23

Estar parado detrás de la mesa de artículos donados proporcionó a Elliot una buena vista de los alrededores y de la gente que había en ellos. Juliana y sus reclutas habían transformado aquel espacio llano junto al castillo en una feria con puestos, toldos, mesas, ponis, niños, hombres, mujeres, perros y una cabra.

La mesa que él atendía había sido dispuesta en una pequeña ladera en uno de los extremos, y desde allí podía vigilar a toda persona que se paseara por los alrededores, que comprara té y bollos auténticamente escoceses, que participara en los juegos o a cualquiera que quisiera perderse entre las sombras. Vio que Hamish señalaba una de esas sombras, hablándole a Nandita con su voz fuerte y vibrante, explicándole despacio en qué consistía una fête.

La tienda de la adivina, con su brillante cubierta de tela roja, estaba a unos metros a la derecha de la mesa donde él estaba. La gente formaba una fila en el exterior de la tienda y entraban a cuentagotas para que Juliana les leyera la buena fortuna por un penique.

Aquella tienda le estaba sugiriendo ideas maravillosas. Le gustaría colarse dentro, cerrar las cortinas para dejar al mundo fuera, y quedarse a solas con su esposa.

Notó algo húmedo en la palma de la mano. Bajó la mirada y se encontró al setter, que meneaba la cola mientras le observaba con una esperanzada sonrisa.—No tengo bollos —le dijo—. Lo siento.

Le acarició la cabeza. McPherson era muy generoso al ofrecerle aquella perra, o al menos al dejar que viviera con ellos un tiempo. Había decidido llamarla Rosie.

—¿Cuánto cuesta el cerdito? —preguntó una voz infantil.

Bajó la mirada hacia una niña con el pelo tan brillante y rojizo como Rosie que le miraba fijamente, con los ojos muy abiertos. Él debía resultarle enorme.

¿Qué estaría viendo? Un gigante con el pelo muy corto, rasgos duros y ojos fríos como el hielo del invierno. Sin duda no podía resultar agradable para un niño. Priti no sentía miedo de él, pero estaba acostumbrada a verlo, y su hija era demasiado valiente para su bien.

El rodeó la mesa y se agachó para poner los ojos al nivel de los de ella. Los gigantes no resultaban tan aterradores cuando se les miraba de frente.

Tomó el cerdito de porcelana de la mesa.

—¿Te refieres a este? Para ti no cuesta nada. Considéralo un regalo de la señora McBride.

La niña meneó la cabeza con decisión.

—No, mi mamá me ha dicho que tengo que pagar por él. El dinero es para el tejado de la iglesia.

Él reconoció el carácter de los highlanders en sus ojos; era posible que tuviera miedo del enorme Elliot McBride, pero tendría su cerdito y contribuiría a la reparación de la iglesia, y no había más que hablar.

—¿Cuánto dinero quieres gastar? —le preguntó.

La chica abrió un puño y mostró dos monedas sobre una palma sucia. Él cogió una.

—Un cuarto de penique por un cerdito. Es el precio perfecto.

Dejó la figura en las manos de la cría que, satisfecha, le brindó una enorme sonrisa, se dio la vuelta y corrió a toda velocidad junto a su madre.

—Sin duda tienes mano —comentó una voz masculina.

Él se puso en pie y se enfrentó a la amplia sonrisa del hijastro de su hermana, Daniel Mackenzie.

Daniel tenía dieciocho años, pero poseía una espalda ancha y era tan alto como su padre, aunque todavía no se había convertido en un hombre tan macizo como lord Cameron. El cuerpo del chico era todavía algo larguirucho, pero al cabo de unos años sería fiel reflejo del de su cuñado.

—Acostumbraba a tener mano —le corrigió. Recolocó algunas cosas sobre el tapete para ocupar el hueco donde había estado el cerdito.

—Yo diría que no la has perdido. ¿Te han reclutado para la causa?

—Me lo han ordenado. Donde hay patrón, no manda marinero.

—Ningún patrón puede competir con nuestras mujeres, ¿verdad?

—Yo, desde luego, no he conocido a ninguno que pudiera.

La sonrisa de Daniel se extendió de oreja a oreja. Se parecía a su padre, sí, pero no tenía en sus ojos color whisky aquella oscuridad que habían tenido los de Cameron tiempo atrás; una oscuridad que solo Ainsley había sido capaz de ahuyentar. Sin embargo, aquellas sombras aparecían a veces en Cam, nunca en Daniel.

Daniel era joven y todavía no había sido tocado por la tragedia. A su edad, él había sido igual de inocente.

El joven examinó la colección de plumillas, servilletas y extrañas figuras de porcelana; el reloj que ya no funcionaba, libros sin cubierta y el resto de artículos que las gentes del pueblo habían encontrado en sus desvanes y con las que colaboraron para la causa.

Daniel alzó el reloj y lo estudió con ojos críticos.

—Algunas cosas no funcionan.

—Mi esposa aceptó todo lo que enviaron.

—Sin embargo, me quedaré con esto. —Daniel observó el mecanismo del reloj—. Siempre necesito piezas de recambio.

—¿Montas relojes?

—Monto todo lo que se me ocurre. Soy inventor. Ya tengo una patente en curso sobre un nuevo sistema de poleas para el tranvía.

Una mente despierta. La suya a los dieciocho años había estado llena de imágenes alcanzando la gloria con su regimiento, conquistando una nación, recibiendo alabanzas de mujeres hermosas cuando terminara.

—Cinco chelines por esto —ofreció Daniel, metiendo la mano en el bolsillo y dejando las monedas en la mesa. El muchacho encogió los hombros al ver su mirada de sorpresa por la cifra—. Me han dicho que es para reparar el tejado de la iglesia.

—Muchas gracias —dijo con seriedad—. Mi mujer te lo agradecerá. Y el tejado de la iglesia también.

Daniel se rio entre dientes y le estudió con la misma minuciosidad que había estudiado el reloj.

—¿Qué tal va la vida de casado? Ainsley me ha dicho que se siente aliviada de saber que alguien cuida de ti.

—¿De veras? A mi hermana le gusta actuar como si fuera mi niñera.

—Sí, es cierto. Ahora se esmera en ser una madre para mí. Y se le da bien... Me gusta llamarla mamá delante de la gente; le irrita mucho.

Ainsley solo era once años mayor que Daniel. Se encontró compartiendo la broma con él.

Volvió a lanzar una mirada a la tienda de la adivina, donde los muchachos del pueblo esperaban a que los recibiera su preciosa Juliana. Ella les recorrería la palma con la punta de los dedos... La sonrisa desapareció de su rostro.

—Daniel —le pidió—, ayúdame a vender estos artículos.

El chico siguió su mirada hasta la tienda.

—Sí, la señora McBride está ahí dentro. Me ha prometido toda clase de riquezas y mujeres hermosas. También tiene mano.

—Vamos a vender todo lo que contiene esta condenada mesa —aseguró él—. El párroco se morirá de gusto. —Y él podría entrar en la tienda de la adivina y echar a patadas a los jóvenes del pueblo.

—Juliana nos cubriría de besos —aseguró Daniel—. A mí solo en las mejillas, por supuesto; como una buena tía.

—Cierra el pico y ponte a vender —gruñó él.

Daniel se colocó detrás de la mesa, a su lado. Durante la hora siguiente, los dos estuvieron deshaciéndose de los objetos y, como los más avezados vendedores ambulantes de Covent Garden, adularon a todo aquel que se acercó para que hiciera una compra. A Daniel se le daba bien y él perdió la rigidez que sentía al tratar con la gente desde que estuvo encarcelado. Recordó lo que era ser un joven descarado.

—¿Un limpiaplumas de encaje, querida señora? —ofreció Daniel, sosteniendo en alto una labor para enseñársela a una mujer que llevaba una cesta—. Mejor todavía, ¿dos? ¿Tres? Estoy seguro de que tiene en casa más de una pluma.

—¿Un jarrón de cristal, muchacho? —le dijo él a un joven que se acercó—. Es para meter flores para tu mujer. Está en perfecto estado. Si lo llenas de flores silvestres, se pondrá a hacerte galletas como una posesa.

La mesa se volvió popular enseguida, y los aldeanos acudieron atraídos por el escandaloso estilo de ambos. En particular acudieron mujeres, que se sonrojaron al escuchar los provocativos flirteos de Daniel.

Los artículos comenzaron a desaparecer y la caja del dinero a llenarse. Cuando solo quedaron los últimos artículos, decidieron subastarlos. Vendieron un viejo sombrerito por treinta chelines, un florero de porcelana lleno de grietas por veinte y una pareja de paños para los respaldos de los sofás, deformados por el uso, por una guinea. Daniel se frotó las manos al terminar.

—¡Ya hemos acabado la mercancía, señoras, muchas gracias! El párroco se lo agradece.

—Sí, muy bien hecho, querido hermano. —Ainsley salió de la multitud con su hija, Gavina, en brazos y le besó en la mejilla—. Juliana se sentirá encantada.

—Mucho antes de lo que esperaba. —Daniel se rio, satisfecho.

El cerró la tapa de la caja de monedas y se la ofreció a su hermana.

—Los aldeanos han sido muy generosos.

¿Cómo no iban a serlo, con dos atractivos highlanders en kilt rogando a todas las mujeres presentes que les dieran sus monedas? Imposible resistirse. Además, podríais haberos quedado los artículos que, sin duda, volverán a donar el año que viene.

—Och —protestó Daniel—. Es posible que entonces esté en América.

—Si yo estoy aquí, muchacho, tú también —le advirtió él dándole una palmada en el hombro, antes de alejarse en dirección a la tienda de la adivina.

En esos momentos no había nadie esperando fuera; todos habían dejado su dinero en la mesa de objetos donados y todavía no habían regresado con la adivina.

Alzó el lateral, entró y... se encontró a Archibald Stacy sentado en una silla frente a su esposa.

Juliana observó cómo el marido cariñoso que acababa de entrar en la tienda para perder el tiempo con ella se convertía en un frío bloque de hielo. Su sonrisa desapareció, su mirada se volvió penetrante y cualquier resto de calidez murió.

No preguntó cómo era posible que Stacy estuviera allí; Elliot deduciría que se había colado por la parte de atrás mientras ella estaba ocupada despidiendo en la puerta a otro campesino.

Ella había regresado al interior de la tienda después de haber acompañado a una jovencita que se mostró encantada de saber que un joven del pueblo la pretendía, algo no demasiado difícil porque era conocida de Hamish, y... se encontró a Stacy sentado ante la mesa.

—¿Me puede decir la buenaventura, señora McBride? —había dicho tendiéndole la mano con la palma hacia arriba.

Ahora, sin embargo, se dirigió a su marido.

—¿Vas a dispararme, McBride? Si es así, hazlo de una vez. Estoy demasiado viejo para esto.

—No llevo ningún arma encima —dijo Elliot con la voz fría. Un tono gélido que ella no había escuchado antes en sus labios—. Pero no la necesito.

—No, te convirtieron en un salvaje, ¿verdad?

Los dos hombres se miraron en silencio mientras Stacy se levantaba del asiento.

Era tan alto como Elliot, pero el pelo dorado le rozaba los hombros y lucía una barba corta, algo rizada. Sus ojos eran azul claro, pero no miraba con suavidad; eran muy fríos, como los de Elliot. Le habían roto la nariz al menos una vez, y aunque todavía conservaba todos los dedos de la mano izquierda, el meñique mostraba un ángulo extraño.

Stacy miraba fijamente a Elliot, que le vigilaba a su vez.

—Ha estado contándome cosas muy interesantes —intervino ella.

—No he venido a matarte —aseguró Stacy.

Elliot no respondió a ninguno de ellos. Se mantuvo rígido, con las manos a los costados y los ojos clavados en su antiguo amigo.

—He venido a hablar contigo —continuó Stacy.

Por fin, Elliot habló en un tono gélido.

—¿De veras? Pues por cómo te has comportado has fingido muy bien que querías matarme.

—No, solo he estado observándote. Intentando decidir cómo acercarme, porque sabía que, en el mismo minuto que me mostrara ante ti, intentarías acabar conmigo.

—Dame una razón para que no lo haga.

—No tengo ninguna.

Ella les observó con las manos entrelazadas sobre el tapete. Quería intervenir de alguna manera, balbucear que todo iría bien si se sentaban y hablaban de todo con sinceridad, pero sospechaba que eran hombres muy peligrosos y, en esos momentos, era más prudente guardar silencio. Necesitaba descubrir cuál era ahora la situación y ya ofrecería sus consejos más tarde.

—Como toques a Priti... —gruñó Elliot.

—No he venido por la niña, sé que es tuya.

En los ojos de Stacy apareció un inmenso pesar. Ella se dio cuenta de que él había esperado que Priti fuera suya, pero sabía que no era así. Cuando le atrapó mirando a la niña en el huerto, debía haber visto el evidente parecido con Elliot, dándose cuenta de que no le pertenecía.

Entonces, ¿a qué has venido? —exigió Elliot.

—A reconciliarme contigo... —confesó Stacy—. O al menos .a internarlo. Y para pedirte... Rogarte... que me ayudes.