18
La cama estaba a solo dos zancadas y Juliana aterrizó sobre la espalda, con suavidad. Luego Elliot la cubrió con su cuerpo, terso y mojado.
En ningún momento dejó de besarla. Le separó las piernas, arañándole la piel con sus callosas manos, y entró en ella.
Las sábanas se humedecieron con rapidez cuando comenzó a moverse en su interior sin dejar de mirarla con aquellos ojos grises, más oscuros mientras la amaba con la misma avidez con que la había besado.
Notó que él se dejaba llevar por el éxtasis con apremiantes envites al escuchar sus gemidos. Siguió amándola mientras la miraba a los ojos hasta que alcanzó la cima. Entonces la estrechó contra su cuerpo y se sumió en un sueño sin pesadillas.
***
Cuando Juliana se despertó y antes de aventurarse escaleras abajo, supo que la casa estaba llena otra vez de hombres del pueblo, que habían regresado para devolver el esplendor al castillo McGregor. Ella los había oído llegar mientras estaba recostada contra Elliot, ese era el motivo por el que se estaba esmerando especialmente delante del espejo para asegurarse de que su peinado fuera impecable y el vestido estuviera impoluto, sin rastro del agua que aún cubría el suelo.
Elliot la observó recostado en la cama, con las sábanas cubriéndole las caderas. La miraba con una sonrisa de medio lado que era, sin duda, pecaminosa.
—Venga ve —la animó al ver que se demoraba—. Vuelve con tus listas.
Ella, sonrió feliz y se marchó.
Mahindar, que subía las escaleras para ayudar a Elliot, se detuvo para dejarla pasar. Aquel hombre parecía saber justo en qué momento exacto le necesitaba su amo.
Ella se detuvo en el descansillo.
—Mahindar —le dijo——. Gracias por todo lo que has hecho.
El hindú parpadeó.
—Apenas he empezado, mensahib. Todavía queda mucho por hacer hoy.
—Me refería a Elliot. Por cuidar de él. Por ocuparte de todo. No tenías por qué haberlo hecho.
El hombre meneó la cabeza.
—El me necesitaba. Todavía me necesita. Cuando le encontramos, vagaba a muchos kilómetros de su plantación, casi deshidratado y abrasado por el sol. Le llevamos a nuestra casa; no podíamos dejarle morir.
—No todo el mundo hubiera sido tan amable.
—Me educaron para prestar ayuda al que la necesitara. Y tenía una deuda con el sahib. Me rescató de las manos de un hombre que me trataba de una manera humillante. —Sonrió—. Incluso le dio un puñetazo en la cara. A mi mujer le encantó eso. Pero le habríamos ayudado de todas maneras. Es un buen hombre, en el sentido más amplio de la palabra.
—Yo siempre lo he pensado. —Ella hizo una pausa—. No sabes cómo logró escapar de ese horrible lugar donde le retenían, ¿verdad?
—No, mensahib. Jamás me ha contado toda la historia. Solo fragmentos inconexos.
Ella se apartó para dejar pasar a dos hombres que transportaban una alfombra enrollada y les señaló adonde debían llevarla. No era ese el momento adecuado para averiguar la historia de Elliot, y además, quería que fuera él quién se la relatara.
—Gracias, Mahindar —repitió con sinceridad antes de bajar las escaleras para regresar a sus listas y anotaciones.
Juliana tuvo el placer de encontrarse con que, mientras ella había estado arriba con Elliot, Hamish había traído el correo. Incluía noticias y cartas de su familia. Tomó la correspondencia y la llevó consigo al comedor, donde se acomodó para recrearse en las novedades.
Ainsley le escribía una hermosa carta, bastante larga, donde exponía el tipo de detalles que solo ella podía escribir. Le decía que comprendía por qué su hermano y ella habían querido mantenerse alejados de todos durante un tiempo, pero que regresaría a mediados de verano para la fête, y lo haría acompañada de la familia Mackenzie. También la tranquilizaba con respecto a los regalos; habían devuelto todos, excepto los de aquellas personas que habían insistido en que los conservaran. Dichos presentes llegarían al castillo McGregor a lo largo de la semana por medio de un mensajero.
Terminaba la misiva agradeciéndole que se hubiera casado con su hermano y asegurándole que tendría un buen efecto sobre él.
El hermano mayor de Elliot, Sinclair, les escribía a ambos, declarando lo feliz que le hacía aquella vuelta de tuerca de los acontecimientos. Sinclair, dos años mayor que Elliot, aseguraba que trataría de asistir a la fête si se lo permitían sus compromisos en Londres, no solo su trabajo en los Tribunales, sino los que representaban sus dos hijos. Al parecer eran unas fieras que estrenaban institutriz cada semana. Sinclair poseía buen corazón y parecía resistirse a la tentación de mandar a los niños al castillo; estaba seguro de que Elliot y su flamante esposa necesitaban conocerse mutuamente antes de que los terrores oficiales de la familia McBride cayeran sobre ellos. Concluía la carta confesándoles que seguramente mandaría a sus hijos a pasar una temporada con Ainsley.
Sonrió al terminar la carta. Sinclair siempre había sido un buen hombre y había amado mucho a su esposa, que falleció muy joven dejándole dos hijos.
Su padre también enviaba unas líneas comunicándole lo content que estaba al verla tan feliz. En su misiva estaba implícita la promesa de que, si se arrepentía de su decisión, podía regresar a casa sin dar explicaciones. El señor St. John incluso le ofrecía la mejor asistencia jurídica si fuera necesaria.
Quizá alguna otra persona encontraría sosiego en dicha carta, pero ella conocía a su padre muy bien: era un hombre de sentimientos profundos, pero había decidido hacía mucho tiempo que jamás molestaría a nadie con esas emociones. Era la quintaesencia del escocés calmado y severo, siempre pesimista esperando lo peor, pero aceptando en silencio lo mejor si acertaba a llegar.
La carta de Gemma era la más larga. De ella, le gustaba sobre todo el hecho de que no creyese que fuera bueno guardar secretos por el bien de nadie. Era franca y honesta, y si los demás consideraban demasiado bruscas sus opiniones, al menos siempre sabían que podían contar con su apoyo. Las mentiras piadosas no eran para Gemma St. John. Era partidaria de decir la verdad sin adornos, para bien o para mal.
Debo comunicarte lo que la gente está comentando antes de que regreses a Edimburgo. No es lo que piensa todo el mundo, pero he oído decir que tu rápida decisión para casarte con Elliot demuestra que no eres tan diferente a tu madre. El esfuerzo que has realizado a lo largo de tu vida para probar que no eras como ella no cuenta nada ante las crueles murmuraciones de lady Gascogne, la señora Bassington-Smith y otras damas como ellas.
Yo, siendo como soy, no podía pasarlo por alto. Le dije a la señora Bassington-Smith que tu madre había sido, en efecto, una cabera loca y que todos lo sabíamos, pero que tú eras tan diferente de ella como una flor lo es del queso. Añadí que habías demostrado ser muy inteligente al aceptar la oportuna propuesta del señor McBride y tener ahora un marido y un hogar propios, y que todo había acabado de la mejor manera posible.
Bueno, se calló, como puedes suponer, pero no la hice cambiar de opinión. Uno no puede tener en consideración lo que dice la gente tan desagradable como ella, lo sé, pero he pensado que sería mejor advertirte. Sin embargo, tienes varios defensores —entre los que me incluyo— que aseguran que has tenido suerte al escapar fortuitamente del señor Barclay. En lo que respecta a las opiniones sobre el señor McBride, todos le consideran un buen hombre, y nadie puede negar que proviene de una familia absolutamente respetable.
Por supuesto, añaden, es una pena que esté loco...
Juliana terminó la carta sintiéndose inquieta y reconfortada a un tiempo. Imaginó a la hermosa señora Bassington-Smith, esposa de un juez del Tribunal Supremo, con sus perfectos bucles negros declarando sobre el abanico que ella no era mejor que su madre.
Su temperamento bulló en su interior. Realmente a nadie debería importar por qué se había casado con Elliot ni cómo estaban pasándolo. La señora Bassington-Smith no estaba en las listas de invitados para la fiesta del verano, y se prometió a sí misma que no la añadiría a ninguna otra lista en el futuro.
Y Elliot no estaba loco. No de verdad. Había perdido un poco el rumbo con las terribles circunstancias que se vio obligado a resistir, pero estaba tratando de recuperarse.
Aplastó la creciente irritación para responder a las cartas, y apaciguó su temperamento escribiendo primero a las personas por las que más cariño sentía. Se puso en contacto también con los comerciantes de Aberdeen y Edimburgo, para encargarles materiales para la casa, la fête y el baile.
Elliot le había dicho que, por medio de Mahindar, podía comprar cualquier cosa que quisiera o necesitara; que no había límite económico. Ella, acostumbrada a la frugalidad y eficiencia adquiridas desde la infancia, siempre intentaba adquirirlo todo al mejor precio posible.
Cuando terminó de responder su correspondencia y le ordenó a Hamish que la llevara al pueblo ya era hora de almorzar. Comió de manera informal con Priti. A la niña le habían enseñado buenos modales y la observó cuando sostenía el tenedor y la cuchara correctamente, comiendo solo el pan con los dedos.
Se le hinchó el corazón mientras la miraba. ¿Quién podría no amar a aquella criatura, con su lustroso pelo negro y su atractiva sonrisa, que hablaba en aquella encantadora mezcla de punjabi e inglés? Sus ojos eran muy oscuros y profundos, pero se parecía a Elliot. Se convertiría en una preciosa mujer cuando creciera y se prometió velar por ella a cada paso del camino.
Tras el almuerzo, Channan llegó para llevarse a Priti de vuelta a la cocina. La cría accedió de buena gana, pues deseaba jugar de nuevo, no solo con la cabra, sino también con su nueva amiga, la setter que no parecía tener muchas ganas de regresar a casa del señor McPherson.
Priti se subió a su regazo y la besó en la mejilla mientras ella la abrazaba. Se alegraba de que Elliot la hubiera traído desde la India, un lugar en el que podía no estar a salvo.
La niña le dio otro pegajoso beso antes de bajarse y tomar la mano de Channan para alejarse con ella.
No habían pasado ni treinta segundos cuando Mahindar entró en el comedor con una expresión de pesar.
—Mensahib, tiene visita.
—¿Visita? —Se levantó limpiándose con un pañuelo el lugar donde Priti había depositado su beso con sabor a miel—. Santo Cielo, ¿a quién se le ocurrirá venir de visita cuando todo está hecho un lío?
Mahindar le presentó la bandejita de plata que sostenía entre sus enormes manos. Ahí había dos tarjetas de visita en las que estaban escritos los nombres de la señora Terrell y el de la señora Dalrymple.