en sus pezones, brillantes cúpulas rosadas mucho más oscuras que su piel cremosa. Recogió todas las gotas que allí había antes de cerrar la boca sobre cada uno.

Juliana se aferró al borde de la mesa al tiempo que separaba las piernas para envolver con ellas las caderas de Elliot, mientras una sensación salvaje crecía en su interior. Era más intensa entre mis muslos, pero el cálido hormigueo que provocaba su boca también la volvía loca.

Él tenía los ojos entrecerrados y el ceño fruncido con concentración. La mano con la que le cubría el pecho derecho estaba llena de duras cicatrices, al tiempo que el dorso parecía dibujado con marcas entrecruzadas, venas y vello dorado.

Le acarició el pelo, le gustaba sentir el tacto de sus mechones en los en los dedos. Decidió que era más hermoso ahora, después de haber sido maltratado y de haberse curado, que en su intacta juventud.

Él levantó la cabeza y la miró con ardientes ojos grises. Con el siguiente beso la presionó contra la mesa con todo su largo cuerpo.

La devastó por completo con ese beso. La asaltó con la lengua, se apoderó de sus labios. Ella salió al encuentro con su propia lengua, lasciva y despreocupada.

Justo en el momento en que pensó que él retrocedería, que quizá la ayudaría a levantarse para poder subir a su habitación, Elliot tiró de sus muñecas y la obligó a bajar de la mesa, sosteniéndola contra su cuerpo mientras le llevaba las manos a la parte de atrás de las faldas.

—Quiero desnudarte —dijo él—. Del todo. No puedo tocarte como es debido por culpa de este estúpido polisón.

Ella comenzó a tocar con dedos temblorosos los broches que sujetaban el corpiño a la falda y la sobrefalda a las enaguas. Se bajó todo lo más deprisa que pudo.

El propio Elliot soltó el polisón con tirones impacientes y ella supo que tendría que volver a coserlo más tarde. También fue él quien dejó caer el armazón de alambre al suelo, donde se detuvo con un chirrido parecido al que había emitido antes la gaita de Hamish.

Después él atacó los calzones, que resultaron mucho más fáciles de desabrochar, y se deshizo de ellos. Por fin se quedó desnuda, en el comedor, bajo la luz de las velas. Todavía llevaba puestas las medias de seda blanca sostenidas por ligueros de seda, y sus escarpines favoritos adornados con perlas.

Elliot volvió a subirla a la mesa antes de llevar la mano a la cinturilla del kilt y soltar el tartán que le rodeaba las caderas para mostrarse ante ella duro y completamente excitado.

Él le separó las piernas y se inclinó al tiempo que le colocaba las nalgas en el borde de la mesa. Se situó con rapidez entre sus muslos y se deslizó en su interior.